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El misterio de las monedas de oro, 2ª parte
Aventura de la patrulla de los 5
Recuento de lo sucedido: La patrulla de los 5 —integrada por Chris, Susan, Ziggy, Kento y, más recientemente, Karen— había pasado el día con el Sr. Colin, un anciano que había sido misionero años atrás. El Sr. Colin les dio una caja con veinte monedas de oro. Los cinco regresaron al día siguiente para visitar al anciano, pero no había nadie en casa. Un vecino les dijo que el Sr. Colin había fallecido durante la noche. Apesadumbrados regresaron a su lugar de encuentro, al cual llamaban La Cabaña.
Cuando les entregó las monedas les dijo que eran «muy antiguas y valiosas»; sin embargo, cuando fueron a tasar su valor, el tosco dueño de la Casa de las Monedas les dijo que no valían nada. Cuando los cinco se fueron a sus respectivas casas, ninguno notó que alguien los seguía. No obstante, Susan presentía que algo no andaba bien...
Aquella noche, luego de que se fueran Ziggy, Kento y Karen, Chris se sentó delante de la mesa ubicada frente a la pared de tablas de la Cabaña y examinó con detenimiento la caja de monedas. Ahora era responsable de ellas.
Después de unos minutos colocó la caja en una cómoda ubicada en una esquina. Ahí guardaban todos los objetos de valor que tenían en la cabaña. No es que tuvieran muchos ni que fuesen muy valiosos, eran más como recuerdos. Y aunque el dueño de la tienda de monedas dijera que esas monedas no tenían valor, para ellos eran un tesoro, porque el Sr. Colin se las había dado al grupo.
Chris cerró la cabaña con candado. Y cruzó rápidamente el resto del sendero, huyendo del frío del viento nocturno. No se había percatado de la silueta de un hombre que merodeaba cerca de ahí ni del espiral de humo que salía de su cigarrillo.
—¡No están! —gritó Chris, luego de buscar en la pequeña cómoda la caja de madera que contenía las monedas.
—¿Estás seguro de que las pusiste ahí? —preguntó Ziggy.
—¡Claro que estoy seguro!
—¿Adónde habrán ido a parar?
—No lo sé, Susan. Las puse aquí luego de que ustedes se fueran y después le eché... ¡oh, no! Miren esto. No me había dado cuenta —Chris alzó el candado—, lo han abierto.
Kento levantó el candado y lo revisó.
—Está roto. Alguien lo forzó, el hueco de la llave está todo forzado y no cierra.
—¿No es ese el candado que acabamos de comprar? —preguntó Susan.
—Sí. Y ahora han desaparecido las monedas.
La cabaña quedó en silencio, mientras los cinco se miraban. Luego se quedaron mirando la cómoda por un rato. Finalmente Susan rompió el silencio.
—Tenía la esperanza de que algo así no sucediera luego de lo que pasó ayer —musitó.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Karen.
—Debí decirles en ese momento en vez de pensar que se iban a reír o a...
—¿Decirnos qué, Susan? —interrumpió Chris.
—Ay —suspiró Susan llevándose las manos a la cara—. Antes de que fuéramos a esa tienda, la Casa de las Monedas, tuve la sensación de que algo no andaba bien. En realidad, empecé a sentirme así incluso antes de dejar la cabaña. Y después, justo cuando estábamos parados afuera de la tienda, recordé de qué nos habíamos olvidado.
—Sí —dijo Kento—, pero ni siquiera nos lo dijiste.
—Recordé que no habíamos orado.
Los demás se quedaron mirando al suelo.
—Ni siquiera pensé en ello —dijo Chris entre dientes.
—Yo tampoco —añadió Karen.
—Pero eso no es todo —prosiguió Susan—. ¿Te acuerdas, Karen, que cuando estábamos en el bus tuviste que llamarme varias veces para que te contestara?
Karen asintió con la cabeza.
—Bueno, una vez más algo no estaba bien. Cuando ustedes se iban a la Cabaña y yo me iba a mi casa, algo me susurró que me diera la vuelta. Lo hice y vi a un hombre que parecía que los estaba siguiendo. Así que subí corriendo a mi habitación para ver mejor, pero de pronto él dobló por el otro camino. Así que pensé que me estaba imaginando cosas.
—Por ese camino, a tan solo unos cuatro o cinco metros, hay un sendero que lleva de vuelta a la calle por la que íbamos nosotros —dijo Chris.
—Entonces, quizás él se llevó las monedas —dijo Susan—. Oh, Dios mío... ¿qué vamos a hacer?
El resto de la patrulla suspiró y se encogieron de hombros.
—Esperen —dijo Susan—, justo antes de quedarme dormida estaba orando y recordé ese versículo que el Sr. Colin solía repetir una y otra vez: «Todas las cosas ayudan a bien». Me quedé dormida justo después, pero me sentía mucho mejor. Antes de eso me preocupaba que algo fuera a pasar.
—No sé qué bien puede salir de esto —dijo Karen.
—Yo tampoco, pero algo debe resultar. Tenemos que averiguar qué es.
—Debemos orar, tal como nos enseñó el Sr. Colin que hiciéramos cuando no supiéramos qué hacer —dijo Chris.
Todos estuvieron de acuerdo. Cuando Chris terminó de orar, nadie habló; simplemente se quedaron sentados pensando en todo lo que había sucedido. Pero algo había cambiado. Estaban haciendo lo correcto al orar y eso los hizo sentirse mejor.
—¿Alguien ha... recibido algo? —preguntó Chris—. ¿Alguna impresión?
—Cada vez que pienso en las monedas se me viene la imagen del hombre de la tienda. No era un tipo amable en absoluto —dijo Ziggy.
—Me pregunto... —dijo Susan pensativa mientras que los otros esperaban ansiosos lo que diría—. Nadie más sabía de las monedas. ¿Ustedes se lo dijeron a alguien?
—No —respondieron todos negando con la cabeza.
—Entonces, ¿por qué querría alguien entrar a la cabaña de juegos de unos niños?
—Pensemos por un momento —dijo Karen—. ¿No es extraño que ese señor Manchester dijera que las monedas no tenían valor y que el Sr. Colin nos dijera todo lo contrario? De alguna forma, sería bueno averiguar su verdadero valor. A fin de cuentas, para eso fuimos a la tienda.
—En la biblioteca hay libros sobre monedas antiguas —señaló Susan—. Será fácil.
—O aún más fácil... busquemos primero por Internet —añadió Kento sacando su smartphone.
Todos estuvieron de acuerdo y rodearon a Kento, mirando sobre su hombro la pequeña pantalla del aparato.
—¡Lo encontré! —exclamó Kento tras buscar durante unos minutos—. Hay todo un portal sobre monedas antiguas.
—¿Aparecen nuestras monedas?
—Veamos... ah, ¿qué les parece esta? —Acababa de abrir una página donde se veía una foto a color de una moneda antigua—. ¿No les resulta familiar?
—¡Es igualita a las nuestras, una moneda romana! —exclamó Susan, echando un vistazo más de cerca.
—¿Y cuánto vale? —preguntó Karen.
—¡Dice que una sola de estas monedas vale 100.000 dólares!
—¡100.000 dólares! —dijeron todos a coro.
—¿Hablas en serio? —dijo Ziggy.
—¡Es lo que dice aquí! ¡Mira eso!
—Si es que son auténticas —dijo Karen—. Si el dueño de la tienda tiene razón con respecto a que son falsas, entonces no valen nada.
—Pero entonces, ¿por qué desaparecieron? —preguntó Ziggy.
—No lo sé. Solo estoy presentando el otro lado —respondió Karen con mal humor—. Supongo que no quiero perder las esperanzas.
—Bien —dijo Susan—, digamos que el señor Manchester las robó o hizo que alguien las robara, ¿cómo las vamos a recuperar?
—Podríamos llamar a la policía y decirle que nos robaron las monedas y de quién sospechamos —sugirió Ziggy.
—¿La policía?… Hum... —dijo Chris con una sensación de desaliento. Se había apartado del debate y observaba pensativamente el cuadro del ángel que les había regalado el Sr. Colin.
—Era una idea nada más —dijo Ziggy.
—Bueno, podríamos hacerlo si tuviéramos algo más en qué basarnos —dijo Susan—, pero no creo que la policía crea nuestra historia. Ni siquiera podemos probar que las monedas son nuestras.
—Eh, miren esto —exclamó Chris, mientras agitaba un sobre que contenía varios documentos.
—¿Qué es?
—Estaba ajustando el cordel para poner el cuadro derecho y noté que por un lado sobresalía la esquina del sobre —dijo mientras colocaba sobre la mesa los documentos—. Es una tasación oficial de las monedas. También hay un recibo y unas fotos.
—¡Fantástico! —exclamó Susan.
—Supongo que esto prueba que no son falsas, como pretendía hacernos creer el señor Manchester —dijo Karen.
—Tal vez deberíamos regresar a la Casa de las Monedas y examinar el lugar —propuso Ziggy.
—No va a ser tan fácil —dijo Chris—. No podemos ir ahí y decir que pensamos que nos robó las monedas.
—Ya sé. Pero tengo el presentimiento de que el señor Manchester tiene algo que ver en todo esto.
—Quedarnos aquí sentados no va a hacer que aparezcan las monedas —dijo Susan.
El resto estuvo de acuerdo. Partieron, pues, una vez más en dirección a la tienda de monedas.
—¿Y qué los trae de vuelta por aquí? —preguntó Skeets cuando los niños entraron a la tienda—. ¿Decidieron que veinte dólares eran una oferta tentadora por su pequeña colección?
—En realidad, señor —le respondió Karen entrecerrando los ojos—, esas monedas desaparecieron. Alguien se las ha llevado.
—¿Me dicen que alguien las robó? Cuánto lo siento. Bueno, el culpable se va a llevar una triste sorpresa... no va a sacar apenas provecho.
—En realidad, tenemos la prueba de que esas monedas no eran falsas —dijo Chris.
—Sí, seguro... A verla.
—Para ser francos, señor —le dijo Susan acercándose al mostrador—, ya que usted es la única persona, aparte de nosotros, que sabe de su existencia, hemos venido a...
—¿Me están acusando de tener algo que ver con su, hum... desaparición?
—N-no. Solo que...
—Pero… —dijo Skeets con un suspiro— comprendo lo terrible que debe de ser. Lamentablemente, no hay mucho que pueda hacer por ustedes, porque no he vuelto a ver sus monedas desde que se fueron de mi tienda ayer.
—¿Eso es verdad? —dijo Kento señalándolo con el dedo—. Usted nos dijo que las monedas no valían nada, cuando en realidad son muy valiosas. ¿Cómo sabemos que no nos está mintiendo ahora?
—Kento —le susurró Chris—, no te enojes, eso no nos va a ayudar en nada. Además es una falta de respeto.
Kento retrocedió, pero tenía la cara roja.
—Es cierto —dijo Skeets—. Es muy irrespetuoso. Ya respondí sus preguntas, ahora si no les importa, tengo negocios que atender. ¡Que tengan un buen día!
Abatidos, los cinco dejaron la tienda y tomaron el autobús de vuelta a la Cabaña, donde decidieron que hablarían sobre qué hacer a continuación.
—Chicos, perdónenme por haberme enojado en la tienda —dijo Kento disculpándose—. Pero si me preguntan a mí, diría que probablemente fue Skeets el que nos robó las monedas. Ese tipo no me gusta para nada.
—No te preocupes, Kento —le dijo Chris.
—No es difícil que ese hombre te caiga mal —añadió Susan metiendo baza.
—Me pone los pelos de punta —dijo Karen.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Chris.
Solo hubo silencio como respuesta. Nadie sabía qué hacer.
Kento todavía tenía en sus manos el sobre con la tasación oficial de las monedas. Sacó los documentos para volver a leerlos.
—¡Oigan, no me había fijado en esto! Aquí hay una nota del señor Colin —dijo, sacando del sobre una hoja de papel.
—¿Qué dice? ¡Léela de una vez! —le pidió Susan y Kento comenzó a leerla.
Colin Hedgcome
—Es bastante enigmático. Pero es casi como si él supiera que íbamos a perder las monedas.
¿Qué significa esa parte del teléfono? —preguntó Kento.
—¿Recuerdas que el señor Colin nos dijo que podíamos conocer el futuro consultando con Dios? Eso es lo que significa —le respondió Chris.
—Claro, eso es. Nos dijo que el número de teléfono de Dios es Jeremías 33:3: «Clama a Mí, y Yo te responderé y te enseñaré... cosas grandes y ocultas que tú no conoces».
—Lo que pasa es que no oramos por nuestra última visita a la Casa de las Monedas —dijo Susan—, nuevamente nos dejamos llevar por nuestros impulsos.
—Pero podemos orar ahora —dijo Chris—, tal vez Dios todavía tenga algo que decirnos.
Tras una corta oración, guardaron silencio a la espera de una indicación sobrenatural sobre qué hacer a continuación. Hasta Frisky estaba respetuosamente acurrucado en una esquina.
—Me vino a la memoria una historia de la Biblia que leí una vez, pero no veo qué relación tenga con todo esto... —dijo Susan no muy convencida.
—¡Cuéntanos! —dijeron los otros ansiosamente.
—Está bien. Como ya les dije, no estoy segura de lo que quiere decir, pero lo recordé claramente.
—¿Qué era? —preguntó Chris.
—Recordé lo que dijo Jesús de algunos de Sus enemigos; que eran como sepulcros blanqueados, que por fuera se ven hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos1.
—Interesante… ¿y…? —dijo Chris.
Susan se encogió de hombros.
—No sé si esto servirá pero la fachada de la Casa de las Monedas es blanca —sugirió Karen.
—Y el dueño no era honesto —añadió Ziggy.
—Pero lo de los «huesos de muertos»... sin que suene a macabro, odio pensar lo que puede significar... —dijo Susan sintiendo un escalofrío.
—Al menos si descubrimos que está haciendo algo ilegal, podemos llamar a la policía para que vaya y lo arreste. Así podríamos recuperar nuestras monedas —dijo Karen.
—Puede que no sea tan fácil —dijo Chris—, pero después de orar, tengo la fuerte impresión de que deberíamos echar un vistazo a su trastienda, y que encontraremos algo que nos servirá para recobrar las monedas. Es arriesgado, pero si tomamos algunas precauciones, por ejemplo, ir solo dos de nosotros, y los demás se quedan vigilando en la distancia...
—Yo estaba pensando en lo mismo y... —dijo Kento. Decidieron que Chris y Susan irían primero, por ser los mayores del grupo. Los otros tres se iban a quedar cerca.
Ya comenzaba a atardecer cuando llegaron a la Casa de las Monedas. Chris y Susan iban delante, y los demás seguían a cierta distancia. El callejón que había detrás de la tienda era angosto. Allí se escondieron en una entrada y esperaron.
—Tal vez no pase nada hoy. Podríamos volver mañana —susurró Susan al cabo de un rato.
Justo en ese momento se estacionó cerca un Cadillac negro. Un hombre con anteojos oscuros y un sobretodo de color negro descendió del vehículo. Le entregó un paquete grande a otro hombre que salió por la puerta trasera de la tienda. El otro hombre arrugó y tiró un papel a uno de los tachos de basura.
—Esto se pone interesante —dijo Chris mientras sacaba un lapicero y escribía el número de la matrícula del auto en la palma de su mano.
—Esperemos hasta que el hombre se meta otra vez en la tienda y después echemos una mirada en el tacho de basura para ver si ese papel es interesante —sugirió Chris.
Se acercaron a los tachos de basura y alzaron la tapa cautelosamente.
—Aquí hay un montón de papeles. Casi todos están rasgados y no los puedo leer... son sobre apuestas de caballos... —dijo Susan mientras rebuscaba dentro del tacho.
—Y algo sobre Colombia —musitó Chris mientras leía algunos de los recibos.
—Este es un depósito en un banco de las Islas Caimán. Me pregunto qué significará todo esto— dijo Susan.
—Parece sospechoso...
En ese instante se abrió de golpe la puerta y apareció un hombre. Susan dio un grito ahogado. Era la misma figura delgada y adusta que había visto seguir a los cuatro la noche antes. Chris y Susan se dieron la vuelta para escapar, pero se estrellaron contra un tremendo matón, que estaba parado al otro lado de los tachos de basura. Agarró a ambos y los sacudió hasta que dejaron de intentar soltarse.
—¿Qué hacen husmeando por aquí, niños?
—Solo buscábamos algo chévere en su basura —respondió Chris.
—¿En serio? ¿Y encontraron lo que estaban buscando?
Chris negó con la cabeza.
—Solo un montón de papeles.
—Es él —musitó Susan.
—¿Quién es? —preguntó Chris.
Susan señaló con la cabeza en dirección al hombre delgado que estaba parado cerca. Susan lo miró a los ojos y el hombre esbozó una inquietante sonrisa. Susan sintió escalofríos. El hombre le dio la espalda y exhaló una bocanada de humo.
—Llévaselos al jefe —le dijo al otro hombre que todavía tenía fuertemente sujetos a los chicos. Seguidamente se dio la vuelta y se alejó de la tienda por el callejón mientras el otro hombre llevaba a Chris y Susan a la habitación trasera, y los sentaba bruscamente en dos sillas que estaban situadas espalda con espalda.
—Jefe —llamó—, tengo algo para usted.
—Más vale que sea algo bueno, Clive. No tengo tiempo para tus descubrimientos —dijo Skeets Manchester, entrando a la habitación con cara de pocos amigos.
—Acabo de agarrar a estos chiquillos husmeando en la parte de atrás. Dijeron que estaban buscando algo chévere.
—Buscando algo chévere, ¿no? —respondió Skeets—. Vaya, ¿no son ustedes los chicos de las monedas?
—¡Usted las robó! —le gritó Susan—. ¡Queremos que nos las devuelva!
—Cuánto lo siento, chiquilla —le respondió Skeets serenamente—, pero las cosas no funcionan así en este mundo. No obstante, ¡debo darles las gracias por hacerme inmensamente rico!
—¿Las vendió?
—Las vamos a vender mañana por la noche —dijo el matón.
—Cierra el pico, Clive. No es asunto de ellos —seguidamente se volvió hacia Chris y Susan—. ¿Así que creen que van a encontrar algo en la basura, eh? Veamos, pues. Revísalos, Clive.
Clive examinó sus bolsillos, sacando pequeños trozos de papel. Luego de revisarlos, los sentó en sus sillas y examinó los papeles que había encontrado.
—Parecen recibos, papeles bancarios y algunos pedazos de...
—¡No me digas, Clive, que echaste esos papeles en la basura de atrás! —le gritó Skeets—. ¿Es que nunca vas a aprender, imbécil?
La ira de Skeets se apagó instantáneamente al volverse hacia los chicos y esbozó una maliciosa sonrisa.
—Pero no fue muy inteligente de parte de ustedes andarse metiendo en asuntos ajenos, ¿no?
Se acercó y levantó el mentón de Susan para verla mejor.
—Dime, ¿tus papás nunca te enseñaron nada? ¡Chiquillos tontos, creyeron que habían encontrado alguna prueba contra mí! Y ahora, ¿quién se va a enterar?
Se volvió a Clive y le dijo:
—Lleva a nuestros amiguitos al túnel de abajo.
Clive tomó bruscamente a Chris y a Susan del brazo, abrió una puerta que había en la habitación y los llevó abajo por unas escaleras. Al final de ellas, abrió otra puerta y los echó dentro. El lugar apestaba y Susan y Chris comenzaron a toser enseguida.
—Aquí los vamos a dejar por un tiempo hasta saber qué hacer con ustedes.
—¿Y cuánto tiempo será eso? —preguntó Susan.
—No se sabe. Nunca supimos qué hacer con los anteriores —dijo el mastodonte con una risotada.
Cerró la puerta de un portazo y Chris y Susan quedaron en la más absoluta oscuridad. Aunque estaban cansados, sedientos y muy incómodos, procuraron permanecer animados cantando y citando los versículos de la Biblia que recordaban, y sobre todo, orando.
—Ya ha pasado un buen rato. ¿Qué estarán haciendo? —dijo Kento.
Los chicos no habían visto que atraparon a Chris y Susan.
—Los habrán atrapado —dijo Ziggy.
—¿A lo mejor es hora de llamar por teléfono nuevamente? —sugirió Karen.
—¿Por teléfono?
—Ya sabes... orar.
Rezaron, guardaron silencio y esperaron a recibir instrucciones. Ziggy habló primero.
—¿Conocen el versículo que dice: «A Sus ángeles mandará acerca de ti»? Bueno, me vino a la mente eso y una imagen de un policía mientras orábamos. Creo que significa...
—Sí. Creo que es hora de llamar a la policía para que nos ayuden.
Los otros estuvieron de acuerdo.
—A lo mejor este lío nos va a ayudar a atrapar a esos sinvergüenzas y a recobrar nuestras monedas —dijo Ziggy.
—Apurémonos. Vi una comisaría a un par de calles —dijo Karen.
Kento, Ziggy y Karen entraron resueltamente a la comisaría y Frisky los seguía de cerca.
—¿En qué puedo ayudaros? —preguntó un agente de policía.
Kento respiró hondo y comenzó su explicación.
—Dos de nuestros amigos están metidos en un lío tremendo porque creemos que fueron capturados por el gerente de la Casa de las Monedas que robó nuestras monedas antiguas.
El agente levantó la vista del periódico que estaba leyendo.
—¿Capturados? ¿Monedas?
—Sí. Hay que rescatarlos enseguida —contestó Karen.
—Menuda historia, señorita.
—Pero es cierta, señor. Tenemos que ir a buscarlos antes de que algo malo les suceda y...
—¿Qué les suceda algo... a quién?
—A nuestros dos amigos.
—¿Amigos? ¿Qué amigos? Denme los hechos, chicos, solo los hechos. Ustedes saben: nombres, edades, direcciones, cosas como esas.
Karen le dio al policía todos los detalles que necesitaba.
—Ese lugar, ¿cómo es que se llama?
—La Casa de las Monedas —le respondió Ziggy.
—Ah, sí. Conocemos el lugar. Sin pruebas no conseguiremos una orden de allanamiento, pero hace tiempo que sospechamos que allí se llevan a cabo algunas actividades irregulares, y esta podría ser nuestra oportunidad de confirmar nuestras sospechas.
Ziggy, Karen y Kento llegaron a la Casa de las Monedas con tres agentes de policía.
En la puerta de la tienda había un letrero escrito a la apurada que decía: «Cerrado por vacaciones».
—La última vez que los vimos fue en la parte trasera de la tienda —dijo Kento y guió a los policías a la entrada que había atrás.
Frisky ya había salido corriendo y ladrando en dirección a la parte posterior del edificio. Saltó hacia la puerta, rasguñándola frenéticamente. La puerta también estaba cerrada. Los tachos de basura estaban volteados y había basura tirada por el suelo.
—Mira esto —exclamó uno de los agentes, alzando una billetera.
—¡Es la billetera de Chris! —exclamó Kento—. Miren...
Kento le quitó la billetera al policía, se puso a rebuscar en ella y sacó un documento de identidad.
—Chris Fulton, tal como dijeron.
Al teniente se lo notó preocupado y se volvió hacia el otro agente.
—¿Hooper, conseguiste la orden de allanamiento?
—Sí.
—Veamos si hay alguien adentro, pero antes llevemos a los chicos de vuelta al patrullero donde Warren los pueda cuidar. No hay que correr riesgos innecesarios.
Aunque Karen, Ziggy y Kento protestaron, al final consintieron pues comprendieron que si deseaban la ayuda de la policía, tenían que cooperar.
El agente Hooper golpeó varias veces la puerta, diciendo en voz alta:
—Es la policía. ¡Abran la puerta!
Nadie contestaba.
—¡Abran o derribaremos la puerta! —vociferó Hooper.
Se escucharon pasos y algunas voces, y se abrió la puerta.
—¿En qué les puedo servir? —preguntó Skeets con toda tranquilidad.
—Buscamos a dos personas desaparecidas, un chico de nombre Chris Fulton y una niña llamada Susan Grimbaldi. Tienen aproximadamente doce años. ¿Los ha visto? —preguntó el teniente—, nos informaron que fueron vistos cerca de esta entrada. ¿Sabe usted algo al respecto?
—La verdad que no.
—Um, no me diga. Es curioso, porque tengo a tres testigos que siguieron hasta aquí a los dos chicos que desaparecieron —dijo el teniente señalando a los tres chicos que estaban sentados en el patrullero.
—¡Otra vez esos chicos!
—Ah, de modo que sí los había visto antes.
—Vinieron el otro día con unas monedas sin valor. Y volvieron a venir hoy lanzándome acusaciones porque sus monedas se habían perdido. Son niños muy malcriados. Los eché y les dije que no volvieran más. ¿Es eso un delito?
—¿Le importaría si echamos un vistazo? —preguntó el teniente Gibbs.
—Um... claro que no. No tengo nada que ocultar.
—Warren, quédate en el vehículo con los chicos y el perro mientras nosotros revisamos el lugar —dijo el teniente.
Karen, Ziggy y Kento esperaron cerca de una hora hasta que por fin regresaron los policías.
—Parece que todo está en orden —dijo el agente principal—. Hemos buscado por todas partes.
—Debe de haber algún error —dijo Karen.
A estas alturas Frisky estaba ladrando fuertemente y Kento procuraba sujetarlo lo mejor que podía, pero finalmente se soltó y comenzó a correr locamente hacia la entrada trasera de la tienda.
Frisky se metió a toda velocidad a la tienda.
—¡A lo mejor está buscando a Chris y a Susan! —exclamó Kento.
—¡Vamos, sigamos al perro! —gritó el teniente.
Cuando todos alcanzaron a Frisky, éste se hallaba frente a una sección de la pared en la que había una estantería de libros y ladraba con furia. Steeks Manchester intentaba alejarlo de ahí a patadas, pero el perro regresaba nuevamente a la misma sección de la pared.
—¿Qué hay detrás de esta estantería? —preguntó el policía.
—Una pared, cemento y luego más cemento —le respondió Skeets.
—Hooper, examine minuciosamente esta zona.
—Vea esto teniente. Parece que hay algo detrás de la estantería.
Luego de buscar durante varios minutos descubrieron una pequeña grieta a lo largo de la estantería, la cual forzaron con una palanca hasta abrirla.
—¡Mire, un túnel! —dijo Gibbs.
—¡Quién lo diría! —exclamó Skeets de manera poco convincente—. ¡Tanto tiempo que llevo aquí y ni siquiera sabía que existía!
Los dos policías estaban tan absortos con el hallazgo del túnel que no se dieron cuenta de que Skeets se dirigía lentamente hacia las escaleras para escaparse. Clive se encontraba entre Skeets y los policías.
El teniente pidió refuerzos por radio.
Frisky le ladraba fuertemente a Skeets y le mordió los pantalones. No lo soltaba por mucho que Skeets intentara sacárselo de encima.
—Skeets está tratando de escapar —gritó súbitamente Kento, luego de correr detrás de Frisky. Los otros dos chicos también lo habían seguido.
En ese instante Clive sacó una pistola y disparó hacia los policías. Las balas pasaron silbando junto a ellos.
—¡Agáchate! —le gritó el teniente a Ziggy.
Los otros dos niños hicieron lo mismo y se colocaron enseguida detrás de una mesa que estaba volteada.
Skeets se las arregló para sacarse de encima al perro y subió corriendo por las escaleras, seguido por Clive. Los policías trataron de seguirlos pero Clive se daba la vuelta cada par de segundos para dispararles.
El teniente desenfundó su arma y respondió al fuego. Una bala le dio a Clive en la pierna y el grandullón cayó pesadamente. En cuestión de segundos el teniente le confiscó el arma a Clive y lo esposó.
El agente Hooper corrió tras Skeets y saltó sobre él, con lo que ambos cayeron al suelo. Tras algo de lucha, Hooper le puso las esposas a Skeets.
—Van a pagar por esto, chiquillos —gritó Skeets.
—Si yo fuera usted no hablaría así, señor Manchester. Va a tener que explicarnos varias cosas —le advirtió el teniente Gibbs.
Una vez llegados los refuerzos, los dos hombres fueron conducidos a la comisaría. Mientras varios policías examinaban la Casa de las Monedas, Ziggy, Karen y Kento entraron al túnel para encontrar a Chris y a Susan. Mientras avanzaban por el túnel iban llamándolos. Al poco rato oyeron golpes en una de las puertas y unos gritos apagados.
Descorrieron el pestillo y abrieron la puerta. Chris y Susan salieron al pasillo parpadeando mientras sus ojos se acostumbraban a la luz.
—¡No saben cuánto nos alegramos de verlos! —les dijo Chris mientras se abrazaban.
—Llegaron en el momento justo. Solo Dios sabe lo que habrían hecho con nosotros —dijo Susan.
—Me está empezando a gustar eso de parar a escuchar a Dios —le dijo Karen a los demás.
—Vamos a tener que llevarlos a la comisaría para tomarles una declaración y para que nos cuenten en detalle lo ocurrido. Luego los llevaremos a su casa —les dijo Gibbs a los cinco.
Después de que la patrulla de los cinco respondiera a las diversas preguntas de la policía, el teniente Gibbs y el agente Hooper los llevaron a casa.
—Vendremos a visitarlos por la mañana para ver cómo va todo —les dijeron mientras se despedían— y para pedirles cualquier información que hoy se nos haya pasado por alto. ¿Está bien si nos reunimos en la casa de Chris a las 10:30?
—Claro —respondieron.
—Teniente, ¿le podemos pedir un favor? —preguntó Chris.
—¿De qué se trata?
—¿Encontraron las monedas?
—Todavía no hemos encontrado nada. Pero estamos investigando.
Exactamente a las 10:29 de la mañana el teniente Gibbs y el agente Hooper se presentaron a la puerta de la casa de Chris. Después de un largo interrogatorio, los policías quedaron satisfechos con la información proporcionada por los chicos y dijeron que iban a realizar una investigación exhaustiva en torno de los negocios de Skeets Manchester.
—Muchas gracias por la ayuda que nos han brindado para esclarecer este caso. Llevamos un buen tiempo tras el rastro de Skeets— dijo el teniente mientras se levantaba de su asiento para irse...
—Señor, ¿encontraron las monedas? —preguntó Karen.
—¿Las monedas? Por poco me olvido —dijo el teniente con una sonrisa. Le hizo una seña al agente que estaba con él, que fue al maletero del patrullero y de una bolsa grande sacó una caja que les resultaba muy conocida. Volvió y se la entregó al teniente.
—Las encontramos. Por lo visto, acá tienen todo un tesoro. La próxima vez tenga cuidado dónde la ponen, quizás no sea tan fácil recuperarlas.
—Gracias, señor —dijo Chris, tomando en sus manos la caja. Estaba radiante de felicidad.
—Confiemos que no haya una segunda vez —añadió Susan.
—Pero si sucediera algo parecido, llámennos antes de intentar hacer algo por su cuenta —aconsejó el agente Hooper.
—Créame que lo haremos —respondió Chris y los otros chicos estuvieron de acuerdo.
—Estoy asombrado de ver lo bien que han resultado las cosas para ustedes, chicos —señaló el teniente Gibbs—. Son niños con mucha suerte.
—En realidad —respondió Susan— lo que nos ayudó fue que oramos cuando no sabíamos qué hacer. Eso fue lo que nos enseñó el señor Colin, el hombre que nos dio las monedas.
El agente Hooper se quedó observando el cuadro del ángel y añadió:
—Lo mismo digo, teniente. Aquí mismo en este cuadro tan sobrecogedor... las monedas de oro y todo lo demás.
—El señor Colin nos lo regaló —contestó Susan.
—¿Está hecho con pintura acrílica?
—Pregúntele a Chris. Él es el experto.
—Es un óleo —afirmó Chris.
—¿Tú pintas?
Chris asintió con la cabeza.
—Mi hijo también. Tendrá más o menos tu edad… un verdadero genio. ¿Viste eso?
La patrulla de los cinco y los otros policías soltaron un grito ahogado.
—¡Sí, lo vimos! —contestó Ziggy—, ¡el ángel hizo un guiño y sonrió!
Notas a pie de página:
1 Mateo 23:27
Autor: Peter van Gorder. Ilustraciones: Jeremy. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022
El misterio de las monedas de oro, 1ª parte
Aventura de la patrulla de los 5
—¿Adónde van? —preguntó Karen a sus cuatro amigos que pasaban por la vereda.
—A casa del Sr. Colin —respondió Chris. Él y Susana tenían doce años y eran los mayores del grupo.
Karen apretó el paso para alcanzar a los otros.
—¿Se refieren al Sr. Colin Hedgcome? Todo el mundo dice, ya saben que… —dijo mientras se tocaba la cabeza— ...que le falta un tornillo. Dicen que ve cosas inexistentes y locuras por el estilo.
—Tú no lo conoces tanto como nosotros —exclamó Ziggy—. ¡Es buena onda!
(Ziggy tenía ocho años y era el menor de los cinco.)
—Sí. Es nuestro amigo —añadió Chris—. No está bien que hables así de él cuando ni siquiera lo conoces.
—Lo siento. Solo repetía lo que dice la gente —contestó Karen.
Karen, de once años, llevaba poco tiempo de regreso en Sheldon. Dos años antes se había mudado con sus padres a una ciudad cercana, Clarksdale, debido al trabajo de su padre. No obstante, Sheldon era una ciudad en crecimiento, por lo que volvieron a trasladar a su papá.
Irse de Sheldon había sido difícil para Karen. Tuvo que dejar a sus amigos y todo lo que conocía y comenzar de cero. Ahora estaba de vuelta y muchas cosas habían cambiado. La ciudad no era la misma, incluso los intereses de sus amigos habían cambiado. Con todo, Karen no desistió. Le encantaba la aventura y estaba lista para cualquier experiencia que supusiera un reto.
—Tú no te crees todo lo que dice la gente, ¿o sí? —le preguntó Susan.
—La verdad que no... bueno, depende. Pero, dime, ¿por qué van a visitar a ese anciano?
—Lo que pasa es que tiene cosas bien bacanas de por lo menos cien años de antigüedad. Él es como una máquina del tiempo —exclamó Kento.
—Sí —añadió Ziggy—, y hace un batido de frutas con helado de mango buenísimo…
—Y lo más importante —interrumpió Susana—, cuenta unas historias cheverísimas. Nos ha estado contando su vida.
—¿Hasta dónde les ha contado? —preguntó Karen.
—Bueno... el Sr. Colin nos dijo que fue mecánico de la fuerza aérea durante la Segunda Guerra Mundial. Cierta vez, estaba en un bosque protegido de una isla del Pacífico y, como tenía hambre, mató el cuco del jefe de una tribu. Tuvo que huir en canoa a una isla cercana para escapar de la muerte. Matar a uno de los cucos del jefe no fue buena idea.
—Ya me lo imagino —respondió Karen.
—Después se consiguió un empleo en otro país trabajando en una planta de laminación de acero —añadió Susana—. Era un trabajo sin futuro. Uno de sus amigos murió en un accidente en la planta, lo cual le hizo pensar en muchas cosas. Luego clamó a Dios y recibió una gran revelación, tras lo cual se hizo misionero.
—¿Y...?
—Hasta ahí nos ha contado —respondió Susan recuperando el aliento.
—De modo que si quiero conocer el resto de la historia tendré que ir con ustedes, ¿verdad?
Susan asintió con la cabeza.
—Lo puedes conocer en persona y ver qué te parece, en vez de limitarte a escuchar lo que dice todo el mundo —añadió Chris con una sonrisa.
Al poco rato llegaron al portón blanco donde empezaba la propiedad del Sr. Colin. Recorrieron el camino que atravesaba el jardín, que estaba lleno de diversos árboles y flores que el Sr. Colin había traído de sus viajes. Había un árbol de clavo de olor que había traído de Zanzíbar, hayas de Bulgaria y varios tipos de orquídeas de El Salvador.
Había un puente arqueado de color rojo sobre un pequeño estanque ubicado en medio de un jardín japonés. En la superficie flotaban lirios rosados y peces de color naranja y blanco nadaban serenamente en el agua.
Subieron por las escaleras que conducían a una sencilla casa de dos pisos. La casa no era nada del otro mundo, salvo por su color azul brillante y una gigantesca secoya que había en el jardín de atrás y cuyas ramas se elevaban muy por encima del techo. Al prepararse para llamar a la puerta, Chris alzó un gran aro que atravesaba la nariz de un tigre de bronce.
—Eso da miedo —dijo Karen mirando al feroz tigre de bronce.
—El Sr. Colin lo consiguió en uno de sus viajes por el Tibet —explicó Susana.
Chris golpeó dos veces.
Friski, el perro labrador del Sr. Colin los saludó con un amistoso ladrido desde la ventana. Él era su única compañía.
El Sr. Colin abrió la cortina para ver quién era y al ver a sus amiguitos sonrió. Con lentitud y haciendo un gran esfuerzo, abrió la puerta y los saludó calurosamente. Había perdido gran parte de su cabello, pero lo compensaba con su hermosa y abundante barba blanca.
—Son la patrulla —dijo, y al fijarse en Karen, añadió—. ¡Vaya!... ¿una nueva integrante?
—Karen es una vieja amiga —explicó Susan—. Regresó a Sheldon hace una semana.
—Bien, me alegro que la hayan traído con ustedes. Otro integrante para la patrulla... ¡La patrulla de los 5! —el Sr. Colin sonrió ante su ocurrencia y añadió—: Suena bien.
—Sr. Colin, estamos muy interesados en escuchar el resto de su historia —dijo Ziggy.
—Ustedes son unos chicos muy amables —dijo el Sr. Colin sonriendo—. Enseguida continuaremos con la historia. Pónganse cómodos. Estoy en la cocina. Como supuse que iban a venir hoy, preparé una de mis bebidas favoritas... ¡un batido de aguacate!
—Ves, te dije que era buena onda —susurró Ziggy mientras codeaba ligeramente a Karen.
Mientras se dirigían a la sala, Karen echó un vistazo dentro de las habitaciones que iban pasando. En un cuarto vio que había varios instrumentos musicales: una cítara, un ukelele y diversos tambores de aspecto africano.
¿Me pregunto de dónde habrá sacado todos esos extraños instrumentos? —Se preguntaba—. Me encantaría tocarlos.
Frisky estaba ocupado procurando recibir la mayor cantidad de caricias y palmaditas de cada uno de los niños. Los cinco se dirigieron a su asiento favorito. El Sr. Colin hablaba mientras servía la cremosa y helada bebida en vasos grandes con pajitas (cañas).
—Aprendí a hacer este jugo en uno de mis viajes a Indonesia. Es un licuado de aguacate (palta), coco rallado, azúcar, crema y hielo picado. Es uno de los mejores jugos conocidos por el hombre. ¡Es un néctar de Dios!
Mientras tomaban la bebida, el Sr. Colin siguió contándoles la historia de su vida valiéndose de fotos de sus aventuras misioneras.
—Aquí estoy con Maureen —dijo el Sr. Colin con un brillo en los ojos, mientras señalaba una foto en la que aparecía mucho más joven con su esposa.
—Era bonita —señaló Karen.
—¡Maureen era un ángel! Y seguro que en el Cielo está aún más bonita —dijo el Sr. Colin con nostalgia y prosiguió—. Aquí realizábamos un programa escolar en la India. La gente del lugar tenía que cargar el agua desde muy lejos todos los días, así que el Señor nos ayudó a construir un mecanismo que llevaba el agua directamente al centro del poblado.
—¿Qué hace esa serpiente ahí? —preguntó Chris señalando otra foto en la pared.
—Es una serpiente pitón que decidió venir a una clase de la Biblia que yo estaba dando en Camerún. En esta foto estamos dando de comer a gente sin hogar en México. Cuando nos fuimos algunos de nuestros amigos continuaron con la obra.
El Sr. Colin siguió describiendo varias fotos más hasta que llegó a un hermoso cuadro que estaba colgado encima de la chimenea. El artista había retratado a Jesús descendiendo de los cielos a la Tierra.
—Y aquí está el que hizo posible todas las aventuras de mi vida —dijo el Sr. Colin mientras observaba el cuadro.
—Que perspectiva tan asombrosa y qué colores tan brillantes —exclamó Chris que era un apasionado del arte.
—¡Se ve tan real! —comentó Susan.
—Es curioso que lo menciones. El otro día la pintura pareció cobrar vida y me dijo que pronto me iba a ir a Casa.
—¿A casa? Yo creía que esta era su casa —le dijo Karen sorprendida.
—Nuestro hogar eterno es el Cielo. Jesús me dijo que pronto me voy a encontrar con Maureen allí.
—No se vaya todavía —le dijo Susan en voz baja.
—Debo irme. Como dice la vieja canción —el Sr. Colin se puso a cantar un blues:
Puede que seas rico, o que no tengas ni un peso.
Pero cuando el buen Señor dé la orden, tendrás que partir.
Tendrás que partir, tendrás que partir.
—Bueno, ya basta de hablar acerca de mí. ¿Y ustedes qué han estado haciendo?
—Kento ha estado construyendo un kart para la gran carrera que organizó la ciudad y que rememora los años 50 —dijo Susan. Kento asintió con la cabeza.
—¿Ya funciona, hijo?
—Casi. Pero me está costando trabajo hacer que funcione la dirección.
—Yo tengo algo que te puede ayudar en ese aspecto: poleas.
—¿Cómo pueden ayudar? —preguntó Ziggy.
—Primero veamos si todavía las tengo. Acompáñenme al desván —dijo el Sr. Colin, y los llevó fuera hasta el tronco de la secoya.
—¡Qué árbol tan gigantesco! —exclamó Chris.
—Sí. Tiene tres metros de diámetro.
—¿Dónde está el desván? —preguntó Kento.
—No pensarán que un viejo loco como yo va a tener uno de esos desvanes aburridos en la parte de arriba de su casa, ¿verdad? — replicó el Sr. Colin mientras abría una puerta que había sido hecha en la corteza del árbol—. No señor, yo tengo algo un poco más excéntrico.
El interior del árbol estaba completamente hueco y los chicos miraban asombrados. El Sr. Colin encendió una luz y se vio un cuarto lleno de cajas puestas en unos polvorientos estantes. También había una escalera que conducía a un segundo piso.
—Este es mi desván.
—¡Qué lugar más bacán! —dijo Chris admirado.
—¿Podemos echar un vistazo? —preguntó Karen.
—Para eso son los desvanes —respondió el Sr. Colin.
—¿Cómo hizo este cuarto dentro del árbol? —preguntó Kento.
—Vino con la casa. Nadie sabe a ciencia cierta quién lo construyó, aunque se han tejido toda clase de historias al respecto. Una cuenta que lo hizo un pionero hace mucho tiempo para escapar de un ataque de los indios. Otros dicen que el hueco lo hizo un rayo, pero que el árbol siguió creciendo. Luego otros afirman que fue causado por un hongo. Y finalmente... —el Sr. Colin hizo una pausa para un mayor efecto— hay una vieja leyenda que dice que era la guarida de un dragón.
—¡Ah! —exclamaron los cinco.
—A ver, ¿dónde puse esas poleas? Veamos... —preguntó el Sr. Colin mientras miraba a Frisky.
Los otros comenzaron de inmediato a explorar los viejos artefactos que llenaban el cuarto. Karen se puso a tocar una vieja cítara nigeriana que produjo un resonante acorde de lo más inusual.
—Después de tantos años necesita que la afinen —comentó—, pero es interesante.
Susan tomó un periódico ya amarillento impreso a fines del siglo XIX. Leyó en voz alta un anuncio:
Adquiera un braguero. Marcus Abercrombie dice: «Yo tengo un braguero que ayuda a curar las hernias. No lleva banda metálica y sostiene cualquier hernia.»
Susan alzo la vista sorprendida.
—¿Qué es un braguero?
—Humm... —dijo el Sr. Colin con una sonrisa—. Tal vez sea un par de calzoncillos solo que más resistentes.
Todos se rieron.
—Ah, aquí están... —dijo el Sr. Colin, y le entregó dos poleas a Kento. Seguidamente tomó un lápiz y un bloc que tenía en el bolsillo de su camisa e hizo un diagrama de cómo emplearlas con el volante del Kart.
—Vean este viejo gramófono —dijo Karen—, ¿todavía funciona?
—Solo hay una forma de averiguarlo —respondió el Sr. Colin, y tomó un empolvado disco negro de 78 rpm y 25 cm de diámetro, y lo puso en el tocadiscos. Dio la vuelta a la manivela del tocadiscos para darle cuerda. Con mucho cuidado colocó la aguja en el disco que giraba. Por el enorme y ornamental cuerno de bronce salió una chillona canción que decía:
¿Seré famosa? ¿Seré rica?»
Y ella me dijo así:
«¡Qué será, será!
Serás lo que tengas que ser.
No nos corresponde saber lo que el mañana nos deparará.
Que será, será.
Que será, será.»
La canción acabó con un chisporroteo y el Sr. Colin levantó la aguja del disco.
—Es una canción bonita —comentó Karen—, me gustaría aprenderme los acordes.
—Habla de no preocuparse del futuro —dijo el Sr. Colin pensativamente—, lo cual me parece una buena idea. Pero, existe una manera de conocer el futuro.
—¿Cómo? —preguntó Chris con curiosidad.
—Dios puede responder nuestros interrogantes y brindarnos consejos o mostrarnos cosas del futuro cuando nos sea útil. ¿Se acuerdan de ese versículo de Jeremías que les enseñé la última vez?
—«Clama a Mí, y Yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces» —recitó Susan—. Jeremías 33, versículo 3.
—Muy bien, Susan. Y un ejemplo de algo grande y oculto que Dios me ha enseñado y que yo no conocía, es que pronto me voy a casa.
Se hizo un silencio incómodo por un momento. Nadie quería pensar que el Sr. Colin los dejaría tan pronto.
—Oiga, podría organizar una venta de garaje con todos estos trastos… quiero decir... objetos —dijo Kento para cambiar de tema.
—Buena idea. No sé por qué he guardado todas estas cosas, será porque venderlas sería como vender mis memorias. Además, no creo que me den mucho por ellas, ¿verdad? —preguntó el Sr. Colin.
—Seguro que podría vender este maravilloso cuadro a buen precio —dijo Chris señalando un enorme cuadro de un musculoso ángel de tez oscura que le entregaba unas monedas a un joven. El ángel aparecía de pie ante el joven, que estaba de rodillas ante él. Pequeños destellos de una brillante luz blanca dibujaban la silueta del ángel.
—Ah, lo encontré en una venta de objetos usados y me pareció una pieza única. Tenía pensado limpiarlo un poco y ponerle otro marco, pero tal vez nunca lo haga.
Todos se juntaron alrededor de la pintura para verla mejor.
—Aparte de la técnica tan interesante que utilizó el pintor, parece algo sobrenatural —dijo Chris—. ¿Qué significa?
—Me dio la impresión de que era algo más que una simple pintura bonita. Mirando el cuadro, Jesús me mostró que las monedas son como nuestra fe en Dios, que es algo que hemos recibido.
De pronto, el Sr. Colin le entregó la pintura a Chris, que se sobresaltó y quedó un poco pasmado con lo pesada que era.
—Pueden ponerla en ese lugar donde se juntan... la Cabaña, ¿cierto?
—Ajá... ¿pero está dándomela?
—Así es.
—No podemos aceptarla. Tiene un significado muy especial para usted.
—Lleva muchos años guardada aquí. Al menos le dará un bonito toque decorativo a la Cabaña. A fin de cuentas, no me la puedo llevar. No la voy a necesitar, ya que donde voy probablemente vea a ese ángel en persona —dijo el Sr. Colin riéndose.
—Gracias, Sr. Colin. La colgaremos en la Cabaña —dijo Susan.
—Eso me recuerda que hay otra cosa que quiero darles. ¡Es algo sumamente especial!
Abrió un baúl que había en una esquina del cuarto y sacó una pequeña caja de madera. Hizo una pausa antes de abrirla, le encantaba mantener a los chicos en suspenso y que trataran de adivinar lo que había en la caja.
—Adivinen lo que hay dentro.
—¿Son artículos de dibujo? —preguntó Chris.
—No.
—Ya sé… un instrumento musical —dijo Karen.
—No.
—¿Algo para comer? —inquirió Ziggy esperanzado.
—Lo siento. Si fuera así, me imagino que ya no estaría comestible después de tantos años.
—¿Un nuevo invento? —preguntó Kento.
El Sr. Colin negó con la cabeza.
Susan miraba con intensa curiosidad.
—Es un… ay, no sé. ¡Muéstrenoslo, por favor! —le rogó.
—¡Ja! Basta de especulaciones, aunque sus intentos fueron buenos. Echemos una mirada.
El Sr. Colin levantó la tapa para revelar veinte monedas de oro de diversos tamaños colocadas ordenadamente en un terciopelo rojo.
—¡Cómo brillan! —exclamó Ziggy.
—¡Caray, nunca había visto monedas así! —dijo Chris con asombro.
—¿Qué es lo que dicen las inscripciones? —preguntó Susan, tomando una para verla mejor.
—Es latín, el idioma de los romanos de la antigüedad. Estas monedas son muy antiguas y muy valiosas.
—¿Dónde las consiguió? —preguntó Kento.
—Mi padre me las dio. Él las recibió de su padre, quien a su vez las había recibido de su padre y así sucesivamente. Han pasado diez generaciones hasta ahora. Yo no tengo hijos a quienes pasárselas, por eso se las quiero dar a ustedes para que las cuiden y luego las pasen a otros a su debido tiempo.
Una corriente de aire abrió la chirriante puerta sobresaltando al pequeño grupo.
—¡Dios mío, ya es de noche! —exclamó el Sr. Colin—. Van a tener que irse a casa pronto. Chris, como tú eres el mayor te encargo las monedas. Cuídalas bien, por favor.
—Así lo haré.
—Hagamos una oración antes de que se vayan.
El Sr. Colin juntó a los niños en un círculo y oró:
—Padre, te doy gracias por estos magníficos chicos, por todos ellos. Gracias por el amor que han traído a mi vida y por los buenos momentos que hemos pasado juntos. Acompáñalos y cuídalos. También ayúdalos a valorar estas monedas que les he entregado y a ser buenos administradores de ellas. Lo pido en el nombre de Tu Hijo, Jesús.
—Acompaña también al Sr. Colin —añadió Ziggy—. Siempre lo pasamos tan bien con él, gracias por eso.
Los cinco dijeron amén y partieron enseguida hacia sus casas.
Al día siguiente regresaron a casa del Sr. Colin y llamaron a la puerta, pero nadie respondía. Alcanzaban a oír los ladridos frenéticos de Frisky.
Justo cuando se disponían a irse se les acercó un vecino.
—¿Han venido a ver al señor Hedgcome? —preguntó el vecino.
—Sí. Pero parece que no está en casa. ¿Sabe usted a qué hora va a regresar?
—Me temo que anoche pasó a mejor vida, mientras dormía. Fue justo después de medianoche, según el médico.
Los chicos se quedaron consternados. La noticia los entristeció de inmediato.
El vecino prosiguió:
—Lamento haberles dado la noticia tan repentinamente. He visto que solían venir a visitarlo, por lo que imagino que ustedes eran sus amigos.
—Lo éramos —dijo Susan, y se le saltaron las lágrimas.
Frisky ladraba cada vez más fuerte.
—Solo vine a encargarme del perro del anciano y llevarlo a la perrera municipal —les explicó el vecino.
—¡Uy, por favor, no haga eso! Les preguntaremos a nuestros padres si podemos encargarnos de él.
—No sé...
—¡Por favor, señor!
—Bueno, supongo que estará bien.
El vecino le puso la correa a Frisky y se la pasó a Chris.
Los niños le agradecieron y se fueron tristes por la calle por donde habían venido.
Más tarde ese mismo día, todos se juntaron en la Cabaña para hablar de lo que iban a hacer.
—Siempre me gustaba ir a casa del Sr. Colin —dijo Susan—. Era como mi abuelo después de que murió el mío. El tiempo pasaba volando cuando estábamos con él.
—Nos enseñó tantas cosas —añadió Kento.
—No era raro en absoluto —dijo Karen—. Tal vez distinto, pero no loco como decía la gente. Cuánto me hubiera gustado haberlo conocido mejor.
—Estoy seguro de que ahora está feliz. Probablemente se siente mucho mejor que antes —dijo Chris, procurando animar a los otros y animarse sí mismo.
—El Sr. Colin era lo máximo, era la persona más interesante y divertida que he conocido. Lo voy a extrañar —dijo Ziggy.
—Sí —dijeron los otros cuatro.
Se hizo silencio en la Cabaña por un rato hasta que finalmente Chris rompió el silencio.
—¿Qué vamos a hacer con respecto a las monedas?
—El Sr. Colin dijo que eran valiosas, ¿verdad? —respondió Karen.
—¿Qué intentas decir? ¿Qué debemos venderlas? —preguntó Susan.
—N-no. Ahora que nos pertenecen a nosotros, sería bueno saber cuánto valen. Al menos podríamos llevarlas a un joyero y averiguar su valor.
—Supongo que no nos vendrá mal saberlo —dijo Chris.
—Me parece bien —dijo Kento. Ziggy estuvo de acuerdo, mientras que Susan se encogió de hombros.
—¿Dónde encontraremos una tienda de monedas? —preguntó Ziggy.
—Podemos buscar en Internet una que quede en nuestro barrio —contestó Karen.
Kento buscó en su smartphone y los demás se juntaron en torno suyo.
—«Casa de las monedas» y «El paraíso de los coleccionistas». Es todo lo que tienen aquí. «Casa de las monedas» queda más cerca. Está en la Avenida Crispen.
—Avenida Crispen —dijo Susan—. Está un poco...
—¿Un poco qué?
—N-nada. Hay un bus que nos lleva hasta allí y podemos ir y volver en un santiamén.
Con la caja de monedas en la mano, los chicos se subieron al bus que los dejó en la puerta de la tienda. El local estaba recién pintado y con sus paredes blancas y ventanas enmarcadas, parecía fuera de lugar en ese sector gris y sucio de la ciudad.
—No parece una zona muy buena —dijo Kento con cautela.
—Pienso lo mismo —añadió Susan.
—Pero la tienda se ve bien —dijo Chris—, solo queremos que nos digan cuánto valen las monedas.
—Hemos venido hasta acá. No alcanzaremos a ir a otra tienda antes de que oscurezca —suspiró Karen—. ¿Y quién sabe si las otras van a ser mejores que ésta?
—Entremos —concluyó Chris.
—¡Esperen! Creo que nos estamos olvidando de algo... —exclamó Susan, haciendo que se detuvieran antes de entrar. Desde un principio ella no había estado muy segura de todo el asunto. Parecía que algo no estaba bien. Para colmo, seguía pensando que se estaban olvidando de algo.
—¡Eso es! —pensó, y se acordó que el Sr. Colin les repetía con frecuencia que cuando no estuvieran seguros de algo o no supieran qué hacer, debían orar.
Pero ahora nos estamos olvidando de hacer justamente eso.
—¿Nos olvidamos de qué? —respondieron los demás al unísono.
A Susan de pronto le entró vergüenza y se sonrojó.
Una cosa era que el Sr. Colin les recordara que oraran, ¿pero que lo hiciera ella? Susan hizo una mueca de solo pensarlo.
Y además —se dijo —solo vamos a averiguar su valor, eso es todo.
Se encogió hombros y miró al suelo.
—Nada —replicó tímidamente—. Yo... este... ¡nada!
Al abrir la puerta de la tienda un timbre anunció la llegada de los chicos. El administrador salió de detrás de una cortina con una sonrisa sospechosa y poco sincera en el rostro. Tenía demasiada gomina en el pelo y un grueso bigote cubría su labio superior. Sus ojos eran pequeños, oscuros y brillantes y tenía la nariz extrañamente torcida por habérsela roto en varias ocasiones. Frisky de inmediato mostró su disgusto con una serie de gruñidos amenazadores, pero se calmó después de que Kento le ordenara callarse.
—Hola, Sr... —comenzó a decir Chris.
—Me apellido Manchester —Sr. Manchester, pero todos me conocen como Skeets. ¿Qué puedo hacer por ustedes, amigos?
—Bueno, Sr. Skeets, tenemos unas monedas que nos dio un amigo y queríamos que usted las vea —dijo Karen.
—Para eso estamos. Veámoslas.
Chris sacó de su mochila la caja de madera, la puso sobre el mostrador de vidrio y levantó la tapa con cuidado. El administrador abrió los ojos como platos, y luego mostrando indiferencia las examinó una por una con su lupa durante un largo rato. Tras consultar unos libros que tenía en un estante, colocó la lupa en el mostrador y miró de cerca a los cinco amigos.
—¿Cómo dijeron que las habían conseguido? —preguntó.
—Nos la dio un anciano que era un buen amigo nuestro.
—¿Era?
—Falleció.
—Hmm. ¿Así que les dejó estas monedas a ustedes?
—Sí.
—¿Dónde las consiguió él?
—Dijo que su padre se las había dado.
—Disculpe, pero, ¿por qué nos hace todas estas preguntas? —inquirió Susan.
—En mi negocio hay que tener mucho cuidado.
—¿Cuidado?
—Bueno, jovencita, es como...
—¿Puede decirnos cuánto valen? —dijo Chris.
El hombre hizo una breve pausa, apoyó los antebrazos sobre el mostrador y se inclinó hacia adelante.
—Debo decirles que estas son muy buenas imitaciones... muy buenas, por cierto. ¿A qué se dedicaba ese anciano?
—Era misionero.
—Viajó por todo el mundo —añadió Ziggy.
—Ah, eso lo explica. Los nativos de esas tierras lejanas siempre están tratando de venderles monedas falsas a los turistas. Si es que saben a qué me refiero.
—No, no sabemos a qué se refiere —replicó Chris—. El Sr. Colin nos dijo que estas monedas eran muy valiosas, y que han sido pasadas de una generación a otra en su familia. Al menos deberían tener valor por su antigüedad.
—Eres un chico listo, pero crédulo. Sí, aunque hubieran pasado por el número que sea de generaciones...
—Diez —interrumpió Susan.
—Diez, lo que sea —dijo Skeets, irritándose un poco—. Déjenme decirles que estas monedas no tienen más de diez años de antigüedad, y ciertamente no son de la antigua Roma. Lo que quiero decir es que los ancianos muchas veces se inventan historias. Empiezan a volverse locos y a contar cosas que nunca ocurrieron.
—El Sr. Colin no estaba loco —dijo Ziggy—. El hecho de que haya muerto no significa que no pudiera pensar correctamente.
—Muy bien, si desean les hago un favor. Les compro estas monedas... solo como un favor. Parece que ese anciano era importante para ustedes.
—Lo era —replicó Susan.
—De acuerdo. Les voy a dar veinte dólares por ellas. Me podrían servir para ponerlas en el escaparate de la tienda. Podrían atraer algunos clientes.
—¿Solo veinte? Pero el Sr. Colin nos dijo que eran muy valiosas.
—Obviamente no conocía muy bien sus monedas. Además, yo soy un experto en este campo, y déjenme decirles que nadie les va a dar dinero por estas monedas. Apenas valen el material con que están hechas. Aunque servirían para una excelente decoración.
—Mire Sr. Skeets, no teníamos pensado venderlas —dijo Karen—, y aunque para usted no valgan nada, para nosotros sí tienen valor.
—Karen tiene razón —dijo Kento—, al menos harán que nos acordemos del Sr. Colin, aunque usted diga que no valen mucho.
—Quizás deberíamos buscar una segunda opinión —dijo Susan en voz baja.
—No sean ridículos... miren, yo solo estaba tratando de ayudar —dijo Skeets con el ceño fruncido, pero rápidamente lo reemplazó con una sonrisa falsa—. Pero como veo que han decidido quedarse con las monedas, nuestra reunión ha terminado. Buen día, niños.
Abrió la puerta y los hizo salir.
—La próxima vez no me hagan perder el tiempo.
Mientras los chicos se alejaban por la calle, Skeets cerró la puerta con llave y puso el cartel de Cerrado.
Durante el viaje de regreso reinó el silencio, que fue disipado únicamente por unos cuantos susurros de desencanto. Chris seguía aferrado firmemente a la mochila en la que llevaba la caja con las monedas.
—Sin valor, ¿eh? —dijo entre dientes—. Lo dudo.
Susan miraba por la ventana del bus. Estaba profundamente pensativa. Me pregunto por qué habré pensado que no debíamos entrar a esa tienda. Ese tipo no era amable en lo más mínimo, pero nada pasó. Es que estaba preocupada de que perderíamos las monedas. Pero ni siquiera tienen valor, al menos eso dijo el tipo...
—¡Susan! —le dijo Karen, sacudiéndola.
—¿Qué?
—Te he llamado tres veces. Vamos, tenemos que bajarnos.
—Ah, gracias —le dijo Susan, mientras se levantaba del asiento y seguía a los demás para bajar del bus. Se quedó quieta unos instantes en la parada.
—Extraño al Sr. Colin —susurró.
—¿Qué te pasa? ¿No vienes con nosotros a la Cabaña?
—No, Karen, creo que me voy a mi casa.
—¿Estás bien? Pareces distraída.
—Estoy bien. Los veo mañana.
—Muy bien —le respondió Karen, tras lo cual echó a correr para alcanzar a los chicos que lentamente bajaban por la vereda en dirección a la casa de Chris, en cuyo jardín trasero se encontraba su sitio de reunión.
Estaban tan absortos en su melancolía que ninguno notó al hombre demacrado que se bajó del bus con ellos, como tampoco lo vieron cuando se subió con ellos. Susan iba caminando en dirección opuesta, cuando oyó en su mente un susurro.
Date la vuelta.
—¿Ah? —se cuestionó en voz alta.
Simplemente date la vuelta, persistió el pensamiento.
Se detuvo y se dio la vuelta para ver a la última de las cuatro figuras que doblaban la esquina.
—Y ahora, ¿qué? —se dijo a sí misma refunfuñando.
De pronto, a poca distancia de sus amigos, una silueta delgada y desgarbada salió de detrás de un árbol. Miró hacia ambos lados de la silenciosa calle para asegurarse de que nadie lo hubiera seguido. El hombre hizo una pausa al mirar hacia donde estaba Susan. Ella se escabulló por una entrada que había cerca, y al darse cuenta de que era la de su casa, corrió a la puerta y entró.
—¿Susan?
—Sí, mamá, soy yo —le respondió, mientras subía corriendo las escaleras rumbo a su habitación, para echar un vistazo al hombre desde la ventana de su cuarto.
No fue difícil ver al hombre por lo bien iluminada que estaba la calle. Parecía estar siguiendo a sus amigos, pero luego cruzó la calle con toda naturalidad, alejándose de ellos. Ella esperó en su ventana, pero el hombre no volvió a aparecer. Luego su madre la llamó para cenar.
¿Qué me estará pasando? —se preguntó Susan mientras bajaba las escaleras—. Tengo el presentimiento de que algo malo va a pasar, pero no sé lo que es. Y me hace pensar en que algo malo va a salir de todo esto que estamos haciendo.
Qué tontería. Se encogió de hombros e hizo a un lado esos pensamientos.
Sin embargo, esa noche, echada en su cama, se puso a pensar en todo lo que había ocurrido durante el día: en la muerte del Sr. Colin, la idea de averiguar el valor de las monedas, la advertencia que había sentido, el dueño poco amable de la tienda, la voz que la había hecho darse la vuelta y descubrir al presunto acosador.
Ese hombre, pensó, debe de ser que me estoy aburriendo, ni siquiera los siguió. Al menos yo no lo vi. No, simplemente ha sido un día largo y estoy cansada.
Pero mientras cerraba los ojos recordó las palabras que el Sr. Colin le había dicho una vez. «El hecho de que algo no tenga sentido no significa que la voz que te habla al corazón esté equivocada. A veces Dios nos dice que tengamos cuidado o que no hagamos algo, y es prudente hacer caso de esa voz. De lo contrario, se nos pueden presentar problemas inesperados.»
—Por favor, Jesús —rezó—, ayúdame a no tener miedo de decir algo a mis amigos, aunque parezca cursi o raro. Perdóname por no haber hecho caso de la voz que me dijo que debíamos orar antes de ir a la tienda. Sería terrible que algo ocurra porque yo no me atreví a hablar.
Al cerrar los ojos para dormir, escuchó en su mente la voz del Sr. Colin que le citaba uno de sus versículos favoritos de la Biblia: «Todas las cosas ayudan a bien a los que aman a Dios.»
Con ese pensamiento se quedó plácidamente dormida.
Continuará...
Autor: Peter van Gorder. Ilustraciones: Jeremy. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022
Shalise
Shalisa era el orgullo preciado y la alegría del gran monarca Almeiro que hace muchos siglos gobernó un antiguo reino. Cada noche, ella le servía su vino predilecto, y él se deleitaba presentándola ante sus cortesanos y delegados que siempre se deshacían en elogios ante el esplendor y gracia de que hacía gala. Todos los que observaban a Shalisa la describían como «una joya centelleante», «imagen de perfección» y «exquisita» ¡a pesar de tener mil cuatrocientos años!
Pero Shalisa no era una mujer, ni tampoco un ser humano. Era una copa, un cáliz… sí, un objeto inanimado. Un cáliz de plata profusamente labrado con delicados diseños florales. A pesar de su edad, no mostraba rastro alguno de desgaste, rotura o mancha; ni un simple arañazo empañaba su hermosura.
Varios siglos antes, un ejército moro capturó a Shalisa arrebatándosela a los cruzados, pero años después uno de los soberanos antepasado de Almeiro la rescató y la condujo a su corte real donde permaneció desde entonces. Gracias a su aura mística, muchos se preguntaban si sería el Santo Grial que Cristo y Sus discípulos utilizaron durante la última cena antes de que éste fuera traicionado.
Por supuesto, no era así. Pero dejando a un lado dicha hipótesis, Shalisa transmitía un aura magnética —o lo que llamamos carisma— y todos los que la alzaban en su mano, especialmente las damas, atribuían esa cualidad a la posibilidad de que se hubiera empleado algún abrillantador especial para bruñirla. Su gracia no radicaba en nada de eso. Shalisa poseía una belleza innata y una durabilidad que echaba por tierra tal presunción. Y otro detalle aún más sorprendente es que Shalisa podía comunicarse con las personas. Sí, Shalisa les hablaba a ciertas personas telepáticamente, a través de sus pensamientos, y solo ellas podían escucharla.
Una de esas personas era el buen rey Almeiro. Ahora bien, cuando Shalisa le habló por vez primera al rey, éste creyó que era su imaginación y que estaba perdiendo el juicio o que la copa estaba poseída por un espíritu maligno. Pensó en deshacerse de Shalisa, pero ella le aseguró que era buena y a fin de demostrárselo, le brindó sabios consejos sobre asuntos de estado. Además, como el rey había perdido recientemente a su esposa debido a una grave enfermedad, Shalisa se convirtió en su fuente privada de consejería, solaz e incluso entretenimiento.
—¿De dónde procede tu poder y sabiduría, Shalisa? —le preguntó el rey una noche.
—Del buen Dios, Su Majestad. Soy vuestro ángel en una copa.
—Debo admitir que desde que te traje a mi corte, solo hemos gozado de buena fortuna. Debes de ser una copa encantada. Quizás, ¿un talismán?
El rey casi podría jurar que escuchó a Shalisa exclamar con una risita:
—No, Su Majestad. Soy de género femenino.
Un día, mientras regresaba de una de sus conquistas, el rey Almeiro y su ejército tuvieron que atravesar una zona árida y desértica, conocida por lo arduo que era cruzarla debido a las feroces tormentas de arena que la asolaban. Desfallecían de sed, y si no hubiera sido porque el rey descubrió fortuitamente un destello en el cauce de un wadi1 oculto bajo las sombras de una enorme mole rocosa, tanto él como su sedienta compañía se habrían encaminado a una muerte segura. El rey Almeiro estaba tan agradecido que atribuyó su buena fortuna a la misericordia divina y, tras regresar a su palacio, decidió encadenar a Shalisa a aquella roca gigantesca a la que bautizó con el nombre de la «Gran Roca».
—¿Por qué? —Preguntó ella cuando el rey le contó su decisión—. ¿Deseáis libraros de mí?
—No, Shalisa. Me duele mucho hacer esto, pero me siento obligado a devolver el favor divino que he recibido colocando mi posesión más preciada en un lugar donde… sea de bendición y salve la vida de los que perecerían de sed si no perciben una chispa de esperanza. Tú serás esa esperanza que resplandece en la arena bajo la sombra de la Gran Roca, y no pasarás desapercibida a nadie.
—Pero, podrías emplear a otra persona… otra cosa. Una joya, incluso una baratija… quizás ¿un espejo?
El rey sacudió la cabeza.
—Las joyas, las baratijas y los espejos sirven de poco en tan lúgubres circunstancias. Lo que precisan los viajeros moribundos es una copa que los atraiga al riachuelo y con la que puedan apagar su sed. Ah, tal gozo…
—¿Gozo?, Su Majestad.
—Sí. Para ti.
—¿Para mí?
—Ya lo verás.
Así, el rey Almeiro en persona llevó a Shalisa a la Gran Roca donde uno de sus herreros clavó una larga y pesada cadena a la pared de granito y la sujetó con un férreo grillete alrededor del pie de la copa.
—No temas, Shalisa —le susurró el rey tras colocarla en la arena y darle su bendición—. Pasaré con frecuencia cuando vaya a visitar mis últimas conquistas para ver cómo te va.
—Aguardaré ansiosa vuestra visita, Su Majestad. Pero no temáis por mi bienestar, porque aquí a la sombra de la Gran Roca me invade una maravillosa y peculiar seguridad.
—Yo percibí también lo mismo, Shalisa. Adiós.
Shalisa descubrió desde el primer día en que fue encadenada a la gran roca que, a pesar de sufrir circunstancias tan restrictivas, experimentaba una incansable alegría al refrescar a los viajeros agotados y sedientos. Ya fueran ricos o pobres, toscos o refinados, feos o hermosos, todos los rostros reflejaban el mismo alivio incontenible por haber saciado su sed, sobre todo aquellos a los que salvó de una muerte segura.
Por la noche, cuando los escasos viajeros dormían, Shalisa se comunicaba con la Gran Roca. Ésta siempre le transmitía importantes y sabios pensamientos; en ocasiones salpicados de humor, otras veces de gran profundidad, pero siempre aderezados con ternura y consuelo. Algunas veces, los pensamientos de Shalisa hacia la Roca eran inquisitivos, en ocasiones petulantes y con frecuencia (a medida que la conocía mejor) un poco atolondrados y superficiales, pero siempre adornados de reverencia y amor.
Como recordaréis, Shalisa podía comunicarse con ciertas personas telepáticamente. Eran pocas, y ella nunca sabía a ciencia cierta quiénes serían o de qué edad o clase social. De entre el sinfín de viajeros sedientos que se detuvieron junto a la Gran Roca, Shalisa se comunicó con un comerciante acaudalado, un guerrero con cicatrices de guerra, un anciano y marchito sabio, un juglar errante, un cortesano hastiado del mundo, una joven monja muy agradable, y muchos chiquillos encantadores. Shalisa comprendió que en su dilatada vida todas esas personas, en cierto modo, desempañaban un papel en el cumplimiento de su destino aparentemente fijo e inamovible. Algunos lo hicieron determinando sus pensamientos, otros le proporcionaron comprensión y compasión, algunos le impartieron sabiduría y otros más le brindaron ánimo, e incluso —como el juglar— entretenimiento.
Un atardecer, un abogado y sus dos hijas doncellas pasaron por allí. Desfallecían de sed, y si Shalisa no hubiera reflejado el sol poniente que los atrajo al wadi, los tres habrían perecido.
—¡Oh, padre, qué copa tan hermosa! —Exclamó una de las muchachas mientras ella y su hermana bebían y se refrescaban agradecidas por el agua que proveía Shalisa—. Posee un asombroso encanto.
—Sin duda alguna —repuso el abogado, y agarrando a Shalisa por el pie, tomó de ella un buen trago de agua.
—Si no hubiera sido por tu fulgor, oh sagrado cáliz —dijo riendo mientras la sostenía en alto—, habríamos perecido de sed.
—No es nada, señor. Para mí es un placer ver que vos y vuestras hijas os habéis refrescado.
—¿Sucede algo, padre? —preguntó una de las hijas al observar el rostro atónito de su progenitor.
—N-no. Eh… quizás fue solo mi imaginación, pe-pero ¿oísteis la voz de una mujer?
—No.
—En ese caso, supongo que se trata de una ligera insolación… ha sido una larga travesía.
—Pero, es cierto lo que dices, padre. Le debemos nuestra vida a esta copa.
—Sí —añadió la otra hija—. Es vergonzoso que permanezca encadenada. Existen cosas mejores que estar aquí tirada en la arena. Me gustaría encontrar una forma de desencadenarla.
—Bueno… entre nuestro equipaje traigo una herramienta adecuada —dijo el abogado.
—Oh, padre, por favor. Podríamos llevarla a casa y colocarla en el mejor anaquel de nuestra mansión. ¡A mamá le encantaría!
—Me lo pensaré.
—Ni lo piense, señor.
El abogado echó un vistazo, y viendo que sus hijas habían acomodado el lugar para pasar la noche, levantó en alto a Shalisa.
—¿De veras estás hablando conmigo? —susurró.
—Así es, pero solo tú puedes escucharme.
—Evidentemente es así. Pero ¿por qué?
—No lo sé, pero existe algún motivo. Quizás yo juegue un papel importante en tu destino, o tú en el mío.
—Es posible. Por cierto, me llamo Lexus.
—Y yo, Shalisa. Y por cierto, no tengo el más mínimo interés en irme de aquí.
—De acuerdo, Shalisa, pero ¿escuchaste lo que dijeron mis hijas?
—Sí.
—¿Te das cuenta de lo hermosa que eres?
Shalisa guardó silencio. Se sorprendió al descubrir cómo le afectaban sus comentarios, cuando normalmente otros cumplidos similares le resbalaban como las aguas del wadi.
—Shalisa, ¿eres feliz? —Preguntó Lexus—. ¿Realmente feliz?
—Aplacar la sed ajena me proporciona un resplandor interno, si es correcto expresarlo de ese modo.
—Sí. Las personas aplacan su sed contigo, pero ¿se detienen acaso a darte las gracias y mostrarte su aprecio?
—En raras ocasiones, pero observar el placer que reflejan sus semblantes es suficiente recompensa para mí. Simplemente soy una vasija que les transmite el bien más preciado para ellos.
—Ah, entonces igual serviría cualquier vieja vasija de barro, Shalisa.
—Señor, una vasija de barro se rompería contra la roca. Además, no podría reflejar los rayos del sol.
—Muy bien. ¿Y qué tal si se tratara de una copa de acero?
—El acero se oxida con el agua.
—¿Y un balde de madera?
—Repito: no reflejaría los rayos del sol. Mi propósito es atraer a las personas.
—Ya veo.
—Además, la madera se pudre con el agua. Y tendría un sabor nauseabundo.
Lexus, el abogado, se rió.
—¡Bien dicho! Debo admitir que el agua posee un sabor excepcionalmente delicioso procediendo de un recipiente como el tuyo. Pero yo haría que resplandecieras en un lugar donde tu esplendor fuera grandemente admirado.
—Señor, ya soy y he sido grandemente admirada.
—Pero, ¿por quién?
—Incluso por lo que en estos momentos se cierne sobre ti, la Gran Roca.
Lexus alzó la mirada.
—¿Qué? ¿Esa enorme formación de granito oscuro?
—Sí. Pero es más que…
—¿Pero acaso no preferirías disfrutar de la calidez y cercanía de una familia que valore tu belleza y te ame verdaderamente por ser quien eres?
Shalise no respondió. Durante años, muchos avispados en busca de fortuna regresaron con herramientas para soltar a Shalisa y liberarla de la cadena que la unía a la Gran Roca, pero sus intentos resultaron fallidos al no hallar el punto exacto por donde se podía cortar. Incluso aquellos que, al igual que Lexus, llevaban consigo las herramientas adecuadas cuando bebieron por vez primera de la copa, descubrieron que al tratar de emplear sus herramientas para liberarla, en aras de su propio beneficio, la Gran Roca ocultaba a Shalisa de su vista y mostraba un talante tan amenazador que los disuadía de seguir adelante con su objetivo.
Y entonces, ¿por qué tales personas descubrieron a Shalisa y ésta se comunicó con ellas? La verdad es que últimamente Shalisa ansiaba disfrutar de todo lo que le estaba ofreciendo Lexus. Y la Gran Roca estaba al tanto y lo sopesaba con paciencia y comprensión. Además, al escuchar los elogios que le hicieron las doncellas sobre su belleza, esto produjo en ella un mayor anhelo de ser libre y disfrutar de los halagos que afirmaban que merecía. Todos esos pensamientos le brindaron la oportunidad de satisfacer dicha aspiración; y a la mañana siguiente Lexus, para deleite de sus hijas, liberó a Shalisa y la llevaron consigo a su hogar.
Durante el tiempo que Shalisa vivió junto al wadi, el rey Almeiro cumplió fielmente su palabra y asiduamente tomaba aquella ruta deteniéndose junto a la Gran Roca para beber de Shalisa y comunicarse con ella a solas lejos de su séquito.
—¡Caramba! —exclamó él—. Si mis súbditos me vieran conversando con una copa me catalogarían de demente.
Sin embargo, tras la última reunión que celebraron, el rey se quedó preocupado al observar en ella una desasosegada melancolía, y se sintió profundamente afligido, cuando en su viaje de regreso, descubrió su desaparición. Ofreció una regia recompensa a quien la encontrara pero todo fue en vano, así que reemplazó a Shalisa con otra copa de plata, pero ésta pronto perdió su lustre y se volvió opaca y no reflejaba los rayos del sol ni atraía a los sedientos viajeros.
Mientras tanto, Shalisa gozaba ante la adoración de las doncellas y su madre. Durante muchos meses, presumieron de ella en todo lugar ante sus familiares y ciertas selectas amistades, pero Shalisa comenzó a perder su lustre, lo que provocó que se desvaneciera el interés de las muchachas y terminaran utilizándola meramente como un simple florero. A pesar de que Lexus cada día andaba más ocupado, aún continuaba comunicándose clandestinamente con ella, pero dichas ocasiones eran cada vez más breves e inusuales.
Una noche, tras bajar a Shalisa de su anaquel la llevó al sótano. Lexus parecía preocupado y bastante avergonzado. Una vez allí, la colocó sobre una mesa y mientras la lustraba con un paño de terciopelo se dirigió a ella:
—Shalisa, ¿te sientes desdichada, verdad?
—Debo admitir que, en cierto modo, así es. ¿Por qué será?
—Has perdido casi todo tu lustre.
—De eso no soy consciente. Solo sé que he perdido el brillo interno.
—Creo que conozco la causa —afirmó Lexus—. Comprendo que como eres de por sí tan abnegada y hasta diría que… santa por naturaleza, aprecias la compañía y aún más la admiración de almas de ideas afines que sean de tu mismo parecer.
—Señor, tanto vos como vuestra esposa e hijas habéis sido muy gentiles.
—Gracias. Sin embargo, me refiero a gentes aún más dignas. Estoy convencido de que te hallas en un nivel más elevado donde los seres piadosos y fieles como tú no solo te admirarán sino que te venerarán.
—Señor, no sé a qué os referís.
Lexus se revolvió inquieto y bajó aún más la voz hasta convertirla apenas en un susurro.
—Mira, Shalisa, quizás hayas notado que, por culpa de los apuros económicos, me he visto obligado a vender gran parte de los bienes de mi familia, y tú eres uno de los más valiosos. Lamento tener que informarte que he decidió venderte a una iglesia.
—¿A una iglesia?
—Sí. Se trata de un lugar sagrado donde te usarán como un cáliz consagrado. Es una catedral donde las gentes devotas te honrarán con la reverencia que ni mi esposa ni mis hijas, ni siquiera yo, podríamos ofrecerte jamás.
—No espero reverencia alguna, señor. Solo deseo ver…
—Lo comprendo. Piensa por un instante en el gozo que reflejarán los rostros de los que te contemplen; quizás hasta te consideren el cáliz mismo del que bebieron Cristo y Sus discípulos. Tu apariencia sempiterna podría atestiguar dicha suposición.
—No tengo interés alguno en incentivar tan absurda suposición.
—Muy bien, Shalisa. Pero, ¿acaso no te resultaría más satisfactorio dicho servicio sagrado que el cuidado reconfortante que nosotros te prodigamos y más que la gratitud —si es que existe alguna— de la chusma egoísta que solo se inclina para satisfacer su sed?
Shalisa no respondió nada.
—De todos modos —continuó Lexus— el concilio de la catedral más imponente de la ciudad me ha ofrecido una suma considerable por ti. Que te sirva de consuelo, mi querida Shalisa, que dicha cifra salvará a mi familia de una ruina segura.
—En verdad me siento muy agradecida por ello, señor —contestó Shalisa.
Y al día siguiente pasó a manos de un sacerdote que la colocó con gran reverencia entre los objetos eucarísticos.
Y así fue que durante muchos meses, Shalisa fue alzada, bendecida y utilizada como el objeto principal en la ceremonia más sagrada de la catedral, un servicio donde se sintió consagrada pero, por extraño que parezca, insatisfecha. De todas formas, se sentía complacida al descubrir que había recuperado su lustre externo. Y ella lo atribuía a que de nuevo brindaba felicidad a los demás.
Shalisa también descubrió que el vino que acogía en su interior la mareaba y la volvía inconsciente de su solemne destino; y más bien empezó a resentirse de que, cuando los feligreses regresaban a sus hogares, el sacerdote bebía más de ella, dejándola vacía y aún más insatisfecha. Este clérigo apenas se fijaba en ella, mucho menos le daba las gracias. Sí, Shalisa había disfrutado de la reverencia transcendental de la congregación y sobre todo de la acogida alegre, aunque singular y silenciosa, que le brindaron algunos de sus miembros, pero echaba de menos las reacciones eufóricas de los viajeros desesperados y sedientos. Desgraciadamente, su frustración y amargura fueron en aumento hasta el punto en que lo que más deseaba en el mundo era ser liberada de su servidumbre mojigata y que la llevaran a otro lugar, fuera donde fuera.
Afortunadamente, cada noche se comunicaba con su apreciada y majestuosa Gran Roca que le brindaba consuelo, y a pesar de estar separadas por la distancia, parecía estar más cerca que nunca de Shalisa y más pendiente de sus anhelos.
Sus ansias de libertad se vieron recompensadas una noche cuando el sacerdote, tras empinar el codo más de la cuenta con el vino de la comunión, se desplomó y Shalisa se cayó rodando del altar.
El sacerdote se había olvidado de guardar bajo llave los sacramentos, lo que permitió que un par de ladrones los desvalijaran, y Shalisa terminó dentro de una enorme bolsa de cuero junto con otros valiosos ornamentos religiosos. Después dedujo, con buen humor, que se sentía como el profeta Jonás cuando fue liberado de su oscura morada después de tres días y tres noches. Pero ella no terminó en una playa sino en manos de un acaudalado galeno que la consideró la pieza más atrayente y valiosa del botín de los ladrones y les pagó por ella una considerable suma.
—¡Mil cuatrocientos años de antigüedad! —anunció poco después ante sus distinguidos invitados mientras les mostraba a Shalisa—. ¿Lo ven? Está gravado en la parte inferior.
—¿De veras? —Comentaron algunas damas—. Parece que la moldearon ayer mismo. Pero, ¿cuál es su secreto?
—No tengo la menor idea —respondió el médico—. Algunos lo achacan a que la utilizaron ampliamente a través de los siglos y bebieron de ella en banquetes, en cortes reales e incluso en iglesias. En otras palabras, su utilidad ha preservado su perfección. Yo me conformo con dicha teoría. Tal manejo se manifestaría actualmente en forma de rayones indecorosos, abolladuras e incluso deslustre. Considero que la habrán tratado con delicadeza y el más sumo cuidado. Ahora, cuando no la exhibo para deleite de mis invitados, la mantengo envuelta en terciopelo negro.
Sabiendo que otras copas de plata en desuso precisaron un buen restregón, Shalisa difirió de la hipótesis del doctor, pero reconoció que le deleitaban los elogios que le brindaban, sobre todo cuando procedían de labios femeninos. Sin embargo, poco después, a pesar de tales mimos y contemplaciones, Shalisa se sintió aburrida y descontenta, y el galeno notó que su lustre disminuía.
—No me lo explico —dijo cuando le preguntaron sobre el evidente declive de su belleza—. He empleado los mejores abrillantadores para plata y se ha deteriorado más.
—Ya veo —contestó una señora—, está comenzando a mostrar su edad.
—Lo más provechoso sería que la vendáis a un museo —sugirió el marido de la señora—. En tales instituciones, la antigüedad prima sobre la fina labor e incluso la belleza. A fin de cuentas, mil cuatrocientos años no es cualquier cosa.
El médico accedió y vendió a Shalisa por una considerable suma al museo de una ciudad bastante distante de la catedral donde la robaron.
—Será mejor que asfixiarse casi todo el tiempo dentro de un paño de terciopelo negro —exclamó Shalisa pensativa—, al menos disfrutaré de la luz del día, o al menos de una buena iluminación. Hasta es posible que vea el gozo reflejado en los semblantes de los estudiantes de historia o de los niños.
¡Pobre Shalisa! A los pocos días de ser exhibida, lo único que experimentó fue la indiferencia del público en general, el frío escrutinio de algunos curiosos inspectores del museo, y lo más desconsolador, el imprevisto desinterés y aburrimiento de los niños.
—Un museo… ¡ay! Es igual que estar en un mausoleo —pensó, y concluyó que preferiría que la robaran por su valor que sufrir una existencia tan vana y desesperanzada. Si un precioso cáliz pudiera llorar, seguro que la habríamos visto derramar unas lágrimas.
Pasaron muchos meses hasta que un día ciertos oficiales de la ciudad invitaron a un apuesto príncipe y a su comitiva a una visita guiada por el museo. Tras recorrer las galerías contemplando las obras de arte expuestas, se detuvieron ante Shalisa.
—Buenos días, Su Majestad.
Ante el saludo de Shalisa, el príncipe quedó atónito y dio un grito ahogado de asombro.
—¿Todo en orden, Su Majestad? —preguntó un ayuda de cámara.
—Eh… ¿escuchaste a alguien… a una dama que me saludó hace un instante?
El ayudante de cámara negó con la cabeza.
—Debo estar cansado; ha sido una jornada ardua y estresante. Apreciaría quedarme por unos instantes a solas con… m-mis pensamientos.
—Como deseéis, milord —contestó el ayudante de cámara e hizo señas al resto de la comitiva del príncipe para que abandonaran la sala con él.
—Ah, ahora podemos hablar —dijo Shalise al quedarse solos.
—¿Estoy oyendo cosas? —susurró el príncipe.
—Sí, Su Majestad. Estáis oyendo mis pensamientos.
—¿Te conozco?
—Así es, desde que erais un muchacho. ¡Caramba, qué apuesto os habéis vuelto!
—Gracias, mi señora, pero ¿de dónde me conocéis?
—Soy Shalisa, la copa favorita de vuestro padre, el rey Almeiro. Yo le servía su vino predilecto.
El príncipe esbozó una sonrisa.
—Ya lo recuerdo. Él te apreciaba muchísimo, y le causó un gran pesar cuando desapareciste de la Gran Roca.
—Yo también he estado muy apesadumbrada desde entonces, Su Majestad.
—Mi padre todavía sigue nombrándote —añadió el príncipe—, tiene una edad muy avanzada y está postrado en cama. Me temo que pronto…
—Entonces, significaría mucho para nosotros tres si pudiera reunirme de nuevo con él.
—Escucha, Shalisa, la gente pensará que me he vuelto loco si me encuentran conversando con una copa antiquísima.
Shalisa soltó una risita:
—¡Hablas igual que tu padre!
Apenas el príncipe terminó de hablar, el director del museo entró en la estancia.
—¿Todo en orden, Su Majestad?
—Perfectamente, señor. Deseo adquirir este cáliz.
—¿De veras?
—Sin duda alguna. Pagaré una espléndida suma por ella… él.
El director se acarició la barba.
—Con todo respeto, Su Majestad, este cáliz dista mucho de ser la obra expuesta más importante —lo sería si pudiera recuperar su lustre original. Pero claro, teniendo una antigüedad de mil cuatrocientos años resulta una noble y fascinante curiosidad.
—Por supuesto. Pero como ya mencioné, pagaré una suma espléndida.
—Muy bien, Su Majestad —contestó el director—. Pero decidme, ¿se trata de mi imaginación? Porque desde que mostrasteis interés en el cáliz, ha recuperado parte de su anterior esplendor. ¡Qué tontería, Su Majestad! Perdonadme, ha sido un día muy largo…
—Para mí también lo ha sido —respondió el príncipe—, pero parece que así es, Shalisa… eh… el cáliz parece resplandecer. Por tanto, deberíamos formalizar la operación antes de que cambiéis de opinión.
El director soltó una carcajada mientras estrechaba la mano del príncipe y éste, al día siguiente, regresó contento a su palacio llevando consigo su precioso trofeo que estaba tan dichoso como él.
—¡Shalisa, Shalisa! —Exclamó el rey Almeiro cuando su hijo le entregó su tesoro perdido por tantos años—. Estás viva —si se puede afirmar eso de un cáliz— y en buen estado. Sin embargo, yo, como ves…
—Lo lamento mucho, Su Majestad.
—No lo lamentes. Ahora moriré feliz gracias a poder disfrutar, en este mundo, de los últimos sorbos de mi vino favorito en mi copa predilecta. ¿Sabías que por eso te bauticé Shalisa?
—Sí, Su Majestad. Mi nombre significa «cáliz».
Pero antes de darnos el último adiós —continuó el rey—, decretaré que te coloquen en el lugar más sublime de palacio, para que te admiren todos los que pasen junto a ti.
—Es lo mínimo que merece —dijo el príncipe.
—Totalmente de acuerdo —añadió el rey—. ¿Qué más podrías pedir, Shalisa?
—Poco más, Su Majestad.
—¿Poco más? —Preguntó el rey, percibiendo un dejo de melancolía en las palabras de Shalisa—. Dímelo y te lo concederé.
—Su Majestad, deseo que ordenéis que me encadenen nuevamente a la Gran Roca para disfrutar observando el placer que sienten los viajeros agotados y sedientos al beber de mí, sin importar su clase ni rango.
Los ojos del rey se llenaron de lágrimas, y volviéndose hacia su hijo, dijo:
—Llama al mayordomo y haz que llene mi copa con el vino más fino de los barriles de nuestra bodega.
—Tu valentía me ha conmovido —dijo el rey a Shalisa—, no puedo menos que de corazón otorgarte tu solicitud. Sin embargo, también decretaré que se apueste un centinela junto a ti para vigilar que no sufras ningún daño.
—Aprecio vuestro interés por mi bienestar, Su Majestad, pero no preciso que ningún guardián vele por mi seguridad. Con la Gran Roca será suficiente. Cualquier peligro que me acontezca será solo culpa mía por permitir pensamientos erróneos, de lo cual ni un millar de centinelas evitarían si la Gran Roca me retirara su protección.
Por eso, si hoy en día viajas por aquellas antiguas tierras y pasas junto al riachuelo que corre cerca de la Gran Roca, verás a Shalisa tan joven y primorosa como el día que fue creada. Todavía se dedica alegremente a aplacar la sed de numerosos viajeros. También aplacará la tuya, y quien sabe, tal vez se comunique contigo y te hable al corazón.
Por otro lado, es poco probable que tú o yo lleguemos a ver a Shalisa, pero ¿conoces alguna persona semejante a ella? ¿Alguien en apariencia insignificante y que suele pasar desapercibido, pero siempre alegre de ayudar al prójimo? Quizás tú mismo eres así.
Nota a pie de página:
1 un valle, riachuelo o canal que permanece seco excepto en época de lluvias
Texto: Gilbert Fenton. Ilustración: Jeremy. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.
Las heridas de la crueldad
El curso escolar por fin había terminado, y Kimberly y varios de sus compañeros de clase iban a ir al campamento de verano. Todos los niños aguardaban con ilusión alojarse en rústicas cabañas de troncos, comer malvaviscos alrededor de una fogata y remontar en canoa un riachuelo.
El trayecto en bus hasta el campamento no tuvo nada de particular, aparte de que los tres asistentes más revoltosos estuvieron juntos la mayor parte del recorrido cuchicheando. Daba la impresión de que estuvieran tramando alguna lindura para aquella excursión. Entretanto, Kimberly leía un libro sin meterse con nadie.
En el pasado, Kimberly siempre había sido objeto de bromas. Ella lo desechaba creyendo —esperando— que si procuraba ser amable, le caería bien a los demás chicos de su edad, estos hablarían con ella y la incluirían en sus actividades. Su entorno familiar tampoco facilitaba que consiguiera nuevas amistades: era la mayor de varios hermanos y debido a los frecuentes viajes de negocios de su padre, le pedían con frecuencia que ayudara con el cuidado de sus hermanos menores. Sin embargo, sus compañeros de clase no tenían ni idea de toda la responsabilidad que ella tenía en casa.
Esa tarde, tras llegar al campamento y soltar sus mochilas en diversas cabañas, todos recogieron leña por los bosques de los alrededores. Hicieron una enorme fogata para tostar unos perritos calientes y malvaviscos. Más tarde, todos intercambiaron chistes y cuentos de miedo y de fantasmas. Y acabaron proponiendo adivinanzas.
—¿Qué tiene cuatro ojos, no tiene amigos y se pasa el día leyendo? —preguntó uno de los chicos.
Todos se quedaron callados esperando ver cómo reaccionaba Kimberly.
—¿Me preguntas a mí? —preguntó Kimberly, al notar que todos tenían la mirada clavada en ella. Todos se rieron al notar que no estaba prestando atención.
Kimberly se puso de pie, se disculpó balbuceando que estaba cansada y corrió hacia su cabaña.
El día siguiente se presentó con un sol radiante acompañado de una ligera brisa. Tras el almuerzo, un par de chicos se acercaron a Kimberly, que los había rehuido a todos durante la mañana. Estaba sentada ante una mesa de madera al borde del claro en el bosque.
A Kimberly le gustaba Ted. Vivían en la misma calle y a veces volvían a casa juntos a la vuelta del colegio. Cuando no estaba con sus amigos, Ted la trataba bien, aunque nunca le hablaba en presencia de los otros.
—Hola —dijo Ted sin mirarla a los ojos—. Siento mucho lo que pasó anoche… la broma que te gastaron.
—Está bien, no pasa nada —respondió Kimberly gratamente sorprendida de que Ted se disculpara por algo que no era culpa suya.
Luego Ted le presentó una pequeña flor que llevaba escondida en la espalda y extendió la mano para que ella la tomara. Tomó la flor y Ted se dio la vuelta de inmediato, alejándose. Kimberly no entendió por qué se había marchado tan apresuradamente y por qué mientras tanto los otros chicos se revolcaban de la risa. Hasta que miró la flor. Tenía el tallo roto, lo que hacía que la flor estuviera mustia y caída. Llorando, Kim corrió al bosque para estar sola.
Kimberly se quedó en el bosque por más de una hora, preguntándose si la habrían echado en falta. Cuando regresó, encontró el campamento desierto. El cocinero le dijo que estaban jugando a «capturar la bandera» en el bosque. Siguiendo las indicaciones generales que él le dio, Kimberly salió a buscar al resto del grupo y resolvió no amargarse la vida porque no le cayera bien a Ted o los demás se burlaran de ella.
—¡Mira quién llegó! —se quejó uno de los chicos.
Kimberly se puso colorada al verlos, pero estaba decidida a quedarse con ellos y divertirse.
Al poco rato, los chicos parecían perdidos, aunque no quisieran reconocerlo. A esas alturas, Kim tampoco sabía ya por dónde había venido. El sol se estaba poniendo y comenzaba a refrescar. Los chicos treparon con dificultad algunos peñascos y atravesaron entre matorrales hacia donde les parecía oír algunas voces. Kimberly se esforzaba por seguirlos.
Finalmente los chicos oyeron la voz del supervisor del campamento y a algunos compañeros de clase que los llamaban en la distancia y se dirigieron en esa dirección. Habían cruzado el riachuelo y tenían que volver a hacerlo. Había una roca desde la que se podía pasar a otras y cruzar de ese modo, pero Kim no podía treparla.
—¿Qué tiene cuatro ojos, no tiene amigos, se pasa el día leyendo y no sabe trepar? —bromeó uno de los chicos. Los otros se rieron y Ted también lo hizo, aunque entre dientes le dijo a Kimberly que si se esforzaba lo conseguiría. Pero ella se marchó a tropezones hacia la derecha entre los arbustos, diciendo que ya encontraría otro sitio por donde atravesar.
Tras cruzar, Ted pidió a sus amigos que fueran más despacio para que Kim los alcanzara, pero ella no aparecía. Ted se detuvo. ¿Estaría buscando todavía un sitio por donde cruzar? Ted decidió esperar un poco mientras los demás chicos iban a buscar al resto de los alumnos. Pasaron diez minutos y todavía no había señales de Kimberly. Los grillos ya empezaban a llamarse unos a otros.
Ted escuchó ruidos en los matorrales que tenía detrás de sí y el supervisor del campamento apareció con la preocupación reflejada en el rostro. Los otros chicos le habían dicho que Kim había ido a buscar otro sitio por donde cruzar y había venido a buscarla. Avanzaron con dificultad entre los arbustos donde, para su sorpresa, a solo quince metros de donde habían cruzado había una pequeña cascada y el terreno descendía por ambos lados.
Cruzaron de nuevo el río para seguir rastreando. De pronto observaron una rama rota que colgaba sobre el vacío. Ted corrió hacia el borde y miró abajo. Allí estaba Kimberly, tres metros más abajo, inmóvil junto a una roca cerca de donde se juntaban las aguas de la catarata formando una especie de estanque. Bajaron como buenamente pudieron. Tenía sangre en la cabeza. Debía ir corriendo cuando se encontró con el borde. Cayó y se dio contra la roca. Cuando el supervisor del campamento tocó su brazo y pronunció su nombre, de sus labios se escapó un vago gemido.
Se llamó a un equipo de rescate para trasladar a Kimberly al hospital más cercano, y los chicos regresaron a casa un día antes de que finalizara el campamento, volvieron muy callados y formales. La pobre Kimberly estuvo dos días en coma antes de abrir los ojos y preguntar por su madre.
Deseando enmendar las cosas, Ted fue al hospital donde estaba ingresada Kim. Aunque aún no recibía visitas, quedó sorprendido al ver que algunos de sus amigos que la habían molestado, también aguardaban en la sala de espera. Al rato, se presentó una mujer de apariencia cansada, era la madre de Kimberly.
No dijo mucho, aparte de que había encontrado una flor prensada dentro de un papel doblado en el bolsillo del pantalón que llevaba Kimberly el día del accidente. Lo colocó en la mano de Ted. Cuando lo abrió encontró una flor silvestre morada y amarilla. En el papel estaban garabateadas las palabras «de parte de Ted». En el respaldo del papel había un poema escrito a mano.
te doy gracias por alegrarme y darme Tu amor.
Gracias por los árboles, la hierba y las rosas,
por las abejas, los pájaros y sus canciones hermosas.
Ayúdame, querido Señor,
a encontrar un amigo.
Querido Señor, remienda mi corazón herido.
Ted sintió gran remordimiento, pero también había aprendido una importante lección. Miró a la madre de Kimberly, estaba pálida y cansada, aunque sus ojos reflejaban dulzura. Le dio las gracias por ser amigo de Kimberly y por las veces que la había acompañado al regresar del colegio.
A Kimberly le tomó un par de semanas recuperarse lo suficiente como para que le dieran el alta en el hospital, pero a sus compañeros nos tomó muchas más semanas recuperarnos del tremendo susto que sufrimos. Como resultado, Kim quedó confinada a una silla de ruedas durante varios meses mientras se sometía a una terapia de rehabilitación. Finalmente recuperó la movilidad y la fortaleza.
Kimberly y yo nos hicimos muy buenos amigos, como debería haber sido desde el comienzo si yo no hubiera permitido que se interpusiera entre nosotros la falta de amabilidad. Todavía tiemblo al recordar aquella tarde hace tantos años. Como verán, yo soy Ted.
A partir de aquel día, mi vida cambió radicalmente. Si tan solo uno de nosotros —si yo— hubiéramos mostrado amabilidad, humildad y hubiéramos tenido el valor de dirigirle una palabra amable y sincera aquel día, si la hubiéramos ayudado a cruzar por encima de aquellas rocas, no habría tenido lugar el accidente. Para mí y para muchos de mis compañeros de clase fue el comienzo de una nueva vida de amabilidad.
Autor anónimo. Ilustración: Jeremy. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.
La mariposa de la señora (Le Papillon de Madame)
Nacida en una familia francesa de mercaderes y terratenientes, la señora Matilde Chenille, de cuarenta y cinco años, era adinerada. Había estado casada hasta que su esposo, el conde Marcel Chenille, treinta años mayor que ella, murió cuando ella tenía veinticinco años y en el noveno año de su matrimonio arreglado. Matilde era hermosa, socialmente activa y, después de su duelo por la muerte de su esposo, tuvo muchos pretendientes, pero un accidente de carruaje la dejó en cama y en silla de ruedas cuando tenía treinta y cinco años. La familia, los amigos y conocidos, que inicialmente simpatizaron con ella, dejaron de visitarla, e incluso su único hijo, Jacques, rara vez la visitaba.
Ahora, a excepción de un par de sirvientes, la asistencia confiable de su joven sirvienta, Louise, y un botánico de sesenta años, Bernard Dubois, Madame Matilde Chenille vivía sola en su castillo bien equipado en la ciudad de Giverny, disfrutando de su colección de pinturas impresionistas contemporáneas, participando en el trabajo de tapices y leyendo sus preciados libros. Lo que más le gustaba leer eran las autobiografías de quienes sufrieron y vencieron; en particular, los escritos de los que algunos consideraban místicos católicos. Esos escritores se convirtieron en los compañeros y consejeros más queridos de Matilde encuadernados en cuero y vestidos de lino que la alentaron a verter de su propia vasija de experiencias en un diario de pensées, una palabra francesa que significa «pensamientos».
Una mañana, Matilde había escrito una página cuando oyó, afuera en el corredor, un silbido conocido seguido de un golpe en la puerta de su biblioteca.
—Adelante, Bernard.
—Bonjour, madame. ¿Durmió usted bien?
—Merci, Bernard. Sí.
Con cierta dificultad, Madame Matilde Chenille se apoyó en su silla de ruedas para acomodar la bandeja que traía el cortés caballero de barba gris con una olla de café y un croissant caliente con mantequilla.
—Ah, le llegó una carta, Madame, con una estampilla de París.
A Matilde se le iluminaron los ojos.
—La letra de Jacques —dijo ella, y abrió el sobre.
Quedó abatida cuando la empezó a leer.
—¿Quiere que me retire, Madame?
—No.
Siguieron unos minutos de silencio sombríos.
—Mi hijo Jacques... está... enfermo —dijo finalmente.
—Cuánto lo siento, Madame. Si hay algo que pueda hacer… ¿Otro croissant?
—No te molestes, Bernard. Louise reanudará su tarea de servirme mi petit dejeuner mañana en la mañana.
—No es molestia alguna, Madame. Sería un placer ser de ayuda para usted cada mañana.
—Ah, pero tu trabajo urgente dejaría poco tiempo para tal frivolidad —respondió Matilde, esbozando una leve sonrisa.
—No considero que tal servicio sea una frivolidad o una nimiedad, Madame —dijo el caballero, y enderezando su corbatín se inclinó y dio la vuelta para marcharse.
Matilde se aclaró la garganta y adoptó un tono impersonal.
—¿Y cómo está... este, su trabajo estos días, profesor Dubois?
—Ha disminuido mucho... por la falta natural de vigor, Madame, pero mi mundo naturalista de flora, fauna, y todas las criaturas grandes y pequeñas no dejan de sorprenderme.
—Sorprenderse —dijo Matilde con nostalgia. Tomó un bocado de su croissant, ingirió el bocado y continuó—, una maravilla inocente e infantil que debemos conservar, para evitar expirar interiormente.
—Muy cierto —dijo Bernard—, y es una de las virtudes que la señora atesora admirablemente.
—¿Admirablemente? —El semblante pálido de la mujer se sonrojó y se volvió hacia la ventana—. ¿Qué puedo hacer sino valorar la belleza que me rodea?
—Desde luego, Madame. Pero usted ha alcanzado rápidamente un estado mental por el cual innumerables personas luchan toda una vida por alcanzar. Muchos en sus... este... circunstancias no hacen más que revolcarse en un lecho de remordimiento, autocompasión o incluso amargura.
—Créeme, me he visto tentada a hacer eso muchas veces —murmuró Matilde.
—Pero por la gracia del buen Señor no he claudicado ante esa tentación —dijo con firmeza—. El venerable Fénelon1 escribió que la autocompasión y el desaliento no son fruto de la humildad, sino del orgullo. Florecen del secreto amor a nuestra propia excelencia herida. Y aun así, todavía me maravillo de... no importa.
—¿De qué se maravilla todavía, Madame?
—Ay, cómo Dios con Su atención y sabiduría infinita me permitió sufrir los padecimientos del cuerpo, alma y espíritu, siempre sabiendo que a pesar de las manifestaciones exteriores, surgiría como un ser más feliz. Como la mariposa que sale de su capullo… Ay, pardonne-moi, te debo estar aburriendo con mis reflexiones.
—Para nada, Madame. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted o traerle?
—Rien, Bernard. Haces más de lo que podría pedir... No, espera. Pronto será la temporada de las mariposas aquí en Giverny. Claude... quiero decir, Monsieur Monet, sin duda dedicará sus colores y pinceladas más vibrantes al evento. Ya sabes cuánto me gustan las mariposas.
Después de conocer a Madame Chenille durante unos diez años, el profesor Bernard Dubois sonrió, sabiendo que ver una mariposa en una flor le genera a la dama un éxtasis infantil. Llueva o truene, aguanieve o nieve, saca a Madame Chenille al jardín y dilucidan sobre las maravillas de la naturaleza. Y a finales de la primavera, cuando los capullos de las mariposas están incubando, se sienta con ella mientras observa con entusiasmo el enjambre alado revolotear sobre los macizos de las flores.
A la larga (cuando Bernard y Madame intimaron un poco más), él la apodó papillon, que en francés significa mariposa. Sin embargo, esta mañana en particular, finalmente reunió el valor suficiente para decirle a Madame que alguien la amaba.
—Y esta persona siempre la ha amado... —dijo— desde la distancia.
Matilde parecía imperturbable. Después de todo, había disfrutado de las atenciones de muchos pretendientes durante su juventud, pero...
—¿Incluso ahora? ¿Con mi discapacidad?
—C-como Dios, supongo —agregó Bernard.
—Pero Dios no me ama desde la distancia —afirmó Matilde, apretando su pecho—. Siempre me ha amado aquí. ¿Quién es ese «alguien» al que te refieres? U... ¿un ser humano de carne y hueso?
Bernard asintió. Matilde lo miró a los ojos y sonrió. No dijo nada, así que Bernard continuó lentamente.
—Y aparentemente... ese ser humano de carne y hueso... solo puede esperar que su amor no sea más que una fracción del que late en su corazón, Madame.
—Poético, Bernard. Nunca hubiera esperado algo así de un... lo siento, nos conocemos desde hace años, pero ¿cuál dijiste que es tu profesión?
—Naturalista. Al menos así es como me denominan oficialmente.
—¿Y cómo te denominarías tú?
—Un agudo observador de la creación, señora. La obra de las manos de su Creador nunca deja de sorprenderme, incluso mi propia carne y hueso.
Bernard sostuvo sus manos hacia la luz que fluía desde la ventana.
—Hasta el capilar más pequeño...
—Tú —intervino Matilde con la constatación en su semblante.
—¿Yo? ¿Qué?
—Tú, Bernard. Como Dios, siempre has estado aquí.
El hombre bajó su cabeza canosa y asintió.
—Donc, sírvete un coñac y siéntate, mi leal San Bernard.
Bernard se rió entre dientes.
—Merci, señora. ¿Eso no es lo que cuelgan alrededor del cuello de esos perros en los puertos alpinos?
—Así dice la tradición —continuó Matilde, mientras Bernard agradecido se sirvió del contenido ámbar de un decantador de cristal—. Pero te estaba comparando con tu venerable tocayo, San Bernardo de Claraval2. De todos modos, tu... admisión me ha dado valor para pedirte algo. Eres consciente de que la cabaña del guardabosques al borde de mi finca ha permanecido vacía durante algunos años.
—Oui, Madame. Monsieur Fantin repentinamente se sintió indispuesto. Los asuntos familiares lo alejaron... o eso escuché —agregó, al ver la triste sonrisa de Matilde.
—Es lo que le hubiera gustado que pensáramos —dijo—. La especulación social y una ligera pero necesaria reducción salarial por mi incapacidad consolidaron su decisión de dejar de trabajar para mí. Hubiera hecho lo que estuviera a mi alcance, aunque estaba empobrecida, para que se quedara.
—Una pérdida desafortunada, señora. Lo lamento.
—No lo lamentes. No es una pérdida considerando lo que gano si aceptas.
—¿Aceptar? ¿Aceptar qué?
—El uso de la cabaña.
Bernard balbuceó con un sorbo de su bebida en la boca.
—¿El uso de...? ¿Quiere decir... que viva allí?
Matilde asintió y Bernard se sentó en la alfombra mientras ella continuaba hablando. Vivía en un taller en Vernon, una ciudad no lejos del castillo de Madame Chenille, contaba con dos habitaciones abarrotadas con su parafernalia de análisis, libros y manuscritos.
—Cuidarías del jardín, ¿cierto? Un toque personal superaría con mucho el empleo actual a tiempo parcial de trabajadores de mano floja.
—Claro, Madame.
—Y puedes continuar con tu estudio de botánica y demás... en particular las mariposas. Ah, eso me recuerda algo. ¿Serías tan amable de traerme un capullo de la que consideres la más majestuosa?
—¿La más majestuosa? Yo diría que la monarca, Madame.
—Bien, deseo verla nacer en todo su esplendor. La quiero observar día a día, incluso momento a momento hasta que rompa a través de su capullo y emerja en su merecida belleza antes de migrar.
—Bien dicho, Madame... bien dicho. Eso haré, eso haré.
—Merci, Bernard.
—De nada, con mucho gusto, Madame. De hecho, estoy escribiendo una tesis sobre la mariposa monarca, y una vez que esté completa, se la presentaré a Antoine.
—¿Antoine?
—Mi editor, Antoine Chandler.
—Intéressant. Entonces, ¿cuándo puedes mudarte?
A pesar de que le preocupaba que la señora Chenille se hubiera abstenido de reconocer la circunscrita confesión de su amor por ella, Bernard Dubois montó ávidamente un laboratorio, un estudio y una biblioteca en la cabaña vacía al borde de su finca. Sin embargo, después de unas semanas, Matilde consideró que Bernard no estaba cuidando tan bien del jardín como lo había hecho Monsieur Fantin, si bien la opinión de Bernard era que los terrenos requerían un mantenimiento menos intensivo. Se consideraba un «naturalista culto», y cuando Matilde le llamó la atención por el estado descuidado de las rosas y los rododendros, Bernard le recordó que Henri Fantin había sido «meramente un jardinero».
Afortunadamente, Bernard pronto recibió una considerable suma de dinero por la venta de su primer libro sobre botánica, y pudieron emplear a un jardinero fidedigno, con cuya habilidad floreció el lujo de la finca.
Y Bernard le trajo a Madame Chenille una gran crisálida cubierta de seda en un frasco de vidrio.
Sabía que era cuestión de tiempo antes de que se transformara, pero entre escribir su diario de pensamientos (pensées) y tejer un tapiz, durante sus vigilias nocturnas Matilde se impacientaba y se despertaba con frecuencia para mirar el capullo que yacía dormido sobre una hoja dentro del frasco en su mesita de noche.
—¿Estás seguro de que está viva, Monsieur Bernard? —preguntó una mañana cuando Bernard pasó por su salón.
—Claro que sí, Madame. No se preocupe. Solo aparenta estar momificada. Es un espécimen especial, lo puedo afirmar por su tamaño.
—¿Pero necesita más luz y aire fresco?
Bernard negó con la cabeza.
—¿Comida o agua?
—Claro que no, Madame. Pero, al igual que cuando uno espera que una olla empiece a hervir, nunca sucede mientras la estemos mirando. Permítame ayudarla a olvidarlo durante un tiempo mientras la llevo a cenar a Le Moulin de Fourges esta noche.
—¿A mí? ¿Cenar en Le Moulin de Fourges en silla de ruedas? ¿No te avergonzarías?
—De ninguna manera. Será un honor, Madame. Le pediré a Louise que la vista y pediremos un carruaje en el momento preciso.
—Pero dime, Bernard, ¿por qué está tan quieta? —Matilde preguntó una vez que los dos se habían sentado a la mesa en el restaurante y les habían servido los aperitivos.
—¿Quién, Madame? —dijo Bernard, absorto con el menú—. ¿La noche? Es cierto, solo hay una pequeña brisa.
—Non, la mariposa. ¿Por qué?
—Es lo que eligió.
—¿Quién lo ha elegido? ¿Dios?
—Indirectamente. La oruga ha elegido atarse para que como sea que la miren, el mundo entero piense que está muerta. Mm… creo que pediré le viande. ¿Y usted?
—Creo que pediré le poulet. Pero, ¿cuándo incubará?
—¿Quién? ¿Le poulet?
Matilde se rió y puso los ojos en blanco.
—Non, Bernard. La mariposa.
—A su debido tiempo, a su debido tiempo. Si me permite la osadía, Madame, cuando regrese a casa esta noche, ocúpese de sus pensées. Han sido un salvavidas, ¿no es así?
—¿Mis escritos? Este, oui. Me brindan mucho consuelo.
—Pero es igualmente importante, Madame, sus palabras serán un salvavidas y un consuelo para muchos al animar sus corazones y darles esperanza. Una palabra dicha en el momento preciso, tiene un valor inestimable3. Por cierto, ¿qué vintage le gustaría, Madame?
—Creo que tomaré el Chateau Latour Grenache… pero, ¿cómo vas a saber que mis escritos han tenido ese efecto en alguien más que en ti? Nunca he escrito por el reconocimiento público, y no espero ninguno ahora. Solo tengo en mente a un público invisible, pero muy necesitado.
Bernard sonrió y metió la mano en su maletín.
—Algunos de esos lectores necesitados acaban de hacerse visibles. Le ruego me disculpe, pero la traje aquí para mostrarle esto...
Madame Chenille quedó boquiabierta.
—¿Un libro? ¿Los pensamientos de M-Madame Papillon?
—Una muestra de la p-primera edición, Madame. Me tomé la l-libertad...
—¿Libertad, Bernard? Has traicionado mi confianza al permitirte a ti, y solo a ti, leer mis confesiones.
—Monsieur Chandler quedó anonadado, Madame. Le leyó partes a su esposa e hija y...
—No puedo. No puedo...
—…una joven sobrina suya, que está muriendo por adicciones, las leyó y recobró la esperanza. Lo siento pero no podía soportar verla ocultar su luz debajo de una vasija4.
—N-no puedo. No debo.
—¿Qué es lo que no puede, Madame? ¿Esconder la luz debajo de una vasija?
—Oui… er… non, quiero decir… —dijo Matilde, bajando la voz mientras el camarero traía y servía el vino.
Bernard sonrió traviesamente mientras levantaba su copa para brindar.
—Debería ser un consuelo saber que estaría usando un alias.
—Por Bernard... —Matilde susurró, devolviendo la sonrisa y levantando su copa—. Por mi querido y leal santo.
Y desde ese día en adelante, la luz de la señora Matilde Chenille se colocó en el «candelero» de la Chandler Publishing Company, y el éxito de su libro provocó que el mismísimo Antoine Chandler le pidiera una secuela. Sin embargo, a pesar de que Bernard le había asegurado que permanecería en el anonimato, Matilde se mostró reacia a tomar la oportunidad desmedida de su logro.
—Esperaremos —dijo ante la insistencia de Bernard durante un desayuno una mañana—, Monsieur Chandler tendrá su secuela a su debido tiempo. No puedo decir cuándo... pero, para ser honesta, tengo muy pocas ideas, si es que alguna.
—Ah —dijo Bernard—. Vendrán. Vendrán.
—Eso dices, pero no las puedo conseguir por voluntad propia.
—Por supuesto, Madame. Lo tendré en cuenta y haré mis oraciones. Ah, y dicho sea de paso, sugerí que el frontispicio del libro sea un grabado de uno de sus hermosos tapices.
—¿Oui? ¿Y cuál?
—El que está haciendo en este momento.
—¿Cómo crees que está quedando, Louise?
La sirvienta de Matilde Chenille vaciló y quedó dubitativa.
—¿Su tapiz, Madame?
—Oui. Es lo que estás examinando, ¿o no?
—Este… oui.
—Entonces, ¿qué piensas?
—Es que... bueno, no lo sé, Madame. No me corresponde a mí opinar, no soy artística ni nada parecido.
—No tengas miedo de decir lo que piensas, Louise.
—Bueno, en mi opinión, creo que los hilos necesitan unos recortes. Es difícil ver lo que representa.
—¿Representa? ¿No es a todas luces una mariposa, Louise? Una monarca, la más grande de la especie.
—Este… oui, Madame. Puedo distinguir la forma ahora que lo menciona. Es solo que todos esos hilos se interponen.
—¿Hilos? Ay, qué torpeza, pensé que estabas viendo el frente. Dale la vuelta.
La criada lo hizo y jadeó.
—Madame, es hermoso. Tan detallado, cada color es exquisito y vibrante. ¿Cómo consiguió que las alas fueran tan, eh... transparentes?
Madame Chenille encogió los hombros.
—Una combinación de hilos ámbar y plata, ¿será?
—De todos modos, Madame, es muy extraño cómo se ve el tapiz cuando uno lo mira por el lado equivocado.
—Una sabia observación —dijo Matilde.
—Au contraire, Madame, me siento muy tonta. Aunque hago un poco de punto de cruz y bordado ante la insistencia de mi madre, sé poco o nada de tapices.
—Ah, pero me has dado mucho hoy, Louise.
—Simplemente un merecido cumplido, Madame.
—Si bien aprecio mucho tu compliment —dijo Matilde—, más valiosa es la lección de vida que me has dado y que puedo incluir en mi nuevo libro de pensées. Casi lo he terminado, pero he estado queriendo encontrar una idea concluyente. Gracias a ti, ya la tengo.
La criada parecía desconcertada.
—¿Gracias a mí, Madame? Pero ¿qué hice?
—¿No dijiste: «Es muy extraño cómo se ve cuando uno lo mira por el lado equivocado»?
—Así es, Madame. Refiriéndome al tapiz.
—Oui. El tapiz, como la vida, es cuestión de percepción. Un día, cuando la veamos por el otro lado... olvídate. Merci, Louise, y bonjour.
La criada hizo una reverencia.
—Bonjour, Madame.
El amor y la primavera estaban rejuveneciendo el paso de Bernard cuando entraba en el salón de Madame Chenille silbando una melodía, mientras Louise servía el desayuno.
—Pareces especialmente feliz —Matilde dijo durante una conversación ligera, café y croissants.
—No puede ser de otra manera, ma papillon. Los pájaros están cantando, las campanas están sonando, y la primavera está arrojando nuestras preocupaciones al cielo. Y sobre todo, casi ha completado la secuela de su libro.
—Cierto, mi querido Bernard, gracias a ti y a Louise. Pero tengo una noticia triste: una situación más apremiante para mí en este momento. Ven, termina tu café, y a riesgo de cometer una indiscreción, acompáñame a mi tocador. Te quiero mostrar algo.
Bernard empujó la silla de Matilde hasta su habitación, y ella señaló hacia su mesita de noche. Allí, sobre un tapete blanco, cojeaba una gran mariposa monarca. Estaba fuera de su capullo, pero sus grandes alas no tenían vida y eran incoloras y parecían ser solo una carga para la criatura, que parecía no poder emplearlas para volar. Bernard parecía perplejo.
—Como sabes —dijo Matilde—, he estado observando con impaciencia el capullo a medida que se acercaba la primavera, y estaba encantada de ver que finalmente comenzaba a surgir. Pero supe enseguida que algo andaba mal.
—¿Enseguida cuándo, Madame?
—Cuando salía de su capullo. Estaba teniendo problemas, este... al eclosionar.
—Siempre lo hacen —dijo Bernard—. Es difícil.
—Eso parecía —dijo Matilde—. Empujó y se tensó, y parecía avanzar muy poco. Y por eso la quise ayudar a la pobre.
—¿Eso hizo? ¿Cómo?
—Me di cuenta de que un fino hilo estaba atando la abertura del capullo. Entonces, tomé un par de tijeras diminutas y con mucha delicadeza, desde luego, corté ese hilo. Inmediatamente, el capullo se abrió de par en par, y la mariposa salió arrastrándose sin más dificultad.
Bernard gruñó y tiró de su barba.
—Debo reconocer —continuó Matilde—, que me felicité por el éxito de mi experimento, asumiendo que había salvado la vida de la pobre. Pero al ver esto, me di cuenta de que ya debía estar enferma y de todas formas no hubiera podido salir, y mucho menos volar.
Bernard gruñó de nuevo y se aclaró la garganta. Habló suavemente, pero con firmeza:
—La criatura no estaba enferma, ma papillon.
—¿No?
—¡No! Si me perdona que lo diga, debido a su sincera pero equivocada bondad, en lugar de tener hasta seis semanas de liberación, la mariposa tiene ahora solo unos pocos días de una miserable existencia enfermiza.
—¿A qué te refieres al decir mi bondad equivocada?
—Verá, hacía falta ese empuje y esa lucha para enviar el fluido vital a las venas de sus alas de mariposa. Acortar esa lucha dejó sus alas incoloras y sin vida.
Matilde se quedó en silencio durante un momento, mirando fijamente a la débil y luchadora criatura.
—Ya veo —dijo finalmente en voz baja—. Merci, Monsieur Dubois, se puede retirar.
Al día siguiente Matilde pidió que Bernard se reuniera con ella de nuevo para desayunar.
—Le he estado agradeciendo que nunca cortara el cordón que impedía mi entrada a esta nueva vida —dijo, una vez que Louise les había traído una olla de café y un plato de crepes llenas de crema y fresas.
—¿Agradeciendo a quién?
—A nuestra Santa Madre María. Si lo hubiera hecho, no hubiera podido vivir la vida con plenitud.
—¿Y siente que la está viviendo, incluso en este estado de restricción?
—Oui. El venerable Fénelon tenía razón: es la vitalidad de la vida interior, mi querido Bernard.
—Queda claro, ma papillon. Tiene mucho para dar.
—Merci. Aunque... —los ojos de Matilde se vidriaron, y habló suavemente—. Me temo que eso hice con mi hijo, Jacques.
—¿Qué hizo?
—Corté tiernamente ese cordón. Lo dejé caer en el error. Sincera pero errónea bondad, sabes. Las veces que no esperaba tanto de él como hubiera debido, cubrir sus fracasos, pagar sus deudas e incluso la fianza, condujo a su desenfreno. Gracias a Dios que finalmente se casó, aunque temo que ahora, con su aflicción...
—No se torture por ello, ma petite papillon. Basta con que agradezca al buen Señor que no la consintió a usted de esa manera.
—Ah, pero me ha consentido mucho, Bernard. Al mismo tiempo, he aprendido una lección de la mariposa. Si bien me he castigado por esa indulgencia con mi hijo, me he regocijado de que en Su bondad, Dios y nuestra Santa Madre no trataron así con él o conmigo.
Bernard se detuvo para responder, asintiendo mientras reflexionaba:
—Ya veo... se alegra de que Dios no la ha tratado como, perdone mi referencia bastante insensible, una b-bastarda.
Para alivio de Bernard, Matilde echó la cabeza hacia atrás y se rió.
—Podrías decirlo de esa manera. Pero Pablo dijo que todos somos participantes.
—¿Lo abordará en su último libro, Pensées d’un Cocon?
—Sí. Solo deseo que mi confesión beneficie a otros.
—Ciertamente lo hará, papillon. Ha sufrido y aprendido mucho, lo cual enriquecerá a muchas almas.
—Oui, Bernard, pero ruego que mi hijo lo tome bien.
Afortunadamente, Jacques Chenille, que había perdido a su esposa por las atenciones de otro debido a la enfermedad debilitante de él, fue bondadoso en relación a la confesión de su madre. Sus ganancias lo llevaron junto a su lecho y aceleraron su mudanza a la finca Chenille, donde concluyó hábilmente los asuntos comerciales que ella había descuidado durante tanto tiempo. Además, después de una suave persuasión, Bernard consiguió la mano de Matilde en matrimonio y un ascenso de su posición en la cabaña del guardabosques a un lugar en el palacio y alcoba de su papillon.
«Asimismo, las alas de nuestra alma necesitan la lucha y el esfuerzo del conflicto», Madame Matilde Chenille-Dubois (bajo el alias de Madame Papillon) escribió en su libro, Pensées d'un Cocon. «Concederle una vía de escape debilita su poder de "remontar con alas como las águilas"...»
Y, habiendo soportado una lucha similar a la de la mariposa monarca, Matilde, con la ayuda de la perspicacia para los negocios de Jacques, vendió su castillo y emigró al sur junto con él, su leal «San Bernard» y su fiel Louise. Allí, en la isla caribeña de Martinica, pasaron serenamente el resto de sus días.
Notas a pie de página:
1 François Fénelon (1651–1715) fue un arzobispo, teólogo y escritor francés. Sus puntos de vista poco ortodoxos sobre la religión, la política y la educación ocasionaron la oposición de la iglesia y el estado; sin embargo, sus conceptos académicos y obras literarias tuvieron una influencia duradera en la cultura francesa.
2 Bernardo de Claraval (1090–1153) fue un monje cisterciense y fundador místico, y abad de la abadía de Claraval y de los eclesiásticos más influyentes de su época.
3 V. Proverbios 25:11.
4 V. Mateo 5:15.
Texto: Gilbert Fenton. Ilustración: Jeremy. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022