Nacida en una familia francesa de mercaderes y terratenientes, la señora Matilde Chenille, de cuarenta y cinco años, era adinerada. Había estado casada hasta que su esposo, el conde Marcel Chenille, treinta años mayor que ella, murió cuando ella tenía veinticinco años y en el noveno año de su matrimonio arreglado. Matilde era hermosa, socialmente activa y, después de su duelo por la muerte de su esposo, tuvo muchos pretendientes, pero un accidente de carruaje la dejó en cama y en silla de ruedas cuando tenía treinta y cinco años. La familia, los amigos y conocidos, que inicialmente simpatizaron con ella, dejaron de visitarla, e incluso su único hijo, Jacques, rara vez la visitaba.
Ahora, a excepción de un par de sirvientes, la asistencia confiable de su joven sirvienta, Louise, y un botánico de sesenta años, Bernard Dubois, Madame Matilde Chenille vivía sola en su castillo bien equipado en la ciudad de Giverny, disfrutando de su colección de pinturas impresionistas contemporáneas, participando en el trabajo de tapices y leyendo sus preciados libros. Lo que más le gustaba leer eran las autobiografías de quienes sufrieron y vencieron; en particular, los escritos de los que algunos consideraban místicos católicos. Esos escritores se convirtieron en los compañeros y consejeros más queridos de Matilde encuadernados en cuero y vestidos de lino que la alentaron a verter de su propia vasija de experiencias en un diario de pensées, una palabra francesa que significa «pensamientos».
Una mañana, Matilde había escrito una página cuando oyó, afuera en el corredor, un silbido conocido seguido de un golpe en la puerta de su biblioteca.
—Adelante, Bernard.
—Bonjour, madame. ¿Durmió usted bien?
—Merci, Bernard. Sí.
Con cierta dificultad, Madame Matilde Chenille se apoyó en su silla de ruedas para acomodar la bandeja que traía el cortés caballero de barba gris con una olla de café y un croissant caliente con mantequilla.
—Ah, le llegó una carta, Madame, con una estampilla de París.
A Matilde se le iluminaron los ojos.
—La letra de Jacques —dijo ella, y abrió el sobre.
Quedó abatida cuando la empezó a leer.
—¿Quiere que me retire, Madame?
—No.
Siguieron unos minutos de silencio sombríos.
—Mi hijo Jacques... está... enfermo —dijo finalmente.
—Cuánto lo siento, Madame. Si hay algo que pueda hacer… ¿Otro croissant?
—No te molestes, Bernard. Louise reanudará su tarea de servirme mi petit dejeuner mañana en la mañana.
—No es molestia alguna, Madame. Sería un placer ser de ayuda para usted cada mañana.
—Ah, pero tu trabajo urgente dejaría poco tiempo para tal frivolidad —respondió Matilde, esbozando una leve sonrisa.
—No considero que tal servicio sea una frivolidad o una nimiedad, Madame —dijo el caballero, y enderezando su corbatín se inclinó y dio la vuelta para marcharse.
Matilde se aclaró la garganta y adoptó un tono impersonal.
—¿Y cómo está... este, su trabajo estos días, profesor Dubois?
—Ha disminuido mucho... por la falta natural de vigor, Madame, pero mi mundo naturalista de flora, fauna, y todas las criaturas grandes y pequeñas no dejan de sorprenderme.
—Sorprenderse —dijo Matilde con nostalgia. Tomó un bocado de su croissant, ingirió el bocado y continuó—, una maravilla inocente e infantil que debemos conservar, para evitar expirar interiormente.
—Muy cierto —dijo Bernard—, y es una de las virtudes que la señora atesora admirablemente.
—¿Admirablemente? —El semblante pálido de la mujer se sonrojó y se volvió hacia la ventana—. ¿Qué puedo hacer sino valorar la belleza que me rodea?
—Desde luego, Madame. Pero usted ha alcanzado rápidamente un estado mental por el cual innumerables personas luchan toda una vida por alcanzar. Muchos en sus... este... circunstancias no hacen más que revolcarse en un lecho de remordimiento, autocompasión o incluso amargura.
—Créeme, me he visto tentada a hacer eso muchas veces —murmuró Matilde.
—Pero por la gracia del buen Señor no he claudicado ante esa tentación —dijo con firmeza—. El venerable Fénelon1 escribió que la autocompasión y el desaliento no son fruto de la humildad, sino del orgullo. Florecen del secreto amor a nuestra propia excelencia herida. Y aun así, todavía me maravillo de... no importa.
—¿De qué se maravilla todavía, Madame?
—Ay, cómo Dios con Su atención y sabiduría infinita me permitió sufrir los padecimientos del cuerpo, alma y espíritu, siempre sabiendo que a pesar de las manifestaciones exteriores, surgiría como un ser más feliz. Como la mariposa que sale de su capullo… Ay, pardonne-moi, te debo estar aburriendo con mis reflexiones.
—Para nada, Madame. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted o traerle?
—Rien, Bernard. Haces más de lo que podría pedir... No, espera. Pronto será la temporada de las mariposas aquí en Giverny. Claude... quiero decir, Monsieur Monet, sin duda dedicará sus colores y pinceladas más vibrantes al evento. Ya sabes cuánto me gustan las mariposas.
Después de conocer a Madame Chenille durante unos diez años, el profesor Bernard Dubois sonrió, sabiendo que ver una mariposa en una flor le genera a la dama un éxtasis infantil. Llueva o truene, aguanieve o nieve, saca a Madame Chenille al jardín y dilucidan sobre las maravillas de la naturaleza. Y a finales de la primavera, cuando los capullos de las mariposas están incubando, se sienta con ella mientras observa con entusiasmo el enjambre alado revolotear sobre los macizos de las flores.
A la larga (cuando Bernard y Madame intimaron un poco más), él la apodó papillon, que en francés significa mariposa. Sin embargo, esta mañana en particular, finalmente reunió el valor suficiente para decirle a Madame que alguien la amaba.
—Y esta persona siempre la ha amado... —dijo— desde la distancia.
Matilde parecía imperturbable. Después de todo, había disfrutado de las atenciones de muchos pretendientes durante su juventud, pero...
—¿Incluso ahora? ¿Con mi discapacidad?
—C-como Dios, supongo —agregó Bernard.
—Pero Dios no me ama desde la distancia —afirmó Matilde, apretando su pecho—. Siempre me ha amado aquí. ¿Quién es ese «alguien» al que te refieres? U... ¿un ser humano de carne y hueso?
Bernard asintió. Matilde lo miró a los ojos y sonrió. No dijo nada, así que Bernard continuó lentamente.
—Y aparentemente... ese ser humano de carne y hueso... solo puede esperar que su amor no sea más que una fracción del que late en su corazón, Madame.
—Poético, Bernard. Nunca hubiera esperado algo así de un... lo siento, nos conocemos desde hace años, pero ¿cuál dijiste que es tu profesión?
—Naturalista. Al menos así es como me denominan oficialmente.
—¿Y cómo te denominarías tú?
—Un agudo observador de la creación, señora. La obra de las manos de su Creador nunca deja de sorprenderme, incluso mi propia carne y hueso.
Bernard sostuvo sus manos hacia la luz que fluía desde la ventana.
—Hasta el capilar más pequeño...
—Tú —intervino Matilde con la constatación en su semblante.
—¿Yo? ¿Qué?
—Tú, Bernard. Como Dios, siempre has estado aquí.
El hombre bajó su cabeza canosa y asintió.
—Donc, sírvete un coñac y siéntate, mi leal San Bernard.
Bernard se rió entre dientes.
—Merci, señora. ¿Eso no es lo que cuelgan alrededor del cuello de esos perros en los puertos alpinos?
—Así dice la tradición —continuó Matilde, mientras Bernard agradecido se sirvió del contenido ámbar de un decantador de cristal—. Pero te estaba comparando con tu venerable tocayo, San Bernardo de Claraval2. De todos modos, tu... admisión me ha dado valor para pedirte algo. Eres consciente de que la cabaña del guardabosques al borde de mi finca ha permanecido vacía durante algunos años.
—Oui, Madame. Monsieur Fantin repentinamente se sintió indispuesto. Los asuntos familiares lo alejaron... o eso escuché —agregó, al ver la triste sonrisa de Matilde.
—Es lo que le hubiera gustado que pensáramos —dijo—. La especulación social y una ligera pero necesaria reducción salarial por mi incapacidad consolidaron su decisión de dejar de trabajar para mí. Hubiera hecho lo que estuviera a mi alcance, aunque estaba empobrecida, para que se quedara.
—Una pérdida desafortunada, señora. Lo lamento.
—No lo lamentes. No es una pérdida considerando lo que gano si aceptas.
—¿Aceptar? ¿Aceptar qué?
—El uso de la cabaña.
Bernard balbuceó con un sorbo de su bebida en la boca.
—¿El uso de...? ¿Quiere decir... que viva allí?
Matilde asintió y Bernard se sentó en la alfombra mientras ella continuaba hablando. Vivía en un taller en Vernon, una ciudad no lejos del castillo de Madame Chenille, contaba con dos habitaciones abarrotadas con su parafernalia de análisis, libros y manuscritos.
—Cuidarías del jardín, ¿cierto? Un toque personal superaría con mucho el empleo actual a tiempo parcial de trabajadores de mano floja.
—Claro, Madame.
—Y puedes continuar con tu estudio de botánica y demás... en particular las mariposas. Ah, eso me recuerda algo. ¿Serías tan amable de traerme un capullo de la que consideres la más majestuosa?
—¿La más majestuosa? Yo diría que la monarca, Madame.
—Bien, deseo verla nacer en todo su esplendor. La quiero observar día a día, incluso momento a momento hasta que rompa a través de su capullo y emerja en su merecida belleza antes de migrar.
—Bien dicho, Madame... bien dicho. Eso haré, eso haré.
—Merci, Bernard.
—De nada, con mucho gusto, Madame. De hecho, estoy escribiendo una tesis sobre la mariposa monarca, y una vez que esté completa, se la presentaré a Antoine.
—¿Antoine?
—Mi editor, Antoine Chandler.
—Intéressant. Entonces, ¿cuándo puedes mudarte?
A pesar de que le preocupaba que la señora Chenille se hubiera abstenido de reconocer la circunscrita confesión de su amor por ella, Bernard Dubois montó ávidamente un laboratorio, un estudio y una biblioteca en la cabaña vacía al borde de su finca. Sin embargo, después de unas semanas, Matilde consideró que Bernard no estaba cuidando tan bien del jardín como lo había hecho Monsieur Fantin, si bien la opinión de Bernard era que los terrenos requerían un mantenimiento menos intensivo. Se consideraba un «naturalista culto», y cuando Matilde le llamó la atención por el estado descuidado de las rosas y los rododendros, Bernard le recordó que Henri Fantin había sido «meramente un jardinero».
Afortunadamente, Bernard pronto recibió una considerable suma de dinero por la venta de su primer libro sobre botánica, y pudieron emplear a un jardinero fidedigno, con cuya habilidad floreció el lujo de la finca.
Y Bernard le trajo a Madame Chenille una gran crisálida cubierta de seda en un frasco de vidrio.
Sabía que era cuestión de tiempo antes de que se transformara, pero entre escribir su diario de pensamientos (pensées) y tejer un tapiz, durante sus vigilias nocturnas Matilde se impacientaba y se despertaba con frecuencia para mirar el capullo que yacía dormido sobre una hoja dentro del frasco en su mesita de noche.
—¿Estás seguro de que está viva, Monsieur Bernard? —preguntó una mañana cuando Bernard pasó por su salón.
—Claro que sí, Madame. No se preocupe. Solo aparenta estar momificada. Es un espécimen especial, lo puedo afirmar por su tamaño.
—¿Pero necesita más luz y aire fresco?
Bernard negó con la cabeza.
—¿Comida o agua?
—Claro que no, Madame. Pero, al igual que cuando uno espera que una olla empiece a hervir, nunca sucede mientras la estemos mirando. Permítame ayudarla a olvidarlo durante un tiempo mientras la llevo a cenar a Le Moulin de Fourges esta noche.
—¿A mí? ¿Cenar en Le Moulin de Fourges en silla de ruedas? ¿No te avergonzarías?
—De ninguna manera. Será un honor, Madame. Le pediré a Louise que la vista y pediremos un carruaje en el momento preciso.
—Pero dime, Bernard, ¿por qué está tan quieta? —Matilde preguntó una vez que los dos se habían sentado a la mesa en el restaurante y les habían servido los aperitivos.
—¿Quién, Madame? —dijo Bernard, absorto con el menú—. ¿La noche? Es cierto, solo hay una pequeña brisa.
—Non, la mariposa. ¿Por qué?
—Es lo que eligió.
—¿Quién lo ha elegido? ¿Dios?
—Indirectamente. La oruga ha elegido atarse para que como sea que la miren, el mundo entero piense que está muerta. Mm… creo que pediré le viande. ¿Y usted?
—Creo que pediré le poulet. Pero, ¿cuándo incubará?
—¿Quién? ¿Le poulet?
Matilde se rió y puso los ojos en blanco.
—Non, Bernard. La mariposa.
—A su debido tiempo, a su debido tiempo. Si me permite la osadía, Madame, cuando regrese a casa esta noche, ocúpese de sus pensées. Han sido un salvavidas, ¿no es así?
—¿Mis escritos? Este, oui. Me brindan mucho consuelo.
—Pero es igualmente importante, Madame, sus palabras serán un salvavidas y un consuelo para muchos al animar sus corazones y darles esperanza. Una palabra dicha en el momento preciso, tiene un valor inestimable3. Por cierto, ¿qué vintage le gustaría, Madame?
—Creo que tomaré el Chateau Latour Grenache… pero, ¿cómo vas a saber que mis escritos han tenido ese efecto en alguien más que en ti? Nunca he escrito por el reconocimiento público, y no espero ninguno ahora. Solo tengo en mente a un público invisible, pero muy necesitado.
Bernard sonrió y metió la mano en su maletín.
—Algunos de esos lectores necesitados acaban de hacerse visibles. Le ruego me disculpe, pero la traje aquí para mostrarle esto...
Madame Chenille quedó boquiabierta.
—¿Un libro? ¿Los pensamientos de M-Madame Papillon?
—Una muestra de la p-primera edición, Madame. Me tomé la l-libertad...
—¿Libertad, Bernard? Has traicionado mi confianza al permitirte a ti, y solo a ti, leer mis confesiones.
—Monsieur Chandler quedó anonadado, Madame. Le leyó partes a su esposa e hija y...
—No puedo. No puedo...
—…una joven sobrina suya, que está muriendo por adicciones, las leyó y recobró la esperanza. Lo siento pero no podía soportar verla ocultar su luz debajo de una vasija4.
—N-no puedo. No debo.
—¿Qué es lo que no puede, Madame? ¿Esconder la luz debajo de una vasija?
—Oui… er… non, quiero decir… —dijo Matilde, bajando la voz mientras el camarero traía y servía el vino.
Bernard sonrió traviesamente mientras levantaba su copa para brindar.
—Debería ser un consuelo saber que estaría usando un alias.
—Por Bernard... —Matilde susurró, devolviendo la sonrisa y levantando su copa—. Por mi querido y leal santo.
Y desde ese día en adelante, la luz de la señora Matilde Chenille se colocó en el «candelero» de la Chandler Publishing Company, y el éxito de su libro provocó que el mismísimo Antoine Chandler le pidiera una secuela. Sin embargo, a pesar de que Bernard le había asegurado que permanecería en el anonimato, Matilde se mostró reacia a tomar la oportunidad desmedida de su logro.
—Esperaremos —dijo ante la insistencia de Bernard durante un desayuno una mañana—, Monsieur Chandler tendrá su secuela a su debido tiempo. No puedo decir cuándo... pero, para ser honesta, tengo muy pocas ideas, si es que alguna.
—Ah —dijo Bernard—. Vendrán. Vendrán.
—Eso dices, pero no las puedo conseguir por voluntad propia.
—Por supuesto, Madame. Lo tendré en cuenta y haré mis oraciones. Ah, y dicho sea de paso, sugerí que el frontispicio del libro sea un grabado de uno de sus hermosos tapices.
—¿Oui? ¿Y cuál?
—El que está haciendo en este momento.
—¿Cómo crees que está quedando, Louise?
La sirvienta de Matilde Chenille vaciló y quedó dubitativa.
—¿Su tapiz, Madame?
—Oui. Es lo que estás examinando, ¿o no?
—Este… oui.
—Entonces, ¿qué piensas?
—Es que... bueno, no lo sé, Madame. No me corresponde a mí opinar, no soy artística ni nada parecido.
—No tengas miedo de decir lo que piensas, Louise.
—Bueno, en mi opinión, creo que los hilos necesitan unos recortes. Es difícil ver lo que representa.
—¿Representa? ¿No es a todas luces una mariposa, Louise? Una monarca, la más grande de la especie.
—Este… oui, Madame. Puedo distinguir la forma ahora que lo menciona. Es solo que todos esos hilos se interponen.
—¿Hilos? Ay, qué torpeza, pensé que estabas viendo el frente. Dale la vuelta.
La criada lo hizo y jadeó.
—Madame, es hermoso. Tan detallado, cada color es exquisito y vibrante. ¿Cómo consiguió que las alas fueran tan, eh... transparentes?
Madame Chenille encogió los hombros.
—Una combinación de hilos ámbar y plata, ¿será?
—De todos modos, Madame, es muy extraño cómo se ve el tapiz cuando uno lo mira por el lado equivocado.
—Una sabia observación —dijo Matilde.
—Au contraire, Madame, me siento muy tonta. Aunque hago un poco de punto de cruz y bordado ante la insistencia de mi madre, sé poco o nada de tapices.
—Ah, pero me has dado mucho hoy, Louise.
—Simplemente un merecido cumplido, Madame.
—Si bien aprecio mucho tu compliment —dijo Matilde—, más valiosa es la lección de vida que me has dado y que puedo incluir en mi nuevo libro de pensées. Casi lo he terminado, pero he estado queriendo encontrar una idea concluyente. Gracias a ti, ya la tengo.
La criada parecía desconcertada.
—¿Gracias a mí, Madame? Pero ¿qué hice?
—¿No dijiste: «Es muy extraño cómo se ve cuando uno lo mira por el lado equivocado»?
—Así es, Madame. Refiriéndome al tapiz.
—Oui. El tapiz, como la vida, es cuestión de percepción. Un día, cuando la veamos por el otro lado... olvídate. Merci, Louise, y bonjour.
La criada hizo una reverencia.
—Bonjour, Madame.
El amor y la primavera estaban rejuveneciendo el paso de Bernard cuando entraba en el salón de Madame Chenille silbando una melodía, mientras Louise servía el desayuno.
—Pareces especialmente feliz —Matilde dijo durante una conversación ligera, café y croissants.
—No puede ser de otra manera, ma papillon. Los pájaros están cantando, las campanas están sonando, y la primavera está arrojando nuestras preocupaciones al cielo. Y sobre todo, casi ha completado la secuela de su libro.
—Cierto, mi querido Bernard, gracias a ti y a Louise. Pero tengo una noticia triste: una situación más apremiante para mí en este momento. Ven, termina tu café, y a riesgo de cometer una indiscreción, acompáñame a mi tocador. Te quiero mostrar algo.
Bernard empujó la silla de Matilde hasta su habitación, y ella señaló hacia su mesita de noche. Allí, sobre un tapete blanco, cojeaba una gran mariposa monarca. Estaba fuera de su capullo, pero sus grandes alas no tenían vida y eran incoloras y parecían ser solo una carga para la criatura, que parecía no poder emplearlas para volar. Bernard parecía perplejo.
—Como sabes —dijo Matilde—, he estado observando con impaciencia el capullo a medida que se acercaba la primavera, y estaba encantada de ver que finalmente comenzaba a surgir. Pero supe enseguida que algo andaba mal.
—¿Enseguida cuándo, Madame?
—Cuando salía de su capullo. Estaba teniendo problemas, este... al eclosionar.
—Siempre lo hacen —dijo Bernard—. Es difícil.
—Eso parecía —dijo Matilde—. Empujó y se tensó, y parecía avanzar muy poco. Y por eso la quise ayudar a la pobre.
—¿Eso hizo? ¿Cómo?
—Me di cuenta de que un fino hilo estaba atando la abertura del capullo. Entonces, tomé un par de tijeras diminutas y con mucha delicadeza, desde luego, corté ese hilo. Inmediatamente, el capullo se abrió de par en par, y la mariposa salió arrastrándose sin más dificultad.
Bernard gruñó y tiró de su barba.
—Debo reconocer —continuó Matilde—, que me felicité por el éxito de mi experimento, asumiendo que había salvado la vida de la pobre. Pero al ver esto, me di cuenta de que ya debía estar enferma y de todas formas no hubiera podido salir, y mucho menos volar.
Bernard gruñó de nuevo y se aclaró la garganta. Habló suavemente, pero con firmeza:
—La criatura no estaba enferma, ma papillon.
—¿No?
—¡No! Si me perdona que lo diga, debido a su sincera pero equivocada bondad, en lugar de tener hasta seis semanas de liberación, la mariposa tiene ahora solo unos pocos días de una miserable existencia enfermiza.
—¿A qué te refieres al decir mi bondad equivocada?
—Verá, hacía falta ese empuje y esa lucha para enviar el fluido vital a las venas de sus alas de mariposa. Acortar esa lucha dejó sus alas incoloras y sin vida.
Matilde se quedó en silencio durante un momento, mirando fijamente a la débil y luchadora criatura.
—Ya veo —dijo finalmente en voz baja—. Merci, Monsieur Dubois, se puede retirar.
Al día siguiente Matilde pidió que Bernard se reuniera con ella de nuevo para desayunar.
—Le he estado agradeciendo que nunca cortara el cordón que impedía mi entrada a esta nueva vida —dijo, una vez que Louise les había traído una olla de café y un plato de crepes llenas de crema y fresas.
—¿Agradeciendo a quién?
—A nuestra Santa Madre María. Si lo hubiera hecho, no hubiera podido vivir la vida con plenitud.
—¿Y siente que la está viviendo, incluso en este estado de restricción?
—Oui. El venerable Fénelon tenía razón: es la vitalidad de la vida interior, mi querido Bernard.
—Queda claro, ma papillon. Tiene mucho para dar.
—Merci. Aunque... —los ojos de Matilde se vidriaron, y habló suavemente—. Me temo que eso hice con mi hijo, Jacques.
—¿Qué hizo?
—Corté tiernamente ese cordón. Lo dejé caer en el error. Sincera pero errónea bondad, sabes. Las veces que no esperaba tanto de él como hubiera debido, cubrir sus fracasos, pagar sus deudas e incluso la fianza, condujo a su desenfreno. Gracias a Dios que finalmente se casó, aunque temo que ahora, con su aflicción...
—No se torture por ello, ma petite papillon. Basta con que agradezca al buen Señor que no la consintió a usted de esa manera.
—Ah, pero me ha consentido mucho, Bernard. Al mismo tiempo, he aprendido una lección de la mariposa. Si bien me he castigado por esa indulgencia con mi hijo, me he regocijado de que en Su bondad, Dios y nuestra Santa Madre no trataron así con él o conmigo.
Bernard se detuvo para responder, asintiendo mientras reflexionaba:
—Ya veo... se alegra de que Dios no la ha tratado como, perdone mi referencia bastante insensible, una b-bastarda.
Para alivio de Bernard, Matilde echó la cabeza hacia atrás y se rió.
—Podrías decirlo de esa manera. Pero Pablo dijo que todos somos participantes.
—¿Lo abordará en su último libro, Pensées d’un Cocon?
—Sí. Solo deseo que mi confesión beneficie a otros.
—Ciertamente lo hará, papillon. Ha sufrido y aprendido mucho, lo cual enriquecerá a muchas almas.
—Oui, Bernard, pero ruego que mi hijo lo tome bien.
Afortunadamente, Jacques Chenille, que había perdido a su esposa por las atenciones de otro debido a la enfermedad debilitante de él, fue bondadoso en relación a la confesión de su madre. Sus ganancias lo llevaron junto a su lecho y aceleraron su mudanza a la finca Chenille, donde concluyó hábilmente los asuntos comerciales que ella había descuidado durante tanto tiempo. Además, después de una suave persuasión, Bernard consiguió la mano de Matilde en matrimonio y un ascenso de su posición en la cabaña del guardabosques a un lugar en el palacio y alcoba de su papillon.
«Asimismo, las alas de nuestra alma necesitan la lucha y el esfuerzo del conflicto», Madame Matilde Chenille-Dubois (bajo el alias de Madame Papillon) escribió en su libro, Pensées d'un Cocon. «Concederle una vía de escape debilita su poder de "remontar con alas como las águilas"...»
Y, habiendo soportado una lucha similar a la de la mariposa monarca, Matilde, con la ayuda de la perspicacia para los negocios de Jacques, vendió su castillo y emigró al sur junto con él, su leal «San Bernard» y su fiel Louise. Allí, en la isla caribeña de Martinica, pasaron serenamente el resto de sus días.
Notas a pie de página:
1 François Fénelon (1651–1715) fue un arzobispo, teólogo y escritor francés. Sus puntos de vista poco ortodoxos sobre la religión, la política y la educación ocasionaron la oposición de la iglesia y el estado; sin embargo, sus conceptos académicos y obras literarias tuvieron una influencia duradera en la cultura francesa.
2 Bernardo de Claraval (1090–1153) fue un monje cisterciense y fundador místico, y abad de la abadía de Claraval y de los eclesiásticos más influyentes de su época.
3 V. Proverbios 25:11.
4 V. Mateo 5:15.
Texto: Gilbert Fenton. Ilustración: Jeremy. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022