Nivel 2 relatos para niños Archivos
Tom, mi querido Tom
Mi nombre es Benjamín Stock, diminutivo de Rodenstock. Mis abuelos emigraron de Alemania a Inglaterra en el siglo dieciocho. Siendo de ascendencia judía, se convirtieron al catolicismo de manera nominal para desempeñar su oficio de establos y herrería. Podría decirse que empezaron desde abajo, pero tenían suficiente capital como para relacionarse socialmente con otras personas de procedencia similar. Con el tiempo, su negocio creció y me lo pasaron a mí. A mi cargo, el negocio continuó expandiéndose hasta tener mucho éxito. Buena parte de ello se debió a Tom.
Un día como cualquier otro, Tom entró a mi oficina. Mi oficina ocupaba la segunda planta del negocio y mi escritorio estaba junto a la ventana, desde donde veía los establos y las personas que entraban y salían. Yo monitoreaba con cuidado los hábitos laborales de mis empleados, y era un patrón poco dado a la compasión. En aquellos tiempos se me podría haber comparado en todo a Scrooge, aunque ese personaje aún no había sido inventado. Siendo judío, la Navidad no era motivo de celebración para mí. ¿Que si estaba casado? Sí, lo estaba. Mi esposa era una mujer vigorosa, pero amable, a quien dedicaba mis afectos. En aquel entonces, tenía también un hijo y una hija.
Pero hablemos de Tom. Era un muchacho delgado y pálido de quince años que quería buscarse la vida. De pie en mi oficina, apretaba su gorro contra el pecho de la manera que se ve en las películas sobre aquellos tiempos. Era muy respetuoso y hacía énfasis en su dialecto común con numerosos «¡Sí, eñor!»
Ofrecí pagarle el salario mínimo, cosa que agradeció, y le encargué las tareas más humildes bajo las órdenes de uno de mis subordinados. Tom comenzó como lo que podría considerarse un mozo de cuadra.
¿Qué por qué lo contraté? Había heredado una naturaleza suspicaz y reservada que me hacía creer que nadie hace las cosas sin un motivo oculto. Todo el mundo tenía «un plan», como dicen hoy en día. El motivo de Tom era su casi abyecta pobreza. Un motivo fácil de detectar y aún más fácil de aprovechar. Pero tenía otra razón para contratarlo: el chico me caía bien. ¿Por qué? Vi algo en su rostro que me hubiera resultado difícil de explicar en ese momento. Ahora entiendo que era el brillo especial y la sinceridad en sus ojos, junto con una inteligencia poco común que lo incomodaba a uno a veces, o al menos a mí, cuando lo miraba a la cara. Así y todo, sentía como que lo conocía.
Permítanme describir sus ojos en mayor detalle, porque pensándolo bien, ahora veo lo que me hizo confiar en él, aunque en ese momento no fuera consciente de ello. Ahora puedo decir que la incomodidad que me producía su mirada era más bien ocasional y que se debía a la vergüenza que sentía al ver en su rostro… ¿pureza? ¿Inocencia? No… no era eso. A lo mejor se trababa de compasión. Si buscara una mejor descripción, sería amor, y no existe palabra mejor.
Me entristece y aún me es motivo de vergüenza admitir que al principio lo traté con crueldad, de maneras terribles. Me producía un placer casi sádico gritarle y tratarlo de la peor manera desde la ventana de mi oficina. Lo avergonzaba frente a los demás trabajadores, y ellos se reían y le gritaban conmigo. Pero Tom no respondía una palabra. Eso me enfurecía y terminó aumentando la vergüenza que llevo conmigo.
Habiendo dicho eso, cuando no había nadie más, lo observaba con detenimiento. Tom hablaba con gentileza a los caballos, a sus compañeros y a los clientes, además de prestar atención a los detalles. Si algo, como un hato de paja, estaba fuera de lugar, lo colocaba y barría las pajas sueltas a su alrededor. Recogía la basura, movía las maderas con clavos que podían causar accidentes y se encargaba de muchos detalles similares. Casi nadie se daba cuenta de ello, pero nada escapaba a mi vista.
Sin embargo… mi sospecha aumentó con el tiempo. ¡Él debía saber que lo miraba! Un día lo llamé a mi oficina y le dije que lo había estado observando. Le pedí que me dijera si se había dado cuenta. Me confesó que no, de ninguna manera, aunque agregó que los otros chicos le habían advertido que Stocky no quitaba ojo desde la ventana de su oficina. Aquello me pareció raro, puesto que la diligencia de los otros trabajadores era cosa de risa al compararla con la de Tom. Así se lo hice saber. Y le pregunté por qué realizaba su trabajo con tanto esmero.
—Yo sé que Alguien me mira todo el tiempo —contestó.
Le pregunté quién era ese alguien, a lo que respondió:
—Dios.
El joven entonces me preguntó si yo creía en Dios. Le solté que por supuesto que sí. Luego me preguntó el motivo por el que no celebraba la Navidad. Le dije que iba en contra de mis creencias. Intentó obtener más respuestas, pero lo eché de mi oficina. No había más que hablar. Pero, aunque el chico volvió a lo suyo, su respuesta se quedó conmigo. A decir verdad, algunas noches no dejaba de pensar en esas palabras. Me preguntaba sobre ese Ojo invisible que todo lo ve. No podía ignorar la manera en que yo miraba y sospechaba de todos y hasta atribuía las mismas características al Todopoderoso.
¿Me gustaría observar lo que yo hago todo el día?, me pregunté cierta noche y sentí cómo la vergüenza en mi corazón aumentaba. Tanto así que al día siguiente le pregunté a Tom:
—¿Cómo te sentirías si te observaras a ti mismo?
Sonrió al escuchar esas palabras y respondió que daban que pensar. Pero afirmó no tener una respuesta. Solo esperaba sentirse a gusto con lo que viera.
—¿Y si Dios te está mirando? —continué.
Tom se apresuró a responder que esa opción era infinitamente preferible, porque Dios sería más benévolo hacia él que él mismo.
Me quedé de una pieza. Parecía casi presuntuoso pensar así. Le pregunté de dónde había sacado esa idea.
—Porque yo amo a Su Hijo —explicó Tom.
Aquella respuesta no fue en absoluto de mi agrado, pero le exigí explicarse. Lo pensó por unos momentos. Intentaré hacer eco de las palabras de Tom como las recuerdo.
—Señor Stock, si usted tuviera un solo hijo al que quisiera mucho, y un mendigo y rufián se le acercara cierto día para hablar con él, y como resultado, sintiera tanto cariño hacia su hijo que cambiara sus malas andanzas y volviera todos los días solo para sentarse a hablar con él, ¿qué pensaría del mendigo? ¿No pasaría por alto sus harapos, su pasado y hasta sus errores actuales?
Mientras Tom hablaba, no podía dejar de pensar en mi hijo. Su parábola había cobrado vida. Le agradecí aquella interesante respuesta y le ordené volver al trabajo. No volvimos a tocar el tema, pero desde aquel día, dejé de tratarlo con crueldad y empecé a castigar a los que lo hicieran. Aún más, en cuanto se abrió una vacante de mayor responsabilidad en mi empresa, la guardé para Tom. Su diligencia abrió paso al desarrollo de una atención inteligente, acertada y, sobre todo, considerada de mis clientes, lo que me motivó a promoverlo a asociado senior en mi negocio.
Seguí siendo testarudo como una mula, pero con el paso del tiempo, unos cinco años, me convertí en una persona más humilde y hasta le confesé a Tom que había reconsiderado el hecho de que Dios tuviera un Hijo y que yo hasta le dirigía la palabra en más de una ocasión, sobre todo en las largas noches en vela. Lo más maravilloso fue la liberación que sentí al hacer aquella admisión y la alegría que me produjo ver la reacción de Tom.
Tom, mi querido Tom.
Texto: Gilbert Fenton. Ilustración: Jeremy. Diseño: Roy EvansPublicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.
Max y su plan para atrapar un ángel guardián
Érase una vez un azulado día de diciembre cuando Maximilian Talley entraba a su casa. El aire estaba fresco, el sol brillaba y las vacaciones de invierno estaban a la vuelta de la esquina. ¡La vida era buena!
Max cargaba su mochila del colegio sobre su hombro derecho y, en la mano izquierda, llevaba una bolsa llena de latas de jugo vacías. Tomó la manilla de la puerta y la abrió unos centímetros. Max dio unas vueltas y entrecerró los ojos echando un vistazo a la carretera enfrente de su casa. No había nadie. Nada se movía sino solamente las copas de los árboles y las sombras que hacían sobre el asfalto de la calle.
Me lo perdí otra vez, pensó Max mientras abría la puerta del frente —del todo esta vez— y se metió adentro.
Una vez dentro de la casa, Max subió de puntillas las escaleras y se detuvo delante de la puerta de su habitación.
Puede ser, tal vez, que si él no estaba siguiéndome, entonces puede que esté en mi habitación, detrás de las cortinas o en el ropero, escondido.
Colocó la mochila y la bolsa de latas sobre el suelo con cuidado, y respiró profundo.
Tendré que ser muy rápido esta vez. Ahora sí que lo voy a atrapar.
Rápidamente abrió la puerta de su dormitorio y entró, arrojándose sobre una figura que se percibía en la alfombra.
—¡Te atrapé! —gritó Max, pero quien fuera que estaba debajo de él gritó más fuerte aún—. ¡Ay! ¡Quítate!
Max se levantó y se halló frente a su mejor amigo, AJ.
—¿Cómo supiste que estaba aquí? —preguntó AJ.
—No lo sabía. Yo... eeh... pensaba que era otra persona. Perdón. ¿Te lastimé?
—Solo me aplastaste todos mis órganos por dentro; nada serio —dijo AJ, haciendo como si se colocara el estómago—. ¿Por qué el griterío y ataque si no sabías que era yo?
Max dudó. AJ dijo:
—Te prometo por triplicado y con mis ojos bizcos que no se lo voy a contar a nadie.
—Te vas a reír.
—No lo haré.
—¿Crees en ángeles guardianes? —le preguntó Max.
—¿Qué? ¿Esos que tienen alas mullidas y vestidos blancos luminosos?
—Olvídalo. No he dicho nada —farfulló Max mientras sacaba su caja de soldaditos Telecopter-Roboray—. Ten. Juguemos.
—Max, ¿qué tienen que ver los ángeles guardianes con tus emboscadas y eso de lanzarte sobre las personas? —preguntó AJ quince minutos después mientras su pelotón rojo de Roboray sitiaba al pelotón azul de Max.
AJ había maniobrado su pelotón rojo de modo que atrapara al pelotón azul desde tres flancos. Ahora, el único peligro sería que Max tuviera un rayo generador de agujeros negros y aspirara con ello a los hombres de AJ.
—Bueeeeno —dijo Max—, ¿y si mi ángel guardián no tuviera alas mullidas y vestido? ¿Y si, en cambio, él pudiera transformarse y ser algo genial, como...?
—Como un soldado de Telecopter-Roboray? —completó AJ.
—Sí, algo así —dijo Max, y lanzó el rayo generador de agujeros negros sobre el pelotón de AJ.
AJ miraba consternado el destino de su tropa.
—¡Me lo temía! —dijo con frustración.
Luego, tomando un puñado de soldaditos rojos, empezó a arrojárselos a Max. Empezaron los gritos, y la habitación se llenó de soldaditos rojos y azules de plástico por todas partes.
—En serio —dijo AJ, luego de que se quedaran sin soldaditos para arrojárselos el uno al otro—, todavía no entiendo por qué te lanzaste sobre mí y qué tiene eso que ver con los ángeles guardianes con vestido o trajes de Roboray.
—¿No te vas a reír? —preguntó Max.
—Ya te lo prometí por triplicado, ¿recuerdas?
—Bueno, está bien. He estado tratando de atrapar a mi ángel guardián porque quiero ver cómo es.
AJ no se rió; solo se rascó la nariz y miró con curiosidad.
—¿Por qué? —preguntó.
—¿Por qué quiero verlo? ¿Por qué no querría verlo? ¿No querrías tú ver a tu ángel guardián? —preguntó Max.
—No sé si tengo uno —dijo AJ.
—Claro que sí. Todos tenemos uno. El mío... —Max bajó la voz—, el mío me habla a veces. Al menos, pienso que lo hace.
—¿Y qué te dice? —susurró AJ.
—Me dice cosas en mi mente, como: «Mira a ambos lados de la calle antes de cruzar, no cuando ya estás en medio. ¿Es que no piensas, chico?»
—Ah —dijo AJ con el ceño fruncido—. ¿Quién querría un ángel guardián gruñón?
—Es por eso que pienso que tiene que ser real, no algo inventado. Porque si él fuera tal como yo lo esperaba, entonces podría ser que me lo estuviera imaginando; pero me dice las cosas más inesperadas a veces. Así que quiero verlo.
—¡La cena está lista! —El llamado hizo su recorrido por las escaleras junto con el olor de hamburguesas.
—¿Tu mamá dijo que te podías quedar a cenar? —le preguntó Max a su amigo.
—Sip —dijo AJ.
—Tengo un plan con el que podrás ayudar. Te lo diré después de la cena.
La tarde se fue en actividades como juntar piedritas del jardín y guirnaldas tomadas del árbol de Navidad. AJ se fue de vuelta a su casa habiendo prometido que prestaría ayuda en cualquier otra actividad para atrapar ángeles al día siguiente.
En algún momento cerca de la medianoche, un fuerte ruido sonó en la habitación de Max. Max saltó de la cama tomando rápidamente su linterna, la encendió con manos temblorosas, y encontró a su padre tumbado en el suelo del lado de adentro de la puerta.
—¡Dios mío! —gritó el papá de Max—. ¿Qué es todo esto?
—¡Papá! ¿Qué estás haciendo aquí? Y, eehh... esto es una cuerda de trampa con una alarma para ladrones —balbuceó Max, mientras intentaba desenredar de su padre las guirnaldas que traspasaban latas vacías de jugo que habían sido llenadas con piedras.
—En cuanto a por qué estoy aquí —dijo el padre de Max resoplando—, tu madre y yo siempre venimos a ver si están bien tú, Noé y Sofi cada noche. Por lo general, siempre estás dormido a esta hora.
El señor Talley se acomodó el pijama y se cruzó de brazos.
—¿Para qué es esta trampa?
—Estoy tratando de atrapar una cosa. ¿Te lo p-puedo contar mañana? —rogó Max.
Con un suspiro, su papá le acarició la cabeza.
—Está bien, pero ni pienses que me voy a olvidar. Estaré esperando una explicación mañana.
—Sí, papá.
—Buenas noches. Bueno, hijo, esta alarma antirrobo no está nada mal.
Max volvió a su cama, volvió a colocar su linterna debajo de la almohada, se acostó y empezó a pensar y pensar, y en algún momento, en medio de algún pensamiento, se quedó dormido.
A la mañana siguiente, el papá recibió una llamada urgente y tuvo que salir temprano a su trabajo, por lo que la explicación de la alarma antirrobo se retrasó hasta la hora de la cena. Max dio un suspiro de alivio y se fue al colegio. AJ se encontró con él en el camino y preguntó:
—¿Y, atrapaste algo?
—Atrapé a mi papá —respondió Max—. No sabía que él y mi mamá pasaban por mi habitación cada noche. Ahora lo sé. Me dijo que igual era una buena alarma. ¿Dónde más buscarías un ángel? —preguntó Max.
—¿Tal vez en tu ventana? Tu ángel tal vez pasa a través de la ventana. O puede que le gusten los lugares altos. Las copas de los árboles... ¡Ah! Tal vez se sienta a esperar en los techos de las casas. Lo difícil va a ser atraparlo cuando esté visible. Creo que tendrás que acercarte a él sigilosamente.
—Tal vez esto no tiene sentido.
—¡No digas eso! Las vacaciones de invierno empiezan mañana. Tendremos unas semanas para encontrar a tu ángel. Te ayudaré todo lo que pueda.
—¿No tienes planes para tus vacaciones? —preguntó Max.
—Claro. Algunos primos vienen para quedarse la semana de Navidad, pero hasta entonces, lo buscaremos juntos.
Los amigos se dieron un apretón de manos y siguieron camino al colegio.
Esa tarde, cargados con las últimas cositas que sacaron de sus armarios del colegio, los niños del colegio Winston salían por las puertas hacia la felicidad de las vacaciones de invierno.
—¡Se terminó el colegio!
—¡Te hago una carrera hasta tu casa!
Max y AJ corrieron a través de las puertas del colegio hasta la vereda y hacia la intersección. Max iba ganando y con un pie en el aire para saltar por el cordón de la vereda, de pronto se detuvo como congelado.
AJ también se detuvo repentinamente, como a un centímetro de ser lanzados por el aire al medio de la calle.
—¡Miren a ambos lados de la calle antes de cruzar, no cuando ya están en medio! ¿Es que no piensan, chicos?
Se miraron sorprendidos.
—¿Escuchaste eso? —preguntó AJ.
—¿Tú también lo escuchaste? ¡Entonces es cierto! —dijo Max contento.
—Lo escuché. Sí, lo escuché. Y sí, suena muy gruñón.
—Sí, ya sé.
—¿Por qué no lo he escuchado antes? —preguntó AJ.
—Tal vez no estabas tratando de escuchar —respondió Max.
—Ahora tengo que encontrar al mío también —dijo AJ con determinación—. ¿Dónde buscamos primero?
De lunes a jueves, se los podía encontrar a Max y a AJ buscando en árboles, o merodeando sigilosamente por sus casas, entrando repentinamente en sus propios dormitorios y revolviendo el armario de la limpieza.
—No sirve de nada —dijo AJ, ahora que se acercaba el viernes—. Ya terminé con la lista de lugares donde mirar, y tú también. Además, mis primos vienen mañana. Tendremos que suspender la búsqueda.
Max miró por la ventana hacia el jardín. Largas guirnaldas metalizadas con latas llenas de piedras adornaban árboles, cercas y arbustos rodeando la casa de los Talley.
—Tal vez no quieran que los vean.
—Sí, posiblemente. Pero tengo un plan... ¿qué te parece si me quedo esta noche y nos sentamos frente a la ventana hasta el amanecer? ¡Tal vez los ángeles solo son visibles de noche!
—¿Cómo no se nos ocurrió eso antes?
—Esta puede ser nuestra última oportunidad, porque tu mamá no parecía muy contenta con nuestra idea de colgar latas por todo el jardín. Seguramente te pedirá que las quites pronto.
—Es cierto. Esta noche nos quedamos despiertos...
—...con una linterna.
—Y con los anteojos de visión nocturna.
—Y con papitas fritas.
—Perfecto.
A las nueve de esa noche, ambos varoncitos comían sus papitas en silencio, mientras sus ojos miraban atentamente el jardín que ahora estaba oscuro.
A las diez de la noche se susurraban cuentos el uno al otro.
A las once de la noche, salió la luna y su luz pasaba por la ventana iluminando a dos nenes abrigados en sus mantas, acostados sobre sus almohadas... completamente dormidos.
A las doce de la noche, un fuerte ruido y sonidos metálicos despertaron a Max y AJ, que se levantaron de un salto para tomar sus linternas.
—¡Vaya! ¡Increíble! —Susurró Max con la nariz pegada contra el vidrio—. ¡Es un robot gigante!
—Debemos salir —dijo AJ, tambaleándose y dejando atrás sus mantas.
Ambos salieron.
Max, todavía con sus pantuflas, llegó primero, pero por poco. A toda velocidad lo alcanzó AJ, y para sorpresa de ambos, vieron al papá de Max con martillo en mano, Sofi cargando a su hermanito menor, Noé, y a su mamá con la bata puesta.
—¡Papá! —Exclamó Max—. ¿También viste a ese robot gigante?
El papá de Max tomó a los dos niños y los alejó de los árboles y arbustos con mirada soñolienta y semidormido.
—Alguien que llevaba gafas de esquí quedó atrapado en tu alarma antirrobo. Lo vi. Se veía peligroso... ¿por qué están todos afuera? —preguntó, habiéndose despertado lo suficiente para notar que su esposa e hijos también estaban afuera con él.
—Yo vi al ladrón —exclamó Sofi—, ¡estaba afuera de la ventana de Noé!
—¡No era un ladrón, Sofi! Era un robot gigante. Se veía igual que los soldaditos de mi juego —dijo Max con firmeza, y AJ asentía vigorosamente con la cabeza.
—No, no —dijo la mamá, sacudiendo la cabeza—. No era un robot ni un hombre con gafas de esquí. Lo que yo vi era mi segundo mejor vestido. Se debe de haber volado del tendedero y quedó atrapado en tu alarma antirrobo. Mañana quitamos todo esto, ¡y nada de discusiones! Es demasiado ruidoso. Nadie puede dormir con semejante barullo.
Entre el traqueteo de las latas en el jardín, otro tipo de ruido se hizo escuchar: un ruido agudo y estridente.
—Oh —dijo AJ—, la alarma de alguna casa se activó. Supongo que no muchos podrán dormir esta noche.
El grupo se paró en silencio por medio segundo antes de gritar todos juntos: «¡Es nuestra casa!»
Por la ventana de la cocina salía humo entremezclado con anaranjadas llamaradas.
—Iré a la casa de AJ a llamar a los bomberos —gritó el papá, mientras corriendo se apartaba del grupo que se apiñó en el jardín de adelante.
A los pocos minutos, la calle de la casa estaba llena de camiones de bomberos y vecinos, quienes, las más de las veces, tropezaban con la alarma para ángeles de Max y AJ.
La casa de los Talley, junto a un creciente grupo de espectadores, miraba cómo el brillo anaranjado en la ventana de la cocina se convirtió en humo negro, luego gris y por último blanco.
Al amanecer, los dos varoncitos estaban en la casa de AJ, bebiendo una taza de chocolate caliente en la cocina, cuando entró el papá de Max y, cansado, se sentó a la mesa.
—Bueno —suspiró—, el daño no es tanto como podría haber sido. Parte de la cocina tendrá que ser reformada.
Max le alcanzó una taza de chocolate; el papá agradeció con un movimiento de cabeza y siguió:
—Habrá que limpiar todo el hollín del piso. Pero el daño en la casa fue menor y nadie salió lastimado. Gracias a Dios estábamos todos fuera de la casa cuando sonó la alarma.
—Papá, ¿cómo empezó el fuego? —preguntó Max.
El papá miró la taza, respiró hondo y dijo:
—Fue mi culpa. Yo había tirado en el basurero unos trapos que habían sido embebidos de pintura. Encima de eso, tu mamá tiró grasa endurecida. Eso se prendió fuego en algún momento de la noche.
Max y AJ se entusiasmaron.
—¡Combustión espontánea! —dijeron a la vez.
—Yo escuché sobre eso —dijo AJ entusiasmado—. ¡Puede suceder con las cosas más inauditas: aceite de linaza, pintura, algodón o grandes barriles de pistachos!
—¡Qué chévere! —dijo Max.
—¡No es tan chévere que la casa casi se haya quemado! —Dijo el papá frunciendo el ceño—. Me temo que tendremos que dedicar parte de las vacaciones a limpiar el hollín de las paredes.
Max se quejó y AJ le palmeó el hombro en señal de consuelo.
—Pero tengo una pregunta... —dijo el papá—. Cuando todos salimos de la casa al jardín anoche, ¿están seguros de que vieron un... «robot gigante»? —dijo el papá con una sonrisa.
—Bueno —dijo Max pausadamente—, estaba muy oscuro. Podría haber sido un hombre con gafas de esquí o podría haber sido el segundo mejor vestido de mamá.
El papá satisfecho asintió con la cabeza y se fue.
AJ se recostó sobre la silla.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —preguntó.
—Mmmm, ¿helado de chocolate? —Dijo Max con una gran sonrisa—. Con bolitas de colores por encima...
AJ se acomodó bien en su silla y dijo con mirada intensa:
—¿No lo ves?
Max se rió y dijo:
—Claro que lo entiendo; nuestros ángeles son bastante inteligentes.
—Hacen que tiendas trampas para que ellos las hagan sonar en la noche, de modo que toda la familia salga de la casa. Para nosotros fue un robot gigante. Para papá, un hombre con gafas de esquí. Para mamá, su segundo mejor vestido. Y luego, no hay nadie en la casa cuando el basurero de la cocina se prende fuego.
—¿No es increíble?
—¡Es genial!
—Pero también estaba pensando en helado de menta y chocolate con bolitas de colores.
—Hagamos una carrera hasta la tienda.
—¡Vamos!
Los niños corrieron hacia la calle, pero se detuvieron unos centímetros antes del bordillo. Max miró a AJ con una sonrisita tímida. AJ miró a un lado y Max al otro; cruzaron la calle caminando. En cuanto llegaron al otro lado, continuaron la carrera.
Era invierno, el aire estaba fresco, el sol brillaba, el balde de la basura de repente estaba en llamas, pero sus ángeles también observaban. La vida sí era buena.
Porque Él ordenará que Sus ángeles te cuiden en todos tus caminos. Con sus propias manos te levantarán para que no tropieces con piedra alguna. (Salmo 91:11–12; NVI.)
Texto e ilustración: Yoko Matsuoka. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022
El reloj de arena de Navidad
El conde Helmut von Steinhausen vivía con su esposa en las afueras de la ciudad de Winkitz, Alemania. Desde el castillo del conde se divisaban sus fructíferos viñedos en las suavemente pronunciadas cuestas de Sajonia. Bajo su protección vivían cerca de 20.000 personas en pueblos aledaños.
Corría principios de diciembre, época en la que el conde solía reunirse con sus consejeros para tomar nota de lo que se había logrado durante el año y planificar para el año siguiente. Enfrentaban muchos inconvenientes. El mayor de ellos era si escaparían de los ejércitos de Napoleón. ¿Su pequeña tierra sería absorbida también por la guerra que se propagaba por toda Europa?
Uno de sus consejeros preguntó con nerviosismo:
—¿Cómo pagaremos un ejército que nos defienda?
—Tendrá que aumentar los impuestos al pueblo para pagar a un ejército —sugirió otro.
—Eso no lo haré —respondió el conde—. La gente del pueblo ya tiene suficientes cargas.
—Pero señor, nuestras arcas están en un nivel peligrosamente bajo.
—Dios me ha bendecido con viñedos muy fértiles que producen buen vino de mesa. Vivo cómodamente de la venta de mi vino. Dios me ha dado riquezas para compartirlas, no para acapararlas.
—¡Pero conde Steinhausen, en los negocios, eso no es tener sentido común!
—¿No ha leído usted en la Biblia acerca del hombre rico que construyó graneros cada vez más grandes y lo perdió todo en una noche? Mi filosofía se resume en este versículo: «Es más bienaventurado dar que recibir».
—¡No se hable más de negocios! Debemos iniciar los preparativos para la fiesta de Navidad. ¿Ya les han entregado los ancianos del pueblo la lista de invitados?
—Aún no —contestó uno de los consejeros—, pero podría conseguirle una lista con el nombre de las familias más adineradas de nuestro reino.
—Vamos a hacer como siempre hemos hecho. Invitaremos a los huérfanos, a la gente desfavorecida, a los minusválidos y a los pobres.
—¿Podría preguntar qué beneficio le reportará invitarlos?
—Jesús no nos dijo que invitáramos a nuestros familiares o amigos ricos a las fiestas que celebráramos, sino a los pobres y a los minusválidos —explicó el conde.
—Sí, pero…
—¡De ese modo el propio Dios nos recompensará! Así que como verán, después de todo sí es un buen negocio —dijo el conde riéndose.
El castillo bullía de actividad en preparación para la gran celebración navideña. La condesa dirigía a los sirvientes en los arreglos y preparativos. Se colocaron banderas verdes, se sacó lustre a los accesorios de bronce, se hornearon pasteles de manzana y frutos secos, se colocó un gran árbol de Navidad en el salón de baile y se limpió el castillo de arriba abajo.
Era el día de Navidad. En el patio se oían a los niños entusiasmados. Sonó una trompeta y un heraldo anunció:
—Han llegado los invitados.
El conde estaba de pie en la puerta.
—¡Háganlos pasar! —dijo.
Se abrieron las inmensas puertas de roble y los niños se pusieron en fila. Al entrar hacían una venia al conde y a la condesa.
Luego de que todos llegaran, el conde pidió que comenzaran las actividades. Los trovadores empezaron a interpretar alegres melodías.
El conde llevó a su esposa de la mano a la pista de baile. Todos se alinearon detrás de ellos para un baile punta y taco. Los muchachos bailaron en un círculo externo rodeando a las chicas que estaban dentro del círculo. Al poco rato hicieron una procesión a lo largo del salón y después fueron pasando a través de un túnel hecho con las manos entrelazadas que todos sostenían en alto.
Siguieron juegos y toda clase de festejos.
Después llegó el momento de hacer entrega de los regalos. El conde subió a la plataforma e hizo sonar un vaso para llamar la atención de los presentes. Cuando se hizo silencio en la sala, habló.
—¡Feliz Navidad para todos! Me gustaría ofrecer una bendición por los presentes: Que sus regalos sean como preciosos diamantes o rubí, de modo que adondequiera que vayan, puedan llevar luz a los demás. Que sus regalos provean para todas sus necesidades y los lleve delante de grandes personas. Que puedan experimentar el gozo de dar, para que sean prosperados y bendecidos. Amén.
Un niño de ocho años y pelo rizado llamado Günter se acercó al conde.
—¿Tiene usted un regalo para mí?
—¿Günter? Ah, sí, déjame ver. Aquí está —dijo el conde mientras le pasaba un paquete a Günter—. Pero antes de abrirlo, léenos lo que dice en la etiqueta. Es una adivinanza en forma de poema y contiene una pista sobre lo que hay en este regalo.
El niño leyó con voz clara y en voz alta.
Empléame para alegrar la vida.
Hay una figura en la madera dormida.
Utiliza tu talento solo para el bien, mi niño.
—A ver… ¿es un juego para tallado en madera? —preguntó.
No pudiendo aguantar ni un segundo más, el niño rompió el papel. En el estuche encontró un buen juego de herramientas.
—Günter —dijo el conde—, le escribí una carta al tallista del pueblo y te está esperando. He dispuesto que un carruaje venga a buscarte tal como he hecho para otros niños del orfanato. Mi chofer te llevará al taller del tallista, donde aprenderás a utilizar estas herramientas. Una vez que hayas aprendido a tallar tal vez puedas hacer un nacimiento, o un pequeño mueble o juguete y dárselo a alguien que disfrute de ese regalo. Esa será una buena forma de hacer amigos y de hacer algo por los que te rodean, ¿qué te parece?
—¡Gr-gracias, señor!
—Y si sigues aprendiendo con el tiempo te vas a convertir en un buen tallador de madera.
El conde levantó la mirada al salón.
—¿Hay aquí un Hans Adams?
Un niño de siete años, de cabello rubio y profundos ojos azules dio un paso al frente ayudado por un par de muletas.
—Yo soy Hans, señor.
—Es tu turno. Adivina con el siguiente acertijo lo que hay en la caja.
El niño leyó:
Comparte con otros la belleza que ves
para que tu sentir transmitas a otros
y tus ojos vean con nitidez.
Hans rompió el papel de regalo que envolvía la caja sin siquiera tratar de adivinar el acertijo.
—¡Un juego para pintar! ¡Uy, gracias!
El conde añadió:
—Cuando hayas terminado tu primera pintura, te ruego que se la muestres al maestro pintor del pueblo. Te dará consejos e instrucción.
El conde notó que el niño tenía catarro nasal y se agachó para sonarle la nariz con su pañuelo.
—Pobre niño. ¡Te estás resfriando! Debes vestirte más abrigado.
El conde ordenó que prepararan ropa y frazadas extras para que los niños las llevaran consigo de vuelta al orfanato.
Con el paso de la tarde todos los niños fueron llamados y a cada uno se le entregó un regalo.
Seguidamente el conde hizo un llamado a los aldeanos.
—Habitantes del pueblo, no me he olvidado de ustedes. Me gustaría darles estos esquejes de mis famosos viñedos. Mis jardineros los han preparado con cuidado para cada uno de ustedes —dijo el conde mientras le hacía una seña al jefe de los jardineros, quien comenzó a distribuir los esquejes de parra a cada uno de los hombres.
Y así disfrutaron muchas navidades hasta el día en que ocurrió la catástrofe. El jardinero jefe dio la noticia; cruzó el patio corriendo y casi sin aliento exclamó:
—¡Señor, se acerca el ejército invasor!
El conde se sobresaltó.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando?
—El ejército de Napoleón. ¡El ejército prusiano está quemando todo a su paso para impedir que el enemigo consiga alimentos o ayuda! Seguramente convertirán en cenizas nuestros viñedos. ¿Qué hacemos?
—Al menos no debemos dejar que se incendie el palacio. Consigue todos los hombres que puedas y trabajen juntos para despejar un área lo bastante grande como para que las llamas no nos alcancen, mientras tengamos el viento a favor.
Todos trabajaron arduamente arrancando parras y despejando un área alrededor del palacio con palas y picos.
El fuego arrasó los viñedos avanzando por las hileras de vides como un dragón que despedía fuego, consumiendo todo a su paso.
Una vez que el fuego se consumió del todo, el conde fue a los viñedos para verificar los daños. Al ver las parras calcinadas se deprimió mucho.
—¡Se ha esfumado todo aquello por lo que tanto trabajamos! ¡Todos mis preciosos viñedos!
Allí de pie, recordó un consolador pasaje de la Biblia:
Ten misericordia de mí, Dios, ten misericordia de mí, porque en ti ha confiado mi alma y en la sombra de Tus alas me ampararé hasta que pasen los quebrantos. Mi vida está entre leones; estoy echado entre hijos de hombres que vomitan llamas; sus dientes son lanzas y saetas, y su lengua, espada aguda. Listo está mi corazón, Dios, mi corazón está dispuesto; cantaré y entonaré salmos. (Salmo 57:1, 4, 7; RVR1995.)
Al poco tiempo el ejército conquistador emprendió la retirada. En los meses que siguieron, el conde y la condesa tuvieron que vender los tesoros y reliquias de su familia para sobrevivir. Poco a poco, el dinero se volvió escaso y el castillo se deterioró.
Cierto día, el jardinero le informó al conde:
—El salón de baile está en malas condiciones. El techo tiene huecos.
—¿Qué tan mal está?
—Para las palomas que lo han convertido en su nidal está muy bien. Sin embargo, me temo que tendremos que cerrarlo. El enlucido está resquebrajado y las paredes están que se vienen abajo. Con la cantidad de hongos que están apareciendo en los huecos a causa de las goteras hasta podríamos tener champiñones y…
—Aprecio su sentido del humor. Como no contamos con dinero para hacer reparaciones, supongo que tendremos que cerrar con tablas el salón de baile. Eso me recuerda que hoy tengo que despedir a los sirvientes. Me temo que ya no podemos darnos el lujo de contar con sus servicios. Lamento decirte, querido amigo, que también tendré que despedirte.
—¡Señor, no se preocupe por eso! Me quedaré de todos modos.
—¿Pero por qué haría eso?
—Ahora hay más trabajo que nunca. No puedo dejar que este hermoso lugar se arruine. Además, es agradable saber que soy necesario.
Los meses pasaron.
Un día el conde escuchó golpes y le preguntó al jardinero:
—¿Qué es todo ese ruido?
—Solo estamos arreglando las goteras que hay en el techo del salón de baile.
—Tal vez vaya a echar una mirada.
—No se lo recomendaría, señor. ¡Es demasiado peligroso!
Faltaba poco para la primera Navidad desde la tragedia, y el conde hablaba con su esposa acerca de qué harían para aquella mágica festividad.
—De algo estoy segura —dijo la condesa, mientras acercaba su banco a la estufa donde quemaban una pequeña pila de leña que habían juntado en un intento de cocinar y calentarse—. Este año no podemos traer a los niños para Navidad.
—¿Por qué no? —preguntó el conde.
—Porque no tenemos nada que darles —contestó la condesa—. No tenemos comida para invitarles, ni nada que poner en el árbol ni dinero para comprarles regalos.
—Es cierto. Pero unos cuantos árboles de manzanas escaparon al fuego. Podríamos darles algunas manzanas a los niños. Y cantar no cuesta nada.
—Si ya lo has decidido —dijo ella, poniendo un brazo alrededor de sus hombros—, apoyaré tu decisión.
—¡Dios proveerá para nosotros! —le contestó él con una sonrisa.
Pero acostado esa noche, el conde pensó: «Me estoy volviendo viejo. Ya no me quedan muchas navidades más, tal vez esta sea la última para mí. Te ruego que me ayudes a hacer a estos niños felices una vez más, como lo he hecho antes».
Al día siguiente, el conde invitó a los niños como acostumbraba hacerlo. No obstante, en su carta les explicó lo siguiente:
«Esta Navidad será diferente a las demás celebraciones realizadas en el castillo. Lamentablemente, debido al gran incendio, no estaremos en condiciones de entregar regalos. Pero eso no debería impedirnos celebrar con alegría y canciones el nacimiento de Cristo. Les ruego que vengan y lo celebren con nosotros».
El día de Navidad amaneció brillante y blanco. El conde Steinhausen y su esposa escucharon un ruido a la distancia. La condesa miró por la ventana para ver de dónde venía.
—¡Están llegando! —le dijo emocionada al conde—. ¡Son los niños que invitaste! ¡Y parece que con ellos viene todo el pueblo!
—¿Cómo dices? Sé que los invité, pero no pensé que este año fueran a venir tantos, puesto que conocen nuestra situación…
—¡Acércate a la ventana y mira!
—Sí, los veo. ¡Y también los escucho, delante de ellos viene un grupo de músicos y todos bailan al ritmo de una alegre tonada! ¡Llama al jardinero! ¡Abran las puertas de par en par para recibir a nuestros invitados!
Enseguida los alegres saludos de «¡Feliz Navidad! ¡Feliz Navidad a todos!» hicieron eco en el patio.
—¡Pasen mis queridos niños! —dijo el conde a los pequeños—. Me alegro de verlos. No esperaba que vinieran tantos. Me temo que no hay mucho espacio para todos ustedes. Es que el salón de bailes está en reparación.
—¡Por favor, señor conde, déjenos pasar! ¡Al salón de baile! ¡Todos al salón de baile! —insistieron.
—Está bien, pero no esperen gran cosa. No he podido reparar el salón de baile por falta de dinero.
Pero antes de que pudiera decir más, ellos comenzaron a abrir las puertas.
Para su sorpresa y mientras ellos lo llevaban de la mano, el conde vio que en medio del salón de baile había un árbol de Navidad inmenso. Se quedó boquiabierto al ver que debajo del árbol había un montón de regalos. Todo había quedado perfectamente reparado; habían arreglado el techo y hasta habían sacado brillo al piso.
—¿Quién es el responsable de esto? —preguntó el conde—. ¡Vaya! ¡El salón se ve hasta mejor que antes!
—Algunos de los niños a los que usted les obsequió herramientas se ofrecieron a devolverle el favor —dijo el jardinero señalando a los aprendices.
—¡Así que esto es lo que habías estado haciendo! ¿En qué momento lo hicieron?
—Hicimos el trabajo mientras usted estuvo ausente la semana pasada visitando a los pobres de un pueblo cercano —explicó el jardinero.
—No lo puedo creer —exclamó el conde—. ¡Gracias! —Luego preguntó a los demás—: ¿De dónde sacaron este árbol?
—¡Nos lo dio el bosque y nosotros que lo queremos se lo damos a usted! —gritaron con gusto.
Miró a su alrededor a todas las radiantes caritas y comenzó a abrazar a tantos como pudo.
—Tengo el corazón tan embargado de gozo que casi no puedo hablar.
Mientras lo acercaban de la mano hacia el árbol, el conde se sorprendió al descubrir que todos los paquetes eran para él y su esposa. Cada vez que abría un regalo todos los niños aplaudían y gritaban vivas.
Les llevó bastante tiempo abrir todos los regalos poco comunes. En los paquetes estaban cada uno de los tesoros familiares que el conde y la condesa habían tenido que vender para sobrevivir.
La pareja ya no podía contener las lágrimas por otro minuto, pero había más. Un niño puso en la mano del conde un paquete envuelto de un modo muy especial con una nota que decía: De parte de todos los ciudadanos de Winkitz.
—Quisimos obsequiarles este reloj de arena por todos los años en que nos han cuidado y ayudado, sobre todo en Navidad —señaló el niño mensajero con cierta dificultad, mientras leía el mensaje cuidadosamente preparado.
Todos aplaudieron y aclamaron.
—¡Lea la inscripción que está al final! —gritó uno de los niños.
El conde leyó en voz alta:
donde hay ricos y pobres, y el cual se llena
al dársele vuelta. Así que, hermano,
cosecharás lo que has sembrado.
Fue la Navidad más bella que jamás había tenido el conde. Como siempre, hubo bailes y abundantes juegos y un banquete de la deliciosa comida que trajo cada uno. Y para satisfacer su apetito había pasteles espléndidos, grandes tazones de gelatina e inmensos pasteles rellenos de pasas, nueces y fruta confitada.
—¡Por la alegría de dar! —exclamaron todos los presentes al tiempo que levantaban los vasos para brindar.
Luego de cantar alrededor del árbol, los niños se acercaron y uno por uno fueron diciendo: «¡Feliz Navidad!» Antes de retirarse a sus hogares, le tenían reservada otra sorpresa.
—Buen conde, mire la repisa de su ventana.
En la repisa había un esqueje de parra.
—¿Qué es esto? —preguntó el conde.
—Hemos cuidado los esquejes que usted nos obsequió y ahora se han convertido en fértiles parras —le explicó uno de los aldeanos—. Y cuando llegue la primavera las plantaremos en su viñedo y este renacerá. ¡Y en unos cuantos años usted estará produciendo el mejor vino de Alemania una vez más! ¡Ya verá!
Una vez que se fueron todos, el conde y la condesa pasaron un tranquilo momento juntos.
—¡Vaya, vaya, qué Navidad tan feliz ha sido ésta!
—¡Que tengas muchas más, cariño mío! —le contestó la condesa.
Y así sucedió.
Cual reloj de arena al que se le da vuelta y se llena de nuevo, ambos cosecharon lo que habían sembrado.
Texto: Curtis Peter van Gorder. Illustración: Sandra Reign. Color: Yoko Matsuoka. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.
La carrera de su vida
—¡Adele! ¡Vamos, despierta! Tienes que entrenar esta mañana.
Adele Trisk, de catorce años, se movió en su cama y gimió.
—Uy... con las vacaciones de verano, me olvidé. ¿Puedo faltar, mamá? ¿Y no correr tanto durante el verano?
—Cuando procuras alcanzar metas atléticas, Adele, las vacaciones no existen. Tienes que practicar todos los días.
Adele bostezó, se sentó y se estiró.
—Cuando decidiste ser una corredora competitiva —continuó su madre—, sabías que implicaría muchos sacrificios, pero te comprometiste con el entrenamiento y nada podía hacerte cambiar de opinión. No desperdicies todo lo que ya entrenaste solo porque no tienes ganas de correr hoy.
—Tienes razón, mamá.
Adele había entrenado durante casi dos años, con el objetivo de participar algún día en competencias internacionales, y ya era una de las mejores de su equipo. Aunque estos años no habían transcurrido sin sacrificios y dificultades, sentía una sensación de logro personal.
Después de correr en la mañana temprano, Adele descansó en el banco de un parque y reflexionó sobre lo que le había dicho su madre. De vuelta en la casa, le dijo a su madre:
—Gracias por ayudarme esta mañana a salir aunque no tuviera ganas.
—Es que has perseverado en este riguroso programa, y te está yendo muy bien —dijo su madre—. Tienes mucho mérito.
Adele abrazó a su madre y le dio las gracias, después fue al gimnasio para entrenar con el resto de su equipo. Mientras ella y sus cinco compañeras de equipo esperaban que llegara el entrenador, vieron a una chica nueva cerca de la puerta de entrada. Parecía tener unos quince años y llevaba puesto el atuendo de entrenamiento del equipo.
—Equipo, les presento a Lina Colwich —dijo el entrenador cuando entró al gimnasio—. Acaba de ser transferida de otro equipo. Aprovechen para conocerla y denle la bienvenida.
Intrigado, el resto del equipo se quedó en silencio evaluando a la recién llegada. La última vez que alguien se había integrado al equipo había sido hacía más de un año. El entrenador hizo sonar su silbato y todos se centraron en hacer ejercicios de calentamiento y rutinas.
Al final de la práctica, Adele decidió entablar una conversación con Lina. Estaba en la duda, porque Lina era mayor que ella y había demostrado seguridad durante la práctica. Adele se armó de valor y se acercó.
—¿Qué tal? Me llamo Adele.
—Pues, ya sabes que me llamo Lina —dijo la chica con una rápida sonrisa que invitaba a continuar una agradable conversación.
—¿Qué te hizo decidir unirte al equipo? —preguntó Adele.
—Mi papá se acaba de mudar por trabajo —dijo Lina—. Este es el único equipo de la zona que se está entrenando al nivel de competencia en el que me he estado entrenando yo. Adaptarme a la mudanza no ha sido fácil, y no estaba segura de cómo me sentiría en un nuevo equipo porque estuve con mi equipo anterior más de cinco años.
—Lo siento si al comienzo no te hicimos sentir más, estee… bienvenida —dijo Adele—. Hace un buen tiempo que no se integra alguien nuevo al equipo. Supongo que nos hemos sentido cómodas como grupo. En fin, me alegra que te hayas integrado... nos vemos mañana, ¿no?
Lina sonrió.
—Claro.
Unas semanas después, la madre de Adele le dijo:
—Tu entrenador llamó y nos pidió si podíamos ir al gimnasio un poco antes mañana para la práctica. Quiere hablar contigo.
Temprano la siguiente mañana, Adele fue al gimnasio. Lina también estaba esperando.
—Buenos días —dijo el entrenador—. Seguramente las dos se están preguntando por qué les pedí que vinieran temprano.
Las chicas asintieron.
—Un reclutador de talento asistirá a una competencia, una carrera de cinco mil metros, en la que me gustaría que participaran las dos. Hablé con sus padres, y aceptaron su participación, pero la decisión final es de ustedes. Las dos tienen muy buenos tiempos, y han mejorado con constancia, pero si quieren participar, su programa de entrenamiento será más riguroso durante las próximas semanas. Estoy convencido de que seguirán progresando.
Adele y Lina se miraron con asombro ante esta inesperada pero emocionante noticia. Enterarse de que iría un reclutador de talento a la competencia fue abrumador y Adele se preguntó si sucedería algo trascendente. Si bien le gustaba correr y siempre se había esforzado al máximo, era una de las más jóvenes del equipo. Cuando el entrenador terminó de explicar sobre el régimen de entrenamiento de la competición, el resto de equipo comenzó a llegar para la práctica.
Cuando terminaron de practicar, Adele se sentó en silencio en el banco. Lina interrumpió sus pensamientos.
—Oye. ¿Qué estás pensando, Adele? Parecías un poco distraída hoy.
—Em, creo que todavía estoy procurando hacerme a la idea de que iremos a esa competencia.
—Me pasa lo mismo. Pero lo vamos a hacer juntas, ¿no? Si hay algo en lo que pueda ayudar, dime.
Adele se animó a sonreír:
—Gracias, Lina. Qué bien que estemos juntas. Nos vemos mañana.
Finalmente llegó el gran día. Adele estaba nerviosa, pero eso no disminuyó la emoción que sentía al pensar en el evento. El entrenador se acercó con Lina.
—Tenemos que ir a la pista temprano —dijo—. Podemos hacer unas vueltas y estiramientos preparatorios para calentar bien.
Lina no respondió. No se sentía bien. Sin que el entrenador lo supiera, se había torcido el tobillo durante la práctica del día anterior. Como no le había dolido mucho, no dijo nada. Ahora le dolía más que el día anterior.
—¿Tu tobillo está bien, Lina? —preguntó el entrenador mientras comenzaban los ejercicios de calentamiento—. Pareciera que...
—¿Qué? Ah. Sí... está bien.
El entrenador no estaba tan seguro. Llamó al médico para revisarla y el médico dijo que el esguince tardaría al menos una semana en sanar.
—Exigirle más ahora podría empeorar la lesión e incluso causar daños permanentes —dijo.
La carrera comenzaba en un par de horas y Lina no podía competir de manera alguna.
—No dudo que te has de sentir decepcionada —dijo el entrenador—. Pero tu bienestar es más importante que la carrera. Ya habrá otras oportunidades.
Lina asintió y se mordió el labio decepcionada, pero más allá de su propia decepción, sabía que Adele necesitaba su apoyo.
—Estoy muy nerviosa —Adele le susurró mientras el entrenador había ido a asesorarse más con el médico—. Estaba contando con que lo haría contigo. No sé si lo puedo hacer sola.
—Claro que puedes. Te entrenaste mucho; las dos nos entrenamos mucho. Ve y demuéstrales que puedes ganar.
—Pero no me esperaba tener que hacerlo sola.
—No estás sola, Adele. Todos te estamos apoyando. Cuando me siento nerviosa en una competición, bloqueo el tumulto, a los otros competidores… de hecho, prácticamente todo. Me recuerdo a mí misma que corro porque me gusta y me entusiasma hacerlo para ver qué resultado obtengo. Rezar también me calma y me ayuda a centrarme.
—Gracias, Lina. Lo voy a recordar.
Adele encontró un rincón tranquilo, cerró los ojos y se centró en su amor por el deporte y pidió en oración la perseverancia necesaria para completar la carrera. De pronto los nervios se esfumaron y sintió que la confianza invadía sus pensamientos al colocar el pie en el bloque de partida. Sonó la pistola de partida y Adele empezó la carrera. Era larga y, aun cuando le tomó mucho esfuerzo seguir el ritmo, podía sentir la confianza y el apoyo de su equipo. También sabía que sin importar el resultado final, había dado lo mejor de sí misma.
Al comenzar la última vuelta se sentía muy cansada y le preocupaba no tener la energía suficiente para completar la carrera.
—¡Jesús, dame fuerza! —oró.
De repente, con la meta final a la vista, ya no se sintió cansada. Pasó la última curva detrás de varias corredoras y de pronto, con un súbito impulso de velocidad, aceleró la marcha hasta la meta final.
No se dio cuenta de que había ganado la carrera hasta que el público empezó a aplaudir.
—Sabía que podías ganar —exclamó Lina—. Te mantuviste firme durante toda la carrera y aceleraste en la última vuelta. Increíble.
—Tu apoyo me ayudó muchísimo —dijo Adele.
Adele sintió un deleite profundo cuando recibió la medalla. Y más allá de los elogios, había descubierto algo más importante ese día: el apoyo de la amistad y la confianza que solo proviene de Jesús, un amigo que le daría la fuerza para perseverar ante cualquier desafío y ganar la carrera.
Texto: Celeste Fay y Andrea Gianni. Ilustración: Jeremy. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.
La aventura de Frisky
Aventura de la patrulla de los 5
Era un frío día de invierno en Sheldon. Los vendavales habían reducido la temperatura durante toda la semana. Las suaves nevadas y la diversión navideña habían sido opacadas por el frío y la humedad. Los niños de la ciudad no podían sino esperar con impaciencia el calor primaveral.
En el cuarto de Kento, él y Ziggy elaboraban una flota de aviones de papel que Kento había bajado de Internet. A pesar de su concentración, a Kento se le escapó un suspiro. Había pasado una semana desde la última reunión de la patrulla en la Cabaña, y desde entonces no había pasado gran cosa.
—Terminé otro —anunció Ziggy, sosteniendo triunfalmente el avión en el aire.
—El pegamento ya casi seca en éste —añadió Kento—. ¿Cuántos hemos hecho?
—Doce.
—¡Ziggy! —la mamá de Kento lo llamó desde el primer piso—. Tu papá acaba de llamar. Viene a recogerte en cinco minutos. Y Kento, la cena estará servida en diez minutos. Más vale que empieces a recoger.
—Parece que se nos acabó el tiempo —concluyó Ziggy.
—Gracias por venir —añadió Kento—. Nos vemos mañana en el colegio.
Ziggy guardó con esmero cuatro aviones de papel en una caja de zapatos y la metió en su mochila.
—Te veo mañana —se despidió.
Mientras bajaba las escaleras, observó que el coche de su padre estaba estacionado afuera. La lluvia no cesaba. Ziggy tuvo que sostener su mochila sobre la cabeza para protegerse del chaparrón mientras corría hacia el coche. Se subió de un salto al asiento trasero y mientras su padre conducía, resonaba la voz del reportaje meteorológico en la radio del coche.
Se prevé que continúen los fuertes vientos, trayendo consigo nieve. Las bajas temperaturas descenderán a menos cero grados esta noche. Se recomienda tener cuidado al conducir, puesto que algunas calles presentarán congelamiento…
La casa de Ziggy no estaba muy lejos. A decir verdad, de no ser por el viento y la lluvia, podría haber llegado caminando. Pero hacía un frío atroz y el coche estaba tan calentito. Poco antes de llegar a la calle Claremont, donde vivían, empezó a caer una fuerte granizada.
Al detenerse frente a la cochera de la casa, Ziggy escuchó los animados ladridos de Frisky. Momentos después, se abrió la puerta y el perro corrió a su encuentro. Caía tanto granizo que Ziggy corrió sin detenerse a la casa, dándole solo una palmadita en la cabeza a Frisky. Su padre también se apresuró a entrar y cerró la puerta.
—Espera —gritó Ziggy—. Frisky aún está afuera.
—Lo siento. No lo vi.
Ziggy abrió la puerta y se asomó a la tormenta de granizo. No había rastro de Frisky.
—¿Adónde ha ido? Estaba aquí hace un momento.
—No te preocupes, hijo. El perro estará bien. A lo mejor quería estirar las patas y respirar un poco de aire puro. Ya volverá.
A Ziggy se le fue el alma a los pies. No le gustaba que Frisky estuviera solo en la calle, mucho menos con el tiempo inclemente. Pero su padre tenía razón. A Frisky le gustaba comer tanto como a Ziggy, y —en el peor de los casos— volvería cuando tuviera hambre.
El pensamiento le levantó el ánimo. Se reunió con su familia en torno a la mesa y pocas horas después se acostó a dormir. Antes de quedar dormido, oró que el perrito se encontrara a salvo y que encontrara el camino de regreso a casa antes del amanecer.
Frisky se encontraba a solas en la calle, jadeando y resoplando. Había corrido a toda velocidad desde su casa en la calle Claremont hasta un extremo del bosque Pine Ridge. Desde su posición observaba la oscura maraña de pinos, arbustos y superficies rocosas.
Frisky había atravesado el bosque Pine Ridge en un par de ocasiones con su antiguo dueño, el Sr. Colin, y luego con la Patrulla de los 5 en aquella inesperada misión de rescate del chico secuestrado en la primavera pasada. Sin embargo, desconocía los recovecos del bosque y el entorno agreste le impedía encontrar el camino. Había dejado de granizar, pero en su lugar caían espesos copos de nieve, que en la oscuridad, cubrían el rastro y ocultaban los puntos de referencia.
Pero había una razón por la que había ido allí. Algo lo había despertado de su siesta y animado a correr sin detenerse hasta llegar allí. Ahora estaba quieto y se puso a escuchar. Procuraba averiguar por qué estaba en ese lugar, tan lejos de su cálido hogar, y de la cena que le esperaba.
De pronto Frisky levantó las orejas. Había escuchado un susurro que venía de una voz que sonaba muy cercana y muy familiar.
Soltó un ladrido, no porque tuviera miedo; solo quería darle una señal a quien fuera que estuviera cerca. Ni siquiera con la agudeza de sus sentidos caninos pudo detectar a nadie.
—¡Eh! ¡Frisky!
Esta vez Frisky reconoció la voz, y vio la silueta de la persona a la que pertenecía. Era su querido antiguo dueño, el Sr. Colin.
Frisky se acercó dando brincos, ladrando con alegría y batiendo la cola.
—Hola amigo, ¿cómo estás? —le preguntó el Sr. Colin, agachándose para estar cara a cara con su fiel compañero de tiempos pasados. Se veía unos 20 años más joven que en sus últimos días de vida.
Frisky soltó otro ladrido de felicidad. El encuentro no se le hacía nada raro, si bien el Sr. Colin había pasado a mejor vida hacía más de un año.
—Yo también me alegro de verte. Te he extrañado —continuó el caballero—. Pero no tenemos mucho tiempo. Pronto esta nevada se convertirá en una ventisca. Ven, sígueme.
Dicho eso, el Sr. Colin se adentró aún más en el bosque. Atravesaba árboles y ramas entrelazadas como si no existieran. El fiel perrito lo siguió a toda prisa entre los arbustos. En ningún momento se preguntó el motivo por el que su dueño estaba allí, el lugar al que se dirigían ni para qué.
—¿Qué pasa? —le preguntó Kento a Ziggy a la mañana siguiente cuando entró al patio del colegio.
—Anoche Frisky salió corriendo y todavía no ha vuelto.
—Qué raro. ¿Había hecho eso antes?
—No.
—Bueno, al menos dejó de nevar. Estoy seguro que se encuentra bien. Es un perro muy inteligente y puede valerse por sí mismo. ¿Quieres venir a mi casa después del colegio para terminar los aviones que estábamos haciendo?
En ese instante se acercó Susan.
—Hola. ¿Cómo están? ¿Qué les parece si nos juntamos en la Cabaña esta tarde después del colegio? Ya no llueve ni nieva y me enteré de que Chris tiene un juego nuevo.
Ziggy se encogió de hombros de mala gana.
—¿Qué pasa? —le preguntó Susan, y Kento le explicó que Frisky había desaparecido.
La campana del colegio interrumpió su conversación y acordaron reunirse en la Cabaña.
—Si no ha vuelto para entonces, podemos idear una manera de encontrarlo —comentó Susan.
Ziggy le dirigió una sonrisa esperanzadora y los tres se dirigieron a sus respectivos salones de clase.
Frisky se movió perezosamente mientras los primeros rayos del sol le calentaban el hocico. Abrió los ojos. Le tomó unos momentos recordar dónde estaba y cómo había llegado allí. Estaba acurrucado debajo de un pequeño afloramiento de roca. Un blanco manto de nieve cubría los árboles y arbustos que se erguían a su alrededor. La tormenta había amainado.
Una ardilla saltó desde los árboles y cruzó el descampado. Se detuvo a mirar al perro y corrió nuevamente hacia los árboles.
Los pájaros trinaban desde la copa de los árboles. Frisky sintió que algo se movía a su lado.
Se dio la vuelta para observar a quien había pasado la noche en su compañía y descubrió a un niño regordete, de unos dos años, cuyo cabello rubio y rizado estaba enredado con palillos y tierra. Frisky no tenía idea de quién era, de dónde había salido ni por qué se encontraba a solas en medio del bosque. Lo único que sabía era que el Sr. Colin lo había guiado al niño y que era responsable de su cuidado.
El niño se estiró y rodó sobre sí mismo. Ramitas y hojas secas se pegaban a su suéter y colgaban de su cabello.
—Mamá —gimoteó.
Frisky se levantó y se sacudió la nieve. Luego volvió a acostarse junto al niño para mantenerlo abrigado.
—¡Eh! ¡Frisky!
Era el Sr. Colin de nuevo.
—Hola amigo —susurró—. ¿Cómo va todo?
El perrito le contestó con un emocionado ladrido.
—Mi querido Frisky, siempre tan leal y obediente. Sabía que podía contar contigo. Gracias por cuidar del pequeño Alejandro y mantenerlo abrigado anoche. Ya debería estar bien. Pero tenemos algo más que hacer. Ven conmigo.
Frisky se levantó de un salto, pero dirigió una mirada de preocupación al crío.
—Estará bien —aseguró el Sr. Colin—. Jesús vela por él. Está saliendo el sol y éste lo calentará. Anoche necesitaba que lo mantuvieras calentito. Volveremos a por él. Vamos.
Entonces, tal como había hecho la noche anterior, el Sr. Colin corrió por el bosque sin siquiera tener que hacer a un lado las ramas para protegerse la cara. Frisky vaciló, y luego emprendió la carrera siguiendo a su amo.
Unos minutos después, el perrito se detuvo frente a un camino pavimentado que atravesaba el bosque. A un lado del camino se veía un coche accidentado. Se había salido de la carretera y se estrelló contra un roble.
La puerta del asiento del conductor estaba abierta. La ventana hecha pedazos. Frisky observó al conductor, que yacía inconsciente. Su cabeza estaba empapada de sangre y ladeada hacia un costado. No parecía haber sufrido otras heridas.
Frisky buscó con la mirada a su amo, pero había desaparecido. Sin embargo, sabía que ese era el lugar al que el Sr. Colin lo había guiado y que su misión era tratar de ayudar al conductor.
Caminó alrededor del auto y descubrió que la puerta del asiento trasero estaba abierta. En su interior había una silla de bebé y varios juguetes desperdigados. Su agudo olfato le permitió descubrir que el pequeño Alejandro había estado allí.
Frisky ladró para despertar al conductor. Pero el hombre no se movía. Después saltó sobre él y procuró llamar su atención sin obtener resultado alguno. El hombre continuaba inconsciente. Sin embargo, como resultado de sus saltos y empujones, un objeto cayó del bolsillo de la chaqueta del conductor. Era un teléfono móvil.
El obediente perrito lo miró desconcertado. No sabía lo que era, pero sí sabía que los humanos lo empleaban para hablar y conversar. Se quedó mirándolo por unos momentos y continuó empujando suavemente al hombre. Entonces escuchó un zumbido bajo. El teléfono móvil vibraba en el suelo entre los asientos.
—Empuja el botón con luz intermitente —la voz del Sr. Colin resonó, si bien no podía verlo.
Frisky observó con cierta vacilación la cosa de plástico que vibraba. De todos modos, posó una pata sobre el aparato, esperando oprimir el botón que brillaba.
—¡Hola! ¡Hola!
Frisky oyó la tenue voz de una mujer que hablaba por el diminuto altavoz y con una pata intentó acercar el aparato al hombre.
—¿Marco? ¿Eres tú? ¿Hola? ¿Dónde estás, Marco? ¿Qué está pasando? ¿Hola?
—¡Guau! ¡Guau! —ladró Frisky a modo de respuesta.
La voz de la mujer se apagó y Frisky escuchó un golpe sordo al otro lado de la línea. Había soltado el teléfono.
—¡Espere! —una segunda voz más distante sonó por el auricular—. ¿Alguien contestó?
—No lo sé… dejó de sonar y luego oí ladrar a un perro.
—¿Entonces la señal está llegando?
—Supongo que sí… —contestó la mujer.
El móvil reprodujo varios sonidos y golpes, seguidos por una voz masculina.
—¡Hola! ¿Hay alguien ahí? ¿Me escucha? Por favor, responda.
—¡Guau! ¡Guau! —Frisky volvió a ladrar.
—¿Su marido llevaba consigo un perro durante el viaje? —preguntó el hombre.
—No… no tenemos perro.
—Pues alguien tiene un perro y ese alguien tiene el teléfono de su marido. Ahora que han respondido, la compañía de teléfono podrá rastrearnos la llamada. Harry, llama a CellCom y diles que tenemos señal. No se preocupe, Sra. Bentoni, pronto descubriremos su paradero.
A continuación se oyó algo parecido a un sollozo.
Esa tarde, la patrulla se reunió en la Cabaña. La conversación giró en torno a la desaparición de Frisky.
—Qué raro —comentó Karen luego de que Ziggy les contará a todos lo sucedido—. Anoche soñé con Frisky. Pocas veces recuerdo mis sueños, pero fue tan vívido y tan… hermoso. También vi al Sr. Colin. Se veía mucho más joven que la última vez que lo visitamos, pero lo reconocí de inmediato por la forma en que él y Frisky jugaban en un jardín. Fue un sueño hermoso. Desperté con una sensación cálida.
—Ay no —respondió Ziggy—. ¿Eso significa que Frisky ha muerto y se encuentra en el Cielo con su antiguo dueño?
—N-no creo. No fue la sensación que me dejó el sueño. Me parece que Frisky se encuentra bien, donde sea que esté. A lo mejor el Sr. Colin está velando por él.
—¿Crees que volverá? —se aventuró Ziggy.
—Por supuesto que sí —le aseguró Christopher—. A lo mejor quería estirar las patas y correr un rato. Ha llovido tanto que seguramente no salió de la casa en toda la semana, ¿verdad?
—Es cierto, ahora que lo dices.
—Ya ves, seguramente está estirando las patas un poco —continuó Kento—. Bueno, un mucho.
Ziggy sonrió.
—Solo espero que haya encontrado un lugar calentito donde pasar la noche. Hizo muchísimo frío anoche. Esta mañana el estanque de nuestro jardín amaneció congelado.
—Pero los peces de colores seguían nadando bajo el hielo, ¿verdad? —observó Kento—. Estoy seguro que Frisky también ha sobrevivido, donde sea que esté.
—Supongo que tienes razón —admitió Ziggy.
La tristeza se reflejaba en el rostro de cada uno. Christopher animó a todos a jugar su nuevo juego. Pero antes, Susan les recordó la importancia de orar primero por Frisky, y eso hicieron. Le pidieron a Jesús que cuidara de Frisky y le ayudara a volver a casa esa misma tarde.
—De lo contrario, Señor, danos una pista de dónde puede estar y de que está bien —añadió Karen y todos asintieron.
—¿En qué consiste el juego? —preguntó Kento.
—Es un juego de mesa que mi mamá compró de oferta después de la temporada navideña —resumió Christopher, y mientras Susan, Karen, Kento y Ziggy examinaban los contenidos de la caja, les explicó las reglas.
Mientras jugaban, la mamá de Christopher les llevó una merienda de panecillos y chocolate caliente. Para cuando terminaron la merienda y el juego —que ganó Kento—, ya era de noche. Kento, Karen y Ziggy decidieron irse cada uno a su casa.
—Nos vemos mañana —se despidió Christopher, mientras él y Susan recogían las piezas del juego.
—¿Crees que Ziggy estará bien? —preguntó Susan cuando los demás se fueron—. ¿Qué pasará si Frisky aún no ha vuelto cuando Ziggy llegue a casa?
Su amigo se encogió de hombros.
—No lo sé. A lo mejor podemos diseñar y fotocopiar un folleto con la información de Frisky y lo colocamos en diferentes lugares de la ciudad.
Sentado en su cuarto, Ziggy miraba el suelo desconsoladamente. Los cuatro aviones de papel ocupaban el lugar de honor sobre la balda de libros, pero no tenía ganas de jugar con ellos. La hora de la cena había pasado y aún no había señales de Frisky. Empezaba a pensar que le había ocurrido algo malo. Quizás nunca volvería a ver a su amado perrito.
—Tienes una llamada, Ziggy —le dijo su mamá.
¿Serán noticias de Frisky? Pensó Ziggy mientras corría escaleras abajo.
—Es Karen —le susurró su mamá, dándole el auricular del teléfono.
—¿Sí? Soy Ziggy.
—¡Ziggy! ¿Estás viendo esto?
—¿Qué cosa?
—Las noticias en el Canal Dos. ¡Rápido! Creo que es Frisky…
Ziggy colgó el teléfono, corrió a la sala de estar y encendió el televisor.
Una alegre reunión en la casa de la familia Bentoni. Es lo que Isabela Bentoni describe como un milagro, su hijo de dos años fue descubierto a salvo luego de pasar la noche a la intemperie en el bosque Pine Ridge.
—¿Qué estás viendo? —le preguntó su mamá, que llegaba de la cocina.
—¡Creo que tiene algo que ver con Frisky!
La locutora continuó: Marco Bentoni conducía a casa con su hijo de dos años, Alejandro, cuando su coche patinó en el asfalto congelado y se estrelló contra un árbol. Marco Bentoni quedó inconsciente. El pequeño Alejandro —que se encontraba en la sillita infantil en el asiento trasero— no sufrió heridas, pero se las arregló para deshacer los nudos de la silla y salir del coche.
Si bien la Sra. Bentoni llamó a la policía para reportar la ausencia de su marido, las condiciones meteorológicas impidieron las labores de búsqueda y rescate. El pequeño Alejandro pasó las siguientes diez horas a solas en el agreste y gélido bosque Pine Ridge antes de ser descubierto por las autoridades a la mañana siguiente.
Y aquí la historia se vuelve sorprendente. Sra. Bentoni, ¿sería tan amable de describirnos lo ocurrido?
Había intentado llamar a Marco varias veces, pero no había podido contactarlo. Temía lo peor, si bien aún no perdía las esperanzas. Finalmente entró la llamada, pero lo único que escuché fue un perro ladrando al otro lado de la línea.
¿Un perro? ¿Qué ocurrió después?
Los agentes de la policía emplearon la señal del teléfono para localizar su posición. Ello nos llevó a la escena del accidente. Encontramos a Marco inconsciente, aunque con vida. Había sufrido un golpe en la cabeza, así como la ruptura de varias costillas y una pierna fracturada, pero los doctores aseguran que se encuentra estable y que pronto se recuperará. Sin embargo, no había rastro del pequeño Alejandro. Su sillita estaba vacía y la fuerte ventisca había eliminado las huellas. Lo único que vimos alrededor del coche eran las huellas de un perro.
Al principio me asusté al pensar que sería un lobo, pero uno de los policías tiene un perro Golden Retriever, y las huellas le recordaron las de su perro. Entonces lo vimos.
La cámara enfocó a un perro que yacía tranquilamente a los pies de la Sra. Bentoni, y un niñito lo acariciaba.
—¡Frisky! —gritó Ziggy.
—¡Es él! —exclamó su mamá.
La Sra. Bentoni continuó: Se encontraba a unos metros del coche y ladraba para llamar nuestra atención. Era como una escena de la película Lassie. Sencillamente supe que el perro nos dirigiría a nuestro hijito. La policía llamó a una unidad de paramédicos para trasladar a Marco al hospital, pero un oficial y yo seguimos al perro. Y quién lo diría: ¡nos llevó directamente al pequeño Alejandro! No tengo idea de cómo Alejandro se soltó del asiento de seguridad en el que iba. Eso de por sí resulta sorprendente.
¿Tiene alguna idea de dónde salió el perro?, preguntó la reportera.
No lo sabemos. El nombre que lleva en la correa indica que su dueño vivía en Sheldon, pero la policía asegura que pasó a mejor vida hace más de un año…
Mientras Ziggy continuaba viendo la televisión, su madre marcó un número telefónico.
—Hola. ¿Noticiario KNTV? Sí, soy Candice Lomack. Llamo por el reportaje sobre la familia Bentoni. El perro es de mi hijo…
El coche se detuvo frente a la casa de la familia Bentoni. Ziggy podía escuchar a Frisky ladrando en el interior de la vivienda. Tan pronto él y su padre se acercaron, la puerta de la casa se abrió y Frisky salió corriendo. Ziggy corrió a acariciar y abrazar a Frisky, mientras el perro saltaba y movía la cola. Su padre se acercó a una mujer de rostro amable que se encontraba en el umbral de la puerta. Un niñito se escondía detrás de su falda.
—¿Sra. Bentoni?
La mujer asintió y sonrió.
—Soy Oscar Lomack, el padre de Ziggy.
—Llámeme Isabela. Entren, por favor.
—Gracias. Le agradecemos que nos reciba de inmediato. Debo confesar que fue muy difícil hacer que mi hijo se fuera a dormir anoche después de ver a Frisky en las noticias.
—Soy yo la que debe agradecerle, Sr. Lomack. De no haber sido por su perro, nunca habríamos encontrado a Marco. Mi hijo se habría congelado anoche. Yo… no encuentro palabras.
A la señora se le saltaron las lágrimas.
—Si hay algo que podemos hacer por ustedes…
—Es muy amable de su parte, pero tuve muy poco que ver en todo esto. Estamos felices de que Frisky esté bien, y más aún de saber que ayudó de un modo tan singular.
Isabela parecía un poco sorprendida y se secó las lágrimas.
—¿Dice usted… que su perro se llama Frisky?
—Sí. ¿Por qué?
—¿Se le han extraviado dos perros?
—No. Solo Frisky. Se escapó anteanoche y no teníamos idea del porqué ni adónde se pudo haber ido hasta que vimos la noticia del accidente de su marido.
—Qué curioso. Desde que Alejandro volvió a casa, cada vez que habla de aquella noche, dice Fisky y Colin. ¿Cómo podría saber los nombres de los perros?
—Este… no sé qué piensa de todo esto, Sra. Bentoni, pero Colin es… era…
—Lo siento mucho, Sr. Lomack. Ni siquiera les he ofrecido nada. ¿Le apetece un café?
Oscar sonrió.
—Jamás rechazo un café.
Mientras tanto, el pequeño Alejandro había corrido a unirse a Ziggy.
—Jugar con Fisky —gritó y Ziggy intentó explicarle que el nombre del perro era Frisky.
—Fisky —repitió Alejandro, acariciando el hocico del animal—. Fisky y Colin ayudar mí.
—¿Colin? ¿Viste… a Colin? —preguntó Ziggy.
El pequeño Alejandro se fue a por una pelota de color rojo que Frisky había sacado de un montón de nieve.
—¿Cómo está el perro, hijo? —preguntó Oscar.
—Bien… este, papá… Alejandro habla de Colin. Creo que tal vez lo vio.
—¿Colin? —preguntó Isabela—. ¿Colin no es otro perrito?
—No. Era un caballero de edad avanzada que vivía a pocas casas de uno de los amigos de Ziggy.
—Tenía un jardín increíble al estilo japonés, con un enorme árbol de secoya —describió Ziggy.
—¿Te refieres al Sr. Hedgecomb, el anciano que vivía recluido y que falleció el año pasado?
—Sí. Le gustaba que los niños lo llamáramos Colin.
—¿Quieres decir que nuestro pequeño Alejandro vio el fantasma de una persona fallecida? —preguntó Isabela.
—Desconozco su postura acerca de esas manifestaciones, Sra. Bentoni —respondió Oscar—. Pero me parece que la palabra más adecuada sería santo. El Sr. Hedgecomb era un hombre de Dios. Fue misionero y un gran amigo de los niños. Era el anterior dueño de Frisky, y seguramente sea esa la razón de que el perro sea tan bueno y cariñoso, sobre todo cuando está con niños pequeños. No me cabe duda de que Dios tiene un propósito especial para su familia al cuidarlos de esa manera tan milagrosa.
Unas semanas después llegó una carta al buzón de la familia Lomack. Oscar la leyó con su familia durante la cena.
Autor: Curtis Peter van Gorder. Ilustraciones: Jeremy.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.
Secuestro en Greendale
Aventura de la patrulla de los 5
—¡Pensé que en este viaje ustedes iban a cazar su propia comida! —le dijo Karen a Kento y Ziggy.
—Bueno, aún no hemos tenido tiempo para salir a pescar —le respondió Kento.
—Hum, hum —masculló Ziggy con la boca llena de comida.
La patrulla de los cinco se reúne alrededor de una pequeña fogata rodeada de piedras. Comían unos sándwiches que Karen había preparado mientras los chicos armaban las tiendas de campaña. Era la tarde del primer día de primavera, y Chris, Susan, Kento, Ziggy y Karen acompañados de Guillermo, el tío de Ziggy que era guardabosques, estaban acampados bajo un grupo de árboles en medio del bosque de pinos de Ridge, que se encuentra a una hora en auto de Sheldon, su ciudad natal.
Kento sintonizó el noticiario local en la radio de su Smartphone y se agachó para tomar otro sándwich.
—¡Shhh!... escuchen —dijo.
«...la policía de Greendale continúa buscando pistas sobre el secuestro de Farell. Ya han pasado dos días desde que se informara de la desaparición de Jaime Farell...»
—¿Jaime?… ¿Jaime Farell? —dijo Karen con un grito ahogado.
—¿Quién es Ja...? —iba a preguntar Chris, pero Karen rápidamente se llevó un dedo a los labios y prestó atención a la radio nuevamente.
«...Hasta el momento la única muestra o exigencia que ha recibido la familia Farell de los secuestradores ha sido una foto instantánea de su hijo tomado como rehén. La familia Farell es propietaria de varios negocios, entre ellos las Joyerías Farell. Es de imaginarse que pedirán un rescate astronómico. Por otro lado, hoy...»
Cuando las noticias tocaron otros temas de menor interés para los integrantes de la patrulla, todos se dieron la vuelta para mirar a Karen.
—¿Quién es Jaime Farell? —preguntó Chris de nuevo.
—Estudiábamos en el mismo colegio en Greendale. Uno de esos típicos niños ricos que piensan que el universo gira en torno a ellos. No creo que tuviera verdaderos amigos. Supongo que no es para sorprenderse, porque es muy altanero y tiene una actitud de superioridad hacia los demás. Dudo que haya muchos chicos que lamenten lo que le ha sucedido.
—Eso no suena muy bien —repuso Susan.
—Bueno, lo siento —respondió Karen—, sus padres son tan ricos que no les supondrá problema alguno pagar el rescate por alto que sea. No tienen nada de qué preocuparse.
—Seguro que él estará bastante preocupado —dijo Chris—, deberíamos orar por él.
—Cla... claro...
—Sí —afirmó Susan y cerró los ojos—. Te rogamos, Jesús, que cuides a Jaime. Haz que los secuestradores den a conocer pronto sus demandas y dale a la familia Farell una señal de que Jaime regresará con ellos sano y salvo.
—Amén —dijeron todos al unísono.
A la mañana siguiente, mientras los demás aún dormían, Kento y Ziggy salieron en busca de aventuras. Ambos llevaban puestas unas mochilas prácticamente vacías y en la cintura un par de morrales llenos.
—¿En verdad crees que vamos a atrapar algo? —preguntó Ziggy a Kento?
—Claro que sí. Ya va a ver Karen. Dejará de hacernos bromas por comernos sus sándwiches. Nos va a rogar que le demos a probar el pescado fresco que vamos a asar en la parrilla para la cena.
—Bueno... siempre y cuando no nos tome demasiado tiempo. ¡Ya estoy que me muero de hambre!
—¡Ven Frisky! —llamó Kento—. ¡Nos vamos de caza! ¿Quieres venir con nosotros?
Frisky ladró enseguida y se internó raudamente en el bosque delante de los chicos.
Pasaron más de una hora deambulando por el bosque, revisando sus libros y registros para identificar las nueces y moras comestibles, y sobre todo fijándose bien en las descritas como venenosas. Poco a poco llegaron al río que corría por el corazón del bosque. Allí los chicos se pusieron a hacer de inmediato varias trampas para peces con pedazos de cuerdas que llevaban en las bolsas y ramitas que habían juntado. Las iban a poner a la orilla del río, con la esperanza de pescar algunos antes de que terminara el día.
De repente, Frisky ladró y corrió frenéticamente por unos matorrales. Suponiendo que había percibido el olor de algún animal, los chicos corrieron tras él. Por fin, jadeantes, encontraron a Frisky ladrando y escarbando desesperadamente en un pequeño hueco en el suelo.
—¡Frisky, detente! —le gritó Ziggy—. ¡Ese animal nunca va a salir de ahí si le sigues ladrando!
Frisky retrocedió y caminó hacia Ziggy gimiendo desalentado.
—Ziggy, mira esto —dijo de pronto Kento. Estaba agachado inspeccionando un trozo de papel—. Parece que es un trozo de una carta, aunque hay tan pocas palabras que es difícil saber lo que dice. Solo se lee: «Ojalá yo», «solo quisiera», «parece que nadie» y lo demás no lo entiendo.
—Sea lo que sea, suena triste —comentó Ziggy mientras se guardaba en el bolsillo el trozo de papel.
A poca distancia del camino Ziggy vio otro pedazo de papel.
—Fíjate, hay más en esa dirección —le dijo Kento señalando un sendero a un costado—. Algunas personas tiran su basura en cualquier parte. Le quita a uno la sensación de aventura. ¡Qué vergüenza!
—Bueno, recojamos estos restos y volvamos al campamento.
Sin embargo, con cada nuevo pedazo de papel que encontraban volvían a ver otro en el camino.
—Parece una caza del tesoro —dijo Ziggy.
—Más como una caza de basura —dijo Kento haciendo una mueca.
—¿Crees que haya algo al final? —preguntó Ziggy.
—No lo sé —respondió Kento encogiéndose de hombros—, pero hay una manera de averiguarlo.
Para cuando llegaron al final del reguero de papel el morral de Ziggy estaba lleno de esos pedazos y los chicos se encontraron en un pequeño claro. Allí había una vieja cabaña de leñadores, desvencijada y deshabitada.
—Creo que encontramos el tesoro —dijo Kento, un poco desilusionado.
—Tal vez ahora que tenemos todos estos trozos de papel podemos juntarlos y averiguar qué dice —dijo Ziggy.
—Seguro que no dice nada importante... —dijo Kento.
—Mi tío tiene cinta adhesiva en el campamento —dijo Ziggy—. ¡Vamos a ver!
—Parece que fue escrito hace unos días —dijo Ziggy mirando las dos hojas que había armado con los trozos de papel—. Parece algún tipo de diario o algo así escrito en tinta plateada.
—¿Aparece algún nombre? —preguntó Chris.
—No. No está terminado.
—Tal vez haya otros campamentos en el bosque, aunque el guarda nos dijo que no había nadie más —dijo Susan.
—¿Tinta plateada? —preguntó Karen acercándose a Ziggy.
—Sí. ¿Por qué? —preguntó Ziggy.
—No, por nada —contestó Karen—, aunque sería una coincidencia increíble.
—¿Qué cosa? —preguntaron al unísono Kento y Susan.
—Bueno, es que Jaime Farell siempre escribía en clase con un bolígrafo de tinta plateada.
—¿El chico al que secuestraron? —susurró Ziggy—. ¿Crees que lo haya escrito él?
—Lo dudo, estamos lejos de Greendale. ¿Qué dice?
Ziggy le pasó la hoja de papel a Karen, que le echó un vistazo y se detuvo para leer en voz alta.
«Cómo quisiera tener un amigo, alguien que no sea como los demás que solo se acercan a mí por el dinero. Hay momentos en que a nadie parece importarle quién soy en realidad o lo que siento por dentro. Si así fuera, tal vez no me envidiarían tanto.»
—Pobre chico —dijo Chris—. A lo mejor se trata de Jaime Farell.
—Podría ser cualquier persona. En Sheldon hay por lo menos cinco colegios que yo sepa, y en ellos hay un montón de niños ricos —contestó Karen despectivamente.
—Y todos escriben con bolígrafos de tinta plateada —añadió Kento soltando una risita.
—No creo que ese chico sea Jaime. A él le encanta que los demás le tengan envidia. Hasta de su bolígrafo plateado, siempre lo estaba luciendo y alardeando de que está hecho de plata auténtica. Nunca se lo prestaba a nadie, ni siquiera dejaba que lo tocaran.
—Bueno, quien sea que escribió esto necesita un amigo —dijo Susan.
—Y ayuda —dijo Chris—. Tal vez debamos regresar a la cabaña del leñador y ver si podemos hallar alguna pista que nos lleve a averiguar quién escribió esto.
Todos estuvieron de acuerdo y tras informar al tío Guillermo, el guardabosques, de sus intenciones, se reunieron para orar. Desde el incidente que tuvieron con Skeets Manchester en la Casa de las monedas, habían sido muy cuidadosos de no iniciar ninguna nueva aventura potencialmente peligrosa sin orar primero para que el Señor los acompañara.
—Por aquí fue donde encontramos los pedazos de papel esparcidos por el suelo —informó Kento deteniéndose a un lado del camino principal y señalando un pequeño sendero que conducía bosque adentro.
—Casi ni parece un sendero, pero está claro que algunas veces la gente ha pasado por aquí —comentó Chris.
Al poco rato, el grupo llegó hasta la vieja y desvencijada cabaña. El porche de la entrada daba la impresión de estar a punto de colapsar y Chris lo cruzó con cautela en dirección a la puerta. Si bien las bisagras parecían sueltas, la puerta aún estaba cerrada y si trataba de forzarla lo más probable es que terminara rompiéndola, y como no sabían quién era el propietario, decidieron no hacerlo. Por lo que podían observar a través de las ventanas rotas y polvorientas, la cabaña se veía desocupada, salvo por unos cuantos muebles y algunos armarios vacíos.
—¿De modo que aquí termina la pista del papel? —preguntó Karen—. Entonces alguien ha estado aquí recientemente.
—¡Dios mío! —gritó Susan mientras recogía del suelo un bolígrafo plateado que a un lado llevaba un nombre grabado.
—No lo puedo creer —exclamó Karen —dice «Jaime Farell».
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Kento.
—Lo que haremos es irnos de aquí —respondió Susan—, si esos secuestradores tienen algo que ver con este lugar no me gustaría que nos encontraran aquí.
—Deberíamos contarle al tío Guillermo lo que encontramos —sugirió Kento.
—Y a la policía —añadió Susan y guardó el bolígrafo en su bolsillo—. Cuanto antes volvamos al campamento, más tranquila estaré.
—Sí. Necesitamos avisar cuanto antes a la policía —dijo el guardabosques después de que los chicos lo pusieran al tanto de la situación—. Para que nuestro informe resulte convincente deberé presentarles yo mismo la evidencia. Iré en el auto hasta Sheldon, lo que me tomará más de una hora, así que todos deberían acompañarme.
A pesar de las objeciones del tío Guillermo, Ziggy insistió en quedarse, lo que provocó que Chris, Susan y Karen hicieran lo mismo.
—Estaremos bien —dijo Ziggy—, tal vez los secuestradores regresen y veremos qué se proponen.
—Sí, y también podrían secuestrarte —dijo Karen.
—No me acercaré tanto —protestó Ziggy—. Con mis binoculares puedo vigilar el lugar desde una distancia prudente, como por ejemplo desde arriba de un árbol donde no se les ocurriría mirar.
—Entonces, te acompaño —dijo Karen.
Susan se veía un poco nerviosa cuando dijo:
—No me parece que sea una buena idea.
—No te preocupes. Tendremos cuidado —aseguró Ziggy.
—Claro, Ziggy sabe cómo sobrevivir en el bosque, ¿no es cierto, Ziggy? —señaló Karen—. Estaremos bien.
—Ah... está bien —dijo Susan sin mucha convicción.
—¡Tengan cuidado! —les pidió Chris mientras los otros dos se adentraban en el bosque que rodeaba el campamento.
—Lo tendremos —respondieron.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Ziggy cuando un rato más tarde Chris y Susan lo encontraron y Karen se subió a un árbol para espiar la cabaña.
—Pensamos que era mejor que no estuvieran solos —contestó Susan.
—Hum... —dijo Ziggy—, ¿y qué intentas hacer ahora?
—¿Crees que no me puedo subir a un árbol igual que tú? —replicó Susan mientras trepaba por el tronco—. Déjame echar un vistazo.
Ziggy exhaló un suspiro y le pasó los binoculares.
—¿Sabes? —susurró Susan mientras ajustaba el lente de los binoculares para ver mejor—, vi que algo se movía por debajo de la casa. Hay algo... o alguien... allí, en el sótano.
—¿Tiene un sótano? —preguntó Chris sorprendido—, qué raro que no nos dimos cuenta antes.
—Toma, sube y echa un vistazo, mira esa rejilla en la pared de piedra que hay a un lado de la casa.
—Tienes razón —asintió Chris, bajando la voz—, también vi algo que se movía. ¡Vamos a tener que mirar más de cerca!
—¿Qué? ¿Te has vuelto loco? —exclamó Susan.
—Baja la voz —dijo Chris.
—Bueno. ¿Y si son los secuestradores? —susurró Susan.
—¿Y si es Jaime que está allí solo, encerrado, y esta es nuestra única oportunidad de rescatarlo? —dijo Karen.
—No estoy diciendo que ahora mismo vayamos a romper la puerta. Solo quiero acercarme con cuidado para ver mejor —contestó Chris mientras descendía del árbol.
Karen y Ziggy lo siguieron, y los cuatro se acercaron a través de unos arbustos hacia un costado de la casa donde habían divisado la rejilla.
—Soy lo bastante bajito como para acercarme más sin que me vean —dijo Ziggy, y se fue arrastrando bajo los arbustos hasta llegar al lado de la rejilla.
—Alguien está atado a una silla y parece estar solo —dijo Ziggy con un grito ahogado.
—La entrada al sótano debe estar por dentro —dijo Chris—. Corrió hacia la entrada de la casa, y después de darle un par de fuertes empujones a la puerta, se soltó el candado y la puerta colapsó.
—Será un milagro que nadie nos haya escuchado —exclamó Karen poniendo mala cara.
Una vez dentro, encontraron una abertura debajo de la mesa y descendieron por la escalera hacia el oscuro cuarto.
Cuando entraron, el chico que se encontraba en mitad del cuarto giró la cabeza para mirarlos. Tenía la boca cubierta con cinta adhesiva.
—¿Jaime? ¿Jaime Farell? —preguntó Chris mientras se acariciaba el hombro que se había lastimado dando empujones a la puerta.
El chico asintió con la cabeza.
—Soy Chris.
—Y yo soy, Karen, Karen Dale. ¿Te acuerdas de mí?
El chico asintió de nuevo con la cabeza.
—Y yo Ziggy.
—Somos amigos... soy Susan.
—Basta de presentaciones —dijo Karen y se acercó a él—, hemos venido a rescatarte.
—¡Ay! —gritó Jaime cuando Karen le quitó la gruesa cinta adhesiva de la boca. Mientras tanto, Chris estaba cortando las cuerdas que le ataban a la silla.
Apenas Jaime tuvo las manos libres se restregó la boca, la sentía adolorida.
—¿Saben dónde estamos? —les preguntó.
—Estamos en el bosque de pinos de Ridge, en las afueras de Sheldon —le contestó Karen—. Acampábamos por aquí cerca.
—¿Cómo me encontraron?
—Siguiendo un sendero de trozos de papel —exclamó con orgullo Ziggy.
—Me preguntaba si eso daría resultado, pues la gente podría pensar que solo era basura —dijo Jaime riéndose.
—Bueno, nunca imaginamos que tendría algo que ver contigo.
—Pero yo me encontré tu bolígrafo afuera, en el suelo —añadió Susan.
—Bueno, ¿y ahora qué hacemos? —preguntó Karen malhumorada.
—Eso —dijo Jaime.
—Mi tío Guillermo, el guardabosques, fue con uno de nuestros amigos en busca de la policía —explicó Ziggy—, deberían estar de regreso en un par de horas más o menos.
—¡Dos horas! —exclamó de pronto Jaime.
—Sheldon está lejos de aquí —contestó Chris.
—Lo que sí es cierto es que tus captores escogieron un lugar muy remoto. ¡Apuesto a que no contaban que habría unos amigables campistas cerca! —dijo Susan.
—Hablando de campamentos, será mejor que nos acompañes al nuestro. En cualquier momento tus secuestradores podrían... —dijo Karen.
Los cinco chicos enmudecieron al escuchar el ruido de un vehículo que se acercaba, y quedaron petrificados al oír que se abrían y cerraban las puertas del auto y unos pasos que se aproximaban a la cabaña.
—No parece que sea la policía —fue todo lo que alcanzó a decir Susan antes de que apareciera una sombra encima de la entrada al sótano. Seguidamente un hombre entró al cuarto.
—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? —dijo en tono burlón. Una segunda persona descendió por la escalera después de él. Era una mujer.
—Vilma, parece que Jaime ha hecho amistades.
—Tremendo, más rehenes, justo lo que nos hacía falta —susurró la mujer, y de inmediato sacó un revólver de la parte de atrás de sus jeans—. Bien, nos vamos de paseo. Ya veremos qué hacemos después de que nos alejemos de este lugar.
El tío Guillermo, Kento y Frisky bajaron de la camioneta y quedaron sorprendidos al no encontrar a nadie en el campamento. Al momento llegó un auto de la policía y de él descendieron el teniente Gibbs y el oficial Hooper.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Hooper.
—No lo sé —respondió Kento encogiéndose de hombros y removiendo el pelo de la cabeza de Frisky. El perro soltó un pequeño gemido.
—Todo lo que sabemos es que se fueron a buscar a Ziggy. Quizás han...
—...decidido resolver otro caso por su cuenta —dijo con ironía otro policía.
—De todos modos, será mejor que nos pongamos en marcha —dijo el oficial Hooper.
Kento, Frisky y el tío Guillermo se subieron al auto patrulla.
—Indíquennos por dónde ir.
La puerta de la cabaña estaba arrancada y rota. Varias huellas cubiertas de fango mostraban que un vehículo había partido apresuradamente.
El oficial Hooper hizo una rápida inspección alrededor de la cabaña mientras Kento y Guillermo siguieron al teniente Gibbs hasta dentro de la vivienda donde enseguida descubrieron la abertura que conducía al sótano vacío.
—Quienquiera que haya estado aquí, se ha ido —dijo el teniente Gibbs mientras inspeccionaba la habitación donde solo había una mesa con restos de comida y un colchón raído. Algo que le llamó la atención fueron varias jeringas que había por el suelo. Se colocó un guante de látex y recogió una.
—Contienen algún tipo de droga —anunció—, probablemente han tenido sedada a la persona que tenían cautiva. Vamos a llevar esto al laboratorio para que lo analicen.
—Agente Hooper, ¿me presta su linterna? —preguntó Kento—, creo que he encontrado algo.
—Claro. ¿Qué es?
—Aquí en el polvo hay algo dibujado deprisa. Es una línea de puntos y rayas... ¿parece un código?
—¡Ziggy! —exclamó el tío Guillermo—, a comienzos de año, le enseñé el código Morse.
—Quizás nos dejó una pista —dijo Hooper—. ¿Puede leerlo?
—Sí. Parecen letras y números al azar. No hay un mensaje. 205 KXZ.
—A mí me suena a la matrícula de un auto. ¡Vamos! —ordenó Gibbs.
Ya en el coche patrulla, Gibbs empezó a hablar por radio.
—Estación código 12. Hemos hallado el escondite de los secuestradores de Greendale. Han huido de la zona, probablemente en un vehículo. Necesitamos que controlen las carreteras en un radio de 50 kilómetros del bosque de pinos de Ridge. Revisen matrícula de auto número 205 KXZ, repito 205 Kilo, Xilófono, Zurich. Tengan cuidado, es posible que tengan a cinco niños de rehenes. Recomendamos procedimiento de acción 4-12.
—Comprendido —dijo una voz al otro lado de la línea, confirmando que había recibido la llamada—, control de carreteras alrededor del bosque de pinos de Ridge; buscar matrícula de auto número 205 Kilo, Xilófono, Zurich; procedimiento de acción 4-12.
—Bueno, chicos, súbanse a los autos. Tenemos que rellenar unos informes sobre niños desaparecidos y avisar a sus padres.
—¿Y ahora qué, Vilma? ¿Control de carreteras? No lo puedo creer —chilló el hombre mientras abría la guantera para sacar un revolver.
—¡Guarda eso, Damián! —le gritó Vilma disminuyendo la velocidad del auto—. No tenemos idea de lo que buscan. Que nos vean tranquilos, y si la cosa se pone fea pisaré el acelerador y atravesaremos la barricada.
Damián puso el arma debajo del asiento y echó un breve vistazo a los cuatro niños que estaban bajo el efecto de una droga. Iban recostados, uno al lado del otro en el asiento trasero.
—Duermen plácidamente, cómo… —murmuró entre dientes—. Qué chicos tan peculiares. Parecían saber cómo tratarnos a nosotros y la situación de una manera distinta a… ya sabes.
—¿De qué estás divagando? Distinta ¿a qué?
—Bueno, la mayoría de los niños se habrían puesto histéricos, gritando. Me parece que la niña de gafas estuvo rezando todo el tiempo...
Enseguida Vilma detuvo el vehículo delante de dos autos de policía y de varias barricadas metálicas. Un agente se acercó a la ventanilla de la mujer, mientras que otro seguido de un perro policía comenzó a caminar alrededor del auto.
Vilma bajó la ventanilla.
—Buenas tardes, agente —dijo con naturalidad.
—Buenas tardes, señora, señor —contestó cortésmente el policía, agachándose para observar a los demás ocupantes del vehículo—. ¿Adónde se dirigen?
—Vamos de regreso a Hallewick.
—¿Hallewick? Eso está muy lejos.
—Así es. Acampamos aquí con nuestra sobrina y sus amigos. Están bastante cansados; se quedaron toda la noche mirando las estrellas. Ya llevan como una hora durmiendo profundamente. ¿Hay algún problema, agente?
—Podría haberlo. Estamos buscando a un presidiario que se ha fugado. Es muy probable que esté armado y sea peligroso, y es posible que intente utilizar esta carretera para huir.
—Pues, no hemos visto a nadie, pero estaremos atentos.
—Espero que sí y no recojan a ningún extraño, sobre todo con esos niños ahí atrás. Nunca se sabe quién podría ser.
—Gracias, agente. Seguiremos su consejo.
—Muy bien. Ya no los retengo más —les dijo el policía con una amable sonrisa—. Que tengan un buen viaje y manejen con cuidado.
El policía dio un paso atrás e hizo una seña al otro policía para que los dejara pasar. El agente con el perro policía también había terminado de dar la vuelta al auto y le indicó al primer agente que todo estaba bien.
Vilma subió la ventanilla y pasó la barricada lentamente. Por fin el puesto de control quedó atrás y fuera de vista.
—Ya está; no fue tan difícil, ¿no te parece? —dijo echando una mirada condescendiente al hombre que iba a su lado.
—Supongo que no —le contestó el hombre, mirando con nerviosismo por la ventanilla trasera—. Sin embargo, es curioso que al policía no le pareciera sospechoso que los niños no tengan el más mínimo parecido con nosotros o que terminemos nuestras vacaciones justo cuando recién empieza la primavera.
—Damián, te preocupas demasiado.
—Quizás. Pero será mejor que aceleres, porque apenas se enteren que estos chicos están desaparecidos, el agente sabrá exactamente por dónde nos hemos ido.
—¿Y arriesgarnos a que nos detengan por exceso de velocidad? Deja que sea yo quien piense y decida todo esto, ¿de acuerdo? Los Farell van a pagar por haberme despedido y haber arruinado mi carrera de ama de llaves...
Con un inventario de objetos robados además —dijo para sus adentros Damián con una sonrisita de complicidad.
—...y nadie, ni estos malditos chiquillos ni tú, Damián, se van a interponer en mi camino.
—Cómo tú digas, Vilma —le contestó Damián—, tú mandas. Siempre que me des la parte que me corresponde cuando terminemos con todo esto, añadió mentalmente.
Durante la siguiente media hora Vilma y Damián escucharon atentamente la radio por si mencionaban la desaparición de los niños o alguna novedad sobre el caso del secuestro de Greendale. Pero no hubo nada.
Sin embargo, en medio de una propaganda radial, tanto Vilma como Damián, percibieron un silbido que parecía provenir de uno de los neumáticos. Antes de que ninguno de los dos pudiera decir nada, se escuchó el sonido de un neumático desinflado: la llanta tocaba el pavimento.
—¡Un pinchazo! —gritó Vilma, golpeando con sus manos el volante del auto al tiempo que el vehículo se detenía a un costado del camino—. ¡Justo lo que nos faltaba!
—¡Mira, allá adelante, hay una estación de servicio! —exclamó Damián.
—Voy a ver —dijo Vilma—, tú quédate aquí y ten cuidado. Y si alguien pregunta, dile que el maletero está atascado, que no se puede abrir, ¿de acuerdo?
—Está bien —respondió él.
Damián siguió con la mirada a Vilma mientras se dirigía a la gasolinera. Luego esperó... y esperó.
—Vaya aventura —dijo Susan mientras la patrulla de los cinco aguardaba en la comisaría.
—La parte más chévere fue viajar en helicóptero —dijo Chris.
—A mí no me gustó mucho —dijo Karen—. Me dio nauseas. Yo creo que lo más emocionante fue encontrar... a Jaime.
—Para ti —dijo Chris con una sonrisa, y Karen se sonrojó—. ¿Y para ti, Kento?
—Hum... yo diría que descubrir el código morse de Ziggy.
—¿Y para ti, Ziggy?
—Que se me ocurriera escribirlo.
La respuesta de Ziggy hizo que los cinco estallaran en carcajadas. El oficial Hooper entró en la sala:
—Se les ve muy animados, no están para nada traumatizados.
—Pues no —contestó Susan—, gracias al Señor.
—Nunca imaginé que tuvieran aparatos para reventar los neumáticos por control remoto —dijo Kento—, es fantástico.
—¿Señor, podría contarnos todo lo que ha pasado? —preguntó Susan—. qué pena que estábamos dormidos cuando sucedió todo eso.
El oficial, contento de poder satisfacer la curiosidad de los chicos, sonrió, y tas carraspear ligeramente, procedió a narrarles los acontecimientos.
—Pues bien, después de que encontramos tu mensaje en código Morse con el número de la matrícula del auto... chico, eso fue una idea genial... —añadió volviéndose a Ziggy, que presumía radiante de orgullo— dimos aviso a la comisaría, de modo que cuando nuestros agentes vieron el auto en la barricada, enseguida lo reconocieron. Pero como había niños en el interior no podían arriesgarse a arrestar a los secuestradores directamente. De modo que uno de los agentes colocó un dispositivo en uno de los neumáticos del coche mientras el otro hablaba con la conductora. Luego, una vez que se fueron, la policía solicitó que hubiera refuerzos esperándolos en la próxima estación de servicio, el sargento Gibbs activó el mando a distancia y el neumático se desinfló.
—Qué listos —dijo Chris—. Parece la trama de una película.
—Tienes razón, chico. ¡A diario vivimos sucesos así! De modo que cuando el coche se detuvo, la mujer se bajó para ir a la gasolinera, donde la esperábamos para arrestarla. Y cuando el tipo se cansó de esperar y se bajó del auto para ver qué sucedía con ella, la policía lo arrestó también a él y ustedes quedaron a salvo.
—¿Y Jaime? ¿Cómo está? —preguntó Karen.
—Está bien —contestó el teniente Gibbs al mismo tiempo que el chico entraba en la sala—; es más, aquí está.
—Hola —dijo Jaime un poco nervioso mientras los chicos lo saludaban cordialmente—. Este... quiero agradecerles por salvarme la vida.
—En realidad fue Dios el que te salvó la vida —aclaró Susan.
—Lo sé. Yo también re... recé —dijo Jaime en un susurro.
—Seguro que dimos pasos equivocados y olvidamos preguntar a Jesús qué hacer —añadió Karen—; probablemente no debimos haber ido solos a la cabaña. Eso no fue muy inteligente de nuestra parte.
—Pero a la larga, Jesús lo solucionó todo. De no haber orado por Su protección, toda esta aventura podría haber terminado muy mal —dijo Chris.
—Bueno, en todo caso, gracias por lo que hicieron —dijo Jaime.
—Supongo que ahora te vas a ir a Greendale, ¿no? —preguntó Karen tímidamente.
—Así es. Mis padres vienen a recogerme en helicóptero. Estoy seguro de que les darán una buena recompensa por ayudar a rescatarme.
—La mejor recompensa que podemos recibir es saber que estás a salvo nuevamente —le aseguró Karen.
—Gracias —le dijo Jaime.
Karen miró al suelo; se mordió el labio y dijo:
—Jaime, tengo que decirte algo.
—¿Sí?
—Lo lamento —dijo finalmente.
—¿Lo lamento? —repitió Jaime—. ¿Qué es lo que lamentas?
—Antes pensaba que eras un estúpido. Casi no llegué a conocerte cuando estudiamos juntos en Greendale, y no estuvo bien que te juzgara de esa manera —dijo Karen con lágrimas en los ojos.
Jaime se ruborizó un poco; entonces fue él quien miró hacia otra parte. Se aclaró la garganta.
—No es la primera vez que me llaman estúpido. Por la manera en que me comportaba en el colegio jamás me habría hecho amigo de personas como tú. Pero ahora sé que la amistad es algo más que disponer de la última tecnología, ropa de moda o lo que sea. Espero... —Jaime vaciló y se dio la vuelta para mirar a todos los miembros de la patrulla, que ahora estaban alrededor suyo— espero que me permitan ser su amigo.
—Claro —dijeron todos al unísono.
Unas semanas más tarde, la patrulla se encontraba reunida en la cabaña. Chris escuchó que su mamá lo llamaba desde la casa.
—¡Chris, hay un paquete para ti!
Chris se dirigió rápidamente a la casa. En unos minutos regresó con una caja en la mano.
—¿Es un regalo para ti? Qué bueno —exclamó Susan.
—Es para todos nosotros —respondió Chris—. Tiene matasellos de Greendale.
—¿De parte de quién? —preguntó Ziggy.
—Bueno... juzgando por el remite... —dijo Chris con una sonrisa y le entregó el paquete a Karen.
—Está escrito con un bolígrafo plateado —dijo Karen entre dientes, sonrojándose.
—Bueno, ¡ábrelo! —dijo Chris, y Karen abrió el paquete con cuidado. En el interior había seis paquetes más pequeños, cada uno con su nombre: Chris, Susan, Karen, Kento, Ziggy y Frisky. Jaime Farell había enviado a cada miembro de la patrulla un bolígrafo plateado y un paquete con repuestos de tinta. Frisky recibió un collar tachonado de plata.
Chris leyó la inscripción grabada en un costado de su bolígrafo: «Para Chris Fulton, gracias por ser mi amigo».
—Qué tierno —dijo Susan, y tras leer la inscripción personalizada de su bolígrafo, Kento y Ziggy leyeron también las suyas.
—¿Y la tuya, Karen, qué dice? —preguntó Chris.
—Hum... solo tiene un corazón diminuto. Pero adentro de la caja hay una nota... para todos nosotros. Dice:
—Qué buena idea —exclamó Kento—. Así seríamos la patrulla de los seis.
—No sé —añadió Susan—, no es mi número favorito, me gusta más el siete.
—Eso significa que tendremos que conseguir otro miembro más —dijo Ziggy.
—Cierto —dijo Chris—. Pongámonos manos a la obra. ¿Se les ocurre alguien?
Frisky comenzó a ladrar y los chicos estallaron en carcajadas.
—Creo que no tendremos que ir muy lejos para encontrarlo —repuso Karen.
Autor: Peter van Gorder. Ilustraciones: Jeremy.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.