Mi nombre es Benjamín Stock, diminutivo de Rodenstock. Mis abuelos emigraron de Alemania a Inglaterra en el siglo dieciocho. Siendo de ascendencia judía, se convirtieron al catolicismo de manera nominal para desempeñar su oficio de establos y herrería. Podría decirse que empezaron desde abajo, pero tenían suficiente capital como para relacionarse socialmente con otras personas de procedencia similar. Con el tiempo, su negocio creció y me lo pasaron a mí. A mi cargo, el negocio continuó expandiéndose hasta tener mucho éxito. Buena parte de ello se debió a Tom.
Un día como cualquier otro, Tom entró a mi oficina. Mi oficina ocupaba la segunda planta del negocio y mi escritorio estaba junto a la ventana, desde donde veía los establos y las personas que entraban y salían. Yo monitoreaba con cuidado los hábitos laborales de mis empleados, y era un patrón poco dado a la compasión. En aquellos tiempos se me podría haber comparado en todo a Scrooge, aunque ese personaje aún no había sido inventado. Siendo judío, la Navidad no era motivo de celebración para mí. ¿Que si estaba casado? Sí, lo estaba. Mi esposa era una mujer vigorosa, pero amable, a quien dedicaba mis afectos. En aquel entonces, tenía también un hijo y una hija.
Pero hablemos de Tom. Era un muchacho delgado y pálido de quince años que quería buscarse la vida. De pie en mi oficina, apretaba su gorro contra el pecho de la manera que se ve en las películas sobre aquellos tiempos. Era muy respetuoso y hacía énfasis en su dialecto común con numerosos «¡Sí, eñor!»
Ofrecí pagarle el salario mínimo, cosa que agradeció, y le encargué las tareas más humildes bajo las órdenes de uno de mis subordinados. Tom comenzó como lo que podría considerarse un mozo de cuadra.
¿Qué por qué lo contraté? Había heredado una naturaleza suspicaz y reservada que me hacía creer que nadie hace las cosas sin un motivo oculto. Todo el mundo tenía «un plan», como dicen hoy en día. El motivo de Tom era su casi abyecta pobreza. Un motivo fácil de detectar y aún más fácil de aprovechar. Pero tenía otra razón para contratarlo: el chico me caía bien. ¿Por qué? Vi algo en su rostro que me hubiera resultado difícil de explicar en ese momento. Ahora entiendo que era el brillo especial y la sinceridad en sus ojos, junto con una inteligencia poco común que lo incomodaba a uno a veces, o al menos a mí, cuando lo miraba a la cara. Así y todo, sentía como que lo conocía.
Permítanme describir sus ojos en mayor detalle, porque pensándolo bien, ahora veo lo que me hizo confiar en él, aunque en ese momento no fuera consciente de ello. Ahora puedo decir que la incomodidad que me producía su mirada era más bien ocasional y que se debía a la vergüenza que sentía al ver en su rostro… ¿pureza? ¿Inocencia? No… no era eso. A lo mejor se trababa de compasión. Si buscara una mejor descripción, sería amor, y no existe palabra mejor.
Me entristece y aún me es motivo de vergüenza admitir que al principio lo traté con crueldad, de maneras terribles. Me producía un placer casi sádico gritarle y tratarlo de la peor manera desde la ventana de mi oficina. Lo avergonzaba frente a los demás trabajadores, y ellos se reían y le gritaban conmigo. Pero Tom no respondía una palabra. Eso me enfurecía y terminó aumentando la vergüenza que llevo conmigo.
Habiendo dicho eso, cuando no había nadie más, lo observaba con detenimiento. Tom hablaba con gentileza a los caballos, a sus compañeros y a los clientes, además de prestar atención a los detalles. Si algo, como un hato de paja, estaba fuera de lugar, lo colocaba y barría las pajas sueltas a su alrededor. Recogía la basura, movía las maderas con clavos que podían causar accidentes y se encargaba de muchos detalles similares. Casi nadie se daba cuenta de ello, pero nada escapaba a mi vista.
Sin embargo… mi sospecha aumentó con el tiempo. ¡Él debía saber que lo miraba! Un día lo llamé a mi oficina y le dije que lo había estado observando. Le pedí que me dijera si se había dado cuenta. Me confesó que no, de ninguna manera, aunque agregó que los otros chicos le habían advertido que Stocky no quitaba ojo desde la ventana de su oficina. Aquello me pareció raro, puesto que la diligencia de los otros trabajadores era cosa de risa al compararla con la de Tom. Así se lo hice saber. Y le pregunté por qué realizaba su trabajo con tanto esmero.
—Yo sé que Alguien me mira todo el tiempo —contestó.
Le pregunté quién era ese alguien, a lo que respondió:
—Dios.
El joven entonces me preguntó si yo creía en Dios. Le solté que por supuesto que sí. Luego me preguntó el motivo por el que no celebraba la Navidad. Le dije que iba en contra de mis creencias. Intentó obtener más respuestas, pero lo eché de mi oficina. No había más que hablar. Pero, aunque el chico volvió a lo suyo, su respuesta se quedó conmigo. A decir verdad, algunas noches no dejaba de pensar en esas palabras. Me preguntaba sobre ese Ojo invisible que todo lo ve. No podía ignorar la manera en que yo miraba y sospechaba de todos y hasta atribuía las mismas características al Todopoderoso.
¿Me gustaría observar lo que yo hago todo el día?, me pregunté cierta noche y sentí cómo la vergüenza en mi corazón aumentaba. Tanto así que al día siguiente le pregunté a Tom:
—¿Cómo te sentirías si te observaras a ti mismo?
Sonrió al escuchar esas palabras y respondió que daban que pensar. Pero afirmó no tener una respuesta. Solo esperaba sentirse a gusto con lo que viera.
—¿Y si Dios te está mirando? —continué.
Tom se apresuró a responder que esa opción era infinitamente preferible, porque Dios sería más benévolo hacia él que él mismo.
Me quedé de una pieza. Parecía casi presuntuoso pensar así. Le pregunté de dónde había sacado esa idea.
—Porque yo amo a Su Hijo —explicó Tom.
Aquella respuesta no fue en absoluto de mi agrado, pero le exigí explicarse. Lo pensó por unos momentos. Intentaré hacer eco de las palabras de Tom como las recuerdo.
—Señor Stock, si usted tuviera un solo hijo al que quisiera mucho, y un mendigo y rufián se le acercara cierto día para hablar con él, y como resultado, sintiera tanto cariño hacia su hijo que cambiara sus malas andanzas y volviera todos los días solo para sentarse a hablar con él, ¿qué pensaría del mendigo? ¿No pasaría por alto sus harapos, su pasado y hasta sus errores actuales?
Mientras Tom hablaba, no podía dejar de pensar en mi hijo. Su parábola había cobrado vida. Le agradecí aquella interesante respuesta y le ordené volver al trabajo. No volvimos a tocar el tema, pero desde aquel día, dejé de tratarlo con crueldad y empecé a castigar a los que lo hicieran. Aún más, en cuanto se abrió una vacante de mayor responsabilidad en mi empresa, la guardé para Tom. Su diligencia abrió paso al desarrollo de una atención inteligente, acertada y, sobre todo, considerada de mis clientes, lo que me motivó a promoverlo a asociado senior en mi negocio.
Seguí siendo testarudo como una mula, pero con el paso del tiempo, unos cinco años, me convertí en una persona más humilde y hasta le confesé a Tom que había reconsiderado el hecho de que Dios tuviera un Hijo y que yo hasta le dirigía la palabra en más de una ocasión, sobre todo en las largas noches en vela. Lo más maravilloso fue la liberación que sentí al hacer aquella admisión y la alegría que me produjo ver la reacción de Tom.
Tom, mi querido Tom.
Texto: Gilbert Fenton. Ilustración: Jeremy. Diseño: Roy EvansPublicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.