El conde Helmut von Steinhausen vivía con su esposa en las afueras de la ciudad de Winkitz, Alemania. Desde el castillo del conde se divisaban sus fructíferos viñedos en las suavemente pronunciadas cuestas de Sajonia. Bajo su protección vivían cerca de 20.000 personas en pueblos aledaños.
Corría principios de diciembre, época en la que el conde solía reunirse con sus consejeros para tomar nota de lo que se había logrado durante el año y planificar para el año siguiente. Enfrentaban muchos inconvenientes. El mayor de ellos era si escaparían de los ejércitos de Napoleón. ¿Su pequeña tierra sería absorbida también por la guerra que se propagaba por toda Europa?
Uno de sus consejeros preguntó con nerviosismo:
—¿Cómo pagaremos un ejército que nos defienda?
—Tendrá que aumentar los impuestos al pueblo para pagar a un ejército —sugirió otro.
—Eso no lo haré —respondió el conde—. La gente del pueblo ya tiene suficientes cargas.
—Pero señor, nuestras arcas están en un nivel peligrosamente bajo.
—Dios me ha bendecido con viñedos muy fértiles que producen buen vino de mesa. Vivo cómodamente de la venta de mi vino. Dios me ha dado riquezas para compartirlas, no para acapararlas.
—¡Pero conde Steinhausen, en los negocios, eso no es tener sentido común!
—¿No ha leído usted en la Biblia acerca del hombre rico que construyó graneros cada vez más grandes y lo perdió todo en una noche? Mi filosofía se resume en este versículo: «Es más bienaventurado dar que recibir».
—¡No se hable más de negocios! Debemos iniciar los preparativos para la fiesta de Navidad. ¿Ya les han entregado los ancianos del pueblo la lista de invitados?
—Aún no —contestó uno de los consejeros—, pero podría conseguirle una lista con el nombre de las familias más adineradas de nuestro reino.
—Vamos a hacer como siempre hemos hecho. Invitaremos a los huérfanos, a la gente desfavorecida, a los minusválidos y a los pobres.
—¿Podría preguntar qué beneficio le reportará invitarlos?
—Jesús no nos dijo que invitáramos a nuestros familiares o amigos ricos a las fiestas que celebráramos, sino a los pobres y a los minusválidos —explicó el conde.
—Sí, pero…
—¡De ese modo el propio Dios nos recompensará! Así que como verán, después de todo sí es un buen negocio —dijo el conde riéndose.
El castillo bullía de actividad en preparación para la gran celebración navideña. La condesa dirigía a los sirvientes en los arreglos y preparativos. Se colocaron banderas verdes, se sacó lustre a los accesorios de bronce, se hornearon pasteles de manzana y frutos secos, se colocó un gran árbol de Navidad en el salón de baile y se limpió el castillo de arriba abajo.
Era el día de Navidad. En el patio se oían a los niños entusiasmados. Sonó una trompeta y un heraldo anunció:
—Han llegado los invitados.
El conde estaba de pie en la puerta.
—¡Háganlos pasar! —dijo.
Se abrieron las inmensas puertas de roble y los niños se pusieron en fila. Al entrar hacían una venia al conde y a la condesa.
Luego de que todos llegaran, el conde pidió que comenzaran las actividades. Los trovadores empezaron a interpretar alegres melodías.
El conde llevó a su esposa de la mano a la pista de baile. Todos se alinearon detrás de ellos para un baile punta y taco. Los muchachos bailaron en un círculo externo rodeando a las chicas que estaban dentro del círculo. Al poco rato hicieron una procesión a lo largo del salón y después fueron pasando a través de un túnel hecho con las manos entrelazadas que todos sostenían en alto.
Siguieron juegos y toda clase de festejos.
Después llegó el momento de hacer entrega de los regalos. El conde subió a la plataforma e hizo sonar un vaso para llamar la atención de los presentes. Cuando se hizo silencio en la sala, habló.
—¡Feliz Navidad para todos! Me gustaría ofrecer una bendición por los presentes: Que sus regalos sean como preciosos diamantes o rubí, de modo que adondequiera que vayan, puedan llevar luz a los demás. Que sus regalos provean para todas sus necesidades y los lleve delante de grandes personas. Que puedan experimentar el gozo de dar, para que sean prosperados y bendecidos. Amén.
Un niño de ocho años y pelo rizado llamado Günter se acercó al conde.
—¿Tiene usted un regalo para mí?
—¿Günter? Ah, sí, déjame ver. Aquí está —dijo el conde mientras le pasaba un paquete a Günter—. Pero antes de abrirlo, léenos lo que dice en la etiqueta. Es una adivinanza en forma de poema y contiene una pista sobre lo que hay en este regalo.
El niño leyó con voz clara y en voz alta.
—A ver… ¿es un juego para tallado en madera? —preguntó.
No pudiendo aguantar ni un segundo más, el niño rompió el papel. En el estuche encontró un buen juego de herramientas.
—Günter —dijo el conde—, le escribí una carta al tallista del pueblo y te está esperando. He dispuesto que un carruaje venga a buscarte tal como he hecho para otros niños del orfanato. Mi chofer te llevará al taller del tallista, donde aprenderás a utilizar estas herramientas. Una vez que hayas aprendido a tallar tal vez puedas hacer un nacimiento, o un pequeño mueble o juguete y dárselo a alguien que disfrute de ese regalo. Esa será una buena forma de hacer amigos y de hacer algo por los que te rodean, ¿qué te parece?
—¡Gr-gracias, señor!
—Y si sigues aprendiendo con el tiempo te vas a convertir en un buen tallador de madera.
El conde levantó la mirada al salón.
—¿Hay aquí un Hans Adams?
Un niño de siete años, de cabello rubio y profundos ojos azules dio un paso al frente ayudado por un par de muletas.
—Yo soy Hans, señor.
—Es tu turno. Adivina con el siguiente acertijo lo que hay en la caja.
El niño leyó:
Hans rompió el papel de regalo que envolvía la caja sin siquiera tratar de adivinar el acertijo.
—¡Un juego para pintar! ¡Uy, gracias!
El conde añadió:
—Cuando hayas terminado tu primera pintura, te ruego que se la muestres al maestro pintor del pueblo. Te dará consejos e instrucción.
El conde notó que el niño tenía catarro nasal y se agachó para sonarle la nariz con su pañuelo.
—Pobre niño. ¡Te estás resfriando! Debes vestirte más abrigado.
El conde ordenó que prepararan ropa y frazadas extras para que los niños las llevaran consigo de vuelta al orfanato.
Con el paso de la tarde todos los niños fueron llamados y a cada uno se le entregó un regalo.
Seguidamente el conde hizo un llamado a los aldeanos.
—Habitantes del pueblo, no me he olvidado de ustedes. Me gustaría darles estos esquejes de mis famosos viñedos. Mis jardineros los han preparado con cuidado para cada uno de ustedes —dijo el conde mientras le hacía una seña al jefe de los jardineros, quien comenzó a distribuir los esquejes de parra a cada uno de los hombres.
Y así disfrutaron muchas navidades hasta el día en que ocurrió la catástrofe. El jardinero jefe dio la noticia; cruzó el patio corriendo y casi sin aliento exclamó:
—¡Señor, se acerca el ejército invasor!
El conde se sobresaltó.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando?
—El ejército de Napoleón. ¡El ejército prusiano está quemando todo a su paso para impedir que el enemigo consiga alimentos o ayuda! Seguramente convertirán en cenizas nuestros viñedos. ¿Qué hacemos?
—Al menos no debemos dejar que se incendie el palacio. Consigue todos los hombres que puedas y trabajen juntos para despejar un área lo bastante grande como para que las llamas no nos alcancen, mientras tengamos el viento a favor.
Todos trabajaron arduamente arrancando parras y despejando un área alrededor del palacio con palas y picos.
El fuego arrasó los viñedos avanzando por las hileras de vides como un dragón que despedía fuego, consumiendo todo a su paso.
Una vez que el fuego se consumió del todo, el conde fue a los viñedos para verificar los daños. Al ver las parras calcinadas se deprimió mucho.
—¡Se ha esfumado todo aquello por lo que tanto trabajamos! ¡Todos mis preciosos viñedos!
Allí de pie, recordó un consolador pasaje de la Biblia:
Ten misericordia de mí, Dios, ten misericordia de mí, porque en ti ha confiado mi alma y en la sombra de Tus alas me ampararé hasta que pasen los quebrantos. Mi vida está entre leones; estoy echado entre hijos de hombres que vomitan llamas; sus dientes son lanzas y saetas, y su lengua, espada aguda. Listo está mi corazón, Dios, mi corazón está dispuesto; cantaré y entonaré salmos. (Salmo 57:1, 4, 7; RVR1995.)
Al poco tiempo el ejército conquistador emprendió la retirada. En los meses que siguieron, el conde y la condesa tuvieron que vender los tesoros y reliquias de su familia para sobrevivir. Poco a poco, el dinero se volvió escaso y el castillo se deterioró.
Cierto día, el jardinero le informó al conde:
—El salón de baile está en malas condiciones. El techo tiene huecos.
—¿Qué tan mal está?
—Para las palomas que lo han convertido en su nidal está muy bien. Sin embargo, me temo que tendremos que cerrarlo. El enlucido está resquebrajado y las paredes están que se vienen abajo. Con la cantidad de hongos que están apareciendo en los huecos a causa de las goteras hasta podríamos tener champiñones y…
—Aprecio su sentido del humor. Como no contamos con dinero para hacer reparaciones, supongo que tendremos que cerrar con tablas el salón de baile. Eso me recuerda que hoy tengo que despedir a los sirvientes. Me temo que ya no podemos darnos el lujo de contar con sus servicios. Lamento decirte, querido amigo, que también tendré que despedirte.
—¡Señor, no se preocupe por eso! Me quedaré de todos modos.
—¿Pero por qué haría eso?
—Ahora hay más trabajo que nunca. No puedo dejar que este hermoso lugar se arruine. Además, es agradable saber que soy necesario.
Los meses pasaron.
Un día el conde escuchó golpes y le preguntó al jardinero:
—¿Qué es todo ese ruido?
—Solo estamos arreglando las goteras que hay en el techo del salón de baile.
—Tal vez vaya a echar una mirada.
—No se lo recomendaría, señor. ¡Es demasiado peligroso!
Faltaba poco para la primera Navidad desde la tragedia, y el conde hablaba con su esposa acerca de qué harían para aquella mágica festividad.
—De algo estoy segura —dijo la condesa, mientras acercaba su banco a la estufa donde quemaban una pequeña pila de leña que habían juntado en un intento de cocinar y calentarse—. Este año no podemos traer a los niños para Navidad.
—¿Por qué no? —preguntó el conde.
—Porque no tenemos nada que darles —contestó la condesa—. No tenemos comida para invitarles, ni nada que poner en el árbol ni dinero para comprarles regalos.
—Es cierto. Pero unos cuantos árboles de manzanas escaparon al fuego. Podríamos darles algunas manzanas a los niños. Y cantar no cuesta nada.
—Si ya lo has decidido —dijo ella, poniendo un brazo alrededor de sus hombros—, apoyaré tu decisión.
—¡Dios proveerá para nosotros! —le contestó él con una sonrisa.
Pero acostado esa noche, el conde pensó: «Me estoy volviendo viejo. Ya no me quedan muchas navidades más, tal vez esta sea la última para mí. Te ruego que me ayudes a hacer a estos niños felices una vez más, como lo he hecho antes».
Al día siguiente, el conde invitó a los niños como acostumbraba hacerlo. No obstante, en su carta les explicó lo siguiente:
«Esta Navidad será diferente a las demás celebraciones realizadas en el castillo. Lamentablemente, debido al gran incendio, no estaremos en condiciones de entregar regalos. Pero eso no debería impedirnos celebrar con alegría y canciones el nacimiento de Cristo. Les ruego que vengan y lo celebren con nosotros».
El día de Navidad amaneció brillante y blanco. El conde Steinhausen y su esposa escucharon un ruido a la distancia. La condesa miró por la ventana para ver de dónde venía.
—¡Están llegando! —le dijo emocionada al conde—. ¡Son los niños que invitaste! ¡Y parece que con ellos viene todo el pueblo!
—¿Cómo dices? Sé que los invité, pero no pensé que este año fueran a venir tantos, puesto que conocen nuestra situación…
—¡Acércate a la ventana y mira!
—Sí, los veo. ¡Y también los escucho, delante de ellos viene un grupo de músicos y todos bailan al ritmo de una alegre tonada! ¡Llama al jardinero! ¡Abran las puertas de par en par para recibir a nuestros invitados!
Enseguida los alegres saludos de «¡Feliz Navidad! ¡Feliz Navidad a todos!» hicieron eco en el patio.
—¡Pasen mis queridos niños! —dijo el conde a los pequeños—. Me alegro de verlos. No esperaba que vinieran tantos. Me temo que no hay mucho espacio para todos ustedes. Es que el salón de bailes está en reparación.
—¡Por favor, señor conde, déjenos pasar! ¡Al salón de baile! ¡Todos al salón de baile! —insistieron.
—Está bien, pero no esperen gran cosa. No he podido reparar el salón de baile por falta de dinero.
Pero antes de que pudiera decir más, ellos comenzaron a abrir las puertas.
Para su sorpresa y mientras ellos lo llevaban de la mano, el conde vio que en medio del salón de baile había un árbol de Navidad inmenso. Se quedó boquiabierto al ver que debajo del árbol había un montón de regalos. Todo había quedado perfectamente reparado; habían arreglado el techo y hasta habían sacado brillo al piso.
—¿Quién es el responsable de esto? —preguntó el conde—. ¡Vaya! ¡El salón se ve hasta mejor que antes!
—Algunos de los niños a los que usted les obsequió herramientas se ofrecieron a devolverle el favor —dijo el jardinero señalando a los aprendices.
—¡Así que esto es lo que habías estado haciendo! ¿En qué momento lo hicieron?
—Hicimos el trabajo mientras usted estuvo ausente la semana pasada visitando a los pobres de un pueblo cercano —explicó el jardinero.
—No lo puedo creer —exclamó el conde—. ¡Gracias! —Luego preguntó a los demás—: ¿De dónde sacaron este árbol?
—¡Nos lo dio el bosque y nosotros que lo queremos se lo damos a usted! —gritaron con gusto.
Miró a su alrededor a todas las radiantes caritas y comenzó a abrazar a tantos como pudo.
—Tengo el corazón tan embargado de gozo que casi no puedo hablar.
Mientras lo acercaban de la mano hacia el árbol, el conde se sorprendió al descubrir que todos los paquetes eran para él y su esposa. Cada vez que abría un regalo todos los niños aplaudían y gritaban vivas.
Les llevó bastante tiempo abrir todos los regalos poco comunes. En los paquetes estaban cada uno de los tesoros familiares que el conde y la condesa habían tenido que vender para sobrevivir.
La pareja ya no podía contener las lágrimas por otro minuto, pero había más. Un niño puso en la mano del conde un paquete envuelto de un modo muy especial con una nota que decía: De parte de todos los ciudadanos de Winkitz.
—Quisimos obsequiarles este reloj de arena por todos los años en que nos han cuidado y ayudado, sobre todo en Navidad —señaló el niño mensajero con cierta dificultad, mientras leía el mensaje cuidadosamente preparado.
Todos aplaudieron y aclamaron.
—¡Lea la inscripción que está al final! —gritó uno de los niños.
El conde leyó en voz alta:
Fue la Navidad más bella que jamás había tenido el conde. Como siempre, hubo bailes y abundantes juegos y un banquete de la deliciosa comida que trajo cada uno. Y para satisfacer su apetito había pasteles espléndidos, grandes tazones de gelatina e inmensos pasteles rellenos de pasas, nueces y fruta confitada.
—¡Por la alegría de dar! —exclamaron todos los presentes al tiempo que levantaban los vasos para brindar.
Luego de cantar alrededor del árbol, los niños se acercaron y uno por uno fueron diciendo: «¡Feliz Navidad!» Antes de retirarse a sus hogares, le tenían reservada otra sorpresa.
—Buen conde, mire la repisa de su ventana.
En la repisa había un esqueje de parra.
—¿Qué es esto? —preguntó el conde.
—Hemos cuidado los esquejes que usted nos obsequió y ahora se han convertido en fértiles parras —le explicó uno de los aldeanos—. Y cuando llegue la primavera las plantaremos en su viñedo y este renacerá. ¡Y en unos cuantos años usted estará produciendo el mejor vino de Alemania una vez más! ¡Ya verá!
Una vez que se fueron todos, el conde y la condesa pasaron un tranquilo momento juntos.
—¡Vaya, vaya, qué Navidad tan feliz ha sido ésta!
—¡Que tengas muchas más, cariño mío! —le contestó la condesa.
Y así sucedió.
Cual reloj de arena al que se le da vuelta y se llena de nuevo, ambos cosecharon lo que habían sembrado.
Texto: Curtis Peter van Gorder. Illustración: Sandra Reign. Color: Yoko Matsuoka. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.