—¿Adónde van? —preguntó Karen a sus cuatro amigos que pasaban por la vereda.
—A casa del Sr. Colin —respondió Chris. Él y Susana tenían doce años y eran los mayores del grupo.
Karen apretó el paso para alcanzar a los otros.
—¿Se refieren al Sr. Colin Hedgcome? Todo el mundo dice, ya saben que… —dijo mientras se tocaba la cabeza— ...que le falta un tornillo. Dicen que ve cosas inexistentes y locuras por el estilo.
—Tú no lo conoces tanto como nosotros —exclamó Ziggy—. ¡Es buena onda!
(Ziggy tenía ocho años y era el menor de los cinco.)
—Sí. Es nuestro amigo —añadió Chris—. No está bien que hables así de él cuando ni siquiera lo conoces.
—Lo siento. Solo repetía lo que dice la gente —contestó Karen.
Karen, de once años, llevaba poco tiempo de regreso en Sheldon. Dos años antes se había mudado con sus padres a una ciudad cercana, Clarksdale, debido al trabajo de su padre. No obstante, Sheldon era una ciudad en crecimiento, por lo que volvieron a trasladar a su papá.
Irse de Sheldon había sido difícil para Karen. Tuvo que dejar a sus amigos y todo lo que conocía y comenzar de cero. Ahora estaba de vuelta y muchas cosas habían cambiado. La ciudad no era la misma, incluso los intereses de sus amigos habían cambiado. Con todo, Karen no desistió. Le encantaba la aventura y estaba lista para cualquier experiencia que supusiera un reto.
—Tú no te crees todo lo que dice la gente, ¿o sí? —le preguntó Susan.
—La verdad que no... bueno, depende. Pero, dime, ¿por qué van a visitar a ese anciano?
—Lo que pasa es que tiene cosas bien bacanas de por lo menos cien años de antigüedad. Él es como una máquina del tiempo —exclamó Kento.
—Sí —añadió Ziggy—, y hace un batido de frutas con helado de mango buenísimo…
—Y lo más importante —interrumpió Susana—, cuenta unas historias cheverísimas. Nos ha estado contando su vida.
—¿Hasta dónde les ha contado? —preguntó Karen.
—Bueno... el Sr. Colin nos dijo que fue mecánico de la fuerza aérea durante la Segunda Guerra Mundial. Cierta vez, estaba en un bosque protegido de una isla del Pacífico y, como tenía hambre, mató el cuco del jefe de una tribu. Tuvo que huir en canoa a una isla cercana para escapar de la muerte. Matar a uno de los cucos del jefe no fue buena idea.
—Ya me lo imagino —respondió Karen.
—Después se consiguió un empleo en otro país trabajando en una planta de laminación de acero —añadió Susana—. Era un trabajo sin futuro. Uno de sus amigos murió en un accidente en la planta, lo cual le hizo pensar en muchas cosas. Luego clamó a Dios y recibió una gran revelación, tras lo cual se hizo misionero.
—¿Y...?
—Hasta ahí nos ha contado —respondió Susan recuperando el aliento.
—De modo que si quiero conocer el resto de la historia tendré que ir con ustedes, ¿verdad?
Susan asintió con la cabeza.
—Lo puedes conocer en persona y ver qué te parece, en vez de limitarte a escuchar lo que dice todo el mundo —añadió Chris con una sonrisa.
Al poco rato llegaron al portón blanco donde empezaba la propiedad del Sr. Colin. Recorrieron el camino que atravesaba el jardín, que estaba lleno de diversos árboles y flores que el Sr. Colin había traído de sus viajes. Había un árbol de clavo de olor que había traído de Zanzíbar, hayas de Bulgaria y varios tipos de orquídeas de El Salvador.
Había un puente arqueado de color rojo sobre un pequeño estanque ubicado en medio de un jardín japonés. En la superficie flotaban lirios rosados y peces de color naranja y blanco nadaban serenamente en el agua.
Subieron por las escaleras que conducían a una sencilla casa de dos pisos. La casa no era nada del otro mundo, salvo por su color azul brillante y una gigantesca secoya que había en el jardín de atrás y cuyas ramas se elevaban muy por encima del techo. Al prepararse para llamar a la puerta, Chris alzó un gran aro que atravesaba la nariz de un tigre de bronce.
—Eso da miedo —dijo Karen mirando al feroz tigre de bronce.
—El Sr. Colin lo consiguió en uno de sus viajes por el Tibet —explicó Susana.
Chris golpeó dos veces.
Friski, el perro labrador del Sr. Colin los saludó con un amistoso ladrido desde la ventana. Él era su única compañía.
El Sr. Colin abrió la cortina para ver quién era y al ver a sus amiguitos sonrió. Con lentitud y haciendo un gran esfuerzo, abrió la puerta y los saludó calurosamente. Había perdido gran parte de su cabello, pero lo compensaba con su hermosa y abundante barba blanca.
—Son la patrulla —dijo, y al fijarse en Karen, añadió—. ¡Vaya!... ¿una nueva integrante?
—Karen es una vieja amiga —explicó Susan—. Regresó a Sheldon hace una semana.
—Bien, me alegro que la hayan traído con ustedes. Otro integrante para la patrulla... ¡La patrulla de los 5! —el Sr. Colin sonrió ante su ocurrencia y añadió—: Suena bien.
—Sr. Colin, estamos muy interesados en escuchar el resto de su historia —dijo Ziggy.
—Ustedes son unos chicos muy amables —dijo el Sr. Colin sonriendo—. Enseguida continuaremos con la historia. Pónganse cómodos. Estoy en la cocina. Como supuse que iban a venir hoy, preparé una de mis bebidas favoritas... ¡un batido de aguacate!
—Ves, te dije que era buena onda —susurró Ziggy mientras codeaba ligeramente a Karen.
Mientras se dirigían a la sala, Karen echó un vistazo dentro de las habitaciones que iban pasando. En un cuarto vio que había varios instrumentos musicales: una cítara, un ukelele y diversos tambores de aspecto africano.
¿Me pregunto de dónde habrá sacado todos esos extraños instrumentos? —Se preguntaba—. Me encantaría tocarlos.
Frisky estaba ocupado procurando recibir la mayor cantidad de caricias y palmaditas de cada uno de los niños. Los cinco se dirigieron a su asiento favorito. El Sr. Colin hablaba mientras servía la cremosa y helada bebida en vasos grandes con pajitas (cañas).
—Aprendí a hacer este jugo en uno de mis viajes a Indonesia. Es un licuado de aguacate (palta), coco rallado, azúcar, crema y hielo picado. Es uno de los mejores jugos conocidos por el hombre. ¡Es un néctar de Dios!
Mientras tomaban la bebida, el Sr. Colin siguió contándoles la historia de su vida valiéndose de fotos de sus aventuras misioneras.
—Aquí estoy con Maureen —dijo el Sr. Colin con un brillo en los ojos, mientras señalaba una foto en la que aparecía mucho más joven con su esposa.
—Era bonita —señaló Karen.
—¡Maureen era un ángel! Y seguro que en el Cielo está aún más bonita —dijo el Sr. Colin con nostalgia y prosiguió—. Aquí realizábamos un programa escolar en la India. La gente del lugar tenía que cargar el agua desde muy lejos todos los días, así que el Señor nos ayudó a construir un mecanismo que llevaba el agua directamente al centro del poblado.
—¿Qué hace esa serpiente ahí? —preguntó Chris señalando otra foto en la pared.
—Es una serpiente pitón que decidió venir a una clase de la Biblia que yo estaba dando en Camerún. En esta foto estamos dando de comer a gente sin hogar en México. Cuando nos fuimos algunos de nuestros amigos continuaron con la obra.
El Sr. Colin siguió describiendo varias fotos más hasta que llegó a un hermoso cuadro que estaba colgado encima de la chimenea. El artista había retratado a Jesús descendiendo de los cielos a la Tierra.
—Y aquí está el que hizo posible todas las aventuras de mi vida —dijo el Sr. Colin mientras observaba el cuadro.
—Que perspectiva tan asombrosa y qué colores tan brillantes —exclamó Chris que era un apasionado del arte.
—¡Se ve tan real! —comentó Susan.
—Es curioso que lo menciones. El otro día la pintura pareció cobrar vida y me dijo que pronto me iba a ir a Casa.
—¿A casa? Yo creía que esta era su casa —le dijo Karen sorprendida.
—Nuestro hogar eterno es el Cielo. Jesús me dijo que pronto me voy a encontrar con Maureen allí.
—No se vaya todavía —le dijo Susan en voz baja.
—Debo irme. Como dice la vieja canción —el Sr. Colin se puso a cantar un blues:
—Bueno, ya basta de hablar acerca de mí. ¿Y ustedes qué han estado haciendo?
—Kento ha estado construyendo un kart para la gran carrera que organizó la ciudad y que rememora los años 50 —dijo Susan. Kento asintió con la cabeza.
—¿Ya funciona, hijo?
—Casi. Pero me está costando trabajo hacer que funcione la dirección.
—Yo tengo algo que te puede ayudar en ese aspecto: poleas.
—¿Cómo pueden ayudar? —preguntó Ziggy.
—Primero veamos si todavía las tengo. Acompáñenme al desván —dijo el Sr. Colin, y los llevó fuera hasta el tronco de la secoya.
—¡Qué árbol tan gigantesco! —exclamó Chris.
—Sí. Tiene tres metros de diámetro.
—¿Dónde está el desván? —preguntó Kento.
—No pensarán que un viejo loco como yo va a tener uno de esos desvanes aburridos en la parte de arriba de su casa, ¿verdad? — replicó el Sr. Colin mientras abría una puerta que había sido hecha en la corteza del árbol—. No señor, yo tengo algo un poco más excéntrico.
El interior del árbol estaba completamente hueco y los chicos miraban asombrados. El Sr. Colin encendió una luz y se vio un cuarto lleno de cajas puestas en unos polvorientos estantes. También había una escalera que conducía a un segundo piso.
—Este es mi desván.
—¡Qué lugar más bacán! —dijo Chris admirado.
—¿Podemos echar un vistazo? —preguntó Karen.
—Para eso son los desvanes —respondió el Sr. Colin.
—¿Cómo hizo este cuarto dentro del árbol? —preguntó Kento.
—Vino con la casa. Nadie sabe a ciencia cierta quién lo construyó, aunque se han tejido toda clase de historias al respecto. Una cuenta que lo hizo un pionero hace mucho tiempo para escapar de un ataque de los indios. Otros dicen que el hueco lo hizo un rayo, pero que el árbol siguió creciendo. Luego otros afirman que fue causado por un hongo. Y finalmente... —el Sr. Colin hizo una pausa para un mayor efecto— hay una vieja leyenda que dice que era la guarida de un dragón.
—¡Ah! —exclamaron los cinco.
—A ver, ¿dónde puse esas poleas? Veamos... —preguntó el Sr. Colin mientras miraba a Frisky.
Los otros comenzaron de inmediato a explorar los viejos artefactos que llenaban el cuarto. Karen se puso a tocar una vieja cítara nigeriana que produjo un resonante acorde de lo más inusual.
—Después de tantos años necesita que la afinen —comentó—, pero es interesante.
Susan tomó un periódico ya amarillento impreso a fines del siglo XIX. Leyó en voz alta un anuncio:
Adquiera un braguero. Marcus Abercrombie dice: «Yo tengo un braguero que ayuda a curar las hernias. No lleva banda metálica y sostiene cualquier hernia.»
Susan alzo la vista sorprendida.
—¿Qué es un braguero?
—Humm... —dijo el Sr. Colin con una sonrisa—. Tal vez sea un par de calzoncillos solo que más resistentes.
Todos se rieron.
—Ah, aquí están... —dijo el Sr. Colin, y le entregó dos poleas a Kento. Seguidamente tomó un lápiz y un bloc que tenía en el bolsillo de su camisa e hizo un diagrama de cómo emplearlas con el volante del Kart.
—Vean este viejo gramófono —dijo Karen—, ¿todavía funciona?
—Solo hay una forma de averiguarlo —respondió el Sr. Colin, y tomó un empolvado disco negro de 78 rpm y 25 cm de diámetro, y lo puso en el tocadiscos. Dio la vuelta a la manivela del tocadiscos para darle cuerda. Con mucho cuidado colocó la aguja en el disco que giraba. Por el enorme y ornamental cuerno de bronce salió una chillona canción que decía:
La canción acabó con un chisporroteo y el Sr. Colin levantó la aguja del disco.
—Es una canción bonita —comentó Karen—, me gustaría aprenderme los acordes.
—Habla de no preocuparse del futuro —dijo el Sr. Colin pensativamente—, lo cual me parece una buena idea. Pero, existe una manera de conocer el futuro.
—¿Cómo? —preguntó Chris con curiosidad.
—Dios puede responder nuestros interrogantes y brindarnos consejos o mostrarnos cosas del futuro cuando nos sea útil. ¿Se acuerdan de ese versículo de Jeremías que les enseñé la última vez?
—«Clama a Mí, y Yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces» —recitó Susan—. Jeremías 33, versículo 3.
—Muy bien, Susan. Y un ejemplo de algo grande y oculto que Dios me ha enseñado y que yo no conocía, es que pronto me voy a casa.
Se hizo un silencio incómodo por un momento. Nadie quería pensar que el Sr. Colin los dejaría tan pronto.
—Oiga, podría organizar una venta de garaje con todos estos trastos… quiero decir... objetos —dijo Kento para cambiar de tema.
—Buena idea. No sé por qué he guardado todas estas cosas, será porque venderlas sería como vender mis memorias. Además, no creo que me den mucho por ellas, ¿verdad? —preguntó el Sr. Colin.
—Seguro que podría vender este maravilloso cuadro a buen precio —dijo Chris señalando un enorme cuadro de un musculoso ángel de tez oscura que le entregaba unas monedas a un joven. El ángel aparecía de pie ante el joven, que estaba de rodillas ante él. Pequeños destellos de una brillante luz blanca dibujaban la silueta del ángel.
—Ah, lo encontré en una venta de objetos usados y me pareció una pieza única. Tenía pensado limpiarlo un poco y ponerle otro marco, pero tal vez nunca lo haga.
Todos se juntaron alrededor de la pintura para verla mejor.
—Aparte de la técnica tan interesante que utilizó el pintor, parece algo sobrenatural —dijo Chris—. ¿Qué significa?
—Me dio la impresión de que era algo más que una simple pintura bonita. Mirando el cuadro, Jesús me mostró que las monedas son como nuestra fe en Dios, que es algo que hemos recibido.
De pronto, el Sr. Colin le entregó la pintura a Chris, que se sobresaltó y quedó un poco pasmado con lo pesada que era.
—Pueden ponerla en ese lugar donde se juntan... la Cabaña, ¿cierto?
—Ajá... ¿pero está dándomela?
—Así es.
—No podemos aceptarla. Tiene un significado muy especial para usted.
—Lleva muchos años guardada aquí. Al menos le dará un bonito toque decorativo a la Cabaña. A fin de cuentas, no me la puedo llevar. No la voy a necesitar, ya que donde voy probablemente vea a ese ángel en persona —dijo el Sr. Colin riéndose.
—Gracias, Sr. Colin. La colgaremos en la Cabaña —dijo Susan.
—Eso me recuerda que hay otra cosa que quiero darles. ¡Es algo sumamente especial!
Abrió un baúl que había en una esquina del cuarto y sacó una pequeña caja de madera. Hizo una pausa antes de abrirla, le encantaba mantener a los chicos en suspenso y que trataran de adivinar lo que había en la caja.
—Adivinen lo que hay dentro.
—¿Son artículos de dibujo? —preguntó Chris.
—No.
—Ya sé… un instrumento musical —dijo Karen.
—No.
—¿Algo para comer? —inquirió Ziggy esperanzado.
—Lo siento. Si fuera así, me imagino que ya no estaría comestible después de tantos años.
—¿Un nuevo invento? —preguntó Kento.
El Sr. Colin negó con la cabeza.
Susan miraba con intensa curiosidad.
—Es un… ay, no sé. ¡Muéstrenoslo, por favor! —le rogó.
—¡Ja! Basta de especulaciones, aunque sus intentos fueron buenos. Echemos una mirada.
El Sr. Colin levantó la tapa para revelar veinte monedas de oro de diversos tamaños colocadas ordenadamente en un terciopelo rojo.
—¡Cómo brillan! —exclamó Ziggy.
—¡Caray, nunca había visto monedas así! —dijo Chris con asombro.
—¿Qué es lo que dicen las inscripciones? —preguntó Susan, tomando una para verla mejor.
—Es latín, el idioma de los romanos de la antigüedad. Estas monedas son muy antiguas y muy valiosas.
—¿Dónde las consiguió? —preguntó Kento.
—Mi padre me las dio. Él las recibió de su padre, quien a su vez las había recibido de su padre y así sucesivamente. Han pasado diez generaciones hasta ahora. Yo no tengo hijos a quienes pasárselas, por eso se las quiero dar a ustedes para que las cuiden y luego las pasen a otros a su debido tiempo.
Una corriente de aire abrió la chirriante puerta sobresaltando al pequeño grupo.
—¡Dios mío, ya es de noche! —exclamó el Sr. Colin—. Van a tener que irse a casa pronto. Chris, como tú eres el mayor te encargo las monedas. Cuídalas bien, por favor.
—Así lo haré.
—Hagamos una oración antes de que se vayan.
El Sr. Colin juntó a los niños en un círculo y oró:
—Padre, te doy gracias por estos magníficos chicos, por todos ellos. Gracias por el amor que han traído a mi vida y por los buenos momentos que hemos pasado juntos. Acompáñalos y cuídalos. También ayúdalos a valorar estas monedas que les he entregado y a ser buenos administradores de ellas. Lo pido en el nombre de Tu Hijo, Jesús.
—Acompaña también al Sr. Colin —añadió Ziggy—. Siempre lo pasamos tan bien con él, gracias por eso.
Los cinco dijeron amén y partieron enseguida hacia sus casas.
Al día siguiente regresaron a casa del Sr. Colin y llamaron a la puerta, pero nadie respondía. Alcanzaban a oír los ladridos frenéticos de Frisky.
Justo cuando se disponían a irse se les acercó un vecino.
—¿Han venido a ver al señor Hedgcome? —preguntó el vecino.
—Sí. Pero parece que no está en casa. ¿Sabe usted a qué hora va a regresar?
—Me temo que anoche pasó a mejor vida, mientras dormía. Fue justo después de medianoche, según el médico.
Los chicos se quedaron consternados. La noticia los entristeció de inmediato.
El vecino prosiguió:
—Lamento haberles dado la noticia tan repentinamente. He visto que solían venir a visitarlo, por lo que imagino que ustedes eran sus amigos.
—Lo éramos —dijo Susan, y se le saltaron las lágrimas.
Frisky ladraba cada vez más fuerte.
—Solo vine a encargarme del perro del anciano y llevarlo a la perrera municipal —les explicó el vecino.
—¡Uy, por favor, no haga eso! Les preguntaremos a nuestros padres si podemos encargarnos de él.
—No sé...
—¡Por favor, señor!
—Bueno, supongo que estará bien.
El vecino le puso la correa a Frisky y se la pasó a Chris.
Los niños le agradecieron y se fueron tristes por la calle por donde habían venido.
Más tarde ese mismo día, todos se juntaron en la Cabaña para hablar de lo que iban a hacer.
—Siempre me gustaba ir a casa del Sr. Colin —dijo Susan—. Era como mi abuelo después de que murió el mío. El tiempo pasaba volando cuando estábamos con él.
—Nos enseñó tantas cosas —añadió Kento.
—No era raro en absoluto —dijo Karen—. Tal vez distinto, pero no loco como decía la gente. Cuánto me hubiera gustado haberlo conocido mejor.
—Estoy seguro de que ahora está feliz. Probablemente se siente mucho mejor que antes —dijo Chris, procurando animar a los otros y animarse sí mismo.
—El Sr. Colin era lo máximo, era la persona más interesante y divertida que he conocido. Lo voy a extrañar —dijo Ziggy.
—Sí —dijeron los otros cuatro.
Se hizo silencio en la Cabaña por un rato hasta que finalmente Chris rompió el silencio.
—¿Qué vamos a hacer con respecto a las monedas?
—El Sr. Colin dijo que eran valiosas, ¿verdad? —respondió Karen.
—¿Qué intentas decir? ¿Qué debemos venderlas? —preguntó Susan.
—N-no. Ahora que nos pertenecen a nosotros, sería bueno saber cuánto valen. Al menos podríamos llevarlas a un joyero y averiguar su valor.
—Supongo que no nos vendrá mal saberlo —dijo Chris.
—Me parece bien —dijo Kento. Ziggy estuvo de acuerdo, mientras que Susan se encogió de hombros.
—¿Dónde encontraremos una tienda de monedas? —preguntó Ziggy.
—Podemos buscar en Internet una que quede en nuestro barrio —contestó Karen.
Kento buscó en su smartphone y los demás se juntaron en torno suyo.
—«Casa de las monedas» y «El paraíso de los coleccionistas». Es todo lo que tienen aquí. «Casa de las monedas» queda más cerca. Está en la Avenida Crispen.
—Avenida Crispen —dijo Susan—. Está un poco...
—¿Un poco qué?
—N-nada. Hay un bus que nos lleva hasta allí y podemos ir y volver en un santiamén.
Con la caja de monedas en la mano, los chicos se subieron al bus que los dejó en la puerta de la tienda. El local estaba recién pintado y con sus paredes blancas y ventanas enmarcadas, parecía fuera de lugar en ese sector gris y sucio de la ciudad.
—No parece una zona muy buena —dijo Kento con cautela.
—Pienso lo mismo —añadió Susan.
—Pero la tienda se ve bien —dijo Chris—, solo queremos que nos digan cuánto valen las monedas.
—Hemos venido hasta acá. No alcanzaremos a ir a otra tienda antes de que oscurezca —suspiró Karen—. ¿Y quién sabe si las otras van a ser mejores que ésta?
—Entremos —concluyó Chris.
—¡Esperen! Creo que nos estamos olvidando de algo... —exclamó Susan, haciendo que se detuvieran antes de entrar. Desde un principio ella no había estado muy segura de todo el asunto. Parecía que algo no estaba bien. Para colmo, seguía pensando que se estaban olvidando de algo.
—¡Eso es! —pensó, y se acordó que el Sr. Colin les repetía con frecuencia que cuando no estuvieran seguros de algo o no supieran qué hacer, debían orar.
Pero ahora nos estamos olvidando de hacer justamente eso.
—¿Nos olvidamos de qué? —respondieron los demás al unísono.
A Susan de pronto le entró vergüenza y se sonrojó.
Una cosa era que el Sr. Colin les recordara que oraran, ¿pero que lo hiciera ella? Susan hizo una mueca de solo pensarlo.
Y además —se dijo —solo vamos a averiguar su valor, eso es todo.
Se encogió hombros y miró al suelo.
—Nada —replicó tímidamente—. Yo... este... ¡nada!
Al abrir la puerta de la tienda un timbre anunció la llegada de los chicos. El administrador salió de detrás de una cortina con una sonrisa sospechosa y poco sincera en el rostro. Tenía demasiada gomina en el pelo y un grueso bigote cubría su labio superior. Sus ojos eran pequeños, oscuros y brillantes y tenía la nariz extrañamente torcida por habérsela roto en varias ocasiones. Frisky de inmediato mostró su disgusto con una serie de gruñidos amenazadores, pero se calmó después de que Kento le ordenara callarse.
—Hola, Sr... —comenzó a decir Chris.
—Me apellido Manchester —Sr. Manchester, pero todos me conocen como Skeets. ¿Qué puedo hacer por ustedes, amigos?
—Bueno, Sr. Skeets, tenemos unas monedas que nos dio un amigo y queríamos que usted las vea —dijo Karen.
—Para eso estamos. Veámoslas.
Chris sacó de su mochila la caja de madera, la puso sobre el mostrador de vidrio y levantó la tapa con cuidado. El administrador abrió los ojos como platos, y luego mostrando indiferencia las examinó una por una con su lupa durante un largo rato. Tras consultar unos libros que tenía en un estante, colocó la lupa en el mostrador y miró de cerca a los cinco amigos.
—¿Cómo dijeron que las habían conseguido? —preguntó.
—Nos la dio un anciano que era un buen amigo nuestro.
—¿Era?
—Falleció.
—Hmm. ¿Así que les dejó estas monedas a ustedes?
—Sí.
—¿Dónde las consiguió él?
—Dijo que su padre se las había dado.
—Disculpe, pero, ¿por qué nos hace todas estas preguntas? —inquirió Susan.
—En mi negocio hay que tener mucho cuidado.
—¿Cuidado?
—Bueno, jovencita, es como...
—¿Puede decirnos cuánto valen? —dijo Chris.
El hombre hizo una breve pausa, apoyó los antebrazos sobre el mostrador y se inclinó hacia adelante.
—Debo decirles que estas son muy buenas imitaciones... muy buenas, por cierto. ¿A qué se dedicaba ese anciano?
—Era misionero.
—Viajó por todo el mundo —añadió Ziggy.
—Ah, eso lo explica. Los nativos de esas tierras lejanas siempre están tratando de venderles monedas falsas a los turistas. Si es que saben a qué me refiero.
—No, no sabemos a qué se refiere —replicó Chris—. El Sr. Colin nos dijo que estas monedas eran muy valiosas, y que han sido pasadas de una generación a otra en su familia. Al menos deberían tener valor por su antigüedad.
—Eres un chico listo, pero crédulo. Sí, aunque hubieran pasado por el número que sea de generaciones...
—Diez —interrumpió Susan.
—Diez, lo que sea —dijo Skeets, irritándose un poco—. Déjenme decirles que estas monedas no tienen más de diez años de antigüedad, y ciertamente no son de la antigua Roma. Lo que quiero decir es que los ancianos muchas veces se inventan historias. Empiezan a volverse locos y a contar cosas que nunca ocurrieron.
—El Sr. Colin no estaba loco —dijo Ziggy—. El hecho de que haya muerto no significa que no pudiera pensar correctamente.
—Muy bien, si desean les hago un favor. Les compro estas monedas... solo como un favor. Parece que ese anciano era importante para ustedes.
—Lo era —replicó Susan.
—De acuerdo. Les voy a dar veinte dólares por ellas. Me podrían servir para ponerlas en el escaparate de la tienda. Podrían atraer algunos clientes.
—¿Solo veinte? Pero el Sr. Colin nos dijo que eran muy valiosas.
—Obviamente no conocía muy bien sus monedas. Además, yo soy un experto en este campo, y déjenme decirles que nadie les va a dar dinero por estas monedas. Apenas valen el material con que están hechas. Aunque servirían para una excelente decoración.
—Mire Sr. Skeets, no teníamos pensado venderlas —dijo Karen—, y aunque para usted no valgan nada, para nosotros sí tienen valor.
—Karen tiene razón —dijo Kento—, al menos harán que nos acordemos del Sr. Colin, aunque usted diga que no valen mucho.
—Quizás deberíamos buscar una segunda opinión —dijo Susan en voz baja.
—No sean ridículos... miren, yo solo estaba tratando de ayudar —dijo Skeets con el ceño fruncido, pero rápidamente lo reemplazó con una sonrisa falsa—. Pero como veo que han decidido quedarse con las monedas, nuestra reunión ha terminado. Buen día, niños.
Abrió la puerta y los hizo salir.
—La próxima vez no me hagan perder el tiempo.
Mientras los chicos se alejaban por la calle, Skeets cerró la puerta con llave y puso el cartel de Cerrado.
Durante el viaje de regreso reinó el silencio, que fue disipado únicamente por unos cuantos susurros de desencanto. Chris seguía aferrado firmemente a la mochila en la que llevaba la caja con las monedas.
—Sin valor, ¿eh? —dijo entre dientes—. Lo dudo.
Susan miraba por la ventana del bus. Estaba profundamente pensativa. Me pregunto por qué habré pensado que no debíamos entrar a esa tienda. Ese tipo no era amable en lo más mínimo, pero nada pasó. Es que estaba preocupada de que perderíamos las monedas. Pero ni siquiera tienen valor, al menos eso dijo el tipo...
—¡Susan! —le dijo Karen, sacudiéndola.
—¿Qué?
—Te he llamado tres veces. Vamos, tenemos que bajarnos.
—Ah, gracias —le dijo Susan, mientras se levantaba del asiento y seguía a los demás para bajar del bus. Se quedó quieta unos instantes en la parada.
—Extraño al Sr. Colin —susurró.
—¿Qué te pasa? ¿No vienes con nosotros a la Cabaña?
—No, Karen, creo que me voy a mi casa.
—¿Estás bien? Pareces distraída.
—Estoy bien. Los veo mañana.
—Muy bien —le respondió Karen, tras lo cual echó a correr para alcanzar a los chicos que lentamente bajaban por la vereda en dirección a la casa de Chris, en cuyo jardín trasero se encontraba su sitio de reunión.
Estaban tan absortos en su melancolía que ninguno notó al hombre demacrado que se bajó del bus con ellos, como tampoco lo vieron cuando se subió con ellos. Susan iba caminando en dirección opuesta, cuando oyó en su mente un susurro.
Date la vuelta.
—¿Ah? —se cuestionó en voz alta.
Simplemente date la vuelta, persistió el pensamiento.
Se detuvo y se dio la vuelta para ver a la última de las cuatro figuras que doblaban la esquina.
—Y ahora, ¿qué? —se dijo a sí misma refunfuñando.
De pronto, a poca distancia de sus amigos, una silueta delgada y desgarbada salió de detrás de un árbol. Miró hacia ambos lados de la silenciosa calle para asegurarse de que nadie lo hubiera seguido. El hombre hizo una pausa al mirar hacia donde estaba Susan. Ella se escabulló por una entrada que había cerca, y al darse cuenta de que era la de su casa, corrió a la puerta y entró.
—¿Susan?
—Sí, mamá, soy yo —le respondió, mientras subía corriendo las escaleras rumbo a su habitación, para echar un vistazo al hombre desde la ventana de su cuarto.
No fue difícil ver al hombre por lo bien iluminada que estaba la calle. Parecía estar siguiendo a sus amigos, pero luego cruzó la calle con toda naturalidad, alejándose de ellos. Ella esperó en su ventana, pero el hombre no volvió a aparecer. Luego su madre la llamó para cenar.
¿Qué me estará pasando? —se preguntó Susan mientras bajaba las escaleras—. Tengo el presentimiento de que algo malo va a pasar, pero no sé lo que es. Y me hace pensar en que algo malo va a salir de todo esto que estamos haciendo.
Qué tontería. Se encogió de hombros e hizo a un lado esos pensamientos.
Sin embargo, esa noche, echada en su cama, se puso a pensar en todo lo que había ocurrido durante el día: en la muerte del Sr. Colin, la idea de averiguar el valor de las monedas, la advertencia que había sentido, el dueño poco amable de la tienda, la voz que la había hecho darse la vuelta y descubrir al presunto acosador.
Ese hombre, pensó, debe de ser que me estoy aburriendo, ni siquiera los siguió. Al menos yo no lo vi. No, simplemente ha sido un día largo y estoy cansada.
Pero mientras cerraba los ojos recordó las palabras que el Sr. Colin le había dicho una vez. «El hecho de que algo no tenga sentido no significa que la voz que te habla al corazón esté equivocada. A veces Dios nos dice que tengamos cuidado o que no hagamos algo, y es prudente hacer caso de esa voz. De lo contrario, se nos pueden presentar problemas inesperados.»
—Por favor, Jesús —rezó—, ayúdame a no tener miedo de decir algo a mis amigos, aunque parezca cursi o raro. Perdóname por no haber hecho caso de la voz que me dijo que debíamos orar antes de ir a la tienda. Sería terrible que algo ocurra porque yo no me atreví a hablar.
Al cerrar los ojos para dormir, escuchó en su mente la voz del Sr. Colin que le citaba uno de sus versículos favoritos de la Biblia: «Todas las cosas ayudan a bien a los que aman a Dios.»
Con ese pensamiento se quedó plácidamente dormida.
Continuará...
Autor: Peter van Gorder. Ilustraciones: Jeremy. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022