Nivel 2 aventuras de la patrulla de los 5 Archivos
La aventura de Frisky
Aventura de la patrulla de los 5
Era un frío día de invierno en Sheldon. Los vendavales habían reducido la temperatura durante toda la semana. Las suaves nevadas y la diversión navideña habían sido opacadas por el frío y la humedad. Los niños de la ciudad no podían sino esperar con impaciencia el calor primaveral.
En el cuarto de Kento, él y Ziggy elaboraban una flota de aviones de papel que Kento había bajado de Internet. A pesar de su concentración, a Kento se le escapó un suspiro. Había pasado una semana desde la última reunión de la patrulla en la Cabaña, y desde entonces no había pasado gran cosa.
—Terminé otro —anunció Ziggy, sosteniendo triunfalmente el avión en el aire.
—El pegamento ya casi seca en éste —añadió Kento—. ¿Cuántos hemos hecho?
—Doce.
—¡Ziggy! —la mamá de Kento lo llamó desde el primer piso—. Tu papá acaba de llamar. Viene a recogerte en cinco minutos. Y Kento, la cena estará servida en diez minutos. Más vale que empieces a recoger.
—Parece que se nos acabó el tiempo —concluyó Ziggy.
—Gracias por venir —añadió Kento—. Nos vemos mañana en el colegio.
Ziggy guardó con esmero cuatro aviones de papel en una caja de zapatos y la metió en su mochila.
—Te veo mañana —se despidió.
Mientras bajaba las escaleras, observó que el coche de su padre estaba estacionado afuera. La lluvia no cesaba. Ziggy tuvo que sostener su mochila sobre la cabeza para protegerse del chaparrón mientras corría hacia el coche. Se subió de un salto al asiento trasero y mientras su padre conducía, resonaba la voz del reportaje meteorológico en la radio del coche.
Se prevé que continúen los fuertes vientos, trayendo consigo nieve. Las bajas temperaturas descenderán a menos cero grados esta noche. Se recomienda tener cuidado al conducir, puesto que algunas calles presentarán congelamiento…
La casa de Ziggy no estaba muy lejos. A decir verdad, de no ser por el viento y la lluvia, podría haber llegado caminando. Pero hacía un frío atroz y el coche estaba tan calentito. Poco antes de llegar a la calle Claremont, donde vivían, empezó a caer una fuerte granizada.
Al detenerse frente a la cochera de la casa, Ziggy escuchó los animados ladridos de Frisky. Momentos después, se abrió la puerta y el perro corrió a su encuentro. Caía tanto granizo que Ziggy corrió sin detenerse a la casa, dándole solo una palmadita en la cabeza a Frisky. Su padre también se apresuró a entrar y cerró la puerta.
—Espera —gritó Ziggy—. Frisky aún está afuera.
—Lo siento. No lo vi.
Ziggy abrió la puerta y se asomó a la tormenta de granizo. No había rastro de Frisky.
—¿Adónde ha ido? Estaba aquí hace un momento.
—No te preocupes, hijo. El perro estará bien. A lo mejor quería estirar las patas y respirar un poco de aire puro. Ya volverá.
A Ziggy se le fue el alma a los pies. No le gustaba que Frisky estuviera solo en la calle, mucho menos con el tiempo inclemente. Pero su padre tenía razón. A Frisky le gustaba comer tanto como a Ziggy, y —en el peor de los casos— volvería cuando tuviera hambre.
El pensamiento le levantó el ánimo. Se reunió con su familia en torno a la mesa y pocas horas después se acostó a dormir. Antes de quedar dormido, oró que el perrito se encontrara a salvo y que encontrara el camino de regreso a casa antes del amanecer.
Frisky se encontraba a solas en la calle, jadeando y resoplando. Había corrido a toda velocidad desde su casa en la calle Claremont hasta un extremo del bosque Pine Ridge. Desde su posición observaba la oscura maraña de pinos, arbustos y superficies rocosas.
Frisky había atravesado el bosque Pine Ridge en un par de ocasiones con su antiguo dueño, el Sr. Colin, y luego con la Patrulla de los 5 en aquella inesperada misión de rescate del chico secuestrado en la primavera pasada. Sin embargo, desconocía los recovecos del bosque y el entorno agreste le impedía encontrar el camino. Había dejado de granizar, pero en su lugar caían espesos copos de nieve, que en la oscuridad, cubrían el rastro y ocultaban los puntos de referencia.
Pero había una razón por la que había ido allí. Algo lo había despertado de su siesta y animado a correr sin detenerse hasta llegar allí. Ahora estaba quieto y se puso a escuchar. Procuraba averiguar por qué estaba en ese lugar, tan lejos de su cálido hogar, y de la cena que le esperaba.
De pronto Frisky levantó las orejas. Había escuchado un susurro que venía de una voz que sonaba muy cercana y muy familiar.
Soltó un ladrido, no porque tuviera miedo; solo quería darle una señal a quien fuera que estuviera cerca. Ni siquiera con la agudeza de sus sentidos caninos pudo detectar a nadie.
—¡Eh! ¡Frisky!
Esta vez Frisky reconoció la voz, y vio la silueta de la persona a la que pertenecía. Era su querido antiguo dueño, el Sr. Colin.
Frisky se acercó dando brincos, ladrando con alegría y batiendo la cola.
—Hola amigo, ¿cómo estás? —le preguntó el Sr. Colin, agachándose para estar cara a cara con su fiel compañero de tiempos pasados. Se veía unos 20 años más joven que en sus últimos días de vida.
Frisky soltó otro ladrido de felicidad. El encuentro no se le hacía nada raro, si bien el Sr. Colin había pasado a mejor vida hacía más de un año.
—Yo también me alegro de verte. Te he extrañado —continuó el caballero—. Pero no tenemos mucho tiempo. Pronto esta nevada se convertirá en una ventisca. Ven, sígueme.
Dicho eso, el Sr. Colin se adentró aún más en el bosque. Atravesaba árboles y ramas entrelazadas como si no existieran. El fiel perrito lo siguió a toda prisa entre los arbustos. En ningún momento se preguntó el motivo por el que su dueño estaba allí, el lugar al que se dirigían ni para qué.
—¿Qué pasa? —le preguntó Kento a Ziggy a la mañana siguiente cuando entró al patio del colegio.
—Anoche Frisky salió corriendo y todavía no ha vuelto.
—Qué raro. ¿Había hecho eso antes?
—No.
—Bueno, al menos dejó de nevar. Estoy seguro que se encuentra bien. Es un perro muy inteligente y puede valerse por sí mismo. ¿Quieres venir a mi casa después del colegio para terminar los aviones que estábamos haciendo?
En ese instante se acercó Susan.
—Hola. ¿Cómo están? ¿Qué les parece si nos juntamos en la Cabaña esta tarde después del colegio? Ya no llueve ni nieva y me enteré de que Chris tiene un juego nuevo.
Ziggy se encogió de hombros de mala gana.
—¿Qué pasa? —le preguntó Susan, y Kento le explicó que Frisky había desaparecido.
La campana del colegio interrumpió su conversación y acordaron reunirse en la Cabaña.
—Si no ha vuelto para entonces, podemos idear una manera de encontrarlo —comentó Susan.
Ziggy le dirigió una sonrisa esperanzadora y los tres se dirigieron a sus respectivos salones de clase.
Frisky se movió perezosamente mientras los primeros rayos del sol le calentaban el hocico. Abrió los ojos. Le tomó unos momentos recordar dónde estaba y cómo había llegado allí. Estaba acurrucado debajo de un pequeño afloramiento de roca. Un blanco manto de nieve cubría los árboles y arbustos que se erguían a su alrededor. La tormenta había amainado.
Una ardilla saltó desde los árboles y cruzó el descampado. Se detuvo a mirar al perro y corrió nuevamente hacia los árboles.
Los pájaros trinaban desde la copa de los árboles. Frisky sintió que algo se movía a su lado.
Se dio la vuelta para observar a quien había pasado la noche en su compañía y descubrió a un niño regordete, de unos dos años, cuyo cabello rubio y rizado estaba enredado con palillos y tierra. Frisky no tenía idea de quién era, de dónde había salido ni por qué se encontraba a solas en medio del bosque. Lo único que sabía era que el Sr. Colin lo había guiado al niño y que era responsable de su cuidado.
El niño se estiró y rodó sobre sí mismo. Ramitas y hojas secas se pegaban a su suéter y colgaban de su cabello.
—Mamá —gimoteó.
Frisky se levantó y se sacudió la nieve. Luego volvió a acostarse junto al niño para mantenerlo abrigado.
—¡Eh! ¡Frisky!
Era el Sr. Colin de nuevo.
—Hola amigo —susurró—. ¿Cómo va todo?
El perrito le contestó con un emocionado ladrido.
—Mi querido Frisky, siempre tan leal y obediente. Sabía que podía contar contigo. Gracias por cuidar del pequeño Alejandro y mantenerlo abrigado anoche. Ya debería estar bien. Pero tenemos algo más que hacer. Ven conmigo.
Frisky se levantó de un salto, pero dirigió una mirada de preocupación al crío.
—Estará bien —aseguró el Sr. Colin—. Jesús vela por él. Está saliendo el sol y éste lo calentará. Anoche necesitaba que lo mantuvieras calentito. Volveremos a por él. Vamos.
Entonces, tal como había hecho la noche anterior, el Sr. Colin corrió por el bosque sin siquiera tener que hacer a un lado las ramas para protegerse la cara. Frisky vaciló, y luego emprendió la carrera siguiendo a su amo.
Unos minutos después, el perrito se detuvo frente a un camino pavimentado que atravesaba el bosque. A un lado del camino se veía un coche accidentado. Se había salido de la carretera y se estrelló contra un roble.
La puerta del asiento del conductor estaba abierta. La ventana hecha pedazos. Frisky observó al conductor, que yacía inconsciente. Su cabeza estaba empapada de sangre y ladeada hacia un costado. No parecía haber sufrido otras heridas.
Frisky buscó con la mirada a su amo, pero había desaparecido. Sin embargo, sabía que ese era el lugar al que el Sr. Colin lo había guiado y que su misión era tratar de ayudar al conductor.
Caminó alrededor del auto y descubrió que la puerta del asiento trasero estaba abierta. En su interior había una silla de bebé y varios juguetes desperdigados. Su agudo olfato le permitió descubrir que el pequeño Alejandro había estado allí.
Frisky ladró para despertar al conductor. Pero el hombre no se movía. Después saltó sobre él y procuró llamar su atención sin obtener resultado alguno. El hombre continuaba inconsciente. Sin embargo, como resultado de sus saltos y empujones, un objeto cayó del bolsillo de la chaqueta del conductor. Era un teléfono móvil.
El obediente perrito lo miró desconcertado. No sabía lo que era, pero sí sabía que los humanos lo empleaban para hablar y conversar. Se quedó mirándolo por unos momentos y continuó empujando suavemente al hombre. Entonces escuchó un zumbido bajo. El teléfono móvil vibraba en el suelo entre los asientos.
—Empuja el botón con luz intermitente —la voz del Sr. Colin resonó, si bien no podía verlo.
Frisky observó con cierta vacilación la cosa de plástico que vibraba. De todos modos, posó una pata sobre el aparato, esperando oprimir el botón que brillaba.
—¡Hola! ¡Hola!
Frisky oyó la tenue voz de una mujer que hablaba por el diminuto altavoz y con una pata intentó acercar el aparato al hombre.
—¿Marco? ¿Eres tú? ¿Hola? ¿Dónde estás, Marco? ¿Qué está pasando? ¿Hola?
—¡Guau! ¡Guau! —ladró Frisky a modo de respuesta.
La voz de la mujer se apagó y Frisky escuchó un golpe sordo al otro lado de la línea. Había soltado el teléfono.
—¡Espere! —una segunda voz más distante sonó por el auricular—. ¿Alguien contestó?
—No lo sé… dejó de sonar y luego oí ladrar a un perro.
—¿Entonces la señal está llegando?
—Supongo que sí… —contestó la mujer.
El móvil reprodujo varios sonidos y golpes, seguidos por una voz masculina.
—¡Hola! ¿Hay alguien ahí? ¿Me escucha? Por favor, responda.
—¡Guau! ¡Guau! —Frisky volvió a ladrar.
—¿Su marido llevaba consigo un perro durante el viaje? —preguntó el hombre.
—No… no tenemos perro.
—Pues alguien tiene un perro y ese alguien tiene el teléfono de su marido. Ahora que han respondido, la compañía de teléfono podrá rastrearnos la llamada. Harry, llama a CellCom y diles que tenemos señal. No se preocupe, Sra. Bentoni, pronto descubriremos su paradero.
A continuación se oyó algo parecido a un sollozo.
Esa tarde, la patrulla se reunió en la Cabaña. La conversación giró en torno a la desaparición de Frisky.
—Qué raro —comentó Karen luego de que Ziggy les contará a todos lo sucedido—. Anoche soñé con Frisky. Pocas veces recuerdo mis sueños, pero fue tan vívido y tan… hermoso. También vi al Sr. Colin. Se veía mucho más joven que la última vez que lo visitamos, pero lo reconocí de inmediato por la forma en que él y Frisky jugaban en un jardín. Fue un sueño hermoso. Desperté con una sensación cálida.
—Ay no —respondió Ziggy—. ¿Eso significa que Frisky ha muerto y se encuentra en el Cielo con su antiguo dueño?
—N-no creo. No fue la sensación que me dejó el sueño. Me parece que Frisky se encuentra bien, donde sea que esté. A lo mejor el Sr. Colin está velando por él.
—¿Crees que volverá? —se aventuró Ziggy.
—Por supuesto que sí —le aseguró Christopher—. A lo mejor quería estirar las patas y correr un rato. Ha llovido tanto que seguramente no salió de la casa en toda la semana, ¿verdad?
—Es cierto, ahora que lo dices.
—Ya ves, seguramente está estirando las patas un poco —continuó Kento—. Bueno, un mucho.
Ziggy sonrió.
—Solo espero que haya encontrado un lugar calentito donde pasar la noche. Hizo muchísimo frío anoche. Esta mañana el estanque de nuestro jardín amaneció congelado.
—Pero los peces de colores seguían nadando bajo el hielo, ¿verdad? —observó Kento—. Estoy seguro que Frisky también ha sobrevivido, donde sea que esté.
—Supongo que tienes razón —admitió Ziggy.
La tristeza se reflejaba en el rostro de cada uno. Christopher animó a todos a jugar su nuevo juego. Pero antes, Susan les recordó la importancia de orar primero por Frisky, y eso hicieron. Le pidieron a Jesús que cuidara de Frisky y le ayudara a volver a casa esa misma tarde.
—De lo contrario, Señor, danos una pista de dónde puede estar y de que está bien —añadió Karen y todos asintieron.
—¿En qué consiste el juego? —preguntó Kento.
—Es un juego de mesa que mi mamá compró de oferta después de la temporada navideña —resumió Christopher, y mientras Susan, Karen, Kento y Ziggy examinaban los contenidos de la caja, les explicó las reglas.
Mientras jugaban, la mamá de Christopher les llevó una merienda de panecillos y chocolate caliente. Para cuando terminaron la merienda y el juego —que ganó Kento—, ya era de noche. Kento, Karen y Ziggy decidieron irse cada uno a su casa.
—Nos vemos mañana —se despidió Christopher, mientras él y Susan recogían las piezas del juego.
—¿Crees que Ziggy estará bien? —preguntó Susan cuando los demás se fueron—. ¿Qué pasará si Frisky aún no ha vuelto cuando Ziggy llegue a casa?
Su amigo se encogió de hombros.
—No lo sé. A lo mejor podemos diseñar y fotocopiar un folleto con la información de Frisky y lo colocamos en diferentes lugares de la ciudad.
Sentado en su cuarto, Ziggy miraba el suelo desconsoladamente. Los cuatro aviones de papel ocupaban el lugar de honor sobre la balda de libros, pero no tenía ganas de jugar con ellos. La hora de la cena había pasado y aún no había señales de Frisky. Empezaba a pensar que le había ocurrido algo malo. Quizás nunca volvería a ver a su amado perrito.
—Tienes una llamada, Ziggy —le dijo su mamá.
¿Serán noticias de Frisky? Pensó Ziggy mientras corría escaleras abajo.
—Es Karen —le susurró su mamá, dándole el auricular del teléfono.
—¿Sí? Soy Ziggy.
—¡Ziggy! ¿Estás viendo esto?
—¿Qué cosa?
—Las noticias en el Canal Dos. ¡Rápido! Creo que es Frisky…
Ziggy colgó el teléfono, corrió a la sala de estar y encendió el televisor.
Una alegre reunión en la casa de la familia Bentoni. Es lo que Isabela Bentoni describe como un milagro, su hijo de dos años fue descubierto a salvo luego de pasar la noche a la intemperie en el bosque Pine Ridge.
—¿Qué estás viendo? —le preguntó su mamá, que llegaba de la cocina.
—¡Creo que tiene algo que ver con Frisky!
La locutora continuó: Marco Bentoni conducía a casa con su hijo de dos años, Alejandro, cuando su coche patinó en el asfalto congelado y se estrelló contra un árbol. Marco Bentoni quedó inconsciente. El pequeño Alejandro —que se encontraba en la sillita infantil en el asiento trasero— no sufrió heridas, pero se las arregló para deshacer los nudos de la silla y salir del coche.
Si bien la Sra. Bentoni llamó a la policía para reportar la ausencia de su marido, las condiciones meteorológicas impidieron las labores de búsqueda y rescate. El pequeño Alejandro pasó las siguientes diez horas a solas en el agreste y gélido bosque Pine Ridge antes de ser descubierto por las autoridades a la mañana siguiente.
Y aquí la historia se vuelve sorprendente. Sra. Bentoni, ¿sería tan amable de describirnos lo ocurrido?
Había intentado llamar a Marco varias veces, pero no había podido contactarlo. Temía lo peor, si bien aún no perdía las esperanzas. Finalmente entró la llamada, pero lo único que escuché fue un perro ladrando al otro lado de la línea.
¿Un perro? ¿Qué ocurrió después?
Los agentes de la policía emplearon la señal del teléfono para localizar su posición. Ello nos llevó a la escena del accidente. Encontramos a Marco inconsciente, aunque con vida. Había sufrido un golpe en la cabeza, así como la ruptura de varias costillas y una pierna fracturada, pero los doctores aseguran que se encuentra estable y que pronto se recuperará. Sin embargo, no había rastro del pequeño Alejandro. Su sillita estaba vacía y la fuerte ventisca había eliminado las huellas. Lo único que vimos alrededor del coche eran las huellas de un perro.
Al principio me asusté al pensar que sería un lobo, pero uno de los policías tiene un perro Golden Retriever, y las huellas le recordaron las de su perro. Entonces lo vimos.
La cámara enfocó a un perro que yacía tranquilamente a los pies de la Sra. Bentoni, y un niñito lo acariciaba.
—¡Frisky! —gritó Ziggy.
—¡Es él! —exclamó su mamá.
La Sra. Bentoni continuó: Se encontraba a unos metros del coche y ladraba para llamar nuestra atención. Era como una escena de la película Lassie. Sencillamente supe que el perro nos dirigiría a nuestro hijito. La policía llamó a una unidad de paramédicos para trasladar a Marco al hospital, pero un oficial y yo seguimos al perro. Y quién lo diría: ¡nos llevó directamente al pequeño Alejandro! No tengo idea de cómo Alejandro se soltó del asiento de seguridad en el que iba. Eso de por sí resulta sorprendente.
¿Tiene alguna idea de dónde salió el perro?, preguntó la reportera.
No lo sabemos. El nombre que lleva en la correa indica que su dueño vivía en Sheldon, pero la policía asegura que pasó a mejor vida hace más de un año…
Mientras Ziggy continuaba viendo la televisión, su madre marcó un número telefónico.
—Hola. ¿Noticiario KNTV? Sí, soy Candice Lomack. Llamo por el reportaje sobre la familia Bentoni. El perro es de mi hijo…
El coche se detuvo frente a la casa de la familia Bentoni. Ziggy podía escuchar a Frisky ladrando en el interior de la vivienda. Tan pronto él y su padre se acercaron, la puerta de la casa se abrió y Frisky salió corriendo. Ziggy corrió a acariciar y abrazar a Frisky, mientras el perro saltaba y movía la cola. Su padre se acercó a una mujer de rostro amable que se encontraba en el umbral de la puerta. Un niñito se escondía detrás de su falda.
—¿Sra. Bentoni?
La mujer asintió y sonrió.
—Soy Oscar Lomack, el padre de Ziggy.
—Llámeme Isabela. Entren, por favor.
—Gracias. Le agradecemos que nos reciba de inmediato. Debo confesar que fue muy difícil hacer que mi hijo se fuera a dormir anoche después de ver a Frisky en las noticias.
—Soy yo la que debe agradecerle, Sr. Lomack. De no haber sido por su perro, nunca habríamos encontrado a Marco. Mi hijo se habría congelado anoche. Yo… no encuentro palabras.
A la señora se le saltaron las lágrimas.
—Si hay algo que podemos hacer por ustedes…
—Es muy amable de su parte, pero tuve muy poco que ver en todo esto. Estamos felices de que Frisky esté bien, y más aún de saber que ayudó de un modo tan singular.
Isabela parecía un poco sorprendida y se secó las lágrimas.
—¿Dice usted… que su perro se llama Frisky?
—Sí. ¿Por qué?
—¿Se le han extraviado dos perros?
—No. Solo Frisky. Se escapó anteanoche y no teníamos idea del porqué ni adónde se pudo haber ido hasta que vimos la noticia del accidente de su marido.
—Qué curioso. Desde que Alejandro volvió a casa, cada vez que habla de aquella noche, dice Fisky y Colin. ¿Cómo podría saber los nombres de los perros?
—Este… no sé qué piensa de todo esto, Sra. Bentoni, pero Colin es… era…
—Lo siento mucho, Sr. Lomack. Ni siquiera les he ofrecido nada. ¿Le apetece un café?
Oscar sonrió.
—Jamás rechazo un café.
Mientras tanto, el pequeño Alejandro había corrido a unirse a Ziggy.
—Jugar con Fisky —gritó y Ziggy intentó explicarle que el nombre del perro era Frisky.
—Fisky —repitió Alejandro, acariciando el hocico del animal—. Fisky y Colin ayudar mí.
—¿Colin? ¿Viste… a Colin? —preguntó Ziggy.
El pequeño Alejandro se fue a por una pelota de color rojo que Frisky había sacado de un montón de nieve.
—¿Cómo está el perro, hijo? —preguntó Oscar.
—Bien… este, papá… Alejandro habla de Colin. Creo que tal vez lo vio.
—¿Colin? —preguntó Isabela—. ¿Colin no es otro perrito?
—No. Era un caballero de edad avanzada que vivía a pocas casas de uno de los amigos de Ziggy.
—Tenía un jardín increíble al estilo japonés, con un enorme árbol de secoya —describió Ziggy.
—¿Te refieres al Sr. Hedgecomb, el anciano que vivía recluido y que falleció el año pasado?
—Sí. Le gustaba que los niños lo llamáramos Colin.
—¿Quieres decir que nuestro pequeño Alejandro vio el fantasma de una persona fallecida? —preguntó Isabela.
—Desconozco su postura acerca de esas manifestaciones, Sra. Bentoni —respondió Oscar—. Pero me parece que la palabra más adecuada sería santo. El Sr. Hedgecomb era un hombre de Dios. Fue misionero y un gran amigo de los niños. Era el anterior dueño de Frisky, y seguramente sea esa la razón de que el perro sea tan bueno y cariñoso, sobre todo cuando está con niños pequeños. No me cabe duda de que Dios tiene un propósito especial para su familia al cuidarlos de esa manera tan milagrosa.
Unas semanas después llegó una carta al buzón de la familia Lomack. Oscar la leyó con su familia durante la cena.
Autor: Curtis Peter van Gorder. Ilustraciones: Jeremy.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.
Secuestro en Greendale
Aventura de la patrulla de los 5
—¡Pensé que en este viaje ustedes iban a cazar su propia comida! —le dijo Karen a Kento y Ziggy.
—Bueno, aún no hemos tenido tiempo para salir a pescar —le respondió Kento.
—Hum, hum —masculló Ziggy con la boca llena de comida.
La patrulla de los cinco se reúne alrededor de una pequeña fogata rodeada de piedras. Comían unos sándwiches que Karen había preparado mientras los chicos armaban las tiendas de campaña. Era la tarde del primer día de primavera, y Chris, Susan, Kento, Ziggy y Karen acompañados de Guillermo, el tío de Ziggy que era guardabosques, estaban acampados bajo un grupo de árboles en medio del bosque de pinos de Ridge, que se encuentra a una hora en auto de Sheldon, su ciudad natal.
Kento sintonizó el noticiario local en la radio de su Smartphone y se agachó para tomar otro sándwich.
—¡Shhh!... escuchen —dijo.
«...la policía de Greendale continúa buscando pistas sobre el secuestro de Farell. Ya han pasado dos días desde que se informara de la desaparición de Jaime Farell...»
—¿Jaime?… ¿Jaime Farell? —dijo Karen con un grito ahogado.
—¿Quién es Ja...? —iba a preguntar Chris, pero Karen rápidamente se llevó un dedo a los labios y prestó atención a la radio nuevamente.
«...Hasta el momento la única muestra o exigencia que ha recibido la familia Farell de los secuestradores ha sido una foto instantánea de su hijo tomado como rehén. La familia Farell es propietaria de varios negocios, entre ellos las Joyerías Farell. Es de imaginarse que pedirán un rescate astronómico. Por otro lado, hoy...»
Cuando las noticias tocaron otros temas de menor interés para los integrantes de la patrulla, todos se dieron la vuelta para mirar a Karen.
—¿Quién es Jaime Farell? —preguntó Chris de nuevo.
—Estudiábamos en el mismo colegio en Greendale. Uno de esos típicos niños ricos que piensan que el universo gira en torno a ellos. No creo que tuviera verdaderos amigos. Supongo que no es para sorprenderse, porque es muy altanero y tiene una actitud de superioridad hacia los demás. Dudo que haya muchos chicos que lamenten lo que le ha sucedido.
—Eso no suena muy bien —repuso Susan.
—Bueno, lo siento —respondió Karen—, sus padres son tan ricos que no les supondrá problema alguno pagar el rescate por alto que sea. No tienen nada de qué preocuparse.
—Seguro que él estará bastante preocupado —dijo Chris—, deberíamos orar por él.
—Cla... claro...
—Sí —afirmó Susan y cerró los ojos—. Te rogamos, Jesús, que cuides a Jaime. Haz que los secuestradores den a conocer pronto sus demandas y dale a la familia Farell una señal de que Jaime regresará con ellos sano y salvo.
—Amén —dijeron todos al unísono.
A la mañana siguiente, mientras los demás aún dormían, Kento y Ziggy salieron en busca de aventuras. Ambos llevaban puestas unas mochilas prácticamente vacías y en la cintura un par de morrales llenos.
—¿En verdad crees que vamos a atrapar algo? —preguntó Ziggy a Kento?
—Claro que sí. Ya va a ver Karen. Dejará de hacernos bromas por comernos sus sándwiches. Nos va a rogar que le demos a probar el pescado fresco que vamos a asar en la parrilla para la cena.
—Bueno... siempre y cuando no nos tome demasiado tiempo. ¡Ya estoy que me muero de hambre!
—¡Ven Frisky! —llamó Kento—. ¡Nos vamos de caza! ¿Quieres venir con nosotros?
Frisky ladró enseguida y se internó raudamente en el bosque delante de los chicos.
Pasaron más de una hora deambulando por el bosque, revisando sus libros y registros para identificar las nueces y moras comestibles, y sobre todo fijándose bien en las descritas como venenosas. Poco a poco llegaron al río que corría por el corazón del bosque. Allí los chicos se pusieron a hacer de inmediato varias trampas para peces con pedazos de cuerdas que llevaban en las bolsas y ramitas que habían juntado. Las iban a poner a la orilla del río, con la esperanza de pescar algunos antes de que terminara el día.
De repente, Frisky ladró y corrió frenéticamente por unos matorrales. Suponiendo que había percibido el olor de algún animal, los chicos corrieron tras él. Por fin, jadeantes, encontraron a Frisky ladrando y escarbando desesperadamente en un pequeño hueco en el suelo.
—¡Frisky, detente! —le gritó Ziggy—. ¡Ese animal nunca va a salir de ahí si le sigues ladrando!
Frisky retrocedió y caminó hacia Ziggy gimiendo desalentado.
—Ziggy, mira esto —dijo de pronto Kento. Estaba agachado inspeccionando un trozo de papel—. Parece que es un trozo de una carta, aunque hay tan pocas palabras que es difícil saber lo que dice. Solo se lee: «Ojalá yo», «solo quisiera», «parece que nadie» y lo demás no lo entiendo.
—Sea lo que sea, suena triste —comentó Ziggy mientras se guardaba en el bolsillo el trozo de papel.
A poca distancia del camino Ziggy vio otro pedazo de papel.
—Fíjate, hay más en esa dirección —le dijo Kento señalando un sendero a un costado—. Algunas personas tiran su basura en cualquier parte. Le quita a uno la sensación de aventura. ¡Qué vergüenza!
—Bueno, recojamos estos restos y volvamos al campamento.
Sin embargo, con cada nuevo pedazo de papel que encontraban volvían a ver otro en el camino.
—Parece una caza del tesoro —dijo Ziggy.
—Más como una caza de basura —dijo Kento haciendo una mueca.
—¿Crees que haya algo al final? —preguntó Ziggy.
—No lo sé —respondió Kento encogiéndose de hombros—, pero hay una manera de averiguarlo.
Para cuando llegaron al final del reguero de papel el morral de Ziggy estaba lleno de esos pedazos y los chicos se encontraron en un pequeño claro. Allí había una vieja cabaña de leñadores, desvencijada y deshabitada.
—Creo que encontramos el tesoro —dijo Kento, un poco desilusionado.
—Tal vez ahora que tenemos todos estos trozos de papel podemos juntarlos y averiguar qué dice —dijo Ziggy.
—Seguro que no dice nada importante... —dijo Kento.
—Mi tío tiene cinta adhesiva en el campamento —dijo Ziggy—. ¡Vamos a ver!
—Parece que fue escrito hace unos días —dijo Ziggy mirando las dos hojas que había armado con los trozos de papel—. Parece algún tipo de diario o algo así escrito en tinta plateada.
—¿Aparece algún nombre? —preguntó Chris.
—No. No está terminado.
—Tal vez haya otros campamentos en el bosque, aunque el guarda nos dijo que no había nadie más —dijo Susan.
—¿Tinta plateada? —preguntó Karen acercándose a Ziggy.
—Sí. ¿Por qué? —preguntó Ziggy.
—No, por nada —contestó Karen—, aunque sería una coincidencia increíble.
—¿Qué cosa? —preguntaron al unísono Kento y Susan.
—Bueno, es que Jaime Farell siempre escribía en clase con un bolígrafo de tinta plateada.
—¿El chico al que secuestraron? —susurró Ziggy—. ¿Crees que lo haya escrito él?
—Lo dudo, estamos lejos de Greendale. ¿Qué dice?
Ziggy le pasó la hoja de papel a Karen, que le echó un vistazo y se detuvo para leer en voz alta.
«Cómo quisiera tener un amigo, alguien que no sea como los demás que solo se acercan a mí por el dinero. Hay momentos en que a nadie parece importarle quién soy en realidad o lo que siento por dentro. Si así fuera, tal vez no me envidiarían tanto.»
—Pobre chico —dijo Chris—. A lo mejor se trata de Jaime Farell.
—Podría ser cualquier persona. En Sheldon hay por lo menos cinco colegios que yo sepa, y en ellos hay un montón de niños ricos —contestó Karen despectivamente.
—Y todos escriben con bolígrafos de tinta plateada —añadió Kento soltando una risita.
—No creo que ese chico sea Jaime. A él le encanta que los demás le tengan envidia. Hasta de su bolígrafo plateado, siempre lo estaba luciendo y alardeando de que está hecho de plata auténtica. Nunca se lo prestaba a nadie, ni siquiera dejaba que lo tocaran.
—Bueno, quien sea que escribió esto necesita un amigo —dijo Susan.
—Y ayuda —dijo Chris—. Tal vez debamos regresar a la cabaña del leñador y ver si podemos hallar alguna pista que nos lleve a averiguar quién escribió esto.
Todos estuvieron de acuerdo y tras informar al tío Guillermo, el guardabosques, de sus intenciones, se reunieron para orar. Desde el incidente que tuvieron con Skeets Manchester en la Casa de las monedas, habían sido muy cuidadosos de no iniciar ninguna nueva aventura potencialmente peligrosa sin orar primero para que el Señor los acompañara.
—Por aquí fue donde encontramos los pedazos de papel esparcidos por el suelo —informó Kento deteniéndose a un lado del camino principal y señalando un pequeño sendero que conducía bosque adentro.
—Casi ni parece un sendero, pero está claro que algunas veces la gente ha pasado por aquí —comentó Chris.
Al poco rato, el grupo llegó hasta la vieja y desvencijada cabaña. El porche de la entrada daba la impresión de estar a punto de colapsar y Chris lo cruzó con cautela en dirección a la puerta. Si bien las bisagras parecían sueltas, la puerta aún estaba cerrada y si trataba de forzarla lo más probable es que terminara rompiéndola, y como no sabían quién era el propietario, decidieron no hacerlo. Por lo que podían observar a través de las ventanas rotas y polvorientas, la cabaña se veía desocupada, salvo por unos cuantos muebles y algunos armarios vacíos.
—¿De modo que aquí termina la pista del papel? —preguntó Karen—. Entonces alguien ha estado aquí recientemente.
—¡Dios mío! —gritó Susan mientras recogía del suelo un bolígrafo plateado que a un lado llevaba un nombre grabado.
—No lo puedo creer —exclamó Karen —dice «Jaime Farell».
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Kento.
—Lo que haremos es irnos de aquí —respondió Susan—, si esos secuestradores tienen algo que ver con este lugar no me gustaría que nos encontraran aquí.
—Deberíamos contarle al tío Guillermo lo que encontramos —sugirió Kento.
—Y a la policía —añadió Susan y guardó el bolígrafo en su bolsillo—. Cuanto antes volvamos al campamento, más tranquila estaré.
—Sí. Necesitamos avisar cuanto antes a la policía —dijo el guardabosques después de que los chicos lo pusieran al tanto de la situación—. Para que nuestro informe resulte convincente deberé presentarles yo mismo la evidencia. Iré en el auto hasta Sheldon, lo que me tomará más de una hora, así que todos deberían acompañarme.
A pesar de las objeciones del tío Guillermo, Ziggy insistió en quedarse, lo que provocó que Chris, Susan y Karen hicieran lo mismo.
—Estaremos bien —dijo Ziggy—, tal vez los secuestradores regresen y veremos qué se proponen.
—Sí, y también podrían secuestrarte —dijo Karen.
—No me acercaré tanto —protestó Ziggy—. Con mis binoculares puedo vigilar el lugar desde una distancia prudente, como por ejemplo desde arriba de un árbol donde no se les ocurriría mirar.
—Entonces, te acompaño —dijo Karen.
Susan se veía un poco nerviosa cuando dijo:
—No me parece que sea una buena idea.
—No te preocupes. Tendremos cuidado —aseguró Ziggy.
—Claro, Ziggy sabe cómo sobrevivir en el bosque, ¿no es cierto, Ziggy? —señaló Karen—. Estaremos bien.
—Ah... está bien —dijo Susan sin mucha convicción.
—¡Tengan cuidado! —les pidió Chris mientras los otros dos se adentraban en el bosque que rodeaba el campamento.
—Lo tendremos —respondieron.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Ziggy cuando un rato más tarde Chris y Susan lo encontraron y Karen se subió a un árbol para espiar la cabaña.
—Pensamos que era mejor que no estuvieran solos —contestó Susan.
—Hum... —dijo Ziggy—, ¿y qué intentas hacer ahora?
—¿Crees que no me puedo subir a un árbol igual que tú? —replicó Susan mientras trepaba por el tronco—. Déjame echar un vistazo.
Ziggy exhaló un suspiro y le pasó los binoculares.
—¿Sabes? —susurró Susan mientras ajustaba el lente de los binoculares para ver mejor—, vi que algo se movía por debajo de la casa. Hay algo... o alguien... allí, en el sótano.
—¿Tiene un sótano? —preguntó Chris sorprendido—, qué raro que no nos dimos cuenta antes.
—Toma, sube y echa un vistazo, mira esa rejilla en la pared de piedra que hay a un lado de la casa.
—Tienes razón —asintió Chris, bajando la voz—, también vi algo que se movía. ¡Vamos a tener que mirar más de cerca!
—¿Qué? ¿Te has vuelto loco? —exclamó Susan.
—Baja la voz —dijo Chris.
—Bueno. ¿Y si son los secuestradores? —susurró Susan.
—¿Y si es Jaime que está allí solo, encerrado, y esta es nuestra única oportunidad de rescatarlo? —dijo Karen.
—No estoy diciendo que ahora mismo vayamos a romper la puerta. Solo quiero acercarme con cuidado para ver mejor —contestó Chris mientras descendía del árbol.
Karen y Ziggy lo siguieron, y los cuatro se acercaron a través de unos arbustos hacia un costado de la casa donde habían divisado la rejilla.
—Soy lo bastante bajito como para acercarme más sin que me vean —dijo Ziggy, y se fue arrastrando bajo los arbustos hasta llegar al lado de la rejilla.
—Alguien está atado a una silla y parece estar solo —dijo Ziggy con un grito ahogado.
—La entrada al sótano debe estar por dentro —dijo Chris—. Corrió hacia la entrada de la casa, y después de darle un par de fuertes empujones a la puerta, se soltó el candado y la puerta colapsó.
—Será un milagro que nadie nos haya escuchado —exclamó Karen poniendo mala cara.
Una vez dentro, encontraron una abertura debajo de la mesa y descendieron por la escalera hacia el oscuro cuarto.
Cuando entraron, el chico que se encontraba en mitad del cuarto giró la cabeza para mirarlos. Tenía la boca cubierta con cinta adhesiva.
—¿Jaime? ¿Jaime Farell? —preguntó Chris mientras se acariciaba el hombro que se había lastimado dando empujones a la puerta.
El chico asintió con la cabeza.
—Soy Chris.
—Y yo soy, Karen, Karen Dale. ¿Te acuerdas de mí?
El chico asintió de nuevo con la cabeza.
—Y yo Ziggy.
—Somos amigos... soy Susan.
—Basta de presentaciones —dijo Karen y se acercó a él—, hemos venido a rescatarte.
—¡Ay! —gritó Jaime cuando Karen le quitó la gruesa cinta adhesiva de la boca. Mientras tanto, Chris estaba cortando las cuerdas que le ataban a la silla.
Apenas Jaime tuvo las manos libres se restregó la boca, la sentía adolorida.
—¿Saben dónde estamos? —les preguntó.
—Estamos en el bosque de pinos de Ridge, en las afueras de Sheldon —le contestó Karen—. Acampábamos por aquí cerca.
—¿Cómo me encontraron?
—Siguiendo un sendero de trozos de papel —exclamó con orgullo Ziggy.
—Me preguntaba si eso daría resultado, pues la gente podría pensar que solo era basura —dijo Jaime riéndose.
—Bueno, nunca imaginamos que tendría algo que ver contigo.
—Pero yo me encontré tu bolígrafo afuera, en el suelo —añadió Susan.
—Bueno, ¿y ahora qué hacemos? —preguntó Karen malhumorada.
—Eso —dijo Jaime.
—Mi tío Guillermo, el guardabosques, fue con uno de nuestros amigos en busca de la policía —explicó Ziggy—, deberían estar de regreso en un par de horas más o menos.
—¡Dos horas! —exclamó de pronto Jaime.
—Sheldon está lejos de aquí —contestó Chris.
—Lo que sí es cierto es que tus captores escogieron un lugar muy remoto. ¡Apuesto a que no contaban que habría unos amigables campistas cerca! —dijo Susan.
—Hablando de campamentos, será mejor que nos acompañes al nuestro. En cualquier momento tus secuestradores podrían... —dijo Karen.
Los cinco chicos enmudecieron al escuchar el ruido de un vehículo que se acercaba, y quedaron petrificados al oír que se abrían y cerraban las puertas del auto y unos pasos que se aproximaban a la cabaña.
—No parece que sea la policía —fue todo lo que alcanzó a decir Susan antes de que apareciera una sombra encima de la entrada al sótano. Seguidamente un hombre entró al cuarto.
—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? —dijo en tono burlón. Una segunda persona descendió por la escalera después de él. Era una mujer.
—Vilma, parece que Jaime ha hecho amistades.
—Tremendo, más rehenes, justo lo que nos hacía falta —susurró la mujer, y de inmediato sacó un revólver de la parte de atrás de sus jeans—. Bien, nos vamos de paseo. Ya veremos qué hacemos después de que nos alejemos de este lugar.
El tío Guillermo, Kento y Frisky bajaron de la camioneta y quedaron sorprendidos al no encontrar a nadie en el campamento. Al momento llegó un auto de la policía y de él descendieron el teniente Gibbs y el oficial Hooper.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Hooper.
—No lo sé —respondió Kento encogiéndose de hombros y removiendo el pelo de la cabeza de Frisky. El perro soltó un pequeño gemido.
—Todo lo que sabemos es que se fueron a buscar a Ziggy. Quizás han...
—...decidido resolver otro caso por su cuenta —dijo con ironía otro policía.
—De todos modos, será mejor que nos pongamos en marcha —dijo el oficial Hooper.
Kento, Frisky y el tío Guillermo se subieron al auto patrulla.
—Indíquennos por dónde ir.
La puerta de la cabaña estaba arrancada y rota. Varias huellas cubiertas de fango mostraban que un vehículo había partido apresuradamente.
El oficial Hooper hizo una rápida inspección alrededor de la cabaña mientras Kento y Guillermo siguieron al teniente Gibbs hasta dentro de la vivienda donde enseguida descubrieron la abertura que conducía al sótano vacío.
—Quienquiera que haya estado aquí, se ha ido —dijo el teniente Gibbs mientras inspeccionaba la habitación donde solo había una mesa con restos de comida y un colchón raído. Algo que le llamó la atención fueron varias jeringas que había por el suelo. Se colocó un guante de látex y recogió una.
—Contienen algún tipo de droga —anunció—, probablemente han tenido sedada a la persona que tenían cautiva. Vamos a llevar esto al laboratorio para que lo analicen.
—Agente Hooper, ¿me presta su linterna? —preguntó Kento—, creo que he encontrado algo.
—Claro. ¿Qué es?
—Aquí en el polvo hay algo dibujado deprisa. Es una línea de puntos y rayas... ¿parece un código?
—¡Ziggy! —exclamó el tío Guillermo—, a comienzos de año, le enseñé el código Morse.
—Quizás nos dejó una pista —dijo Hooper—. ¿Puede leerlo?
—Sí. Parecen letras y números al azar. No hay un mensaje. 205 KXZ.
—A mí me suena a la matrícula de un auto. ¡Vamos! —ordenó Gibbs.
Ya en el coche patrulla, Gibbs empezó a hablar por radio.
—Estación código 12. Hemos hallado el escondite de los secuestradores de Greendale. Han huido de la zona, probablemente en un vehículo. Necesitamos que controlen las carreteras en un radio de 50 kilómetros del bosque de pinos de Ridge. Revisen matrícula de auto número 205 KXZ, repito 205 Kilo, Xilófono, Zurich. Tengan cuidado, es posible que tengan a cinco niños de rehenes. Recomendamos procedimiento de acción 4-12.
—Comprendido —dijo una voz al otro lado de la línea, confirmando que había recibido la llamada—, control de carreteras alrededor del bosque de pinos de Ridge; buscar matrícula de auto número 205 Kilo, Xilófono, Zurich; procedimiento de acción 4-12.
—Bueno, chicos, súbanse a los autos. Tenemos que rellenar unos informes sobre niños desaparecidos y avisar a sus padres.
—¿Y ahora qué, Vilma? ¿Control de carreteras? No lo puedo creer —chilló el hombre mientras abría la guantera para sacar un revolver.
—¡Guarda eso, Damián! —le gritó Vilma disminuyendo la velocidad del auto—. No tenemos idea de lo que buscan. Que nos vean tranquilos, y si la cosa se pone fea pisaré el acelerador y atravesaremos la barricada.
Damián puso el arma debajo del asiento y echó un breve vistazo a los cuatro niños que estaban bajo el efecto de una droga. Iban recostados, uno al lado del otro en el asiento trasero.
—Duermen plácidamente, cómo… —murmuró entre dientes—. Qué chicos tan peculiares. Parecían saber cómo tratarnos a nosotros y la situación de una manera distinta a… ya sabes.
—¿De qué estás divagando? Distinta ¿a qué?
—Bueno, la mayoría de los niños se habrían puesto histéricos, gritando. Me parece que la niña de gafas estuvo rezando todo el tiempo...
Enseguida Vilma detuvo el vehículo delante de dos autos de policía y de varias barricadas metálicas. Un agente se acercó a la ventanilla de la mujer, mientras que otro seguido de un perro policía comenzó a caminar alrededor del auto.
Vilma bajó la ventanilla.
—Buenas tardes, agente —dijo con naturalidad.
—Buenas tardes, señora, señor —contestó cortésmente el policía, agachándose para observar a los demás ocupantes del vehículo—. ¿Adónde se dirigen?
—Vamos de regreso a Hallewick.
—¿Hallewick? Eso está muy lejos.
—Así es. Acampamos aquí con nuestra sobrina y sus amigos. Están bastante cansados; se quedaron toda la noche mirando las estrellas. Ya llevan como una hora durmiendo profundamente. ¿Hay algún problema, agente?
—Podría haberlo. Estamos buscando a un presidiario que se ha fugado. Es muy probable que esté armado y sea peligroso, y es posible que intente utilizar esta carretera para huir.
—Pues, no hemos visto a nadie, pero estaremos atentos.
—Espero que sí y no recojan a ningún extraño, sobre todo con esos niños ahí atrás. Nunca se sabe quién podría ser.
—Gracias, agente. Seguiremos su consejo.
—Muy bien. Ya no los retengo más —les dijo el policía con una amable sonrisa—. Que tengan un buen viaje y manejen con cuidado.
El policía dio un paso atrás e hizo una seña al otro policía para que los dejara pasar. El agente con el perro policía también había terminado de dar la vuelta al auto y le indicó al primer agente que todo estaba bien.
Vilma subió la ventanilla y pasó la barricada lentamente. Por fin el puesto de control quedó atrás y fuera de vista.
—Ya está; no fue tan difícil, ¿no te parece? —dijo echando una mirada condescendiente al hombre que iba a su lado.
—Supongo que no —le contestó el hombre, mirando con nerviosismo por la ventanilla trasera—. Sin embargo, es curioso que al policía no le pareciera sospechoso que los niños no tengan el más mínimo parecido con nosotros o que terminemos nuestras vacaciones justo cuando recién empieza la primavera.
—Damián, te preocupas demasiado.
—Quizás. Pero será mejor que aceleres, porque apenas se enteren que estos chicos están desaparecidos, el agente sabrá exactamente por dónde nos hemos ido.
—¿Y arriesgarnos a que nos detengan por exceso de velocidad? Deja que sea yo quien piense y decida todo esto, ¿de acuerdo? Los Farell van a pagar por haberme despedido y haber arruinado mi carrera de ama de llaves...
Con un inventario de objetos robados además —dijo para sus adentros Damián con una sonrisita de complicidad.
—...y nadie, ni estos malditos chiquillos ni tú, Damián, se van a interponer en mi camino.
—Cómo tú digas, Vilma —le contestó Damián—, tú mandas. Siempre que me des la parte que me corresponde cuando terminemos con todo esto, añadió mentalmente.
Durante la siguiente media hora Vilma y Damián escucharon atentamente la radio por si mencionaban la desaparición de los niños o alguna novedad sobre el caso del secuestro de Greendale. Pero no hubo nada.
Sin embargo, en medio de una propaganda radial, tanto Vilma como Damián, percibieron un silbido que parecía provenir de uno de los neumáticos. Antes de que ninguno de los dos pudiera decir nada, se escuchó el sonido de un neumático desinflado: la llanta tocaba el pavimento.
—¡Un pinchazo! —gritó Vilma, golpeando con sus manos el volante del auto al tiempo que el vehículo se detenía a un costado del camino—. ¡Justo lo que nos faltaba!
—¡Mira, allá adelante, hay una estación de servicio! —exclamó Damián.
—Voy a ver —dijo Vilma—, tú quédate aquí y ten cuidado. Y si alguien pregunta, dile que el maletero está atascado, que no se puede abrir, ¿de acuerdo?
—Está bien —respondió él.
Damián siguió con la mirada a Vilma mientras se dirigía a la gasolinera. Luego esperó... y esperó.
—Vaya aventura —dijo Susan mientras la patrulla de los cinco aguardaba en la comisaría.
—La parte más chévere fue viajar en helicóptero —dijo Chris.
—A mí no me gustó mucho —dijo Karen—. Me dio nauseas. Yo creo que lo más emocionante fue encontrar... a Jaime.
—Para ti —dijo Chris con una sonrisa, y Karen se sonrojó—. ¿Y para ti, Kento?
—Hum... yo diría que descubrir el código morse de Ziggy.
—¿Y para ti, Ziggy?
—Que se me ocurriera escribirlo.
La respuesta de Ziggy hizo que los cinco estallaran en carcajadas. El oficial Hooper entró en la sala:
—Se les ve muy animados, no están para nada traumatizados.
—Pues no —contestó Susan—, gracias al Señor.
—Nunca imaginé que tuvieran aparatos para reventar los neumáticos por control remoto —dijo Kento—, es fantástico.
—¿Señor, podría contarnos todo lo que ha pasado? —preguntó Susan—. qué pena que estábamos dormidos cuando sucedió todo eso.
El oficial, contento de poder satisfacer la curiosidad de los chicos, sonrió, y tas carraspear ligeramente, procedió a narrarles los acontecimientos.
—Pues bien, después de que encontramos tu mensaje en código Morse con el número de la matrícula del auto... chico, eso fue una idea genial... —añadió volviéndose a Ziggy, que presumía radiante de orgullo— dimos aviso a la comisaría, de modo que cuando nuestros agentes vieron el auto en la barricada, enseguida lo reconocieron. Pero como había niños en el interior no podían arriesgarse a arrestar a los secuestradores directamente. De modo que uno de los agentes colocó un dispositivo en uno de los neumáticos del coche mientras el otro hablaba con la conductora. Luego, una vez que se fueron, la policía solicitó que hubiera refuerzos esperándolos en la próxima estación de servicio, el sargento Gibbs activó el mando a distancia y el neumático se desinfló.
—Qué listos —dijo Chris—. Parece la trama de una película.
—Tienes razón, chico. ¡A diario vivimos sucesos así! De modo que cuando el coche se detuvo, la mujer se bajó para ir a la gasolinera, donde la esperábamos para arrestarla. Y cuando el tipo se cansó de esperar y se bajó del auto para ver qué sucedía con ella, la policía lo arrestó también a él y ustedes quedaron a salvo.
—¿Y Jaime? ¿Cómo está? —preguntó Karen.
—Está bien —contestó el teniente Gibbs al mismo tiempo que el chico entraba en la sala—; es más, aquí está.
—Hola —dijo Jaime un poco nervioso mientras los chicos lo saludaban cordialmente—. Este... quiero agradecerles por salvarme la vida.
—En realidad fue Dios el que te salvó la vida —aclaró Susan.
—Lo sé. Yo también re... recé —dijo Jaime en un susurro.
—Seguro que dimos pasos equivocados y olvidamos preguntar a Jesús qué hacer —añadió Karen—; probablemente no debimos haber ido solos a la cabaña. Eso no fue muy inteligente de nuestra parte.
—Pero a la larga, Jesús lo solucionó todo. De no haber orado por Su protección, toda esta aventura podría haber terminado muy mal —dijo Chris.
—Bueno, en todo caso, gracias por lo que hicieron —dijo Jaime.
—Supongo que ahora te vas a ir a Greendale, ¿no? —preguntó Karen tímidamente.
—Así es. Mis padres vienen a recogerme en helicóptero. Estoy seguro de que les darán una buena recompensa por ayudar a rescatarme.
—La mejor recompensa que podemos recibir es saber que estás a salvo nuevamente —le aseguró Karen.
—Gracias —le dijo Jaime.
Karen miró al suelo; se mordió el labio y dijo:
—Jaime, tengo que decirte algo.
—¿Sí?
—Lo lamento —dijo finalmente.
—¿Lo lamento? —repitió Jaime—. ¿Qué es lo que lamentas?
—Antes pensaba que eras un estúpido. Casi no llegué a conocerte cuando estudiamos juntos en Greendale, y no estuvo bien que te juzgara de esa manera —dijo Karen con lágrimas en los ojos.
Jaime se ruborizó un poco; entonces fue él quien miró hacia otra parte. Se aclaró la garganta.
—No es la primera vez que me llaman estúpido. Por la manera en que me comportaba en el colegio jamás me habría hecho amigo de personas como tú. Pero ahora sé que la amistad es algo más que disponer de la última tecnología, ropa de moda o lo que sea. Espero... —Jaime vaciló y se dio la vuelta para mirar a todos los miembros de la patrulla, que ahora estaban alrededor suyo— espero que me permitan ser su amigo.
—Claro —dijeron todos al unísono.
Unas semanas más tarde, la patrulla se encontraba reunida en la cabaña. Chris escuchó que su mamá lo llamaba desde la casa.
—¡Chris, hay un paquete para ti!
Chris se dirigió rápidamente a la casa. En unos minutos regresó con una caja en la mano.
—¿Es un regalo para ti? Qué bueno —exclamó Susan.
—Es para todos nosotros —respondió Chris—. Tiene matasellos de Greendale.
—¿De parte de quién? —preguntó Ziggy.
—Bueno... juzgando por el remite... —dijo Chris con una sonrisa y le entregó el paquete a Karen.
—Está escrito con un bolígrafo plateado —dijo Karen entre dientes, sonrojándose.
—Bueno, ¡ábrelo! —dijo Chris, y Karen abrió el paquete con cuidado. En el interior había seis paquetes más pequeños, cada uno con su nombre: Chris, Susan, Karen, Kento, Ziggy y Frisky. Jaime Farell había enviado a cada miembro de la patrulla un bolígrafo plateado y un paquete con repuestos de tinta. Frisky recibió un collar tachonado de plata.
Chris leyó la inscripción grabada en un costado de su bolígrafo: «Para Chris Fulton, gracias por ser mi amigo».
—Qué tierno —dijo Susan, y tras leer la inscripción personalizada de su bolígrafo, Kento y Ziggy leyeron también las suyas.
—¿Y la tuya, Karen, qué dice? —preguntó Chris.
—Hum... solo tiene un corazón diminuto. Pero adentro de la caja hay una nota... para todos nosotros. Dice:
—Qué buena idea —exclamó Kento—. Así seríamos la patrulla de los seis.
—No sé —añadió Susan—, no es mi número favorito, me gusta más el siete.
—Eso significa que tendremos que conseguir otro miembro más —dijo Ziggy.
—Cierto —dijo Chris—. Pongámonos manos a la obra. ¿Se les ocurre alguien?
Frisky comenzó a ladrar y los chicos estallaron en carcajadas.
—Creo que no tendremos que ir muy lejos para encontrarlo —repuso Karen.
Autor: Peter van Gorder. Ilustraciones: Jeremy.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.
El misterio de las monedas de oro, 2ª parte
Aventura de la patrulla de los 5
Recuento de lo sucedido: La patrulla de los 5 —integrada por Chris, Susan, Ziggy, Kento y, más recientemente, Karen— había pasado el día con el Sr. Colin, un anciano que había sido misionero años atrás. El Sr. Colin les dio una caja con veinte monedas de oro. Los cinco regresaron al día siguiente para visitar al anciano, pero no había nadie en casa. Un vecino les dijo que el Sr. Colin había fallecido durante la noche. Apesadumbrados regresaron a su lugar de encuentro, al cual llamaban La Cabaña.
Cuando les entregó las monedas les dijo que eran «muy antiguas y valiosas»; sin embargo, cuando fueron a tasar su valor, el tosco dueño de la Casa de las Monedas les dijo que no valían nada. Cuando los cinco se fueron a sus respectivas casas, ninguno notó que alguien los seguía. No obstante, Susan presentía que algo no andaba bien...
Aquella noche, luego de que se fueran Ziggy, Kento y Karen, Chris se sentó delante de la mesa ubicada frente a la pared de tablas de la Cabaña y examinó con detenimiento la caja de monedas. Ahora era responsable de ellas.
Después de unos minutos colocó la caja en una cómoda ubicada en una esquina. Ahí guardaban todos los objetos de valor que tenían en la cabaña. No es que tuvieran muchos ni que fuesen muy valiosos, eran más como recuerdos. Y aunque el dueño de la tienda de monedas dijera que esas monedas no tenían valor, para ellos eran un tesoro, porque el Sr. Colin se las había dado al grupo.
Chris cerró la cabaña con candado. Y cruzó rápidamente el resto del sendero, huyendo del frío del viento nocturno. No se había percatado de la silueta de un hombre que merodeaba cerca de ahí ni del espiral de humo que salía de su cigarrillo.
—¡No están! —gritó Chris, luego de buscar en la pequeña cómoda la caja de madera que contenía las monedas.
—¿Estás seguro de que las pusiste ahí? —preguntó Ziggy.
—¡Claro que estoy seguro!
—¿Adónde habrán ido a parar?
—No lo sé, Susan. Las puse aquí luego de que ustedes se fueran y después le eché... ¡oh, no! Miren esto. No me había dado cuenta —Chris alzó el candado—, lo han abierto.
Kento levantó el candado y lo revisó.
—Está roto. Alguien lo forzó, el hueco de la llave está todo forzado y no cierra.
—¿No es ese el candado que acabamos de comprar? —preguntó Susan.
—Sí. Y ahora han desaparecido las monedas.
La cabaña quedó en silencio, mientras los cinco se miraban. Luego se quedaron mirando la cómoda por un rato. Finalmente Susan rompió el silencio.
—Tenía la esperanza de que algo así no sucediera luego de lo que pasó ayer —musitó.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Karen.
—Debí decirles en ese momento en vez de pensar que se iban a reír o a...
—¿Decirnos qué, Susan? —interrumpió Chris.
—Ay —suspiró Susan llevándose las manos a la cara—. Antes de que fuéramos a esa tienda, la Casa de las Monedas, tuve la sensación de que algo no andaba bien. En realidad, empecé a sentirme así incluso antes de dejar la cabaña. Y después, justo cuando estábamos parados afuera de la tienda, recordé de qué nos habíamos olvidado.
—Sí —dijo Kento—, pero ni siquiera nos lo dijiste.
—Recordé que no habíamos orado.
Los demás se quedaron mirando al suelo.
—Ni siquiera pensé en ello —dijo Chris entre dientes.
—Yo tampoco —añadió Karen.
—Pero eso no es todo —prosiguió Susan—. ¿Te acuerdas, Karen, que cuando estábamos en el bus tuviste que llamarme varias veces para que te contestara?
Karen asintió con la cabeza.
—Bueno, una vez más algo no estaba bien. Cuando ustedes se iban a la Cabaña y yo me iba a mi casa, algo me susurró que me diera la vuelta. Lo hice y vi a un hombre que parecía que los estaba siguiendo. Así que subí corriendo a mi habitación para ver mejor, pero de pronto él dobló por el otro camino. Así que pensé que me estaba imaginando cosas.
—Por ese camino, a tan solo unos cuatro o cinco metros, hay un sendero que lleva de vuelta a la calle por la que íbamos nosotros —dijo Chris.
—Entonces, quizás él se llevó las monedas —dijo Susan—. Oh, Dios mío... ¿qué vamos a hacer?
El resto de la patrulla suspiró y se encogieron de hombros.
—Esperen —dijo Susan—, justo antes de quedarme dormida estaba orando y recordé ese versículo que el Sr. Colin solía repetir una y otra vez: «Todas las cosas ayudan a bien». Me quedé dormida justo después, pero me sentía mucho mejor. Antes de eso me preocupaba que algo fuera a pasar.
—No sé qué bien puede salir de esto —dijo Karen.
—Yo tampoco, pero algo debe resultar. Tenemos que averiguar qué es.
—Debemos orar, tal como nos enseñó el Sr. Colin que hiciéramos cuando no supiéramos qué hacer —dijo Chris.
Todos estuvieron de acuerdo. Cuando Chris terminó de orar, nadie habló; simplemente se quedaron sentados pensando en todo lo que había sucedido. Pero algo había cambiado. Estaban haciendo lo correcto al orar y eso los hizo sentirse mejor.
—¿Alguien ha... recibido algo? —preguntó Chris—. ¿Alguna impresión?
—Cada vez que pienso en las monedas se me viene la imagen del hombre de la tienda. No era un tipo amable en absoluto —dijo Ziggy.
—Me pregunto... —dijo Susan pensativa mientras que los otros esperaban ansiosos lo que diría—. Nadie más sabía de las monedas. ¿Ustedes se lo dijeron a alguien?
—No —respondieron todos negando con la cabeza.
—Entonces, ¿por qué querría alguien entrar a la cabaña de juegos de unos niños?
—Pensemos por un momento —dijo Karen—. ¿No es extraño que ese señor Manchester dijera que las monedas no tenían valor y que el Sr. Colin nos dijera todo lo contrario? De alguna forma, sería bueno averiguar su verdadero valor. A fin de cuentas, para eso fuimos a la tienda.
—En la biblioteca hay libros sobre monedas antiguas —señaló Susan—. Será fácil.
—O aún más fácil... busquemos primero por Internet —añadió Kento sacando su smartphone.
Todos estuvieron de acuerdo y rodearon a Kento, mirando sobre su hombro la pequeña pantalla del aparato.
—¡Lo encontré! —exclamó Kento tras buscar durante unos minutos—. Hay todo un portal sobre monedas antiguas.
—¿Aparecen nuestras monedas?
—Veamos... ah, ¿qué les parece esta? —Acababa de abrir una página donde se veía una foto a color de una moneda antigua—. ¿No les resulta familiar?
—¡Es igualita a las nuestras, una moneda romana! —exclamó Susan, echando un vistazo más de cerca.
—¿Y cuánto vale? —preguntó Karen.
—¡Dice que una sola de estas monedas vale 100.000 dólares!
—¡100.000 dólares! —dijeron todos a coro.
—¿Hablas en serio? —dijo Ziggy.
—¡Es lo que dice aquí! ¡Mira eso!
—Si es que son auténticas —dijo Karen—. Si el dueño de la tienda tiene razón con respecto a que son falsas, entonces no valen nada.
—Pero entonces, ¿por qué desaparecieron? —preguntó Ziggy.
—No lo sé. Solo estoy presentando el otro lado —respondió Karen con mal humor—. Supongo que no quiero perder las esperanzas.
—Bien —dijo Susan—, digamos que el señor Manchester las robó o hizo que alguien las robara, ¿cómo las vamos a recuperar?
—Podríamos llamar a la policía y decirle que nos robaron las monedas y de quién sospechamos —sugirió Ziggy.
—¿La policía?… Hum... —dijo Chris con una sensación de desaliento. Se había apartado del debate y observaba pensativamente el cuadro del ángel que les había regalado el Sr. Colin.
—Era una idea nada más —dijo Ziggy.
—Bueno, podríamos hacerlo si tuviéramos algo más en qué basarnos —dijo Susan—, pero no creo que la policía crea nuestra historia. Ni siquiera podemos probar que las monedas son nuestras.
—Eh, miren esto —exclamó Chris, mientras agitaba un sobre que contenía varios documentos.
—¿Qué es?
—Estaba ajustando el cordel para poner el cuadro derecho y noté que por un lado sobresalía la esquina del sobre —dijo mientras colocaba sobre la mesa los documentos—. Es una tasación oficial de las monedas. También hay un recibo y unas fotos.
—¡Fantástico! —exclamó Susan.
—Supongo que esto prueba que no son falsas, como pretendía hacernos creer el señor Manchester —dijo Karen.
—Tal vez deberíamos regresar a la Casa de las Monedas y examinar el lugar —propuso Ziggy.
—No va a ser tan fácil —dijo Chris—. No podemos ir ahí y decir que pensamos que nos robó las monedas.
—Ya sé. Pero tengo el presentimiento de que el señor Manchester tiene algo que ver en todo esto.
—Quedarnos aquí sentados no va a hacer que aparezcan las monedas —dijo Susan.
El resto estuvo de acuerdo. Partieron, pues, una vez más en dirección a la tienda de monedas.
—¿Y qué los trae de vuelta por aquí? —preguntó Skeets cuando los niños entraron a la tienda—. ¿Decidieron que veinte dólares eran una oferta tentadora por su pequeña colección?
—En realidad, señor —le respondió Karen entrecerrando los ojos—, esas monedas desaparecieron. Alguien se las ha llevado.
—¿Me dicen que alguien las robó? Cuánto lo siento. Bueno, el culpable se va a llevar una triste sorpresa... no va a sacar apenas provecho.
—En realidad, tenemos la prueba de que esas monedas no eran falsas —dijo Chris.
—Sí, seguro... A verla.
—Para ser francos, señor —le dijo Susan acercándose al mostrador—, ya que usted es la única persona, aparte de nosotros, que sabe de su existencia, hemos venido a...
—¿Me están acusando de tener algo que ver con su, hum... desaparición?
—N-no. Solo que...
—Pero… —dijo Skeets con un suspiro— comprendo lo terrible que debe de ser. Lamentablemente, no hay mucho que pueda hacer por ustedes, porque no he vuelto a ver sus monedas desde que se fueron de mi tienda ayer.
—¿Eso es verdad? —dijo Kento señalándolo con el dedo—. Usted nos dijo que las monedas no valían nada, cuando en realidad son muy valiosas. ¿Cómo sabemos que no nos está mintiendo ahora?
—Kento —le susurró Chris—, no te enojes, eso no nos va a ayudar en nada. Además es una falta de respeto.
Kento retrocedió, pero tenía la cara roja.
—Es cierto —dijo Skeets—. Es muy irrespetuoso. Ya respondí sus preguntas, ahora si no les importa, tengo negocios que atender. ¡Que tengan un buen día!
Abatidos, los cinco dejaron la tienda y tomaron el autobús de vuelta a la Cabaña, donde decidieron que hablarían sobre qué hacer a continuación.
—Chicos, perdónenme por haberme enojado en la tienda —dijo Kento disculpándose—. Pero si me preguntan a mí, diría que probablemente fue Skeets el que nos robó las monedas. Ese tipo no me gusta para nada.
—No te preocupes, Kento —le dijo Chris.
—No es difícil que ese hombre te caiga mal —añadió Susan metiendo baza.
—Me pone los pelos de punta —dijo Karen.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Chris.
Solo hubo silencio como respuesta. Nadie sabía qué hacer.
Kento todavía tenía en sus manos el sobre con la tasación oficial de las monedas. Sacó los documentos para volver a leerlos.
—¡Oigan, no me había fijado en esto! Aquí hay una nota del señor Colin —dijo, sacando del sobre una hoja de papel.
—¿Qué dice? ¡Léela de una vez! —le pidió Susan y Kento comenzó a leerla.
Colin Hedgcome
—Es bastante enigmático. Pero es casi como si él supiera que íbamos a perder las monedas.
¿Qué significa esa parte del teléfono? —preguntó Kento.
—¿Recuerdas que el señor Colin nos dijo que podíamos conocer el futuro consultando con Dios? Eso es lo que significa —le respondió Chris.
—Claro, eso es. Nos dijo que el número de teléfono de Dios es Jeremías 33:3: «Clama a Mí, y Yo te responderé y te enseñaré... cosas grandes y ocultas que tú no conoces».
—Lo que pasa es que no oramos por nuestra última visita a la Casa de las Monedas —dijo Susan—, nuevamente nos dejamos llevar por nuestros impulsos.
—Pero podemos orar ahora —dijo Chris—, tal vez Dios todavía tenga algo que decirnos.
Tras una corta oración, guardaron silencio a la espera de una indicación sobrenatural sobre qué hacer a continuación. Hasta Frisky estaba respetuosamente acurrucado en una esquina.
—Me vino a la memoria una historia de la Biblia que leí una vez, pero no veo qué relación tenga con todo esto... —dijo Susan no muy convencida.
—¡Cuéntanos! —dijeron los otros ansiosamente.
—Está bien. Como ya les dije, no estoy segura de lo que quiere decir, pero lo recordé claramente.
—¿Qué era? —preguntó Chris.
—Recordé lo que dijo Jesús de algunos de Sus enemigos; que eran como sepulcros blanqueados, que por fuera se ven hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos1.
—Interesante… ¿y…? —dijo Chris.
Susan se encogió de hombros.
—No sé si esto servirá pero la fachada de la Casa de las Monedas es blanca —sugirió Karen.
—Y el dueño no era honesto —añadió Ziggy.
—Pero lo de los «huesos de muertos»... sin que suene a macabro, odio pensar lo que puede significar... —dijo Susan sintiendo un escalofrío.
—Al menos si descubrimos que está haciendo algo ilegal, podemos llamar a la policía para que vaya y lo arreste. Así podríamos recuperar nuestras monedas —dijo Karen.
—Puede que no sea tan fácil —dijo Chris—, pero después de orar, tengo la fuerte impresión de que deberíamos echar un vistazo a su trastienda, y que encontraremos algo que nos servirá para recobrar las monedas. Es arriesgado, pero si tomamos algunas precauciones, por ejemplo, ir solo dos de nosotros, y los demás se quedan vigilando en la distancia...
—Yo estaba pensando en lo mismo y... —dijo Kento. Decidieron que Chris y Susan irían primero, por ser los mayores del grupo. Los otros tres se iban a quedar cerca.
Ya comenzaba a atardecer cuando llegaron a la Casa de las Monedas. Chris y Susan iban delante, y los demás seguían a cierta distancia. El callejón que había detrás de la tienda era angosto. Allí se escondieron en una entrada y esperaron.
—Tal vez no pase nada hoy. Podríamos volver mañana —susurró Susan al cabo de un rato.
Justo en ese momento se estacionó cerca un Cadillac negro. Un hombre con anteojos oscuros y un sobretodo de color negro descendió del vehículo. Le entregó un paquete grande a otro hombre que salió por la puerta trasera de la tienda. El otro hombre arrugó y tiró un papel a uno de los tachos de basura.
—Esto se pone interesante —dijo Chris mientras sacaba un lapicero y escribía el número de la matrícula del auto en la palma de su mano.
—Esperemos hasta que el hombre se meta otra vez en la tienda y después echemos una mirada en el tacho de basura para ver si ese papel es interesante —sugirió Chris.
Se acercaron a los tachos de basura y alzaron la tapa cautelosamente.
—Aquí hay un montón de papeles. Casi todos están rasgados y no los puedo leer... son sobre apuestas de caballos... —dijo Susan mientras rebuscaba dentro del tacho.
—Y algo sobre Colombia —musitó Chris mientras leía algunos de los recibos.
—Este es un depósito en un banco de las Islas Caimán. Me pregunto qué significará todo esto— dijo Susan.
—Parece sospechoso...
En ese instante se abrió de golpe la puerta y apareció un hombre. Susan dio un grito ahogado. Era la misma figura delgada y adusta que había visto seguir a los cuatro la noche antes. Chris y Susan se dieron la vuelta para escapar, pero se estrellaron contra un tremendo matón, que estaba parado al otro lado de los tachos de basura. Agarró a ambos y los sacudió hasta que dejaron de intentar soltarse.
—¿Qué hacen husmeando por aquí, niños?
—Solo buscábamos algo chévere en su basura —respondió Chris.
—¿En serio? ¿Y encontraron lo que estaban buscando?
Chris negó con la cabeza.
—Solo un montón de papeles.
—Es él —musitó Susan.
—¿Quién es? —preguntó Chris.
Susan señaló con la cabeza en dirección al hombre delgado que estaba parado cerca. Susan lo miró a los ojos y el hombre esbozó una inquietante sonrisa. Susan sintió escalofríos. El hombre le dio la espalda y exhaló una bocanada de humo.
—Llévaselos al jefe —le dijo al otro hombre que todavía tenía fuertemente sujetos a los chicos. Seguidamente se dio la vuelta y se alejó de la tienda por el callejón mientras el otro hombre llevaba a Chris y Susan a la habitación trasera, y los sentaba bruscamente en dos sillas que estaban situadas espalda con espalda.
—Jefe —llamó—, tengo algo para usted.
—Más vale que sea algo bueno, Clive. No tengo tiempo para tus descubrimientos —dijo Skeets Manchester, entrando a la habitación con cara de pocos amigos.
—Acabo de agarrar a estos chiquillos husmeando en la parte de atrás. Dijeron que estaban buscando algo chévere.
—Buscando algo chévere, ¿no? —respondió Skeets—. Vaya, ¿no son ustedes los chicos de las monedas?
—¡Usted las robó! —le gritó Susan—. ¡Queremos que nos las devuelva!
—Cuánto lo siento, chiquilla —le respondió Skeets serenamente—, pero las cosas no funcionan así en este mundo. No obstante, ¡debo darles las gracias por hacerme inmensamente rico!
—¿Las vendió?
—Las vamos a vender mañana por la noche —dijo el matón.
—Cierra el pico, Clive. No es asunto de ellos —seguidamente se volvió hacia Chris y Susan—. ¿Así que creen que van a encontrar algo en la basura, eh? Veamos, pues. Revísalos, Clive.
Clive examinó sus bolsillos, sacando pequeños trozos de papel. Luego de revisarlos, los sentó en sus sillas y examinó los papeles que había encontrado.
—Parecen recibos, papeles bancarios y algunos pedazos de...
—¡No me digas, Clive, que echaste esos papeles en la basura de atrás! —le gritó Skeets—. ¿Es que nunca vas a aprender, imbécil?
La ira de Skeets se apagó instantáneamente al volverse hacia los chicos y esbozó una maliciosa sonrisa.
—Pero no fue muy inteligente de parte de ustedes andarse metiendo en asuntos ajenos, ¿no?
Se acercó y levantó el mentón de Susan para verla mejor.
—Dime, ¿tus papás nunca te enseñaron nada? ¡Chiquillos tontos, creyeron que habían encontrado alguna prueba contra mí! Y ahora, ¿quién se va a enterar?
Se volvió a Clive y le dijo:
—Lleva a nuestros amiguitos al túnel de abajo.
Clive tomó bruscamente a Chris y a Susan del brazo, abrió una puerta que había en la habitación y los llevó abajo por unas escaleras. Al final de ellas, abrió otra puerta y los echó dentro. El lugar apestaba y Susan y Chris comenzaron a toser enseguida.
—Aquí los vamos a dejar por un tiempo hasta saber qué hacer con ustedes.
—¿Y cuánto tiempo será eso? —preguntó Susan.
—No se sabe. Nunca supimos qué hacer con los anteriores —dijo el mastodonte con una risotada.
Cerró la puerta de un portazo y Chris y Susan quedaron en la más absoluta oscuridad. Aunque estaban cansados, sedientos y muy incómodos, procuraron permanecer animados cantando y citando los versículos de la Biblia que recordaban, y sobre todo, orando.
—Ya ha pasado un buen rato. ¿Qué estarán haciendo? —dijo Kento.
Los chicos no habían visto que atraparon a Chris y Susan.
—Los habrán atrapado —dijo Ziggy.
—¿A lo mejor es hora de llamar por teléfono nuevamente? —sugirió Karen.
—¿Por teléfono?
—Ya sabes... orar.
Rezaron, guardaron silencio y esperaron a recibir instrucciones. Ziggy habló primero.
—¿Conocen el versículo que dice: «A Sus ángeles mandará acerca de ti»? Bueno, me vino a la mente eso y una imagen de un policía mientras orábamos. Creo que significa...
—Sí. Creo que es hora de llamar a la policía para que nos ayuden.
Los otros estuvieron de acuerdo.
—A lo mejor este lío nos va a ayudar a atrapar a esos sinvergüenzas y a recobrar nuestras monedas —dijo Ziggy.
—Apurémonos. Vi una comisaría a un par de calles —dijo Karen.
Kento, Ziggy y Karen entraron resueltamente a la comisaría y Frisky los seguía de cerca.
—¿En qué puedo ayudaros? —preguntó un agente de policía.
Kento respiró hondo y comenzó su explicación.
—Dos de nuestros amigos están metidos en un lío tremendo porque creemos que fueron capturados por el gerente de la Casa de las Monedas que robó nuestras monedas antiguas.
El agente levantó la vista del periódico que estaba leyendo.
—¿Capturados? ¿Monedas?
—Sí. Hay que rescatarlos enseguida —contestó Karen.
—Menuda historia, señorita.
—Pero es cierta, señor. Tenemos que ir a buscarlos antes de que algo malo les suceda y...
—¿Qué les suceda algo... a quién?
—A nuestros dos amigos.
—¿Amigos? ¿Qué amigos? Denme los hechos, chicos, solo los hechos. Ustedes saben: nombres, edades, direcciones, cosas como esas.
Karen le dio al policía todos los detalles que necesitaba.
—Ese lugar, ¿cómo es que se llama?
—La Casa de las Monedas —le respondió Ziggy.
—Ah, sí. Conocemos el lugar. Sin pruebas no conseguiremos una orden de allanamiento, pero hace tiempo que sospechamos que allí se llevan a cabo algunas actividades irregulares, y esta podría ser nuestra oportunidad de confirmar nuestras sospechas.
Ziggy, Karen y Kento llegaron a la Casa de las Monedas con tres agentes de policía.
En la puerta de la tienda había un letrero escrito a la apurada que decía: «Cerrado por vacaciones».
—La última vez que los vimos fue en la parte trasera de la tienda —dijo Kento y guió a los policías a la entrada que había atrás.
Frisky ya había salido corriendo y ladrando en dirección a la parte posterior del edificio. Saltó hacia la puerta, rasguñándola frenéticamente. La puerta también estaba cerrada. Los tachos de basura estaban volteados y había basura tirada por el suelo.
—Mira esto —exclamó uno de los agentes, alzando una billetera.
—¡Es la billetera de Chris! —exclamó Kento—. Miren...
Kento le quitó la billetera al policía, se puso a rebuscar en ella y sacó un documento de identidad.
—Chris Fulton, tal como dijeron.
Al teniente se lo notó preocupado y se volvió hacia el otro agente.
—¿Hooper, conseguiste la orden de allanamiento?
—Sí.
—Veamos si hay alguien adentro, pero antes llevemos a los chicos de vuelta al patrullero donde Warren los pueda cuidar. No hay que correr riesgos innecesarios.
Aunque Karen, Ziggy y Kento protestaron, al final consintieron pues comprendieron que si deseaban la ayuda de la policía, tenían que cooperar.
El agente Hooper golpeó varias veces la puerta, diciendo en voz alta:
—Es la policía. ¡Abran la puerta!
Nadie contestaba.
—¡Abran o derribaremos la puerta! —vociferó Hooper.
Se escucharon pasos y algunas voces, y se abrió la puerta.
—¿En qué les puedo servir? —preguntó Skeets con toda tranquilidad.
—Buscamos a dos personas desaparecidas, un chico de nombre Chris Fulton y una niña llamada Susan Grimbaldi. Tienen aproximadamente doce años. ¿Los ha visto? —preguntó el teniente—, nos informaron que fueron vistos cerca de esta entrada. ¿Sabe usted algo al respecto?
—La verdad que no.
—Um, no me diga. Es curioso, porque tengo a tres testigos que siguieron hasta aquí a los dos chicos que desaparecieron —dijo el teniente señalando a los tres chicos que estaban sentados en el patrullero.
—¡Otra vez esos chicos!
—Ah, de modo que sí los había visto antes.
—Vinieron el otro día con unas monedas sin valor. Y volvieron a venir hoy lanzándome acusaciones porque sus monedas se habían perdido. Son niños muy malcriados. Los eché y les dije que no volvieran más. ¿Es eso un delito?
—¿Le importaría si echamos un vistazo? —preguntó el teniente Gibbs.
—Um... claro que no. No tengo nada que ocultar.
—Warren, quédate en el vehículo con los chicos y el perro mientras nosotros revisamos el lugar —dijo el teniente.
Karen, Ziggy y Kento esperaron cerca de una hora hasta que por fin regresaron los policías.
—Parece que todo está en orden —dijo el agente principal—. Hemos buscado por todas partes.
—Debe de haber algún error —dijo Karen.
A estas alturas Frisky estaba ladrando fuertemente y Kento procuraba sujetarlo lo mejor que podía, pero finalmente se soltó y comenzó a correr locamente hacia la entrada trasera de la tienda.
Frisky se metió a toda velocidad a la tienda.
—¡A lo mejor está buscando a Chris y a Susan! —exclamó Kento.
—¡Vamos, sigamos al perro! —gritó el teniente.
Cuando todos alcanzaron a Frisky, éste se hallaba frente a una sección de la pared en la que había una estantería de libros y ladraba con furia. Steeks Manchester intentaba alejarlo de ahí a patadas, pero el perro regresaba nuevamente a la misma sección de la pared.
—¿Qué hay detrás de esta estantería? —preguntó el policía.
—Una pared, cemento y luego más cemento —le respondió Skeets.
—Hooper, examine minuciosamente esta zona.
—Vea esto teniente. Parece que hay algo detrás de la estantería.
Luego de buscar durante varios minutos descubrieron una pequeña grieta a lo largo de la estantería, la cual forzaron con una palanca hasta abrirla.
—¡Mire, un túnel! —dijo Gibbs.
—¡Quién lo diría! —exclamó Skeets de manera poco convincente—. ¡Tanto tiempo que llevo aquí y ni siquiera sabía que existía!
Los dos policías estaban tan absortos con el hallazgo del túnel que no se dieron cuenta de que Skeets se dirigía lentamente hacia las escaleras para escaparse. Clive se encontraba entre Skeets y los policías.
El teniente pidió refuerzos por radio.
Frisky le ladraba fuertemente a Skeets y le mordió los pantalones. No lo soltaba por mucho que Skeets intentara sacárselo de encima.
—Skeets está tratando de escapar —gritó súbitamente Kento, luego de correr detrás de Frisky. Los otros dos chicos también lo habían seguido.
En ese instante Clive sacó una pistola y disparó hacia los policías. Las balas pasaron silbando junto a ellos.
—¡Agáchate! —le gritó el teniente a Ziggy.
Los otros dos niños hicieron lo mismo y se colocaron enseguida detrás de una mesa que estaba volteada.
Skeets se las arregló para sacarse de encima al perro y subió corriendo por las escaleras, seguido por Clive. Los policías trataron de seguirlos pero Clive se daba la vuelta cada par de segundos para dispararles.
El teniente desenfundó su arma y respondió al fuego. Una bala le dio a Clive en la pierna y el grandullón cayó pesadamente. En cuestión de segundos el teniente le confiscó el arma a Clive y lo esposó.
El agente Hooper corrió tras Skeets y saltó sobre él, con lo que ambos cayeron al suelo. Tras algo de lucha, Hooper le puso las esposas a Skeets.
—Van a pagar por esto, chiquillos —gritó Skeets.
—Si yo fuera usted no hablaría así, señor Manchester. Va a tener que explicarnos varias cosas —le advirtió el teniente Gibbs.
Una vez llegados los refuerzos, los dos hombres fueron conducidos a la comisaría. Mientras varios policías examinaban la Casa de las Monedas, Ziggy, Karen y Kento entraron al túnel para encontrar a Chris y a Susan. Mientras avanzaban por el túnel iban llamándolos. Al poco rato oyeron golpes en una de las puertas y unos gritos apagados.
Descorrieron el pestillo y abrieron la puerta. Chris y Susan salieron al pasillo parpadeando mientras sus ojos se acostumbraban a la luz.
—¡No saben cuánto nos alegramos de verlos! —les dijo Chris mientras se abrazaban.
—Llegaron en el momento justo. Solo Dios sabe lo que habrían hecho con nosotros —dijo Susan.
—Me está empezando a gustar eso de parar a escuchar a Dios —le dijo Karen a los demás.
—Vamos a tener que llevarlos a la comisaría para tomarles una declaración y para que nos cuenten en detalle lo ocurrido. Luego los llevaremos a su casa —les dijo Gibbs a los cinco.
Después de que la patrulla de los cinco respondiera a las diversas preguntas de la policía, el teniente Gibbs y el agente Hooper los llevaron a casa.
—Vendremos a visitarlos por la mañana para ver cómo va todo —les dijeron mientras se despedían— y para pedirles cualquier información que hoy se nos haya pasado por alto. ¿Está bien si nos reunimos en la casa de Chris a las 10:30?
—Claro —respondieron.
—Teniente, ¿le podemos pedir un favor? —preguntó Chris.
—¿De qué se trata?
—¿Encontraron las monedas?
—Todavía no hemos encontrado nada. Pero estamos investigando.
Exactamente a las 10:29 de la mañana el teniente Gibbs y el agente Hooper se presentaron a la puerta de la casa de Chris. Después de un largo interrogatorio, los policías quedaron satisfechos con la información proporcionada por los chicos y dijeron que iban a realizar una investigación exhaustiva en torno de los negocios de Skeets Manchester.
—Muchas gracias por la ayuda que nos han brindado para esclarecer este caso. Llevamos un buen tiempo tras el rastro de Skeets— dijo el teniente mientras se levantaba de su asiento para irse...
—Señor, ¿encontraron las monedas? —preguntó Karen.
—¿Las monedas? Por poco me olvido —dijo el teniente con una sonrisa. Le hizo una seña al agente que estaba con él, que fue al maletero del patrullero y de una bolsa grande sacó una caja que les resultaba muy conocida. Volvió y se la entregó al teniente.
—Las encontramos. Por lo visto, acá tienen todo un tesoro. La próxima vez tenga cuidado dónde la ponen, quizás no sea tan fácil recuperarlas.
—Gracias, señor —dijo Chris, tomando en sus manos la caja. Estaba radiante de felicidad.
—Confiemos que no haya una segunda vez —añadió Susan.
—Pero si sucediera algo parecido, llámennos antes de intentar hacer algo por su cuenta —aconsejó el agente Hooper.
—Créame que lo haremos —respondió Chris y los otros chicos estuvieron de acuerdo.
—Estoy asombrado de ver lo bien que han resultado las cosas para ustedes, chicos —señaló el teniente Gibbs—. Son niños con mucha suerte.
—En realidad —respondió Susan— lo que nos ayudó fue que oramos cuando no sabíamos qué hacer. Eso fue lo que nos enseñó el señor Colin, el hombre que nos dio las monedas.
El agente Hooper se quedó observando el cuadro del ángel y añadió:
—Lo mismo digo, teniente. Aquí mismo en este cuadro tan sobrecogedor... las monedas de oro y todo lo demás.
—El señor Colin nos lo regaló —contestó Susan.
—¿Está hecho con pintura acrílica?
—Pregúntele a Chris. Él es el experto.
—Es un óleo —afirmó Chris.
—¿Tú pintas?
Chris asintió con la cabeza.
—Mi hijo también. Tendrá más o menos tu edad… un verdadero genio. ¿Viste eso?
La patrulla de los cinco y los otros policías soltaron un grito ahogado.
—¡Sí, lo vimos! —contestó Ziggy—, ¡el ángel hizo un guiño y sonrió!
Notas a pie de página:
1 Mateo 23:27
Autor: Peter van Gorder. Ilustraciones: Jeremy. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022
El misterio de las monedas de oro, 1ª parte
Aventura de la patrulla de los 5
—¿Adónde van? —preguntó Karen a sus cuatro amigos que pasaban por la vereda.
—A casa del Sr. Colin —respondió Chris. Él y Susana tenían doce años y eran los mayores del grupo.
Karen apretó el paso para alcanzar a los otros.
—¿Se refieren al Sr. Colin Hedgcome? Todo el mundo dice, ya saben que… —dijo mientras se tocaba la cabeza— ...que le falta un tornillo. Dicen que ve cosas inexistentes y locuras por el estilo.
—Tú no lo conoces tanto como nosotros —exclamó Ziggy—. ¡Es buena onda!
(Ziggy tenía ocho años y era el menor de los cinco.)
—Sí. Es nuestro amigo —añadió Chris—. No está bien que hables así de él cuando ni siquiera lo conoces.
—Lo siento. Solo repetía lo que dice la gente —contestó Karen.
Karen, de once años, llevaba poco tiempo de regreso en Sheldon. Dos años antes se había mudado con sus padres a una ciudad cercana, Clarksdale, debido al trabajo de su padre. No obstante, Sheldon era una ciudad en crecimiento, por lo que volvieron a trasladar a su papá.
Irse de Sheldon había sido difícil para Karen. Tuvo que dejar a sus amigos y todo lo que conocía y comenzar de cero. Ahora estaba de vuelta y muchas cosas habían cambiado. La ciudad no era la misma, incluso los intereses de sus amigos habían cambiado. Con todo, Karen no desistió. Le encantaba la aventura y estaba lista para cualquier experiencia que supusiera un reto.
—Tú no te crees todo lo que dice la gente, ¿o sí? —le preguntó Susan.
—La verdad que no... bueno, depende. Pero, dime, ¿por qué van a visitar a ese anciano?
—Lo que pasa es que tiene cosas bien bacanas de por lo menos cien años de antigüedad. Él es como una máquina del tiempo —exclamó Kento.
—Sí —añadió Ziggy—, y hace un batido de frutas con helado de mango buenísimo…
—Y lo más importante —interrumpió Susana—, cuenta unas historias cheverísimas. Nos ha estado contando su vida.
—¿Hasta dónde les ha contado? —preguntó Karen.
—Bueno... el Sr. Colin nos dijo que fue mecánico de la fuerza aérea durante la Segunda Guerra Mundial. Cierta vez, estaba en un bosque protegido de una isla del Pacífico y, como tenía hambre, mató el cuco del jefe de una tribu. Tuvo que huir en canoa a una isla cercana para escapar de la muerte. Matar a uno de los cucos del jefe no fue buena idea.
—Ya me lo imagino —respondió Karen.
—Después se consiguió un empleo en otro país trabajando en una planta de laminación de acero —añadió Susana—. Era un trabajo sin futuro. Uno de sus amigos murió en un accidente en la planta, lo cual le hizo pensar en muchas cosas. Luego clamó a Dios y recibió una gran revelación, tras lo cual se hizo misionero.
—¿Y...?
—Hasta ahí nos ha contado —respondió Susan recuperando el aliento.
—De modo que si quiero conocer el resto de la historia tendré que ir con ustedes, ¿verdad?
Susan asintió con la cabeza.
—Lo puedes conocer en persona y ver qué te parece, en vez de limitarte a escuchar lo que dice todo el mundo —añadió Chris con una sonrisa.
Al poco rato llegaron al portón blanco donde empezaba la propiedad del Sr. Colin. Recorrieron el camino que atravesaba el jardín, que estaba lleno de diversos árboles y flores que el Sr. Colin había traído de sus viajes. Había un árbol de clavo de olor que había traído de Zanzíbar, hayas de Bulgaria y varios tipos de orquídeas de El Salvador.
Había un puente arqueado de color rojo sobre un pequeño estanque ubicado en medio de un jardín japonés. En la superficie flotaban lirios rosados y peces de color naranja y blanco nadaban serenamente en el agua.
Subieron por las escaleras que conducían a una sencilla casa de dos pisos. La casa no era nada del otro mundo, salvo por su color azul brillante y una gigantesca secoya que había en el jardín de atrás y cuyas ramas se elevaban muy por encima del techo. Al prepararse para llamar a la puerta, Chris alzó un gran aro que atravesaba la nariz de un tigre de bronce.
—Eso da miedo —dijo Karen mirando al feroz tigre de bronce.
—El Sr. Colin lo consiguió en uno de sus viajes por el Tibet —explicó Susana.
Chris golpeó dos veces.
Friski, el perro labrador del Sr. Colin los saludó con un amistoso ladrido desde la ventana. Él era su única compañía.
El Sr. Colin abrió la cortina para ver quién era y al ver a sus amiguitos sonrió. Con lentitud y haciendo un gran esfuerzo, abrió la puerta y los saludó calurosamente. Había perdido gran parte de su cabello, pero lo compensaba con su hermosa y abundante barba blanca.
—Son la patrulla —dijo, y al fijarse en Karen, añadió—. ¡Vaya!... ¿una nueva integrante?
—Karen es una vieja amiga —explicó Susan—. Regresó a Sheldon hace una semana.
—Bien, me alegro que la hayan traído con ustedes. Otro integrante para la patrulla... ¡La patrulla de los 5! —el Sr. Colin sonrió ante su ocurrencia y añadió—: Suena bien.
—Sr. Colin, estamos muy interesados en escuchar el resto de su historia —dijo Ziggy.
—Ustedes son unos chicos muy amables —dijo el Sr. Colin sonriendo—. Enseguida continuaremos con la historia. Pónganse cómodos. Estoy en la cocina. Como supuse que iban a venir hoy, preparé una de mis bebidas favoritas... ¡un batido de aguacate!
—Ves, te dije que era buena onda —susurró Ziggy mientras codeaba ligeramente a Karen.
Mientras se dirigían a la sala, Karen echó un vistazo dentro de las habitaciones que iban pasando. En un cuarto vio que había varios instrumentos musicales: una cítara, un ukelele y diversos tambores de aspecto africano.
¿Me pregunto de dónde habrá sacado todos esos extraños instrumentos? —Se preguntaba—. Me encantaría tocarlos.
Frisky estaba ocupado procurando recibir la mayor cantidad de caricias y palmaditas de cada uno de los niños. Los cinco se dirigieron a su asiento favorito. El Sr. Colin hablaba mientras servía la cremosa y helada bebida en vasos grandes con pajitas (cañas).
—Aprendí a hacer este jugo en uno de mis viajes a Indonesia. Es un licuado de aguacate (palta), coco rallado, azúcar, crema y hielo picado. Es uno de los mejores jugos conocidos por el hombre. ¡Es un néctar de Dios!
Mientras tomaban la bebida, el Sr. Colin siguió contándoles la historia de su vida valiéndose de fotos de sus aventuras misioneras.
—Aquí estoy con Maureen —dijo el Sr. Colin con un brillo en los ojos, mientras señalaba una foto en la que aparecía mucho más joven con su esposa.
—Era bonita —señaló Karen.
—¡Maureen era un ángel! Y seguro que en el Cielo está aún más bonita —dijo el Sr. Colin con nostalgia y prosiguió—. Aquí realizábamos un programa escolar en la India. La gente del lugar tenía que cargar el agua desde muy lejos todos los días, así que el Señor nos ayudó a construir un mecanismo que llevaba el agua directamente al centro del poblado.
—¿Qué hace esa serpiente ahí? —preguntó Chris señalando otra foto en la pared.
—Es una serpiente pitón que decidió venir a una clase de la Biblia que yo estaba dando en Camerún. En esta foto estamos dando de comer a gente sin hogar en México. Cuando nos fuimos algunos de nuestros amigos continuaron con la obra.
El Sr. Colin siguió describiendo varias fotos más hasta que llegó a un hermoso cuadro que estaba colgado encima de la chimenea. El artista había retratado a Jesús descendiendo de los cielos a la Tierra.
—Y aquí está el que hizo posible todas las aventuras de mi vida —dijo el Sr. Colin mientras observaba el cuadro.
—Que perspectiva tan asombrosa y qué colores tan brillantes —exclamó Chris que era un apasionado del arte.
—¡Se ve tan real! —comentó Susan.
—Es curioso que lo menciones. El otro día la pintura pareció cobrar vida y me dijo que pronto me iba a ir a Casa.
—¿A casa? Yo creía que esta era su casa —le dijo Karen sorprendida.
—Nuestro hogar eterno es el Cielo. Jesús me dijo que pronto me voy a encontrar con Maureen allí.
—No se vaya todavía —le dijo Susan en voz baja.
—Debo irme. Como dice la vieja canción —el Sr. Colin se puso a cantar un blues:
Puede que seas rico, o que no tengas ni un peso.
Pero cuando el buen Señor dé la orden, tendrás que partir.
Tendrás que partir, tendrás que partir.
—Bueno, ya basta de hablar acerca de mí. ¿Y ustedes qué han estado haciendo?
—Kento ha estado construyendo un kart para la gran carrera que organizó la ciudad y que rememora los años 50 —dijo Susan. Kento asintió con la cabeza.
—¿Ya funciona, hijo?
—Casi. Pero me está costando trabajo hacer que funcione la dirección.
—Yo tengo algo que te puede ayudar en ese aspecto: poleas.
—¿Cómo pueden ayudar? —preguntó Ziggy.
—Primero veamos si todavía las tengo. Acompáñenme al desván —dijo el Sr. Colin, y los llevó fuera hasta el tronco de la secoya.
—¡Qué árbol tan gigantesco! —exclamó Chris.
—Sí. Tiene tres metros de diámetro.
—¿Dónde está el desván? —preguntó Kento.
—No pensarán que un viejo loco como yo va a tener uno de esos desvanes aburridos en la parte de arriba de su casa, ¿verdad? — replicó el Sr. Colin mientras abría una puerta que había sido hecha en la corteza del árbol—. No señor, yo tengo algo un poco más excéntrico.
El interior del árbol estaba completamente hueco y los chicos miraban asombrados. El Sr. Colin encendió una luz y se vio un cuarto lleno de cajas puestas en unos polvorientos estantes. También había una escalera que conducía a un segundo piso.
—Este es mi desván.
—¡Qué lugar más bacán! —dijo Chris admirado.
—¿Podemos echar un vistazo? —preguntó Karen.
—Para eso son los desvanes —respondió el Sr. Colin.
—¿Cómo hizo este cuarto dentro del árbol? —preguntó Kento.
—Vino con la casa. Nadie sabe a ciencia cierta quién lo construyó, aunque se han tejido toda clase de historias al respecto. Una cuenta que lo hizo un pionero hace mucho tiempo para escapar de un ataque de los indios. Otros dicen que el hueco lo hizo un rayo, pero que el árbol siguió creciendo. Luego otros afirman que fue causado por un hongo. Y finalmente... —el Sr. Colin hizo una pausa para un mayor efecto— hay una vieja leyenda que dice que era la guarida de un dragón.
—¡Ah! —exclamaron los cinco.
—A ver, ¿dónde puse esas poleas? Veamos... —preguntó el Sr. Colin mientras miraba a Frisky.
Los otros comenzaron de inmediato a explorar los viejos artefactos que llenaban el cuarto. Karen se puso a tocar una vieja cítara nigeriana que produjo un resonante acorde de lo más inusual.
—Después de tantos años necesita que la afinen —comentó—, pero es interesante.
Susan tomó un periódico ya amarillento impreso a fines del siglo XIX. Leyó en voz alta un anuncio:
Adquiera un braguero. Marcus Abercrombie dice: «Yo tengo un braguero que ayuda a curar las hernias. No lleva banda metálica y sostiene cualquier hernia.»
Susan alzo la vista sorprendida.
—¿Qué es un braguero?
—Humm... —dijo el Sr. Colin con una sonrisa—. Tal vez sea un par de calzoncillos solo que más resistentes.
Todos se rieron.
—Ah, aquí están... —dijo el Sr. Colin, y le entregó dos poleas a Kento. Seguidamente tomó un lápiz y un bloc que tenía en el bolsillo de su camisa e hizo un diagrama de cómo emplearlas con el volante del Kart.
—Vean este viejo gramófono —dijo Karen—, ¿todavía funciona?
—Solo hay una forma de averiguarlo —respondió el Sr. Colin, y tomó un empolvado disco negro de 78 rpm y 25 cm de diámetro, y lo puso en el tocadiscos. Dio la vuelta a la manivela del tocadiscos para darle cuerda. Con mucho cuidado colocó la aguja en el disco que giraba. Por el enorme y ornamental cuerno de bronce salió una chillona canción que decía:
¿Seré famosa? ¿Seré rica?»
Y ella me dijo así:
«¡Qué será, será!
Serás lo que tengas que ser.
No nos corresponde saber lo que el mañana nos deparará.
Que será, será.
Que será, será.»
La canción acabó con un chisporroteo y el Sr. Colin levantó la aguja del disco.
—Es una canción bonita —comentó Karen—, me gustaría aprenderme los acordes.
—Habla de no preocuparse del futuro —dijo el Sr. Colin pensativamente—, lo cual me parece una buena idea. Pero, existe una manera de conocer el futuro.
—¿Cómo? —preguntó Chris con curiosidad.
—Dios puede responder nuestros interrogantes y brindarnos consejos o mostrarnos cosas del futuro cuando nos sea útil. ¿Se acuerdan de ese versículo de Jeremías que les enseñé la última vez?
—«Clama a Mí, y Yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces» —recitó Susan—. Jeremías 33, versículo 3.
—Muy bien, Susan. Y un ejemplo de algo grande y oculto que Dios me ha enseñado y que yo no conocía, es que pronto me voy a casa.
Se hizo un silencio incómodo por un momento. Nadie quería pensar que el Sr. Colin los dejaría tan pronto.
—Oiga, podría organizar una venta de garaje con todos estos trastos… quiero decir... objetos —dijo Kento para cambiar de tema.
—Buena idea. No sé por qué he guardado todas estas cosas, será porque venderlas sería como vender mis memorias. Además, no creo que me den mucho por ellas, ¿verdad? —preguntó el Sr. Colin.
—Seguro que podría vender este maravilloso cuadro a buen precio —dijo Chris señalando un enorme cuadro de un musculoso ángel de tez oscura que le entregaba unas monedas a un joven. El ángel aparecía de pie ante el joven, que estaba de rodillas ante él. Pequeños destellos de una brillante luz blanca dibujaban la silueta del ángel.
—Ah, lo encontré en una venta de objetos usados y me pareció una pieza única. Tenía pensado limpiarlo un poco y ponerle otro marco, pero tal vez nunca lo haga.
Todos se juntaron alrededor de la pintura para verla mejor.
—Aparte de la técnica tan interesante que utilizó el pintor, parece algo sobrenatural —dijo Chris—. ¿Qué significa?
—Me dio la impresión de que era algo más que una simple pintura bonita. Mirando el cuadro, Jesús me mostró que las monedas son como nuestra fe en Dios, que es algo que hemos recibido.
De pronto, el Sr. Colin le entregó la pintura a Chris, que se sobresaltó y quedó un poco pasmado con lo pesada que era.
—Pueden ponerla en ese lugar donde se juntan... la Cabaña, ¿cierto?
—Ajá... ¿pero está dándomela?
—Así es.
—No podemos aceptarla. Tiene un significado muy especial para usted.
—Lleva muchos años guardada aquí. Al menos le dará un bonito toque decorativo a la Cabaña. A fin de cuentas, no me la puedo llevar. No la voy a necesitar, ya que donde voy probablemente vea a ese ángel en persona —dijo el Sr. Colin riéndose.
—Gracias, Sr. Colin. La colgaremos en la Cabaña —dijo Susan.
—Eso me recuerda que hay otra cosa que quiero darles. ¡Es algo sumamente especial!
Abrió un baúl que había en una esquina del cuarto y sacó una pequeña caja de madera. Hizo una pausa antes de abrirla, le encantaba mantener a los chicos en suspenso y que trataran de adivinar lo que había en la caja.
—Adivinen lo que hay dentro.
—¿Son artículos de dibujo? —preguntó Chris.
—No.
—Ya sé… un instrumento musical —dijo Karen.
—No.
—¿Algo para comer? —inquirió Ziggy esperanzado.
—Lo siento. Si fuera así, me imagino que ya no estaría comestible después de tantos años.
—¿Un nuevo invento? —preguntó Kento.
El Sr. Colin negó con la cabeza.
Susan miraba con intensa curiosidad.
—Es un… ay, no sé. ¡Muéstrenoslo, por favor! —le rogó.
—¡Ja! Basta de especulaciones, aunque sus intentos fueron buenos. Echemos una mirada.
El Sr. Colin levantó la tapa para revelar veinte monedas de oro de diversos tamaños colocadas ordenadamente en un terciopelo rojo.
—¡Cómo brillan! —exclamó Ziggy.
—¡Caray, nunca había visto monedas así! —dijo Chris con asombro.
—¿Qué es lo que dicen las inscripciones? —preguntó Susan, tomando una para verla mejor.
—Es latín, el idioma de los romanos de la antigüedad. Estas monedas son muy antiguas y muy valiosas.
—¿Dónde las consiguió? —preguntó Kento.
—Mi padre me las dio. Él las recibió de su padre, quien a su vez las había recibido de su padre y así sucesivamente. Han pasado diez generaciones hasta ahora. Yo no tengo hijos a quienes pasárselas, por eso se las quiero dar a ustedes para que las cuiden y luego las pasen a otros a su debido tiempo.
Una corriente de aire abrió la chirriante puerta sobresaltando al pequeño grupo.
—¡Dios mío, ya es de noche! —exclamó el Sr. Colin—. Van a tener que irse a casa pronto. Chris, como tú eres el mayor te encargo las monedas. Cuídalas bien, por favor.
—Así lo haré.
—Hagamos una oración antes de que se vayan.
El Sr. Colin juntó a los niños en un círculo y oró:
—Padre, te doy gracias por estos magníficos chicos, por todos ellos. Gracias por el amor que han traído a mi vida y por los buenos momentos que hemos pasado juntos. Acompáñalos y cuídalos. También ayúdalos a valorar estas monedas que les he entregado y a ser buenos administradores de ellas. Lo pido en el nombre de Tu Hijo, Jesús.
—Acompaña también al Sr. Colin —añadió Ziggy—. Siempre lo pasamos tan bien con él, gracias por eso.
Los cinco dijeron amén y partieron enseguida hacia sus casas.
Al día siguiente regresaron a casa del Sr. Colin y llamaron a la puerta, pero nadie respondía. Alcanzaban a oír los ladridos frenéticos de Frisky.
Justo cuando se disponían a irse se les acercó un vecino.
—¿Han venido a ver al señor Hedgcome? —preguntó el vecino.
—Sí. Pero parece que no está en casa. ¿Sabe usted a qué hora va a regresar?
—Me temo que anoche pasó a mejor vida, mientras dormía. Fue justo después de medianoche, según el médico.
Los chicos se quedaron consternados. La noticia los entristeció de inmediato.
El vecino prosiguió:
—Lamento haberles dado la noticia tan repentinamente. He visto que solían venir a visitarlo, por lo que imagino que ustedes eran sus amigos.
—Lo éramos —dijo Susan, y se le saltaron las lágrimas.
Frisky ladraba cada vez más fuerte.
—Solo vine a encargarme del perro del anciano y llevarlo a la perrera municipal —les explicó el vecino.
—¡Uy, por favor, no haga eso! Les preguntaremos a nuestros padres si podemos encargarnos de él.
—No sé...
—¡Por favor, señor!
—Bueno, supongo que estará bien.
El vecino le puso la correa a Frisky y se la pasó a Chris.
Los niños le agradecieron y se fueron tristes por la calle por donde habían venido.
Más tarde ese mismo día, todos se juntaron en la Cabaña para hablar de lo que iban a hacer.
—Siempre me gustaba ir a casa del Sr. Colin —dijo Susan—. Era como mi abuelo después de que murió el mío. El tiempo pasaba volando cuando estábamos con él.
—Nos enseñó tantas cosas —añadió Kento.
—No era raro en absoluto —dijo Karen—. Tal vez distinto, pero no loco como decía la gente. Cuánto me hubiera gustado haberlo conocido mejor.
—Estoy seguro de que ahora está feliz. Probablemente se siente mucho mejor que antes —dijo Chris, procurando animar a los otros y animarse sí mismo.
—El Sr. Colin era lo máximo, era la persona más interesante y divertida que he conocido. Lo voy a extrañar —dijo Ziggy.
—Sí —dijeron los otros cuatro.
Se hizo silencio en la Cabaña por un rato hasta que finalmente Chris rompió el silencio.
—¿Qué vamos a hacer con respecto a las monedas?
—El Sr. Colin dijo que eran valiosas, ¿verdad? —respondió Karen.
—¿Qué intentas decir? ¿Qué debemos venderlas? —preguntó Susan.
—N-no. Ahora que nos pertenecen a nosotros, sería bueno saber cuánto valen. Al menos podríamos llevarlas a un joyero y averiguar su valor.
—Supongo que no nos vendrá mal saberlo —dijo Chris.
—Me parece bien —dijo Kento. Ziggy estuvo de acuerdo, mientras que Susan se encogió de hombros.
—¿Dónde encontraremos una tienda de monedas? —preguntó Ziggy.
—Podemos buscar en Internet una que quede en nuestro barrio —contestó Karen.
Kento buscó en su smartphone y los demás se juntaron en torno suyo.
—«Casa de las monedas» y «El paraíso de los coleccionistas». Es todo lo que tienen aquí. «Casa de las monedas» queda más cerca. Está en la Avenida Crispen.
—Avenida Crispen —dijo Susan—. Está un poco...
—¿Un poco qué?
—N-nada. Hay un bus que nos lleva hasta allí y podemos ir y volver en un santiamén.
Con la caja de monedas en la mano, los chicos se subieron al bus que los dejó en la puerta de la tienda. El local estaba recién pintado y con sus paredes blancas y ventanas enmarcadas, parecía fuera de lugar en ese sector gris y sucio de la ciudad.
—No parece una zona muy buena —dijo Kento con cautela.
—Pienso lo mismo —añadió Susan.
—Pero la tienda se ve bien —dijo Chris—, solo queremos que nos digan cuánto valen las monedas.
—Hemos venido hasta acá. No alcanzaremos a ir a otra tienda antes de que oscurezca —suspiró Karen—. ¿Y quién sabe si las otras van a ser mejores que ésta?
—Entremos —concluyó Chris.
—¡Esperen! Creo que nos estamos olvidando de algo... —exclamó Susan, haciendo que se detuvieran antes de entrar. Desde un principio ella no había estado muy segura de todo el asunto. Parecía que algo no estaba bien. Para colmo, seguía pensando que se estaban olvidando de algo.
—¡Eso es! —pensó, y se acordó que el Sr. Colin les repetía con frecuencia que cuando no estuvieran seguros de algo o no supieran qué hacer, debían orar.
Pero ahora nos estamos olvidando de hacer justamente eso.
—¿Nos olvidamos de qué? —respondieron los demás al unísono.
A Susan de pronto le entró vergüenza y se sonrojó.
Una cosa era que el Sr. Colin les recordara que oraran, ¿pero que lo hiciera ella? Susan hizo una mueca de solo pensarlo.
Y además —se dijo —solo vamos a averiguar su valor, eso es todo.
Se encogió hombros y miró al suelo.
—Nada —replicó tímidamente—. Yo... este... ¡nada!
Al abrir la puerta de la tienda un timbre anunció la llegada de los chicos. El administrador salió de detrás de una cortina con una sonrisa sospechosa y poco sincera en el rostro. Tenía demasiada gomina en el pelo y un grueso bigote cubría su labio superior. Sus ojos eran pequeños, oscuros y brillantes y tenía la nariz extrañamente torcida por habérsela roto en varias ocasiones. Frisky de inmediato mostró su disgusto con una serie de gruñidos amenazadores, pero se calmó después de que Kento le ordenara callarse.
—Hola, Sr... —comenzó a decir Chris.
—Me apellido Manchester —Sr. Manchester, pero todos me conocen como Skeets. ¿Qué puedo hacer por ustedes, amigos?
—Bueno, Sr. Skeets, tenemos unas monedas que nos dio un amigo y queríamos que usted las vea —dijo Karen.
—Para eso estamos. Veámoslas.
Chris sacó de su mochila la caja de madera, la puso sobre el mostrador de vidrio y levantó la tapa con cuidado. El administrador abrió los ojos como platos, y luego mostrando indiferencia las examinó una por una con su lupa durante un largo rato. Tras consultar unos libros que tenía en un estante, colocó la lupa en el mostrador y miró de cerca a los cinco amigos.
—¿Cómo dijeron que las habían conseguido? —preguntó.
—Nos la dio un anciano que era un buen amigo nuestro.
—¿Era?
—Falleció.
—Hmm. ¿Así que les dejó estas monedas a ustedes?
—Sí.
—¿Dónde las consiguió él?
—Dijo que su padre se las había dado.
—Disculpe, pero, ¿por qué nos hace todas estas preguntas? —inquirió Susan.
—En mi negocio hay que tener mucho cuidado.
—¿Cuidado?
—Bueno, jovencita, es como...
—¿Puede decirnos cuánto valen? —dijo Chris.
El hombre hizo una breve pausa, apoyó los antebrazos sobre el mostrador y se inclinó hacia adelante.
—Debo decirles que estas son muy buenas imitaciones... muy buenas, por cierto. ¿A qué se dedicaba ese anciano?
—Era misionero.
—Viajó por todo el mundo —añadió Ziggy.
—Ah, eso lo explica. Los nativos de esas tierras lejanas siempre están tratando de venderles monedas falsas a los turistas. Si es que saben a qué me refiero.
—No, no sabemos a qué se refiere —replicó Chris—. El Sr. Colin nos dijo que estas monedas eran muy valiosas, y que han sido pasadas de una generación a otra en su familia. Al menos deberían tener valor por su antigüedad.
—Eres un chico listo, pero crédulo. Sí, aunque hubieran pasado por el número que sea de generaciones...
—Diez —interrumpió Susan.
—Diez, lo que sea —dijo Skeets, irritándose un poco—. Déjenme decirles que estas monedas no tienen más de diez años de antigüedad, y ciertamente no son de la antigua Roma. Lo que quiero decir es que los ancianos muchas veces se inventan historias. Empiezan a volverse locos y a contar cosas que nunca ocurrieron.
—El Sr. Colin no estaba loco —dijo Ziggy—. El hecho de que haya muerto no significa que no pudiera pensar correctamente.
—Muy bien, si desean les hago un favor. Les compro estas monedas... solo como un favor. Parece que ese anciano era importante para ustedes.
—Lo era —replicó Susan.
—De acuerdo. Les voy a dar veinte dólares por ellas. Me podrían servir para ponerlas en el escaparate de la tienda. Podrían atraer algunos clientes.
—¿Solo veinte? Pero el Sr. Colin nos dijo que eran muy valiosas.
—Obviamente no conocía muy bien sus monedas. Además, yo soy un experto en este campo, y déjenme decirles que nadie les va a dar dinero por estas monedas. Apenas valen el material con que están hechas. Aunque servirían para una excelente decoración.
—Mire Sr. Skeets, no teníamos pensado venderlas —dijo Karen—, y aunque para usted no valgan nada, para nosotros sí tienen valor.
—Karen tiene razón —dijo Kento—, al menos harán que nos acordemos del Sr. Colin, aunque usted diga que no valen mucho.
—Quizás deberíamos buscar una segunda opinión —dijo Susan en voz baja.
—No sean ridículos... miren, yo solo estaba tratando de ayudar —dijo Skeets con el ceño fruncido, pero rápidamente lo reemplazó con una sonrisa falsa—. Pero como veo que han decidido quedarse con las monedas, nuestra reunión ha terminado. Buen día, niños.
Abrió la puerta y los hizo salir.
—La próxima vez no me hagan perder el tiempo.
Mientras los chicos se alejaban por la calle, Skeets cerró la puerta con llave y puso el cartel de Cerrado.
Durante el viaje de regreso reinó el silencio, que fue disipado únicamente por unos cuantos susurros de desencanto. Chris seguía aferrado firmemente a la mochila en la que llevaba la caja con las monedas.
—Sin valor, ¿eh? —dijo entre dientes—. Lo dudo.
Susan miraba por la ventana del bus. Estaba profundamente pensativa. Me pregunto por qué habré pensado que no debíamos entrar a esa tienda. Ese tipo no era amable en lo más mínimo, pero nada pasó. Es que estaba preocupada de que perderíamos las monedas. Pero ni siquiera tienen valor, al menos eso dijo el tipo...
—¡Susan! —le dijo Karen, sacudiéndola.
—¿Qué?
—Te he llamado tres veces. Vamos, tenemos que bajarnos.
—Ah, gracias —le dijo Susan, mientras se levantaba del asiento y seguía a los demás para bajar del bus. Se quedó quieta unos instantes en la parada.
—Extraño al Sr. Colin —susurró.
—¿Qué te pasa? ¿No vienes con nosotros a la Cabaña?
—No, Karen, creo que me voy a mi casa.
—¿Estás bien? Pareces distraída.
—Estoy bien. Los veo mañana.
—Muy bien —le respondió Karen, tras lo cual echó a correr para alcanzar a los chicos que lentamente bajaban por la vereda en dirección a la casa de Chris, en cuyo jardín trasero se encontraba su sitio de reunión.
Estaban tan absortos en su melancolía que ninguno notó al hombre demacrado que se bajó del bus con ellos, como tampoco lo vieron cuando se subió con ellos. Susan iba caminando en dirección opuesta, cuando oyó en su mente un susurro.
Date la vuelta.
—¿Ah? —se cuestionó en voz alta.
Simplemente date la vuelta, persistió el pensamiento.
Se detuvo y se dio la vuelta para ver a la última de las cuatro figuras que doblaban la esquina.
—Y ahora, ¿qué? —se dijo a sí misma refunfuñando.
De pronto, a poca distancia de sus amigos, una silueta delgada y desgarbada salió de detrás de un árbol. Miró hacia ambos lados de la silenciosa calle para asegurarse de que nadie lo hubiera seguido. El hombre hizo una pausa al mirar hacia donde estaba Susan. Ella se escabulló por una entrada que había cerca, y al darse cuenta de que era la de su casa, corrió a la puerta y entró.
—¿Susan?
—Sí, mamá, soy yo —le respondió, mientras subía corriendo las escaleras rumbo a su habitación, para echar un vistazo al hombre desde la ventana de su cuarto.
No fue difícil ver al hombre por lo bien iluminada que estaba la calle. Parecía estar siguiendo a sus amigos, pero luego cruzó la calle con toda naturalidad, alejándose de ellos. Ella esperó en su ventana, pero el hombre no volvió a aparecer. Luego su madre la llamó para cenar.
¿Qué me estará pasando? —se preguntó Susan mientras bajaba las escaleras—. Tengo el presentimiento de que algo malo va a pasar, pero no sé lo que es. Y me hace pensar en que algo malo va a salir de todo esto que estamos haciendo.
Qué tontería. Se encogió de hombros e hizo a un lado esos pensamientos.
Sin embargo, esa noche, echada en su cama, se puso a pensar en todo lo que había ocurrido durante el día: en la muerte del Sr. Colin, la idea de averiguar el valor de las monedas, la advertencia que había sentido, el dueño poco amable de la tienda, la voz que la había hecho darse la vuelta y descubrir al presunto acosador.
Ese hombre, pensó, debe de ser que me estoy aburriendo, ni siquiera los siguió. Al menos yo no lo vi. No, simplemente ha sido un día largo y estoy cansada.
Pero mientras cerraba los ojos recordó las palabras que el Sr. Colin le había dicho una vez. «El hecho de que algo no tenga sentido no significa que la voz que te habla al corazón esté equivocada. A veces Dios nos dice que tengamos cuidado o que no hagamos algo, y es prudente hacer caso de esa voz. De lo contrario, se nos pueden presentar problemas inesperados.»
—Por favor, Jesús —rezó—, ayúdame a no tener miedo de decir algo a mis amigos, aunque parezca cursi o raro. Perdóname por no haber hecho caso de la voz que me dijo que debíamos orar antes de ir a la tienda. Sería terrible que algo ocurra porque yo no me atreví a hablar.
Al cerrar los ojos para dormir, escuchó en su mente la voz del Sr. Colin que le citaba uno de sus versículos favoritos de la Biblia: «Todas las cosas ayudan a bien a los que aman a Dios.»
Con ese pensamiento se quedó plácidamente dormida.
Continuará...
Autor: Peter van Gorder. Ilustraciones: Jeremy. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022