El curso escolar por fin había terminado, y Kimberly y varios de sus compañeros de clase iban a ir al campamento de verano. Todos los niños aguardaban con ilusión alojarse en rústicas cabañas de troncos, comer malvaviscos alrededor de una fogata y remontar en canoa un riachuelo.
El trayecto en bus hasta el campamento no tuvo nada de particular, aparte de que los tres asistentes más revoltosos estuvieron juntos la mayor parte del recorrido cuchicheando. Daba la impresión de que estuvieran tramando alguna lindura para aquella excursión. Entretanto, Kimberly leía un libro sin meterse con nadie.
En el pasado, Kimberly siempre había sido objeto de bromas. Ella lo desechaba creyendo —esperando— que si procuraba ser amable, le caería bien a los demás chicos de su edad, estos hablarían con ella y la incluirían en sus actividades. Su entorno familiar tampoco facilitaba que consiguiera nuevas amistades: era la mayor de varios hermanos y debido a los frecuentes viajes de negocios de su padre, le pedían con frecuencia que ayudara con el cuidado de sus hermanos menores. Sin embargo, sus compañeros de clase no tenían ni idea de toda la responsabilidad que ella tenía en casa.
Esa tarde, tras llegar al campamento y soltar sus mochilas en diversas cabañas, todos recogieron leña por los bosques de los alrededores. Hicieron una enorme fogata para tostar unos perritos calientes y malvaviscos. Más tarde, todos intercambiaron chistes y cuentos de miedo y de fantasmas. Y acabaron proponiendo adivinanzas.
—¿Qué tiene cuatro ojos, no tiene amigos y se pasa el día leyendo? —preguntó uno de los chicos.
Todos se quedaron callados esperando ver cómo reaccionaba Kimberly.
—¿Me preguntas a mí? —preguntó Kimberly, al notar que todos tenían la mirada clavada en ella. Todos se rieron al notar que no estaba prestando atención.
Kimberly se puso de pie, se disculpó balbuceando que estaba cansada y corrió hacia su cabaña.
El día siguiente se presentó con un sol radiante acompañado de una ligera brisa. Tras el almuerzo, un par de chicos se acercaron a Kimberly, que los había rehuido a todos durante la mañana. Estaba sentada ante una mesa de madera al borde del claro en el bosque.
A Kimberly le gustaba Ted. Vivían en la misma calle y a veces volvían a casa juntos a la vuelta del colegio. Cuando no estaba con sus amigos, Ted la trataba bien, aunque nunca le hablaba en presencia de los otros.
—Hola —dijo Ted sin mirarla a los ojos—. Siento mucho lo que pasó anoche… la broma que te gastaron.
—Está bien, no pasa nada —respondió Kimberly gratamente sorprendida de que Ted se disculpara por algo que no era culpa suya.
Luego Ted le presentó una pequeña flor que llevaba escondida en la espalda y extendió la mano para que ella la tomara. Tomó la flor y Ted se dio la vuelta de inmediato, alejándose. Kimberly no entendió por qué se había marchado tan apresuradamente y por qué mientras tanto los otros chicos se revolcaban de la risa. Hasta que miró la flor. Tenía el tallo roto, lo que hacía que la flor estuviera mustia y caída. Llorando, Kim corrió al bosque para estar sola.
Kimberly se quedó en el bosque por más de una hora, preguntándose si la habrían echado en falta. Cuando regresó, encontró el campamento desierto. El cocinero le dijo que estaban jugando a «capturar la bandera» en el bosque. Siguiendo las indicaciones generales que él le dio, Kimberly salió a buscar al resto del grupo y resolvió no amargarse la vida porque no le cayera bien a Ted o los demás se burlaran de ella.
—¡Mira quién llegó! —se quejó uno de los chicos.
Kimberly se puso colorada al verlos, pero estaba decidida a quedarse con ellos y divertirse.
Al poco rato, los chicos parecían perdidos, aunque no quisieran reconocerlo. A esas alturas, Kim tampoco sabía ya por dónde había venido. El sol se estaba poniendo y comenzaba a refrescar. Los chicos treparon con dificultad algunos peñascos y atravesaron entre matorrales hacia donde les parecía oír algunas voces. Kimberly se esforzaba por seguirlos.
Finalmente los chicos oyeron la voz del supervisor del campamento y a algunos compañeros de clase que los llamaban en la distancia y se dirigieron en esa dirección. Habían cruzado el riachuelo y tenían que volver a hacerlo. Había una roca desde la que se podía pasar a otras y cruzar de ese modo, pero Kim no podía treparla.
—¿Qué tiene cuatro ojos, no tiene amigos, se pasa el día leyendo y no sabe trepar? —bromeó uno de los chicos. Los otros se rieron y Ted también lo hizo, aunque entre dientes le dijo a Kimberly que si se esforzaba lo conseguiría. Pero ella se marchó a tropezones hacia la derecha entre los arbustos, diciendo que ya encontraría otro sitio por donde atravesar.
Tras cruzar, Ted pidió a sus amigos que fueran más despacio para que Kim los alcanzara, pero ella no aparecía. Ted se detuvo. ¿Estaría buscando todavía un sitio por donde cruzar? Ted decidió esperar un poco mientras los demás chicos iban a buscar al resto de los alumnos. Pasaron diez minutos y todavía no había señales de Kimberly. Los grillos ya empezaban a llamarse unos a otros.
Ted escuchó ruidos en los matorrales que tenía detrás de sí y el supervisor del campamento apareció con la preocupación reflejada en el rostro. Los otros chicos le habían dicho que Kim había ido a buscar otro sitio por donde cruzar y había venido a buscarla. Avanzaron con dificultad entre los arbustos donde, para su sorpresa, a solo quince metros de donde habían cruzado había una pequeña cascada y el terreno descendía por ambos lados.
Cruzaron de nuevo el río para seguir rastreando. De pronto observaron una rama rota que colgaba sobre el vacío. Ted corrió hacia el borde y miró abajo. Allí estaba Kimberly, tres metros más abajo, inmóvil junto a una roca cerca de donde se juntaban las aguas de la catarata formando una especie de estanque. Bajaron como buenamente pudieron. Tenía sangre en la cabeza. Debía ir corriendo cuando se encontró con el borde. Cayó y se dio contra la roca. Cuando el supervisor del campamento tocó su brazo y pronunció su nombre, de sus labios se escapó un vago gemido.
Se llamó a un equipo de rescate para trasladar a Kimberly al hospital más cercano, y los chicos regresaron a casa un día antes de que finalizara el campamento, volvieron muy callados y formales. La pobre Kimberly estuvo dos días en coma antes de abrir los ojos y preguntar por su madre.
Deseando enmendar las cosas, Ted fue al hospital donde estaba ingresada Kim. Aunque aún no recibía visitas, quedó sorprendido al ver que algunos de sus amigos que la habían molestado, también aguardaban en la sala de espera. Al rato, se presentó una mujer de apariencia cansada, era la madre de Kimberly.
No dijo mucho, aparte de que había encontrado una flor prensada dentro de un papel doblado en el bolsillo del pantalón que llevaba Kimberly el día del accidente. Lo colocó en la mano de Ted. Cuando lo abrió encontró una flor silvestre morada y amarilla. En el papel estaban garabateadas las palabras «de parte de Ted». En el respaldo del papel había un poema escrito a mano.
Ted sintió gran remordimiento, pero también había aprendido una importante lección. Miró a la madre de Kimberly, estaba pálida y cansada, aunque sus ojos reflejaban dulzura. Le dio las gracias por ser amigo de Kimberly y por las veces que la había acompañado al regresar del colegio.
A Kimberly le tomó un par de semanas recuperarse lo suficiente como para que le dieran el alta en el hospital, pero a sus compañeros nos tomó muchas más semanas recuperarnos del tremendo susto que sufrimos. Como resultado, Kim quedó confinada a una silla de ruedas durante varios meses mientras se sometía a una terapia de rehabilitación. Finalmente recuperó la movilidad y la fortaleza.
Kimberly y yo nos hicimos muy buenos amigos, como debería haber sido desde el comienzo si yo no hubiera permitido que se interpusiera entre nosotros la falta de amabilidad. Todavía tiemblo al recordar aquella tarde hace tantos años. Como verán, yo soy Ted.
A partir de aquel día, mi vida cambió radicalmente. Si tan solo uno de nosotros —si yo— hubiéramos mostrado amabilidad, humildad y hubiéramos tenido el valor de dirigirle una palabra amable y sincera aquel día, si la hubiéramos ayudado a cruzar por encima de aquellas rocas, no habría tenido lugar el accidente. Para mí y para muchos de mis compañeros de clase fue el comienzo de una nueva vida de amabilidad.
Autor anónimo. Ilustración: Jeremy. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.