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El ejército secreto de Eliseo
Recuento de 2 Reyes, capítulo 6
En la época del profeta Eliseo, el vecino rey de Siria le había declarado la guerra a Israel. No obstante, por algún motivo sus campañas no tenían éxito. Cada vez que planeaba un ataque o emboscada, el rey de Israel se enteraba y se preparaba.
Esto aconteció una vez y otra vez, hasta que el rey de Siria se convenció de que había un traidor en sus filas. Convocando a sus oficiales, les dijo furioso:
—¿Quién es espía del rey de Israel?
—Ninguno, rey señor mío. Es el profeta Eliseo, que está en Israel, el que declara al rey de Israel las palabras que su majestad habla en sus aposentos privados —repuso uno de sus siervos que de alguna manera había oído hablar del poder del Dios de Eliseo.
Para el rey el problema no revestía ninguna dificultad. Había que capturar a Eliseo y quedaría todo arreglado. Envió el rey a Dotán gente de a caballo y carros y un gran ejército para arrestar a aquel hombre que sabía demasiado.
Creyendo que podrían coger por sorpresa a Eliseo, el ejército llegó de noche y rodeó la ciudad. En esas circunstancias no parecía que el varón de Dios tuviera escapatoria.
De madrugada, cuando el siervo de Eliseo miró desde lo alto del muro de la ciudad y advirtió todos aquellos caballos y carros, se llenó de miedo. Corriendo a donde estaba Eliseo, exclamó:
—¡Señor mío! ¿Qué vamos a hacer?
Pero Eliseo confiaba mucho en Dios, y le contestó al asustado joven:
—No tengas miedo, porque más son los que están con nosotros que los que están con el ejército sirio.
El joven se quedó mirándolo. ¿Cómo era posible? No había nadie en Dotán preparado para combatir a aquellos sirios. ¿Disponía acaso Eliseo de un ejército secreto?
Eliseo oró, diciendo:
—Te ruego, Señor, que abras sus ojos para que vea el gran poder que nos rodea.
¡Dios respondió a su oración y de repente el joven vio a los ejércitos del cielo que Eliseo había estado contemplando en todo momento!
—¡Mire! —gritó emocionado—. ¡Mire cuántos hay!
El monte estaba lleno de gente de a caballo celestial y de carros de fuego alrededor de Eliseo.
Y cuando descendieron a él —los carros de fuego que ya en otra ocasión había visto cuando Dios llevó a Eliseo al cielo delante de sus ojos1—, Eliseo sintió muy de cerca la presencia de Dios, y oró:
—Hiere con ceguera a esta gente.
Aunque fue una petición algo extraña, Eliseo tenía pensado un magnífico plan. Dios respondió a la oración de Eliseo y los dejó ciegos. Enseguida salió por la puerta de la ciudad y se acercó valientemente a los generales del ejército sirio que se arremolinaban sin saber dónde estaban ni qué hacer.
—No es este el camino, ni la ciudad —Eliseo les dijo a los soldados ciegos—. Síganme y yo les guiaré al hombre que buscan.
No sabían que el que les hablaba era Eliseo, el hombre al que andaban buscando, y logró conducirlos a Samaria, ¡la capital de Israel!
Una vez que el ejército sirio estuvo dentro de los muros de la ciudad, Eliseo rezó:
—Señor, abre los ojos de estos hombres para que vean —lo cual hizo Dios.
Al devolvérseles la vista, ¡los soldados vieron que habían sido objeto de una trampa y que estaban en plena Samaria, cercados por sus enemigos!
El rey de Israel no podía ocultar su satisfacción. Qué espléndida oportunidad de darles a los sirios una lección que no olvidarían jamás.
—¿Los matamos? ¿Los mato? —le dijo a Eliseo con gusto.
—¡No! —Repuso Eliseo—. En lugar de eso, ordenó que se les diera comida y bebida a los prisioneros, y que después se les dejara en libertad para que regresaran a sus casas.
También nosotros podemos contar con la protección del ejército secreto de Eliseo. La Biblia dice: «El ángel del Señor acampa alrededor de los que le temen, y los defiende» (Salmo 34:7).
Nota a pie de página:
1 Ver 2 Reyes 2:11.
Contribución: Didier Martin, adaptación de Tesoros © 1987. Ilustración: Didier Martin. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.
Aventura bíblica: Samuel, el niño que vino del Cielo
Adaptación de 1º de Samuel 1
Habían pasado unos 300 años desde que los hijos de Israel conquistaran la Tierra Prometida, y el Tabernáculo, construido por Moisés en el desierto, estaba situado en la ciudad de Silo, a unos cuarenta kilómetros de Jerusalén. La ciudad seguía siendo el centro de adoración de la nación judía, y anualmente acudían a ella todos los fieles, trayendo bueyes, cabras y corderos para sacrificarlos en el altar del Señor, erigido allí.
En la aldea de Ramá, situada en los montes cercanos, vivía cierto hombre llamado Elcana, y sus dos esposas, Ana y Penina. Penina tenía varios hijos e hijas, pero Ana no tenía hijos.
Una vez al año, Elcana y su familia viajaban desde Ramá a Silo para adorar y ofrecer sacrificio al Señor. Después de haber sacrificado un buey joven, Elcana lo dejaba sobre el fuego del altar para que se quemara toda la grasa, tal como acostumbraban a hacer los judíos. Luego tomaba la carne y la hervía en las ollas del Tabernáculo. La mayor parte de la carne se ofrecía luego a los pobres, si bien los mejores trozos se reservaban siempre para los sacerdotes del Señor. La familia que ofrecía el sacrificio tenía derecho, además, a retener toda la carne que necesitara para su alimentación de ese día.
Un día, las mujeres de Elcana y sus hijos se habían sentado cerca del Tabernáculo y se disponían a comer cuando apareció Elcana trayendo la carne en una gran olla de cobre, grande y humeante. Comer la carne dedicada al Señor era un acontecimiento muy especial, pues simbolizaba la participación en Sus abundantes bendiciones.
Como Elcana hacía todos los años, dio una porción de carne a su esposa Penina, y una porción a cada uno de sus hijos e hijas. Todos sabían que los niños eran la mayor de las bendiciones del Señor, de modo que aquél era siempre el momento de gloria para Penina.
Ana no le había dado hijos a Elcana, a pesar de lo cual él la amaba profundamente. Por lo tanto, en lugar de darle una sola porción de carne, le daba siempre dos.
Penina, celosa de tales demostraciones de afecto, observaba a Ana con una expresión desdeñosa. Cuando Elcana se retiró para llevar la olla de regreso al Tabernáculo, empezaron los comentarios hirientes de Penina.
—Ana, qué lástima que el Señor no te haya dado hijos —dijo en un tono apacible que dejaba traslucir lo que en realidad sentía—. Pero en Su infinita sabiduría, Él debió haber visto que no eres apta para la maternidad.
—Por favor, Penina, no comencemos con esto este año también —dijo Ana.
—Ay, perdón, no era mi intención herir tus sentimientos. Es solo que le agradezco a Dios que me haya bendecido con tantos hijos.
Ana, bajando la mirada con gesto triste, respondió:
—Pero Elcana me quiere tanto como a ti.
—¿Estás segura? —dijo Penina, fingiendo estar confundida—. Tal vez, al igual que yo, él te tiene lástima porque nunca llegarás a realizarte como madre, a tener niños que te adoren y respeten. Tal como yo jamás sabré lo que se siente al ser... y discúlpame la franqueza, estéril.
Ana llevaba un rato sentada con las lágrimas rodando por sus mejillas, pero al oír la última frase de Penina lanzó un gemido, se puso de pie y salió corriendo. Elcana regresaba de la tienda del Tabernáculo, y al ver que Ana corría, salió tras ella.
Cuando logró darle alcance, la tomó en sus brazos.
—Ana, ¿por qué lloras? —le preguntó dulcemente—. ¿Por qué no comes?
—¡Todos los años pasa lo mismo! —Respondió Ana—. ¡Penina no deja de provocarme y de echarme en cara que el Señor no me ha dado hijos!
—Pero, Ana —dijo Elcana—, ¡yo te amo! ¿Acaso no basta eso? ¿No valgo para ti más que diez hijos?
Elcana trató de convencer a Ana para que siguiera comiendo, pero ella tenía el estómago hecho un nudo. Prefirió disculparse, en cambio, y se dirigió hacia la tienda del Tabernáculo. El lugar estaba desierto, salvo por el sacerdote del Señor, un anciano llamado Elí, que estaba sentado a la puerta de la gran tienda.
Como era tan profunda la angustia de Ana que no podía siquiera hablar en voz alta, hizo una promesa en su corazón.
—¡Señor, si te compadeces de mi aflicción y me das un hijo, te lo devolveré y será Tuyo durante toda su vida!
Ana llevaba un largo rato orando, cuando Elí notó que, a pesar de mover los labios, no pronunciaba palabra, y que su rostro estaba demudado por la angustia.
—¡Deja ya de comportarte como una borracha! —dijo—. ¡A ver si te baja el alcohol!
—No es eso, señor mío —dijo Ana, volviéndose a Elí con el rostro bañado en lágrimas—. No he bebido vino. Estoy muy angustiada y le abría el corazón al Señor en mi dolor.
Avergonzado por haberle dirigido palabras tan duras, Elí la consoló:
—Ve en paz, y que Dios te conceda lo que le pediste.
Ana le dio las gracias al anciano sacerdote y volvió al lugar donde comían Elcana, Penina y los niños. Con expresión alegre, se sentó a comer; su rostro ya no se veía atribulado.
A la mañana siguiente regresaron a su casa de Ramá.
Poco tiempo después Ana concibió y dio a luz un varón a quien llamó Samuel, que quiere decir «pedido al Señor». ¡Su alegría era inmensa!
Al año siguiente, cuando Elcana y su familia volvieron a subir para ofrecer el sacrificio anual al Señor, Ana no fue.
—Después de que el niño sea destetado —dijo—, lo llevaré y se lo daré al Señor, y vivirá allí para siempre.
—Haz lo que te parezca mejor —le respondió Elcana—, pero ten presente que debes llevar a cabo tus buenas intenciones.
Así pues, Ana permaneció en su hogar cuidando a su hijo. Cuando el pequeño tuvo cuatro años de edad, lo llevó a Silo. Allí se lo presentó a Elí.
—Oré por este niño, y el Señor me lo dio —le dijo—. Ahora me toca a mí dárselo al Señor. Durante toda su vida estará entregado al Señor.
Luego Elí bendijo a Elcana y a Ana y dijo:
—Que el Señor te dé hijos con esta mujer, para tomar el lugar del que diste al Señor.
Y el Señor fue bondadoso con Ana: concibió y trajo al mundo tres hijos y dos hijas.
Ana regresó a Ramá, pero el pequeño Samuel se quedó con Elí en el Tabernáculo.
Cada año, su mamá Ana le hacía una túnica nueva y se la llevaba cada vez que iba con su esposo para hacer el sacrificio anual.
Samuel creció sirviendo al Señor y llegó a convertirse en uno de los mayores profetas y jueces de la historia de Israel.
Adaptación de Tesoros © 1987. Diseño: Roy Evans.Una producción de Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.
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Aventura bíblica: Las hazañas de un futuro rey
Adaptación de 1 Samuel 29-30
Encontrarás más relatos de los comienzos del rey David en «Un desafío gigantesco» y «La iniciativa de paz».
Durante la época en que David se exilió para evitar que el rey Saúl lo matara, las circunstancias lo condujeron con sus hombres a vivir en el país del rey filisteo Aquis, que era un enemigo de Israel. A cambio de un lugar donde quedarse, David prometió aliarse con dicho rey, y como éste sabía que el rey Saúl era enemigo de David, le entregó la aldea de Siclag para que habitaran allí. Por fin, tras andar errantes, David y sus hombres encontraron un hogar provisional.
Cuando se reanudó la guerra entre los filisteos e Israel, el rey Aquis quiso utilizar a todos sus hombres capaces, incluidos los de David, para luchar contra Israel. Eso colocó a David y a sus hombres en una encrucijada. ¿Cómo iban a pelear contra su propio pueblo y parentela?
El día en que todos los soldados se congregaron para el ataque, y los señores de los filisteos pasaron revista a sus compañías de a cientos y miles, David y sus soldados iban en la retaguardia junto al rey Aquis.
—¿Qué hacen estos soldados hebreos en nuestras filas? —preguntó uno de los príncipes filisteos al rey cuando se fijó que seiscientos soldados israelitas se encontraban entre ellos.
—David y sus hombres son leales a mí —respondió el rey Aquis— y no he hallado falta alguna en ellos.
—No permitas que combatan con nosotros —afirmó otro comandante—. Podrían volverse en contra nuestra en medio de la batalla para granjearse de nuevo el favor del rey Saúl. ¿Acaso no es David de quien las mujeres cantaban diciendo: «Saúl hirió a sus miles, y David a sus diez miles?»
Al final, Aquis accedió de mala gana.
—Me hubiera gustado que tú y tus hombres pelearan a mi lado —le confesó a David a solas—. Para mí eres bueno, como un ángel de Dios. Aun así, los príncipes de los filisteos se oponen a que participes con nosotros en la batalla. Debes regresar a casa.
De modo que David y sus hombres partieron para sus hogares, profundamente agradecidos de no tener que pelear contra su propio pueblo. Pero cuando llegaron a Siclag, descubrieron horrorizados que la ciudad estaba hecha cenizas. Mientras los hombres estaban ausentes, los amalecitas habían saqueado la ciudad llevándose prisioneros a las mujeres y a los niños, junto con todo lo que poseían David y sus hombres.
—En primer lugar, jamás debimos marcharnos —murmuró un hombre—. El rey Aquis no merece nuestra lealtad.
—Si hubiéramos estado aquí, esto jamás habría sucedido —dijo otro.
—David es el culpable —afirmó el más enojado.
Algunos hombres incluso hablaban de apedrearlo.
David escuchaba los lamentos y las voces de amotinamiento de sus hombres mientras luchaba contra el dolor que sentía porque sus dos esposas habían sido capturadas, y clamó a Dios para que le guiara.
—¿Debería perseguir a esa banda de saqueadores?
—Persíguelos —le contestó el Señor—. Los pillarás desprevenidos y recuperarás todo sin falta.
David reunió a sus hombres y partieron tras los amalecitas. Corrieron tan rápido que cuando llegaron al torrente de Besor, doscientos estaban tan cansados que no pudieron continuar. El resto siguió adelante deprisa dejando a esos hombres con el bagaje.
Por casualidad, encontraron en el campo a un muchacho egipcio, enfermo y desmayando por causa del hambre. Era siervo de uno de los amalecitas que había saqueado Siclag, y en el camino de regreso había enfermado. Su amo lo había abandonado en el campo. Los hombres de David le dieron a comer higos y pasas, y pronto se recuperó y pudo hablar.
A cambio de que David le jurara no matarlo ni devolverlo a su amo, el muchacho le contó qué camino habían tomado los amalecitas, y pronto los cuatrocientos hombres de David emprendieron de nuevo la marcha.
Esa tarde alcanzaron al enemigo y vieron cómo los amalecitas estaban desparramados comiendo y bebiendo, bailando y haciendo fiesta para celebrar el gran botín que habían tomado de los filisteos y de la tierra de Judá. En medio de los soldados borrachos, David y sus hombres vieron a sus esposas y a sus hijos atados y aprisionados con grilletes.
David dio orden de atacar, y los cuatrocientos soldados se lanzaron al rescate de sus seres queridos. Pelearon desde el amanecer hasta el anochecer, y salieron victoriosos, recuperando todo lo que les habían arrebatado, incluyendo su ganado. Las esposas regresaron con sus esposos y los niños con sus padres. David y sus hombres también tomaron el resto del botín de los amalecitas.
Aunque no cabían en sí de contentos, surgió una discusión. Algunos de los hombres malos y egoístas que habían ido con David decían que los que se quedaron atrás no tenían derecho a percibir nada del botín de los amalecitas. Pero David no estaba de acuerdo.
—No podemos actuar así respecto a lo que Dios nos ha dado —contestó—. Él nos ha guardado y ha entregado en nuestras manos a nuestros enemigos. Dios nos ha dado este botín de guerra y les tocará parte igual a los que se quedaron con el bagaje como a los que descendieron a la batalla.
Para saber más de este fascinante personaje de la Biblia ver «Héroe de la Biblia: Rey David».
Adaptación de Dichos y Hechos © 1987. Diseño: Roy Evans.Una producción de Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.
Aventura bíblica: La iniciativa de paz
Adaptación de 1 Samuel 18 y 26
Para leer otros relatos de la vida del rey David, véase «Un desafío gigantesco» y «Las hazañas de un futuro rey».
Cuando David volvió de matar al filisteo, salieron las mujeres de todas las ciudades de Israel cantando y danzando, para recibir al rey Saúl con panderos, con cánticos de alegría y con instrumentos de música.
—¡Saúl hirió a sus miles, y David a sus diez miles! —Cantaban con júbilo—. ¡Saúl hirió a sus miles y David a sus diez miles!
—¡La gente lo ama! —Musitó con enojo el rey Saúl, disgustado con el cántico—. ¿Qué más podrá obtener sino mi reino? Será mejor que lo tenga al alcance de mi brazo.
Los celos del rey hicieron que le prohibiera a David volver a casa y que atentara en repetidas ocasiones contra su vida. En cierta ocasión, el rey Saúl le lanzó una jabalina. En otra, astutamente le ofreció en matrimonio la mano de su hija Mical, pidiéndole a David que, como dote, mutilara a más de cien filisteos, pensando que si él no podía matar a David, entonces lo harían los filisteos. Sin embargo, David y sus hombres salieron victoriosos contra los filisteos y David continuó profesando lealtad al rey Saúl.
Con todo, finalmente, y luego de que el rey continuara atentando contra su vida, David huyó al desierto de Zif y muchos hombres y mujeres pobres y oprimidos se juntaron a David con el fin de que él fuera su líder.
Estando en el desierto, a David le sorprendió enterarse de que el rey Saúl nuevamente venía contra él. Casi no podía creer el informe, tomando en cuenta que había librado de la muerte al rey Saúl en la cueva de En-gadi en el desierto, cuando tuvo en sus manos el poder para acabar con su vida. David había actuado así para mostrarle al rey que no tenía intención alguna de hacerle daño. Pensó que de ahí en adelante ya no iba a haber contienda entre ellos, sin embargo, ahora Saúl lo perseguía tal como lo había hecho tantas veces en el pasado.
David envió espías para verificar si nuevamente Saúl en verdad venía tras él, lo cual resultó ser cierto y la noticia entristeció a David.
David oró:
—Oh, Dios, sálvame por Tu nombre, y con Tu poder defiéndeme. Oh, Dios, oye mi oración; escucha las razones de mi boca. […] He aquí, Dios es el que me ayuda; el Señor está con los que sostienen mi vida.
Esta vez, David y sus hombres no huyeron. En vez de eso, en la oscuridad de la noche, se arrastraron hacia el lugar donde el rey y sus soldados estaban acampados. El rey Saúl dormía dentro de una barricada en el centro del campamento con Abner, su capitán en jefe, cerca de él. El resto de los soldados dormían alrededor de ellos. Todos estaban dormidos.
—¿Quién irá conmigo a Saúl en el campamento? —susurró David a dos de sus hombres más valientes.
—Yo iré —dijo Abisai.
Sin detenerse a pensar en el riesgo que corrían, los dos hombres entraron sigilosamente en campamento enemigo hasta ubicar al rey Saúl, quien todavía dormía profundamente dentro de la barricada. A su cabecera estaba su lanza clavada en tierra y junto a ella una vasija de agua.
—Deja que acabe con él de un solo golpe —le susurró Abisai, al ver al hombre que le había causado a David y a sus hombres tantos problemas—. No le daré segundo golpe.
—No lo mates —le dijo David—. ¿Quién extenderá su mano contra el ungido del Señor y será inocente? […] Debemos dejar el destino del rey Saúl en manos de Dios.
Luego, con la misma picardía que había mostrado en la cueva de En-gadi cuando cortó parte de la vestidura del rey, David le susurró a Abisai:
—Toma ahora la lanza que está a su cabecera y la vasija de agua, y vámonos.
Los dos hombres salieron del campamento y los soldados del rey Saúl ni se dieron cuenta porque el Señor había causado que un profundo sueño cayera sobre ellos. Luego David pasó al otro lado y subió a una colina distante, y gritó a voz en cuello en dirección a los hombres de Saúl.
—¿No respondes, Abner?
Abner se levantó de muy malhumor.
—¿Quién eres tú que gritas al rey? —le respondió.
—¿No eres tú un hombre valiente? —Se burló David—. ¿Quién hay como tú en Israel? ¿Por qué, pues, no has guardado al rey tu señor? [...] Mira, pues, ahora, dónde está la lanza del rey y la vasija de agua que estaba a su cabecera. Vive el Señor, que sois dignos de muerte, porque no habéis guardado a vuestro señor, el ungido del Señor.
—¿Quién es? —Balbuceaba Abner todavía medio dormido—. ¿De qué habla?
Pero Saúl reconoció la voz de David y respondió:
—¿No es esa tu voz, hijo mío David?
—Mi voz es, rey señor mío —le respondió David, y entonces le hizo la pregunta que le había hecho tantas veces antes—, ¿qué he hecho? ¿Qué mal hay en mi mano?
—¡He pecado! —Exclamó el rey, al darse cuenta de que David debió haber estado al lado de su lecho aquella noche y le había perdonado la vida—. Vuelve, hijo mío David, que ningún mal te haré, porque mi vida ha sido estimada preciosa hoy a tus ojos. Me he portado neciamente y he errado en gran manera.
David, siempre dispuesto a perdonar, le respondió:
—¡He aquí, la lanza del rey! Que venga uno de los criados a buscarla.
El rey Saúl le dijo:
—Bendito eres tú, hijo mío David, sin duda emprenderás grandes cosas y prevalecerás.
David y sus hombres se fueron a Gat, y el rey dejó de perseguirlo, pues David le había demostrado que su verdadero deseo era estar en paz con su rey.
Para saber más de este fascinante personaje de la Biblia ver «Héroe de la Biblia: Rey David».
Adaptación de Tesoros © 1987. Diseño: Roy Evans.Una producción de Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.
Aventura bíblica: Un desafío gigantesco
Adaptación de 1 Samuel 17
Para leer otros relatos de la vida del rey David, véase «La iniciativa de paz» y «Las hazañas de un futuro rey».
El ejército filisteo marchaba rápidamente a Judea y se sabía que la guerra era inminente. Cuando el reporte llegó a los oídos del rey Saúl, desplegó sus tropas sobre el valle de Elah. Allí, sobre colinas opuestas, se establecieron los campamentos militares de las naciones de Judea y Filistea. El enorme valle se extendía entre ambos ejércitos.
Los guerreros de ambos bandos alistaban sus formaciones de batalla cuando el gigantesco campeón filisteo apareció por primera vez. Era un coloso de más de 3 metros de altura. Se llamaba Goliat de Gat. Se dirigió al campamento israelita, flanqueado por su escudero. Goliat llevaba un yelmo de bronce, una pesada cota de malla y grebas de bronce sobre las piernas. Empuñaba una monumental lanza con el diámetro de una vara de tejedor.
—¿Para qué luchar contra todo un ejército? —Se burló ante las filas de guerreros israelitas—. Yo soy filisteo. ¿No son ustedes los siervos de Saúl? Elijan entre ustedes a un hombre que me enfrente en combate. Si me gana y me mata, seremos sus siervos. Pero si yo lo venzo y lo mato, ustedes se rendirán y nos servirán.
El desafío del guerrero llenó de terror a Saúl y sus hombres.
Las burlas y provocaciones del gran guerrero Goliat duraron 40 días. Todas las mañanas y tardes provocaba a los israelitas. Pero nadie se atrevía a aceptar el desafío. En aquellos días David, un joven pastor, se dirigía al campamento israelí. Su padre le había encomendado llevarles comida a sus hermanos, los cuales se habían alistado en el ejército. Cuando David llegó al campamento, los soldados se encontraban tomando posiciones defensivas en el frente de batalla, de manera que dejó las provisiones con el encargado del bagaje y corrió al campo de batalla para saludar a sus hermanos. Mientras hablaban, escucharon una conmoción en el campamento enemigo.
Goliat volvía a provocar a los israelitas entre vítores y gritos de batalla de los filisteos. Tan pronto los soldados de Israel vieron al gigante, empezaron a correr despavoridos.
—¿No lo has visto? —Respondió un soldado a las preguntas de David sobre el filisteo—. ¡Es el hombre más alto que existe! ¡Debe medir más de 3 metros!
—No lo llames un hombre —observó otro soldado antes de alejarse del frente de batalla—. No se parece en nada a nosotros. Es un gigante.
Los soldados comentaban nerviosos la recompensa que el rey Saúl ofrecía al hombre que lograra matar al enemigo de Israel. Se preguntaban si valía la pena el riesgo de combatir contra el gigante.
—¿Quién es ese filisteo que adora ídolos y se atreve a insultar y desafiar a los ejércitos del Dios viviente? —exigió David. Sentía enojo al ver el desaliento y temor que había caído sobre el ejército de su país. Preguntaba una y otra vez por qué nadie había aceptado el desafío.
No pasó mucho tiempo antes que algunos de los presentes le reportaran al rey las palabras de David.
—Ese es el valor y el coraje que necesitamos —anunció el rey Saúl—. Tráiganlo ante mí.
—Mi señor, no permita que los hombres se atemoricen de él —exclamó David al comparecer ante Saúl—. ¡Yo pelearé contra el filisteo!
—¿Tú? —Preguntó el rey—. Un jovencito como tú no puede derrotarlo. Goliat es un guerrero muy experimentado. Eres demasiado pequeño.
—Mientras cuidaba las ovejas de mi padre —respondió David— me enfrenté a leones y osos que intentaron llevarse los corderos del rebaño. Los perseguí y les arrebaté las ovejas de su boca. Cuando aquellas bestias se volvieron a mí, las enfrenté y las maté.
—Por lo tanto, oh rey, el Señor que me ha protegido de las garras del león y del oso continuará protegiéndome de la mano del filisteo.
La fe inquebrantable de aquel joven impresionó al rey Saúl. Le dijo:
—Ve, hijo mío. Y que el Señor esté contigo.
Una vez decidido el combate, el rey insistió en que David se vistiera con su túnica real. Lo vistió con una armadura y un yelmo de bronce, y le entregó su propia espada. Pero David nunca se había puesto una armadura y al cabo de poco sacudió la cabeza.
—No puedo combatir con esta armadura. Nunca la he usado —dijo mientras se quitaba la espada y la armadura.
—¿Pero… cómo combatirás contra Goliat y te protegerás de él? —Preguntó el rey.
—Lo derrotaré con mi vara y mi honda —respondió David.
El rey Saúl le dio permiso para retirarse, y David se dirigió a un arroyo cercano. Allí escogió cinco piedras lisas y las guardó en su bolso de pastor. Con la honda en la mano, se acercó a la zona donde se erigía Goliat.
Se hizo un silencio sepulcral. Los soldados observaban maravillados cómo Goliat, al ver a David solo y apartado del ejército israelita, empezaba a acercársele.
—¿Es una burla del pueblo de Israel? —Gritó el gigante—. ¿Acaso soy un perro para que luches contra mí con un palo? Ven aquí. Tu carne será alimento para los pájaros y las bestias salvajes.
—Te enfrentas a mí con una espada, una lanza y un escudo —contestó David—, pero yo me enfrento a ti en el nombre del Señor todopoderoso, el Dios de los ejércitos de Israel, a quien has desafiado.
—El Señor te entregará a mí en este día… y el mundo sabrá que existe un Dios en Israel. Todos los que se han reunido aquí sabrán que el Señor no salva con lanza ni con espada. La batalla es del Señor y Él te entregará en mis manos.
Goliat levantó su pesada lanza y empezó a avanzar. David corrió al combate. El joven pastor sacó una piedra de su bolsa, la colocó en la honda y la lanzó. La piedra golpeó al gigante en la frente. El gran guerrero se detuvo, se tambaleó y cayó de bruces. El ejército de Israel soltó un poderoso grito.
David corrió hacia el filisteo y desenvainando su gigantesca espada, lo mató.
Aquel día un joven pastor derrotó al poderoso campeón de los filisteos armado solo con su fe, una honda y una piedra.
La fantástica victoria de David animó a los soldados israelitas a perseguir a los filisteos hasta su propio país. El botín que obtuvieron del campamento abandonado por los filisteos fue enorme. La batalla había concluido. El pueblo de Israel estaba a salvo.
Para saber más de este fascinante personaje de la Biblia ver «Héroes de la Biblia: Rey David».
Adaptación de Tesoros © 1987. Diseño: Roy Evans.Una producción de Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.
Les presento a Amy Carmichael
Lugar de nacimiento: Millisle, Irlanda del Norte
Fecha de nacimiento: 16 de diciembre de 1867
Familia: La mayor de siete hermanos
Países en los que vivió como misionera: Japón, India
Amy Wilson Carmichael (1867–1951) fue una misionera que ejerció en Japón y después en la India, donde abrió un orfanato y también fundó un centro misionero en Dohnavur. Se la conoce por su dedicación al rescatar niños cuyos familiares los dedicaron a ser esclavos en los templos. También fue conocida por su pasión para hablar a la gente del amor de Dios. Amy sirvió en la India durante cincuenta y cinco años y fue autora de varios libros sobre su obra misionera allí.
Cuando estaba a bordo del barco que la llevaría a su primer campo de misión, Japón, el capitán se convirtió al cristianismo luego de observar con qué alegría Amy encaraba la situación de suciedad e insectos que había en el barco.
Amy venció muchas dificultades y obstáculos durante sus años en servicio misionero. Estos son algunos:
Obstáculo: La labor misionera en la India fue ardua. Luego de cada conversión al cristianismo de un hindú de casta1 superior, seguía una ola de persecución. Toda la comunidad hindú hacía de todo para hacerles la vida imposible a los cristianos. Obligaban a cerrar las puertas de algunas escuelas misioneras, otras las quemaban, destrozaban iglesias, golpeaban a los misioneros y presentaban interminables demandas.
Victoria: Amy viajó y predicó vistiendo la indumentaria nativa de la India, aunque la mayoría de los misioneros de esa época lo consideraba algo vergonzoso y pensaban que debía vestir a la usanza occidental. Vestida con un sari y con la piel bronceada parecía una india, cosa que fue fundamental en su éxito como misionera.
La lección de Amy de «hacerse como ellos»
El apóstol Pablo dijo una vez: «Me hice todo para todos, a fin de salvar a algunos por todos los medios posibles. Todo esto lo hago por causa del evangelio, para participar de sus frutos» (1 Corintios 9:22–23; NVI).
Amy aprendió también el valor de las palabras de Pablo. Una vez, en Japón, aun antes de que aprendiera el idioma, Amy salió a hablarle a la gente sobre Jesús. Su intérprete, Misaki-san, le sugirió a Amy que vistiera un kimono, pero Amy prefirió seguir vistiendo su ropa occidental. Ambos fueron a visitar a una anciana que estaba enferma y le interesaba el Evangelio. Justo cuando Amy iba a preguntarle si deseaba recibir al Señor, la señora notó los guantes de piel que Amy llevaba puestos y le preguntó qué eran. La mujer no aceptó a Cristo como su salvador.
De regreso a su casa, Amy lloraba amargamente. Nunca más arriesgaría tanto por una pequeñez así, prometió. Desde aquel día, siempre vistió la indumentaria local cuando salía a conocer a la gente y hablarles de Jesús.
Obstáculo: Amy padecía de neuralgia, una enfermedad de los nervios que hacía que su cuerpo se debilitara y doliera, y a veces tenía que estar en cama durante semanas interminables.
Victoria: Muchas veces, cuando debía estar en cama por varios meses debido a esa enfermedad, Jesús le indicaba que orara por la gente de la India para que conociera el amor de Jesús, y sus oraciones ayudaron a que más personas recibieran las buenas nuevas.
Obstáculo: Debido a antiguas tradiciones, los niños eran entregados a los templos hindúes para que trabajaran como esclavos. Algunas familias, además, abandonaban a las bebés mujeres debido a la pobreza y a que no podían proveer para ellas. (Los niños varones eran considerados de más valor que las mujeres, ya que los varones podían realizar trabajos manuales para ganar dinero para su hogar. Los padres, además, debían pagar una dote a la familia del marido de la hija cuando ésta se casara, lo cual era difícil para las familias pobres.)
Victoria: Una gran parte de la obra de Amy se concentró en rescatar a niños que habían sido dedicados a esos templos. Hubo una ocasión en la que parecía casi seguro que Amy sería arrestada y enviada a una prisión india bajo el cargo de secuestro de niños; se enfrentaba a una condena de siete años. Pero Amy no fue a la cárcel. Un telegrama llegó, y decía: «Caso criminal sobreseído». Jamás se envió una explicación, pero quienes conocían a Dios, sospechaban que Él tenía algo que ver con esta decisión.
Más de mil niños fueron rescatados de la negligencia y el abuso durante la vida de Amy. Para aquellos a quienes ella rescató, ella era «Amma», que significa «madre» en Tamil. Su obra solía ponerla en peligro y era estresante, pero ella jamás olvidó la promesa de Dios de que la protegería tanto a ella como a los que tenía bajo su cuidado.
Nota a pie de página:
1 casta: clase social apartada de las demás por diferencias en rango, profesión o riqueza
Texto: R. A. Watterson, basado en extractos de la Internet. Ilustración: Danielle. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022