Adaptación de 1º de Samuel 1
Habían pasado unos 300 años desde que los hijos de Israel conquistaran la Tierra Prometida, y el Tabernáculo, construido por Moisés en el desierto, estaba situado en la ciudad de Silo, a unos cuarenta kilómetros de Jerusalén. La ciudad seguía siendo el centro de adoración de la nación judía, y anualmente acudían a ella todos los fieles, trayendo bueyes, cabras y corderos para sacrificarlos en el altar del Señor, erigido allí.
En la aldea de Ramá, situada en los montes cercanos, vivía cierto hombre llamado Elcana, y sus dos esposas, Ana y Penina. Penina tenía varios hijos e hijas, pero Ana no tenía hijos.
Una vez al año, Elcana y su familia viajaban desde Ramá a Silo para adorar y ofrecer sacrificio al Señor. Después de haber sacrificado un buey joven, Elcana lo dejaba sobre el fuego del altar para que se quemara toda la grasa, tal como acostumbraban a hacer los judíos. Luego tomaba la carne y la hervía en las ollas del Tabernáculo. La mayor parte de la carne se ofrecía luego a los pobres, si bien los mejores trozos se reservaban siempre para los sacerdotes del Señor. La familia que ofrecía el sacrificio tenía derecho, además, a retener toda la carne que necesitara para su alimentación de ese día.
Un día, las mujeres de Elcana y sus hijos se habían sentado cerca del Tabernáculo y se disponían a comer cuando apareció Elcana trayendo la carne en una gran olla de cobre, grande y humeante. Comer la carne dedicada al Señor era un acontecimiento muy especial, pues simbolizaba la participación en Sus abundantes bendiciones.
Como Elcana hacía todos los años, dio una porción de carne a su esposa Penina, y una porción a cada uno de sus hijos e hijas. Todos sabían que los niños eran la mayor de las bendiciones del Señor, de modo que aquél era siempre el momento de gloria para Penina.
Ana no le había dado hijos a Elcana, a pesar de lo cual él la amaba profundamente. Por lo tanto, en lugar de darle una sola porción de carne, le daba siempre dos.
Penina, celosa de tales demostraciones de afecto, observaba a Ana con una expresión desdeñosa. Cuando Elcana se retiró para llevar la olla de regreso al Tabernáculo, empezaron los comentarios hirientes de Penina.
—Ana, qué lástima que el Señor no te haya dado hijos —dijo en un tono apacible que dejaba traslucir lo que en realidad sentía—. Pero en Su infinita sabiduría, Él debió haber visto que no eres apta para la maternidad.
—Por favor, Penina, no comencemos con esto este año también —dijo Ana.
—Ay, perdón, no era mi intención herir tus sentimientos. Es solo que le agradezco a Dios que me haya bendecido con tantos hijos.
Ana, bajando la mirada con gesto triste, respondió:
—Pero Elcana me quiere tanto como a ti.
—¿Estás segura? —dijo Penina, fingiendo estar confundida—. Tal vez, al igual que yo, él te tiene lástima porque nunca llegarás a realizarte como madre, a tener niños que te adoren y respeten. Tal como yo jamás sabré lo que se siente al ser... y discúlpame la franqueza, estéril.
Ana llevaba un rato sentada con las lágrimas rodando por sus mejillas, pero al oír la última frase de Penina lanzó un gemido, se puso de pie y salió corriendo. Elcana regresaba de la tienda del Tabernáculo, y al ver que Ana corría, salió tras ella.
Cuando logró darle alcance, la tomó en sus brazos.
—Ana, ¿por qué lloras? —le preguntó dulcemente—. ¿Por qué no comes?
—¡Todos los años pasa lo mismo! —Respondió Ana—. ¡Penina no deja de provocarme y de echarme en cara que el Señor no me ha dado hijos!
—Pero, Ana —dijo Elcana—, ¡yo te amo! ¿Acaso no basta eso? ¿No valgo para ti más que diez hijos?
Elcana trató de convencer a Ana para que siguiera comiendo, pero ella tenía el estómago hecho un nudo. Prefirió disculparse, en cambio, y se dirigió hacia la tienda del Tabernáculo. El lugar estaba desierto, salvo por el sacerdote del Señor, un anciano llamado Elí, que estaba sentado a la puerta de la gran tienda.
Como era tan profunda la angustia de Ana que no podía siquiera hablar en voz alta, hizo una promesa en su corazón.
—¡Señor, si te compadeces de mi aflicción y me das un hijo, te lo devolveré y será Tuyo durante toda su vida!
Ana llevaba un largo rato orando, cuando Elí notó que, a pesar de mover los labios, no pronunciaba palabra, y que su rostro estaba demudado por la angustia.
—¡Deja ya de comportarte como una borracha! —dijo—. ¡A ver si te baja el alcohol!
—No es eso, señor mío —dijo Ana, volviéndose a Elí con el rostro bañado en lágrimas—. No he bebido vino. Estoy muy angustiada y le abría el corazón al Señor en mi dolor.
Avergonzado por haberle dirigido palabras tan duras, Elí la consoló:
—Ve en paz, y que Dios te conceda lo que le pediste.
Ana le dio las gracias al anciano sacerdote y volvió al lugar donde comían Elcana, Penina y los niños. Con expresión alegre, se sentó a comer; su rostro ya no se veía atribulado.
A la mañana siguiente regresaron a su casa de Ramá.
Poco tiempo después Ana concibió y dio a luz un varón a quien llamó Samuel, que quiere decir «pedido al Señor». ¡Su alegría era inmensa!
Al año siguiente, cuando Elcana y su familia volvieron a subir para ofrecer el sacrificio anual al Señor, Ana no fue.
—Después de que el niño sea destetado —dijo—, lo llevaré y se lo daré al Señor, y vivirá allí para siempre.
—Haz lo que te parezca mejor —le respondió Elcana—, pero ten presente que debes llevar a cabo tus buenas intenciones.
Así pues, Ana permaneció en su hogar cuidando a su hijo. Cuando el pequeño tuvo cuatro años de edad, lo llevó a Silo. Allí se lo presentó a Elí.
—Oré por este niño, y el Señor me lo dio —le dijo—. Ahora me toca a mí dárselo al Señor. Durante toda su vida estará entregado al Señor.
Luego Elí bendijo a Elcana y a Ana y dijo:
—Que el Señor te dé hijos con esta mujer, para tomar el lugar del que diste al Señor.
Y el Señor fue bondadoso con Ana: concibió y trajo al mundo tres hijos y dos hijas.
Ana regresó a Ramá, pero el pequeño Samuel se quedó con Elí en el Tabernáculo.
Cada año, su mamá Ana le hacía una túnica nueva y se la llevaba cada vez que iba con su esposo para hacer el sacrificio anual.
Samuel creció sirviendo al Señor y llegó a convertirse en uno de los mayores profetas y jueces de la historia de Israel.
Adaptación de Tesoros © 1987. Diseño: Roy Evans.Una producción de Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.