Nivel 2 promesas de dios Archivos

Aventura bíblica: ¡Esta es tierra de gigantes!

MP3: A Bible Adventure: There Are Giants in the Land! (English)
1 de 3

Una versión diferente de los capítulos 13 y 14 de Números; Deuteronomio 1:19-46; 9:1-3; y Josué 11:21-23; 14:6-15; 15:13-17.

Hacía ya meses que los israelitas habían salido de Egipto. Habían levantado campamento en pleno desierto, en Cades-barnea. A escasos kilómetros al norte se divisaban las colinas de la Tierra Prometida. Moisés congregó a su gente y les dijo:

—Hemos llegado a la tierra que el Señor nuestro Dios nos había prometido, por lo tanto tomen posesión de ella como lo ordenó el Señor. ¡No tengan miedo!

Los ancianos de Israel no se sentían muy capaces de semejante empresa y dijeron:

—Enviemos primero a algunos hombres a explorar el país y luego, en base a sus informes, decidiremos qué rutas tomar y los pueblos que habremos de conquistar.

A pesar de su falta de fe Dios aceptó la propuesta y le dijo a Moisés: «Escoge un principal de cada una de las doce tribus y envíalos a que exploren la tierra de Canaán.»

Moisés eligió a los espías y los envió. Convenientemente disfrazados, los doce espías exploraron todo el territorio. En el viaje de regreso se detuvieron en la ciudad montañesa de Hebrón.

—¡Miren el tamaño de esas murallas! —Exclamó uno de los espías—. ¡Se levantan casi hasta al cielo!

—Y fíjense en la gente que vive aquí —comentó otro de ellos al ver pasar a un par de velludos gigantes.

Los gigantes volvieron la cabeza mirando con ferocidad a los hombres.

—¿De dónde salieron estos saltamontes? —rugió uno de ellos a la vez que los señalaba con su enorme lanza.

—¿Te refieres a esos ratoncillos? —dijo el otro gigante riéndose a carcajadas.

Los espías temblaban.

—¡Va... vámonos de aquí! ¡Rápido!

—No —respondió Caleb, el hombre que había sido escogido de la tribu de Judá—. Primero tenemos que averiguar todo lo posible sobre este lugar.

Y dejando al resto de los espías, se encaminó con Josué (de la tribu de Efraím) a la ciudad desapareciendo tras las formidables fortificaciones.

Regresaron luego de varias horas de explorar la ciudad. Averiguaron que las montañas que circundaban la ciudad de Hebrón estaban habitadas por una raza de gigantes conocidos como los anaceos, todos ellos de más de tres metros de estatura, y que Hebrón era gobernada por tres gigantes y le habían cambiado el nombre por Quiriat-arba en honor al mayor de ellos, Arba.

—Será una dura lucha pero confío en que podremos tomar la ciudad —añadió Caleb.

—¿Tomar la ciudad? ¿Te has vuelto loco? —Le respondió otro de los espías—. ¡No quiero volver a poner pie en esta tierra de gigantes!

Los espías se alejaron de la ciudad y se dirigieron a un valle cerca del arroyo de Escol, donde las vides de los gigantes maduraban bajo el sol. Cortaron un racimo de tal tamaño que se necesitaron dos hombres para cargarlo, y llevaron también otras frutas de muestra para Moisés.

Cuando los espías regresaron, Moisés, Aarón y el resto del campamento corrieron a recibirlos. Los exploradores colocaron la fruta delante del pueblo y Josué dijo a Moisés:

—¡Nos adentramos en el territorio que nos señalaste donde abundan la leche y la miel, como Dios ha prometido.

El pueblo se entusiasmó con el relato. Comenzaron a hablar de conquistar la tierra hasta que los demás espías exclamaron:

—¡Pero los que la habitan son poderosos, y las fortificaciones de las ciudades son enormes! ¡Y como si fuera poco, allí viven los anaceos, una raza de temibles gigantes!

Desalentado tras el anuncio de los espías, el pueblo empezó entonces a murmurar. Caleb alzó la voz y dijo:

—¡Debemos ir y apoderarnos de ese territorio sin dudarlo un instante, porque somos capaces de hacerlo!

—¡No podemos atacarlos! —Le respondió otro de los espías—. Son mucho más poderosos que nosotros.

Luego los otros espías empezaron a difundir otros rumores desalentadores acerca de la tierra, afirmando que ésta se tragaba a sus moradores y que sus habitantes eran tan enormes que hacían ver a los espías como saltamontes.

Tan pronto escuchó esto, el pueblo entero comenzó a lamentarse y a dar voces quejándose de Moisés y Aarón.

—¿Por qué nos trajo el Señor a esta tierra para morir por la espada? Apresarán a nuestras esposas e hijos. Designemos un capitán y volvámonos a Egipto. ¡Mejor hubiera sido morir en Egipto!

Otros gritaban:

—¡Incluso perecer aquí en el desierto sería preferible!

Enfrentándose a la congregación Josué y Caleb llenos de ira se rasgaron las vestiduras y exclamaron:

—¡La tierra que hemos explorado es en gran manera buena! Si agradamos al Señor, Él nos guiará a ella y nos la entregará. Pero no se rebelen contra el Señor. No tengan miedo de los habitantes de esa tierra, porque los destruiremos completamente. ¡El Señor nos ampara, y a ellos les ha quitado Su protección!

—¡Apedréenlos! —Exclamó el pueblo—. Pretenden conducirnos al peligro. ¡Deténgalos, apedréenlos!

El pueblo entero había dejado de confiar en Dios. De pronto, la gloria del Señor apareció en la tienda del Tabernáculo, y Dios dijo a Moisés: «¿Hasta cuándo se negará este pueblo a confiar en Mí a pesar de todos los milagros que he hecho en medio de ellos?

»¿Hasta cuándo me ha de irritar este pueblo que duda y se queja contra Mí? ¡He oído las voces que levantan contra Mí! Por lo tanto, diles: El Señor dice, que tan ciertamente como Yo vivo, haré las cosas que les he escuchado decir y caerán en este desierto. ¡Nadie mayor de veinte años que haya murmurado contra Mí entrará en la Tierra Prometida!

»Pero Mi siervo Caleb ha dado muestra de un espíritu diferente y me ha seguido de todo corazón. A él llevaré a la tierra y sus descendientes la heredarán. ¡Y Josué guiará al pueblo de Israel a recibir esa herencia!

»En cuanto a vuestros hijos, aquellos de los que ustedes afirmaron que serían apresados, a ellos les daré la tierra para que la posean. ¡Gozarán de la tierra que ustedes despreciaron! Pero vuestros cuerpos caerán en el desierto. Sufrirán durante cuarenta años por no haber confiado en Mí, ¡y vagarán por el desierto hasta que el último haya muerto! Ahora, dense vuelta y regresen al desierto.»

Luego el Señor aniquiló a los diez espías que habían propagado informes desalentadores por medio de una plaga. Únicamente Josué y Caleb fueron perdonados.

Todo el campamento lloró e imploró a Dios, pero Moisés les dijo que era demasiado tarde. Algunos incluso trataron de ingresar a la tierra de los amalequitas, pero Dios ya no estaba con ellos y fueron derrotados. Por lo tanto regresaron al desierto y reiniciaron su largo y lento peregrinaje.

* * *

Transcurrieron los cuarenta años hasta que hubo muerto el último de los miembros de la generación mayor. Moisés, ya anciano y a punto de morir, se dirigió a la nueva generación de israelitas: «¡Pueblo de Israel, escuchen! ¡Muy pronto habrán de entrar y conquistar pueblos más poderosos que ustedes, grandes ciudades y enormes fortificaciones que se levantan hasta los cielos! ¡Conquistarán a los anaceos que son grandes y poderosos! ¡El Señor su Dios irá delante de ustedes! ¡Él los humillará a ellos ante sus ojos y los destruirá tal como ha prometido!»

Después de la muerte de Moisés, Josué marchó valientemente al mando de las huestes de Israel y al poco tiempo conquistó extensos territorios de la Tierra Prometida. Mientras dividían las tierras entre las doce tribus, Caleb se acercó a Josué y le dijo: «¿Recuerdas lo que el Señor dijo a Moisés acerca de ti y de mí en Cades-Barnea? Yo tenía cuarenta años cuando Moisés me envió a explorar el territorio y regresé con un informe positivo. Debido a eso Moisés me juró ese mismo día: “Las tierras donde pongas pie serán herencia tuya para siempre porque has obedecido al Señor de todo corazón”.»

Lanza en mano, el anciano de cabellos blancos agregó: «Desde entonces el Señor me ha mantenido vivo durante cuarenta y cinco años. Ya tengo ochenta y cinco pero me siento tan fuerte como entonces para la batalla. Concédeme el país montañoso de Hebrón que el Señor me prometió. ¡Allí habitan los gigantes y sus ciudades son grandes y fortificadas pero con la ayuda de Dios las conquistaré!»

Josué le otorgó Hebrón a Caleb como parte de su herencia. Caleb, a la cabeza de sus hombres, marchó rumbo a las montañas lleno de un arrojo inspirado por el Señor. En la siguiente batalla, Caleb a los ochenta y cinco años derrotó a los ejércitos de los gigantes y se apoderó de su ciudad. De allí marchó contra los gigantes de la cercana Debir y su sobrino, el joven Otoniel los atacó y derrotó. Los ejércitos de Josué destruyeron al resto de los anaceos que habitaban ese país montañoso y no quedó un solo gigante en la tierra de Israel.

Veáse «Héroes de la Biblia: Caleb» para mayor información sobre este fascinante personaje bíblico.
Adaptado de Dichos y Hechos © 1987. Diseño: Roy Evans.
Una producción de Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2021.

Aventura bíblica: La batalla de las manos alzadas

MP3: A Bible Adventure: Winning a Battle with Lifted Hands (English)
1 de 1

Un recuento de Éxodo 17

Ver Las plagas de Egipto y El paso a través del mar, que son partes anteriores de la historia de Moisés y los hijos de Israel.

En cierta ocasión cuando los amalecitas, un fiero pueblo nómada que vivía en el desierto del Sinaí, se lanzaron para hacer guerra contra las tribus errantes de Israel, Moisés mandó llamar a Josué a su presencia.

—Escoge algunos hombres y sal a pelear contra los amalecitas —le dijo—. Mañana yo estaré en la cumbre de la colina con la vara de Dios en la mano.

Hizo pues Josué lo que Moisés le ordenó y mientras arreciaba la batalla, Moisés, Aarón y Hur observaban el campo de batalla de pie sobre la cima de la colina.

Mientras Moisés mantenía las manos alzadas, los israelitas se imponían al adversario, pero cuando bajaba las manos los amalecitas empezaban a ganar.

La batalla arreciaba y al cabo de un tiempo a Moisés se le cansaron los brazos. Aarón y Hur vieron que el curso de la batalla se inclinaba a favor de los amalecitas por lo que acercaron una piedra grande para que Moisés se sentara. Entonces Aarón se puso a un lado de Moisés y Hur al otro y le sostenían las manos en alto y «así hubo en sus manos firmeza hasta que se puso el sol». De esta forma aseguraron la victoria.

«Y Josué venció a los amalecitas a filo de espada». Sin embargo, Dios por medio de Su siervo Moisés, demostró que no había sido solamente con la espada que se había ganado la batalla, ya que Josué solo había logrado imponerse cuando las manos de Moisés estaban alzadas, dándole así toda la gloria a Dios.

Entonces Dios le habló a Moisés: «Escribe esto para memoria en un libro y cuida de que Josué lo vea».

Luego de haber obtenido una gran victoria sobre sus agresores, Moisés levantó un altar cerca del escenario de la batalla y lo llamó «el Señor es mi bandera».

Adaptación de R. A. Watterson tomada de Dichos y Hechos © 1987. Diseño: Roy Evans.
Una producción del Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2021

Aventura bíblica: El paso a través del mar

MP3: A Bible Adventure: Walking Through the Sea (English)
1 de 3

Un recuento dramatizado de Éxodo 12 al 15

Ver «Las plagas de Egipto», que es la primera parte de la historia de Moisés y los hijos de Israel.

Por fin el Faraón había dado su consentimiento, diciéndole a Moisés:

—Sal de mi pueblo. Vete con los israelitas a adorar a tu Dios, tal como pediste.

La formación que Moisés recibió en el palacio del Faraón dio sus frutos. Parte de su educación y formación de príncipe había girado en torno al trato y organización de grandes grupos de personas. Organizó a los dirigentes israelitas y no pasó mucho tiempo hasta que tuvo al pueblo formado en caravana y marchando en la dirección que había decidido tomar. Poco a poco se fue formando la larga procesión de hebreos rumbo a la tierra de Canaán.

Les tomó varias horas prepararse para la travesía pues eran seiscientos mil hombres, sin contar mujeres y niños.

Jemima, de quince años, y su familia llevaron consigo sus cabras y el resto de su ganado y lo mismo hicieron las demás familias que se unían a la procesión. Los hebreos llevaban cuatrocientos treinta años viviendo en Egipto y ahora Dios los estaba sacando de allí. Dios marchaba delante de ellos en una columna de nube durante el día y una de fuego durante la noche a fin de que viajasen de continuo. Por fin se habían librado de aquel malvado Faraón y se dirigían a la Tierra Prometida.

Todos esperaban dirigirse directamente a Canaán, en una travesía que les habría tomado unos pocos días. Pero al llegar a un pequeño lugar denominado Etam, a menos de 250 kilómetros de la frontera de Canaán, Moisés dio órdenes de dar la vuelta hacia el sur para ir por el desierto al lado del Mar Rojo.

Todos se sorprendieron y hasta la misma Jemima exclamó:

—¡Ese no es el camino a Canaán!

Pero Dios tenía un motivo para guiar a Su gente en esa dirección. De haber seguido en línea recta tendrían que haber pasado por la tierra de los filisteos, que los habrían atacado. Dios sabía que si Su pueblo, que acababa de ser librado de la esclavitud, se enfrentaba a la guerra demasiado pronto, se desalentaría y volvería a Egipto.

Siguieron pues marchando en el que parecía un rumbo equivocado. Jemima y su familia observaban la columna de nube día tras día para ver si se volvía en la dirección que ellos consideraban más apropiada. En vez de eso, siguió avanzando lentamente hasta llegar a las orillas del Mar Rojo. Allí Moisés instruyó a la gente que acampara a fin de pasar la noche y descansar, tal como el Señor le había dicho a él que hicieran.

De pronto alguien lanzó un grito de alarma y señalaba hacia el lugar por donde acababan de venir. ¡En medio de una distante polvareda avanzaban hombres y carros a caballo! ¡Eran los egipcios!

En Egipto, el Faraón y sus consejeros se enfurecieron al darse cuenta de que ya no iban a poder contar con la mano de obra de los hebreos.

—¿Qué hemos hecho? —dijeron—. ¡Hagamos que vuelvan!

De modo que Faraón alistó a su ejército para la guerra.

Cuando los hebreos vieron que los carros egipcios se acercaban, comprendieron que habían quedado atrapados entre el Mar Rojo y los egipcios que venían tras ellos.

Aterrorizados, clamaron a Dios y se quejaron a Moisés.

—¿No había sepulcros en Egipto que nos tuviste que sacar a morir en el desierto? ¡Mejor nos habría sido quedarnos a servir a los egipcios que morir en el desierto!

—¡No teman! —exclamó Moisés ante el pueblo—. Permanezcan firmes y vean la salvación que el Señor nos mostrará hoy, porque a los egipcios que han visto nunca más los volverán ver. El Señor peleará por ustedes y ustedes estarán tranquilos.

Mientras Moisés hablaba, la columna de nube se desplazó misteriosamente en dirección a los egipcios, formando una barrera entre ellos y los hebreos. Al caer la noche, la nube inundó de densas tinieblas las filas egipcias, al tiempo que extendía un reconfortante resplandor sobre el campamento de Israel. Las huestes de Faraón no pudieron acercarse durante toda la noche.

Moisés, a solas, se arrodilló para orar a Dios y el Señor le dijo:

—¡Di a los hijos de Israel que se pongan en marcha!

Pero, ¿en marcha hacia dónde? ¡El único lugar hacia adelante era a través del Mar Rojo!

Y extendió Moisés su mano sobre el mar e hizo Dios que el mar se retirase por recio viento oriental toda aquella noche y las aguas quedaron divididas y formando un muro de agua a la derecha y otro a la izquierda, y el fondo del mar que había entre un lado y otro se convirtió en tierra seca.

—¡Adelante! —gritó Moisés.

—¡Adelante! —gritaron los jefes de Israel, pasando la orden—. ¡Adelante, todos adelante!

¡Dios no los había defraudado! Se les había presentado una salida y pronto Jemima y su familia caminaban por aquel milagroso lecho marino seco junto con miles de personas acompañadas de bueyes, vacas, asnos, cabras y ovejas, avanzando tan rápido como se lo permitían sus piernas.

Mientras los israelitas se abrían paso por el mar, los carros y hombres a caballo de Faraón fueron tras ellos también en tierra seca por el mar. Pero Dios sembró la confusión entre las huestes de Faraón trabando y quitando las ruedas de sus carros y entorpeciendo su marcha, tanto así que los egipcios exclamaron:

—¡Huyamos de delante de Israel, porque el Señor pelea por ellos!

Entonces Dios le dijo a Moisés:

—Extiende tu mano sobre el mar para que las aguas cubran a los egipcios, a sus carros y a su caballería.

Moisés obedeció y el mar volvió a su nivel, abalanzándose sobre el Faraón y su ejército. ¡No hubo un solo sobreviviente!

Cuando Israel vio el grandioso poder que Dios había desplegado, la gente temió a Dios y confió en Él y en Su siervo Moisés.

Luego Moisés y los israelitas cantaron la siguiente canción al Señor:

Cantaré al Señor, porque ha triunfado gloriosamente:
Ha echado en el mar al caballo y al jinete.
El Señor es mi fortaleza y mi cántico; y ha sido mi salvación:
Él es mi Dios y le prepararé habitación;
mi padre es Dios y yo lo exaltaré.
El Señor es varón de guerra: Su nombre es el Señor.
El enemigo dijo: los perseguiré y venceré.
Repartiré despojos; mi alma se saciará de ellos.
Sacaré mi espada, los destruirá mi mano.
Pero Tú soplaste con Tu viento y los cubrió el mar.
Ellos se hundieron en las impetuosas aguas.1

Dios había intervenido para luchar por Sus hijos y logró para ellos una victoria extraordinaria.

Imagínense qué habría pasado si Moisés, el líder ungido de Dios, se hubiera dado por vencido cuando su pueblo empezó a murmurar en contra suya y a acusarlo falsamente.

¿Qué habría sucedido si, en lugar de extender su vara sobre el mar, obedeciendo el mandamiento de Dios, hubiese elegido pegar la vuelta haciéndose eco de los deseos del momento de su pueblo y del temor que les inspiraba el ejército enemigo? La historia habría sido muy distinta y las consecuencias desastrosas.

No obstante, Moisés depositó su confianza en Dios y Dios no lo defraudó.

Un verdadero hombre de Dios sabe cuáles son sus creencias y actúa en conformidad con ellas, digan lo que digan los demás. Lo único que le importa es lo que tiene que hacer y no lo que pensará la gente. Es imposible detener al hombre que tiene fe.

Para más información sobre este fascinante personaje bíblico, vean «Héroes de la Biblia: Moisés».

Notas a pie de página:

1 Éxodo 15:1-3, 9-10

Adaptado por R. A. Watterson de Dichos y Hechos © 1987. Diseño: Roy Evans.
Una producción del Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2021

Aventura bíblica: ¡Las plagas de Egipto!

MP3: A Bible Adventure: The Plagues of Egypt! (English)
1 de 4

Recuento dramatizado de Éxodo 5-12

Moisés tenía una misión. Dios le había hablado de la opresión que ejercían los egipcios sobre los israelitas y le encomendó la tarea de guiarlos a la Tierra Prometida. Moisés conocía la tiranía egipcia, ya que de bebé y gracias a la astucia de su hermana, él mismo había eludido la orden gubernamental que decretaba que todos los recién nacidos hijos de padres hebreos debían ser arrojados al río Nilo. Y ahora, a pesar de las reservas que tenía con respecto a su capacidad de liderazgo, Moisés se aferra a las promesas de Dios de sabiduría, protección y ungimiento para la colosal tarea que tenía por delante.

Nuestro relato comienza cuando Moisés y Aarón, este último hermano y portavoz de Moisés, confrontan a Faraón con la orden divina de dejar que los israelitas se marchen de Egipto.

Leobín, un hombre astuto y corpulento, funcionario en la corte del Faraón, regresaba en carro a su hogar y pasó delante de una larga columna de esclavos hebreos que marchaban penosamente hacia la tierra de Gosén.

—Con que Moisés dice que Dios les ha ordenado que se tomen un tiempo libre para adorarlo, ¿eh? —les gritó—. ¡Entonces, que les ayude a hacer ladrillos sin paja!

Las extensas tierras de Leobín lindaban con la zona sur de la tierra de Gosén, en el fértil delta del Nilo. Tomó una curva del camino principal rumbo a su mansión, en tanto los extenuados hebreos cruzaban un puente sobre un canal en dirección de Gosén.

Al entrar su padre y sus hermanos, Jemima quitó la mirada de la olla en que cocinaba y al ver sus espaldas sangrantes, exclamó:

—¡Ay, Dios mío, los han vuelto a golpear!

—Así es —respondió su padre, suspirando profundamente—. Moisés le ha dicho al Faraón que Dios ordena que deje marchar a Su pueblo, pero el Faraón no quiere hacerlo y ha hecho que nuestro trabajo sea más pesado aún al hacer que nosotros mismos reunamos la paja, en vez de proveérnosla como solían hacer. Luego sus negreros nos azotan por no cumplir con nuestra cuota diaria de ladrillos.

—¡Oh, Señor, líbranos! —exclamó Jemima mientras curaba sus heridas.

Moisés y Aarón estaban desanimados; su primer intento para convencer a Faraón de dejar ir a los hebreos había fracasado. Y no solo eso, daba la impresión de que habían empeorado la situación de la gente a la que estaban tratando de rescatar.

Moisés buscó la guía de Dios y Dios predijo que Faraón les iba a pedir que hicieran un milagro, y cuando se lo pidiera, Aarón debía echar su vara en el suelo y ésta se convertiría en una serpiente. Todo lo cual ocurrió tal como Dios había predicho.

En el palacio, luego de que la vara de Aarón se convirtiera en serpiente, Faraón no quedó muy impresionado y enseguida mandó llamar a los chamanes de su palacio para que convirtieran sus varas en serpientes. Aunque fueron capaces de hacerlo, la serpiente de Aarón se comió a las serpientes de los chamanes. Con todo, el Faraón siguió endureciendo su corazón en contra del Dios de los hebreos y se negó a dejarlos ir.

Al día siguiente, cuando el Faraón bajaba a la ribera del río Nilo, Moisés y Aarón le salieron al encuentro tal como Dios les había indicado.

—En esto conocerás que Dios es Dios —proclamó Moisés—. Con esta vara golpearé las aguas del Nilo y se convertirá en sangre. Los peces que hay en el río morirán y el río hederá y los egipcios tendrán asco de beber de sus aguas.

Aarón golpeó las aguas del río y la indiferencia burlona del Faraón se convirtió en shock cuando las aguas del Nilo se volvieron de un marrón verdoso a un rojo intenso. Todos los arroyos y canales, lagunas y estanques de Egipto, incluyendo el agua que estaba en los jarrones de piedra se convirtieron en sangre. El Nilo hedía a podrido, sus aguas eran imposibles de beber y todos los peces que había en ellas murieron. Sin embargo, cuando los hechiceros de la corte del Faraón realizaron un acto similar empleando para ello sus artes secretas, el corazón del Faraón una vez más se endureció.

Transcurrieron siete días y Moisés y Aarón volvieron a ir donde el Faraón con el decreto de Dios: «¡Deja ir a Mi pueblo!» Pero el Faraón nuevamente se negó. Por lo tanto, Aarón estiró su vara sobre los arroyos, canales y lagunas y vinieron ranas que cubrieron todo el territorio. ¡Ni siquiera el palacio de Faraón quedó exceptuado!

De camino a su casa, Leobín contempló horrorizado que sus tierras estaban cubiertas por un movedizo mar de ruidosas ranas. Quedó aún más horrorizado al tener que pasar entre las ranas que había en su jardín y al entrar en su casa había ranas en la cocina, dentro de los hornos, y ¡hasta en su dormitorio y en su cama! Su esposa y su hijo estaban histéricos mientras aquellas repulsivas criaturas saltaban encima de ellos.

Mientras tanto, Jemima, sus hermanos y una multitud de hebreos que se había aglomerado en la ribera del canal, observaban atónitos la tierra de Egipto que se extendía frente a ellos. En tierras de Leobín se veía un mar de ranas; pero en la tierra de Gosén todo estaba bien.

Finalmente, el Faraón rogó a Moisés que alejara la plaga de ranas. Moisés aceptó y dijo: «Para que sepas que no hay otro como el Señor nuestro Dios».

Entonces Moisés oró y el estruendo de millones de ranas cesó por completo al morir las ranas. Leobín ordenó a sus sirvientes que retiraran de su casa los cuerpecillos muertos y que acumularan en montones los que estaban en sus campos. Durante los días que siguieron, de toda la tierra de Egipto se elevó al cielo el hedor de las ranas muertas.

Lamentablemente, pese a que su tierra ahora estaba libre de la plaga de ranas, el Faraón volvió a endurecer su corazón. Por lo tanto, Dios ordenó a Moisés que dijera a Aarón que golpeara con su vara el polvo de la tierra y cuando lo hubo hecho, el polvo se convirtió en piojos que treparon sobre cada hombre y bestia de Egipto. El Faraón ordenó a sus hechiceros que hicieran lo mismo, pero estos no pudieron.

Con la autoridad de Dios, Moisés volvió y ordenó a Faraón:

—¡Deja ir a mi pueblo, de lo contrario Dios te enviará una plaga de moscas!

Pese a ello, el Faraón se negó a escucharle por lo que Dios le envió enjambres de moscas que invadieron su palacio y las casas de sus funcionarios. Toda la tierra de Egipto quedó infestada de moscas. Leobín se enloqueció tratando de sacarse de encima las moscas que se le pegaban al cuerpo, desconcertado al ver que ni una sola mosca volaba por la tierra de Gosén.

—¡Pueden irse! —le gritó el Faraón a Moisés—. ¡Solo llévate contigo estas horrorosas moscas!

Sin embargo, apenas Moisés oró y Dios hubo retirado las moscas de Egipto, Faraón se negó a cumplir con su palabra.

Moisés volvió a presentarse delante del Faraón con un mensaje de Dios:

—Si te niegas a dejar ir a los hebreos, Dios te enviará una severa plaga sobre tus ganados y todo ganado egipcio morirá, pero el ganado de los israelitas vivirá.

Entonces Dios envió una peste sobre los caballos, los asnos, los camellos, las reses, las ovejas y los bueyes de los egipcios, y Leobín vio cómo todo su ganado moría mientras que a poca distancia en Gosén, los animales pastaban a gusto, sin que muriese uno solo de ellos.

Leobín estaba en el palacio de Faraón cuando se desató la siguiente plaga. Moisés, en presencia de Faraón, tomó puñados de ceniza de un horno y los arrojó en el aire. Luego todo el territorio egipcio se cubrió de un fino polvillo y en hombres y bestias aparecieron llagas. Leobín lanzó un grito desgarrador al verse cubierto de dolorosas llagas de la cabeza a los pies.

El propio Faraón y sus hechiceros estaban completamente cubiertos de llagas, pero ni aun así se doblegaba, por lo que finalmente Moisés ingresó abruptamente ante su presencia y dijo:

—Así ha dicho el Señor: De haber querido, ya habría extendido Mi mano y desatado sobre ti y sobre tu pueblo una peste que los habría eliminado de la faz de la tierra. Por lo tanto, a fin de que todos sepan que Yo soy el Dios verdadero, mañana he de enviar la peor granizada que haya caído jamás sobre Egipto, desde que se formó como nación hasta el día de hoy. Recojan todo su ganado y llévenlo a un sitio donde esté seguro, pues el granizo que caerá matará a toda persona o animal que se encuentre al descubierto.

El Faraón y su gente disponían de un día entero para acatar la advertencia y varios de sus funcionarios y oficiales que temieron la Palabra de Dios, llevaron a sus esclavos y ganados a lugar seguro. Pero Leobín, al igual que Faraón y la mayoría de los funcionarios del palacio, ignoraron a Moisés.

Al día siguiente, Moisés levantó su vara al cielo y estos se cubrieron de oscuros nubarrones y empezaron a resonar los truenos. De pronto, los largos brazos de los relámpagos se descargaron, desatándose una tormenta de granizo. El ruido era ensordecedor. El granizo cayó sobre todo Egipto acompañado de relámpagos y del fuego que se extendía por la pradera. La tormenta se prolongó y parecía no tener fin. Finalmente, Faraón prometió que dejaría partir a los hebreos, así que Moisés oró y de inmediato cesó la tormenta.

Una vez amainado el temporal, Leobín regresó a su casa, chapoteando sobre los montículos de granizo que empezaban a derretirse. Hasta donde le alcanzaba la vista, pudo comprobar que toda planta había sido destruida por la tormenta. Los árboles habían quedado pelados y las ramas desgajadas. Al llegar a sus tierras se encontró con los cadáveres de sus esclavos y animales tendidos por doquier muertos por el granizo.

Después de cesar el ruido atronador provocado por la tormenta, Jemima y todos los hebreos salieron de sus casas para ver si sus campos habían sido destruidos, pero para su sorpresa y alegría, comprobaron que los campos y árboles de Gosén estaban intactos. Empero al otro lado del canal, la tierra de Egipto presentaba un panorama desolador.

Si bien la tormenta se había detenido, el Faraón se negó a cumplir lo prometido. Una vez más Moisés le advirtió que debía dejar ir a su pueblo, pero el Faraón se negó. Entonces, Leobín y los demás funcionarios le rogaron, diciendo:

—¡Deja que el pueblo se vaya! ¿No te has dado cuenta aún de que Egipto está arruinado?

Al insistir el Faraón en su negativa, Dios envió un viento del oriente que sopló toda la noche. Al llegar la mañana había traído consigo unos enjambres de langostas sin precedentes que se abalanzaron sobre todo Egipto. Desde la ribera del canal, Jemima contempló las interminables nubes de langostas que se abalanzaban sobre los campos de Leobín y devoraron todo lo que el granizo no había destruido. Cuando acabaron no quedó vestigio de verde en los árboles o de vida vegetal en Egipto.

Sin embargo, como si un muro invisible las hubiera detenido, ni una sola langosta cruzó a la tierra de Gosén. Jemima y sus hermanos, junto a la gran multitud de hebreos que los rodeaba, se pusieron de rodillas con gran admiración y reverencia ante el grandioso poder de Dios.

Al desaparecer las langostas, Faraón volvió a endurecer su corazón, de manera que cayó la siguiente plaga.

Cuando Jemima y su familia salieron, vieron que se arremolinaba sobre el puente que dividía a Gosén de Egipto un muro de la neblina más oscura que habían visto en sus vidas. Aquella oscuridad cubrió Egipto y nadie salió de su casa por espacio de tres días, paralizándose así toda la nación. Leobín, tropezando dentro de su palacete, descubrió que ni siquiera una lámpara encendida podía traspasar la oscuridad.

Sin embargo, en la tierra de Gosén el sol brillaba como de costumbre.

Entonces, Dios desató una última plaga sobre el Faraón y sobre Egipto. Moisés llamó a los ancianos de Israel y les dijo:

—Vayan y seleccionen corderos para ustedes y sacrifiquen el cordero pascual. Tomen la sangre del cordero y pinten con ella los dos postes del umbral de sus puertas. No salgan de sus casas hasta la mañana, porque Dios pasará por toda la tierra de Egipto para herir a los egipcios y cuando Él vea la sangre en el dintel1 y en los dos postes del umbral de las puertas pasará de largo y no permitirá que el destructor entre a vuestras casas para mataros.

Siguiendo las instrucciones de Moisés, los hebreos comieron la cena pascual y pintaron los umbrales de sus puertas de calle con sangre de cordero para manifestar su fe en la protección de Dios. Cuando Dios llegaba a una casa que tenía sangre en el umbral de la puerta, pasaba de largo, pero donde no había sangre, el primogénito de dicha casa moría.

A medianoche, Dios aniquiló a todos los primogénitos de Egipto, desde el hijo mayor del Faraón, hasta los primogénitos de los prisioneros que estaban en los calabozos de Faraón. Desde la tierra de Gosén los hebreos podían oír con claridad el lamento de millones de egipcios por todo su territorio porque no quedó casa sin que hubiese algún muerto.

No obstante, entre los israelitas la calma era absoluta, no se oía siquiera el ladrido de un perro. Los egipcios, enlutados y atemorizados ante el gran poder de Dios, le imploraron a los hebreos que se marcharan.

El Faraón mandó a llamar a Moisés y a Aarón y les dijo:

—¡Váyanse a servir a su Dios! ¡Llévense sus rebaños y sus manadas, tal como han dicho, y váyanse!

Aquella noche los israelitas dejaron Egipto para iniciar su travesía hacia la Tierra Prometida. El gran poder de Dios había puesto en libertad al pueblo hebreo.

Para más información sobre este fascinante personaje bíblico, vean «Héroes de la Biblia: Moisés».

Notas a pie de página:

1 Dintel: Elemento horizontal de piedra, madera o hierro, que cierra la parte superior de una abertura o hueco hecho en un edificio, generalmente una ventana o puerta, y sostiene el muro que hay encima, cargando el peso sobre las jambas. (Dintel: Diccionario Manual de la Lengua Española Vox. © 2007 Larousse Editorial, S.L.)

Adaptación de R. A. Watterson de Tesoros © 1987. Diseño: Roy Evans.
Una producción de Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2021

Aventura bíblica: Hazme una torta

MP3: A Bible Adventure: Make Me a Cake (English)
1 de 2

Adaptación de 1 Reyes, capítulo 17

Ver «Fuego del cielo», que es otro relato sobre la vida del profeta Elías.

Lo que vamos a relatar aconteció en Israel alrededor del año 850 a.C. Era una época triste y difícil para la nación hebrea, que vivía sujeta al yugo del peor rey que había tenido hasta entonces: Acab. Éste se hallaba bajo el influjo de Jezabel, su maligna esposa, la cual había abrazado como religión el baalismo, el culto a Baal, un dios de los paganos. Bajo el impío reinado de Acab y Jezabel, los profetas del Dios verdadero fueron liquidados sistemáticamente y el baalismo se convirtió en la religión oficial del Estado.

Con el objeto de dar a conocer Su desagrado, Dios envió a Acab a Su profeta Elías con un durísimo presagio:

—¡Vive el Señor, Dios de Israel, que no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra!

Luego de dar aquella seria advertencia, Dios le dijo a Elías que huyera hacia el oriente y se escondiera en una garganta solitaria por donde corría un pequeño arroyo del que podía beber llamado Querit, de camino al Jordán. Dios, además, le ordenó a unos cuervos que le llevaran todos los días pequeños trozos de pan y de carne.

Tal como había vaticinado Elías, no cayó ni una gota de lluvia, y una inclemente sequía se abatió sobre el país. A medida que transcurrían los meses, el sol abrasador iba quemando la tierra de Israel. Los cultivos y las fuentes de agua se secaron, y se produjo una gran escasez. Con el tiempo, el arroyo Querit, de donde sacaba agua Elías, también se secó. Pero Dios fue fiel, y el mismo día en que se secó el arroyo le dijo a Elías que fuera a la ciudad de Sarepta y morara allí.

—He aquí —le dijo—, Yo he dado orden allí a una mujer viuda para que te sustente.

Sarepta se encontraba a 150 km al norte del arroyo de Querit. Elías hubo de emprender aquel peligroso viaje a pie. Tras varios días de caminar por parajes desolados, laderas rocosas y senderos escarpados, arribó a Sarepta, ciudad costera situada en lo que es hoy el Líbano. Agotado, agobiado por el calor y cubierto de polvo, al acercarse a la puerta de la ciudad se fijó en una mujer que recogía ramas.

—¡Agua! —le gritó desesperado—. ¡Por favor, tráeme un vaso de agua para beber!

La mujer se compadeció de aquel desconocido exhausto. Cuando se levantó para ir a buscar agua, él le dijo:

—¿Podrías traerme algo de comer también? Te lo suplico.

—¡Vive el Señor tu Dios —respondió la mujer—, no tengo sino solamente un puñado de harina y un poco de aceite en una vasija! Mira, he venido a recoger algunas ramitas con que cocinar, para llevarlas a casa y preparar una última comida para mi hijo y para mí, a fin de que comamos y luego nos dejemos morir.

—No temas —dijo Elías al comprender que aquella era la pobre viuda que Dios había prometido que le daría comida y ayuda—. Ve y haz como has dicho. Pero hazme a mí primero una pequeña torta y tráemela. Después haz algo para ti y para tu hijo.

—El Señor Dios de Israel promete que la harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la tierra.

La mujer quedó asombrada ante aquel anuncio extraordinario, pero como Elías le había hablado con autoridad en el nombre del Señor, ella sabía que debía de tratarse de un hombre de fe, de un profeta, y le creyó. Decidió confiar en el Señor y hacer lo que Elías le pedía. Volvió rápidamente a su casa y sacó el último puñado de harina de la tinaja. Luego vertió las últimas gotas de aceite que quedaban en su vasija.

Después de mezclar la harina y el aceite, de amasar el pan para Elías y de introducirlo en el horno de barro, se puso a ordenar la cocina mientras se horneaba el pan. Al ir a guardar la vasija de aceite vacía, la viuda se sorprendió.

—¿Cómo es posible que esté más pesada ahora que hace un momento?

La inclinó apenas un poquito y salió de ella aceite que cayó al suelo de la cocina. Rápidamente se dirige a la tinaja donde guarda la harina. Al destaparla, ¡suelta una exclamación de asombro! En vez de estar vacía como unos momentos antes, está llena de harina hasta el borde. ¡Ha ocurrido un milagro!

La mujer no cabe en sí de gratitud por esa manifestación tan maravillosa de la bendición del Señor. Y tal como había profetizado Elías, la harina de la tinaja no escaseó, ni el aceite de la vasija disminuyó, durante toda la sequía.

Ella dio lo que podía, y Dios se lo devolvió con creces, y terminó con mucho más de lo que esperaba.

Ver «Héroe de la Biblia: Elías» para conocer más a este fascinante personaje de la Biblia.
Extractos de la revista Conéctate, año 7, número 7, © 2006. Utilizado con permiso. Diseño: Roy Evans.
Una producción de Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2021.

El repartidor de periódicos

1 de 6

Era Nochebuena y el frío era implacable. Tras semanas de frenéticas compras, publicidad desenfrenada, luces y ruido, la ciudad estaba en calma. Las calles estaban cubiertas de nieve fangosa y medio derretida que había pisado la gente que, apuradamente, fue de compras a último momento.

Ya casi amanecía, y nadie notó al joven indigente que dormía sobre una cama hecha de trapos, periódicos y mantas viejas debajo del paso elevado cerca de las afueras de la ciudad.

Se llamaba Hugo. Su único amigo era un pichón que dormía en el soporte del paso elevado. Allí hicieron su nido los pichones y Hugo bautizó cariñosamente al ave que más le gustaba y la llamó Cucú. Muchas veces Hugo compartía migajas de su pequeña ración de comida con Cucú y sus amigos. Apreciaba sus arrullos y la compañía que le brindaban.

Hugo nunca conoció a su padre, Alfonso, ya que lo destinaron al extranjero poco después de que naciera Hugo. Hugo y su madre disfrutaron de una vida hogareña sencilla. La madre de Hugo amaba a Jesús. Acostumbraba a rezar con frecuencia y enseñó a Hugo a hacer lo mismo. Nada podía hacer tambalear su fe, ni siquiera cuando recibió noticias de que el barco donde estaba destinado Alfonso había sufrido un terrible accidente.

En los difíciles años que siguieron, él y su madre se mudaron cantidad de veces y muchas otras cosas cambiaron. Se encomendaron a Dios y se apoyaron en las promesas de la Biblia. Estaban plenamente convencidos de que todo redundaría en bien de ellos.

La madre de Hugo nunca había sido muy fuerte físicamente, y con el correr de los años su debilidad aumentó. Los médicos le dijeron que iba a morir. Ella sabía que solo era cuestión de tiempo para que se reuniera con su marido en el Cielo. Debido a su mala salud, no podía trabajar. Como todavía se investigaban las causas y las circunstancias en torno al accidente en que su marido había perdido la vida, aún no recibían una pensión de la empresa y al poco tiempo tuvieron que mudarse de su casa y vivir en un apartamento desvencijado.

Tan pronto como tuvo edad suficiente, Hugo trabajó entregando periódicos a domicilio. Cada centavo que ganaba se empleaba para pagar los alimentos y costear sus estudios. Su madre había llegado sola al país siendo adolescente, así pues, cuando murió, Hugo se quedó solo.

La asistenta social en el hospital le explicó que lo llevarían a vivir a una institución gubernamental para chicos. Esa noche, Hugo salió sigilosamente del apartamento y encontró un sitio bajo el paso elevado que le protegía del viento y de los transeúntes. A partir de ese momento vivió en las calles y puso mucho empeño en pasar inadvertido, aprendiendo lo duro que es la vida en las calles y cómo arreglárselas con personas que no eran tan amables como su madre había sido.

* * *

Recostado debajo del puente, Hugo casi no podía creer todo lo que le había sucedido en tan solo unos meses. Entregaba periódicos matutinos, eso le daba para comer, pero no suficiente para pagarse una habitación.

Allá arriba escuchaba al pajarito al que llamó Cucú, que había despertado y movía sus alitas. Al escuchar el silbido de Hugo, Cucú bajó agitando las alas, esperando que le entregara unos pedacitos de pan que serían su desayuno. Hugo le arrojó algunas cortezas.

—Tengo que ir a trabajar —bajó de la rampa hacia la acera. Y corrió a la casa donde tenía que recoger los periódicos.

Hugo tenía fama de ser el repartidor más rápido de la zona, y sabía cómo lanzar el periódico de modo que cayera en un buen sitio cerca de la puerta de las casas.

Aunque la vida no le había sonreído, él se mantenía optimista. Hoy se sentía particularmente alegre, ¡al fin y al cabo era Navidad! Aquella bonita y gélida mañana de Navidad mientras caminaba por las calles arrojando los periódicos, rezó por cada casa.

—Dios, dales una feliz Navidad. Ayúdales a apreciar todo lo que tienen: su familia, el calor de su hogar, los regalos y los villancicos.

Hugo aminoró el paso y recordó a su madre. En una oportunidad, con su mano suave y frágil lo había asido del hombro y le había aconsejado: «Hugo, cuando ya no esté contigo quiero que recuerdes todo lo bueno. Da gracias a Dios por todos los años que hemos pasado juntos y por la vida y buena salud que te ha dado.»

Casi terminaba de entregar los periódicos, Hugo susurró una oración: «Jesús de mi corazón: siempre hemos sido muy amigos. Me has cuidado estos meses desde que mamá murió. Estoy seguro de que has escuchado cada uno de mis rezos. Me gustaría pasar la Navidad en un sitio bonito, con una persona amable. Hace frío. No es agradable estar solo en la calle. Te ruego, Jesús, que me des otra familia. ¡Amén!»

* * *

No muy lejos, se encontraba un hombre de negocios. Cansinamente, se incorporó en su cama. En los últimos meses había estado muy ocupado ayudando a construir casas para familias de escasos recursos, había organizado funciones de caridad y colaborado en todo lo que podía con un albergue para niños de la calle y jóvenes fugados de su casa.

El arbolito de Navidad que había comprado todavía estaba sin decorar. A un lado había unas luces y cintas de oropel. Al cabo de unos minutos ya había colocado todo. Puso algodón al pie del árbol y algunos regalos. Aquella tarde, llevaría esos obsequios a los niños de un albergue cercano. Se reclinó en su butaca para dormitar un poco.

* * *

Hugo llegó a la última casa y lanzó el periódico en dirección a la puerta. Cuando lo soltó, el corazón le dio un vuelco. El periódico voló hacia las ventanillas cerca de la puerta. Se oyó el golpe y en todas direcciones saltaron diminutos pedazos de vidrio.

Hugo tragó saliva. Le habían contado lo que sucedió cuando se rompieron otras ventanas, que los dueños se habían enfadado muchísimo. Su primer impulso fue correr. Sin embargo, la invisible presencia de su madre se lo impidió; ella le pedía que encarara la situación como un hombre.

—Al fin y al cabo —le dijo una tenue voz en su interior—, no hace falta que corras. Eres el único repartidor de periódicos del barrio.

Y así, se acercó cautelosamente a la puerta principal, manteniendo el optimismo a pesar de todo.

* * *

El hombre de negocios despertó sobresaltado al escuchar que se rompía el vidrio. Se dirigió a la chimenea y sacó un atizador de hierro. Luego, fue a ver si un ladrón quería meterse en su casa. Para su sorpresa, frente a la puerta encontró un joven harapiento visiblemente nervioso y que se veía todavía más asustado al verlo con un atizador en la mano. El hombre se dio una buena carcajada al darse cuenta de lo que había sucedido.

—¡No te preocupes! ¡No pasa nada! Es Navidad y parece que tienes frío. Pasa —lo invitó.

En cualquier otra situación, Hugo habría dicho que no a la invitación de un extraño. Sin embargo, algo en su interior le decía que aquel señor era de confianza. El hombre le sonaba familiar. A los pocos minutos se encontraban charlando, riendo y bebiendo chocolate caliente. El hombre se fijó discretamente en la ropa desgastada del chico que estaba sentado con él en su estudio. Sintió curiosidad por saber qué clase de vida llevaría. Pero para no avergonzarle, optó por no preguntarle.

Transcurrió el tiempo y los dos seguían enfrascados en una animada conversación.

—Hace mucho tiempo estuve casado —le confió el hombre—, en el mar tuve un accidente, me hospitalizaron y por muchos meses estuve grave. Se cometió un terrible error burocrático y le enviaron un mensaje a mi esposa diciéndole que yo había muerto. Teníamos un hijo. Mi esposa no entendía muy bien castellano y... bueno... cuando regresé no la pude encontrar ni a ella ni a mi hijo. Traté de localizarlos, pero no pude encontrarlos, así que supuse que... bueno... no me iban a esperar si pensaban que yo estaba muerto. ¿No te parece? Pues bien después de esa experiencia decidí dedicar mi vida al servicio de los demás: a los niños, a los jóvenes que se escapan de casa, los pobres y los que han perdido sus hogares. Abandoné la búsqueda de mi familia, pero ruego que, estén donde estén, se encuentren bien. Si no hubiera sufrido esa tragedia, tal vez nunca habría intentado ayudar a los que son menos afortunados que yo.

En ese momento se le escapó una lágrima, que le rodó por la mejilla. Luego, recuperó la compostura y se rió:

—Bueno. Seguramente no te interesan mis divagaciones. ¡Ah! ¡Pero si no me he presentado! Me llamo Alfonso Gutiérrez. ¿Tú cómo te llamas?

Hugo se quedó sin saber qué decir. Al escuchar el relato de aquel hombre, la cabeza le daba vueltas. Se fijó más en el cuarto y le llamó la atención una foto enmarcada. Era de un joven abrazado a una señora que llevaba en los brazos una criatura. Hugo se sintió mareado. La mujer de la foto era su madre. Hugo tartamudeó:

—YYYYo me lllllamo Hugo... ¿Papá? La señora... la de la foto, se parece a mi madre, y el de la foto es igual al que vi en una antigua foto que tenía mi mamá.

—¿Has dicho que te llamas Hugo? —le preguntó Alfonso, con el rostro pálido de la emoción.

—Sí. Me llamo Hugo... ¡Soy yo, papá!

Por unos minutos, los dos se estudiaron el uno al otro.

—¿Será posible?—preguntó el señor Gutiérrez.

Por mucho tiempo había buscado a su familia, y sufrió muchas desilusiones. Costaba creer que en ese momento inesperado, el chico en apuros con el que conversaba era efectivamente el hijo que hacía tanto tiempo había perdido.

El hombre empezó a sollozar. A Hugo se le llenaron los ojos de lágrimas. Extendió el brazo y tocó el hombro de aquel hombre y luego abrazó al padre que había perdido hacía mucho tiempo. Los dos lloraron y se abrazaron. Por fin, el hombre dijo:

—Gracias a Dios, por fin estás en casa, ¡y a salvo! ¡Cuéntamelo todo! ¿Cómo está tu madre?

Hugo perdió algo del entusiasmo de haber encontrado a su padre.

—Mamá se puso muy enferma. Un amable médico la atendió y trató de ayudar, pero ella estaba muy débil. Me dijo que sabía que iba a un sitio mejor. Luego murió —Hugo sofocó un sollozo—. En el hospital me asusté ante todas las preguntas que me hacían la policía y los asistentes sociales. Me escapé y desde entonces he estado viviendo bajo el paso elevado de la calle catorce.

Los dos lloraron mientras Hugo relataba lo que le pasó. Luego se abrazaron fuertemente, agradecidos de haberse vuelto a reunir.

—¿Tienes hambre, Hugo?

—Un montón —respondió Hugo.

—Bueno... salgamos a comer y a hacer unas compras. Me parece que te vendría bien comprarte algo de ropa y tomarte una ducha caliente.

Esa noche, y de una vez, padre e hijo celebraron todas las Navidades, días festivos, cumpleaños, días del padre... todo lo que se habían perdido. Celebraron todo cuanto se les ocurrió. Y más que nada, dieron gracias a Dios, que con Su infinito amor había respondido a sus oraciones y los había reunido de nuevo.

Autor anónimo. Ilustración: Yoko Matsuoka. Diseño: Roy Evans.
Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2018
Página 1 de 2 siguiente último