Era Nochebuena y el frío era implacable. Tras semanas de frenéticas compras, publicidad desenfrenada, luces y ruido, la ciudad estaba en calma. Las calles estaban cubiertas de nieve fangosa y medio derretida que había pisado la gente que, apuradamente, fue de compras a último momento.
Ya casi amanecía, y nadie notó al joven indigente que dormía sobre una cama hecha de trapos, periódicos y mantas viejas debajo del paso elevado cerca de las afueras de la ciudad.
Se llamaba Hugo. Su único amigo era un pichón que dormía en el soporte del paso elevado. Allí hicieron su nido los pichones y Hugo bautizó cariñosamente al ave que más le gustaba y la llamó Cucú. Muchas veces Hugo compartía migajas de su pequeña ración de comida con Cucú y sus amigos. Apreciaba sus arrullos y la compañía que le brindaban.
Hugo nunca conoció a su padre, Alfonso, ya que lo destinaron al extranjero poco después de que naciera Hugo. Hugo y su madre disfrutaron de una vida hogareña sencilla. La madre de Hugo amaba a Jesús. Acostumbraba a rezar con frecuencia y enseñó a Hugo a hacer lo mismo. Nada podía hacer tambalear su fe, ni siquiera cuando recibió noticias de que el barco donde estaba destinado Alfonso había sufrido un terrible accidente.
En los difíciles años que siguieron, él y su madre se mudaron cantidad de veces y muchas otras cosas cambiaron. Se encomendaron a Dios y se apoyaron en las promesas de la Biblia. Estaban plenamente convencidos de que todo redundaría en bien de ellos.
La madre de Hugo nunca había sido muy fuerte físicamente, y con el correr de los años su debilidad aumentó. Los médicos le dijeron que iba a morir. Ella sabía que solo era cuestión de tiempo para que se reuniera con su marido en el Cielo. Debido a su mala salud, no podía trabajar. Como todavía se investigaban las causas y las circunstancias en torno al accidente en que su marido había perdido la vida, aún no recibían una pensión de la empresa y al poco tiempo tuvieron que mudarse de su casa y vivir en un apartamento desvencijado.
Tan pronto como tuvo edad suficiente, Hugo trabajó entregando periódicos a domicilio. Cada centavo que ganaba se empleaba para pagar los alimentos y costear sus estudios. Su madre había llegado sola al país siendo adolescente, así pues, cuando murió, Hugo se quedó solo.
La asistenta social en el hospital le explicó que lo llevarían a vivir a una institución gubernamental para chicos. Esa noche, Hugo salió sigilosamente del apartamento y encontró un sitio bajo el paso elevado que le protegía del viento y de los transeúntes. A partir de ese momento vivió en las calles y puso mucho empeño en pasar inadvertido, aprendiendo lo duro que es la vida en las calles y cómo arreglárselas con personas que no eran tan amables como su madre había sido.
Recostado debajo del puente, Hugo casi no podía creer todo lo que le había sucedido en tan solo unos meses. Entregaba periódicos matutinos, eso le daba para comer, pero no suficiente para pagarse una habitación.
Allá arriba escuchaba al pajarito al que llamó Cucú, que había despertado y movía sus alitas. Al escuchar el silbido de Hugo, Cucú bajó agitando las alas, esperando que le entregara unos pedacitos de pan que serían su desayuno. Hugo le arrojó algunas cortezas.
—Tengo que ir a trabajar —bajó de la rampa hacia la acera. Y corrió a la casa donde tenía que recoger los periódicos.
Hugo tenía fama de ser el repartidor más rápido de la zona, y sabía cómo lanzar el periódico de modo que cayera en un buen sitio cerca de la puerta de las casas.
Aunque la vida no le había sonreído, él se mantenía optimista. Hoy se sentía particularmente alegre, ¡al fin y al cabo era Navidad! Aquella bonita y gélida mañana de Navidad mientras caminaba por las calles arrojando los periódicos, rezó por cada casa.
—Dios, dales una feliz Navidad. Ayúdales a apreciar todo lo que tienen: su familia, el calor de su hogar, los regalos y los villancicos.
Hugo aminoró el paso y recordó a su madre. En una oportunidad, con su mano suave y frágil lo había asido del hombro y le había aconsejado: «Hugo, cuando ya no esté contigo quiero que recuerdes todo lo bueno. Da gracias a Dios por todos los años que hemos pasado juntos y por la vida y buena salud que te ha dado.»
Casi terminaba de entregar los periódicos, Hugo susurró una oración: «Jesús de mi corazón: siempre hemos sido muy amigos. Me has cuidado estos meses desde que mamá murió. Estoy seguro de que has escuchado cada uno de mis rezos. Me gustaría pasar la Navidad en un sitio bonito, con una persona amable. Hace frío. No es agradable estar solo en la calle. Te ruego, Jesús, que me des otra familia. ¡Amén!»
No muy lejos, se encontraba un hombre de negocios. Cansinamente, se incorporó en su cama. En los últimos meses había estado muy ocupado ayudando a construir casas para familias de escasos recursos, había organizado funciones de caridad y colaborado en todo lo que podía con un albergue para niños de la calle y jóvenes fugados de su casa.
El arbolito de Navidad que había comprado todavía estaba sin decorar. A un lado había unas luces y cintas de oropel. Al cabo de unos minutos ya había colocado todo. Puso algodón al pie del árbol y algunos regalos. Aquella tarde, llevaría esos obsequios a los niños de un albergue cercano. Se reclinó en su butaca para dormitar un poco.
Hugo llegó a la última casa y lanzó el periódico en dirección a la puerta. Cuando lo soltó, el corazón le dio un vuelco. El periódico voló hacia las ventanillas cerca de la puerta. Se oyó el golpe y en todas direcciones saltaron diminutos pedazos de vidrio.
Hugo tragó saliva. Le habían contado lo que sucedió cuando se rompieron otras ventanas, que los dueños se habían enfadado muchísimo. Su primer impulso fue correr. Sin embargo, la invisible presencia de su madre se lo impidió; ella le pedía que encarara la situación como un hombre.
—Al fin y al cabo —le dijo una tenue voz en su interior—, no hace falta que corras. Eres el único repartidor de periódicos del barrio.
Y así, se acercó cautelosamente a la puerta principal, manteniendo el optimismo a pesar de todo.
El hombre de negocios despertó sobresaltado al escuchar que se rompía el vidrio. Se dirigió a la chimenea y sacó un atizador de hierro. Luego, fue a ver si un ladrón quería meterse en su casa. Para su sorpresa, frente a la puerta encontró un joven harapiento visiblemente nervioso y que se veía todavía más asustado al verlo con un atizador en la mano. El hombre se dio una buena carcajada al darse cuenta de lo que había sucedido.
—¡No te preocupes! ¡No pasa nada! Es Navidad y parece que tienes frío. Pasa —lo invitó.
En cualquier otra situación, Hugo habría dicho que no a la invitación de un extraño. Sin embargo, algo en su interior le decía que aquel señor era de confianza. El hombre le sonaba familiar. A los pocos minutos se encontraban charlando, riendo y bebiendo chocolate caliente. El hombre se fijó discretamente en la ropa desgastada del chico que estaba sentado con él en su estudio. Sintió curiosidad por saber qué clase de vida llevaría. Pero para no avergonzarle, optó por no preguntarle.
Transcurrió el tiempo y los dos seguían enfrascados en una animada conversación.
—Hace mucho tiempo estuve casado —le confió el hombre—, en el mar tuve un accidente, me hospitalizaron y por muchos meses estuve grave. Se cometió un terrible error burocrático y le enviaron un mensaje a mi esposa diciéndole que yo había muerto. Teníamos un hijo. Mi esposa no entendía muy bien castellano y... bueno... cuando regresé no la pude encontrar ni a ella ni a mi hijo. Traté de localizarlos, pero no pude encontrarlos, así que supuse que... bueno... no me iban a esperar si pensaban que yo estaba muerto. ¿No te parece? Pues bien después de esa experiencia decidí dedicar mi vida al servicio de los demás: a los niños, a los jóvenes que se escapan de casa, los pobres y los que han perdido sus hogares. Abandoné la búsqueda de mi familia, pero ruego que, estén donde estén, se encuentren bien. Si no hubiera sufrido esa tragedia, tal vez nunca habría intentado ayudar a los que son menos afortunados que yo.
En ese momento se le escapó una lágrima, que le rodó por la mejilla. Luego, recuperó la compostura y se rió:
—Bueno. Seguramente no te interesan mis divagaciones. ¡Ah! ¡Pero si no me he presentado! Me llamo Alfonso Gutiérrez. ¿Tú cómo te llamas?
Hugo se quedó sin saber qué decir. Al escuchar el relato de aquel hombre, la cabeza le daba vueltas. Se fijó más en el cuarto y le llamó la atención una foto enmarcada. Era de un joven abrazado a una señora que llevaba en los brazos una criatura. Hugo se sintió mareado. La mujer de la foto era su madre. Hugo tartamudeó:
—YYYYo me lllllamo Hugo... ¿Papá? La señora... la de la foto, se parece a mi madre, y el de la foto es igual al que vi en una antigua foto que tenía mi mamá.
—¿Has dicho que te llamas Hugo? —le preguntó Alfonso, con el rostro pálido de la emoción.
—Sí. Me llamo Hugo... ¡Soy yo, papá!
Por unos minutos, los dos se estudiaron el uno al otro.
—¿Será posible?—preguntó el señor Gutiérrez.
Por mucho tiempo había buscado a su familia, y sufrió muchas desilusiones. Costaba creer que en ese momento inesperado, el chico en apuros con el que conversaba era efectivamente el hijo que hacía tanto tiempo había perdido.
El hombre empezó a sollozar. A Hugo se le llenaron los ojos de lágrimas. Extendió el brazo y tocó el hombro de aquel hombre y luego abrazó al padre que había perdido hacía mucho tiempo. Los dos lloraron y se abrazaron. Por fin, el hombre dijo:
—Gracias a Dios, por fin estás en casa, ¡y a salvo! ¡Cuéntamelo todo! ¿Cómo está tu madre?
Hugo perdió algo del entusiasmo de haber encontrado a su padre.
—Mamá se puso muy enferma. Un amable médico la atendió y trató de ayudar, pero ella estaba muy débil. Me dijo que sabía que iba a un sitio mejor. Luego murió —Hugo sofocó un sollozo—. En el hospital me asusté ante todas las preguntas que me hacían la policía y los asistentes sociales. Me escapé y desde entonces he estado viviendo bajo el paso elevado de la calle catorce.
Los dos lloraron mientras Hugo relataba lo que le pasó. Luego se abrazaron fuertemente, agradecidos de haberse vuelto a reunir.
—¿Tienes hambre, Hugo?
—Un montón —respondió Hugo.
—Bueno... salgamos a comer y a hacer unas compras. Me parece que te vendría bien comprarte algo de ropa y tomarte una ducha caliente.
Esa noche, y de una vez, padre e hijo celebraron todas las Navidades, días festivos, cumpleaños, días del padre... todo lo que se habían perdido. Celebraron todo cuanto se les ocurrió. Y más que nada, dieron gracias a Dios, que con Su infinito amor había respondido a sus oraciones y los había reunido de nuevo.
Autor anónimo. Ilustración: Yoko Matsuoka. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2018