Un recuento dramatizado de Éxodo 12 al 15
Ver «Las plagas de Egipto», que es la primera parte de la historia de Moisés y los hijos de Israel.
Por fin el Faraón había dado su consentimiento, diciéndole a Moisés:
—Sal de mi pueblo. Vete con los israelitas a adorar a tu Dios, tal como pediste.
La formación que Moisés recibió en el palacio del Faraón dio sus frutos. Parte de su educación y formación de príncipe había girado en torno al trato y organización de grandes grupos de personas. Organizó a los dirigentes israelitas y no pasó mucho tiempo hasta que tuvo al pueblo formado en caravana y marchando en la dirección que había decidido tomar. Poco a poco se fue formando la larga procesión de hebreos rumbo a la tierra de Canaán.
Les tomó varias horas prepararse para la travesía pues eran seiscientos mil hombres, sin contar mujeres y niños.
Jemima, de quince años, y su familia llevaron consigo sus cabras y el resto de su ganado y lo mismo hicieron las demás familias que se unían a la procesión. Los hebreos llevaban cuatrocientos treinta años viviendo en Egipto y ahora Dios los estaba sacando de allí. Dios marchaba delante de ellos en una columna de nube durante el día y una de fuego durante la noche a fin de que viajasen de continuo. Por fin se habían librado de aquel malvado Faraón y se dirigían a la Tierra Prometida.
Todos esperaban dirigirse directamente a Canaán, en una travesía que les habría tomado unos pocos días. Pero al llegar a un pequeño lugar denominado Etam, a menos de 250 kilómetros de la frontera de Canaán, Moisés dio órdenes de dar la vuelta hacia el sur para ir por el desierto al lado del Mar Rojo.
Todos se sorprendieron y hasta la misma Jemima exclamó:
—¡Ese no es el camino a Canaán!
Pero Dios tenía un motivo para guiar a Su gente en esa dirección. De haber seguido en línea recta tendrían que haber pasado por la tierra de los filisteos, que los habrían atacado. Dios sabía que si Su pueblo, que acababa de ser librado de la esclavitud, se enfrentaba a la guerra demasiado pronto, se desalentaría y volvería a Egipto.
Siguieron pues marchando en el que parecía un rumbo equivocado. Jemima y su familia observaban la columna de nube día tras día para ver si se volvía en la dirección que ellos consideraban más apropiada. En vez de eso, siguió avanzando lentamente hasta llegar a las orillas del Mar Rojo. Allí Moisés instruyó a la gente que acampara a fin de pasar la noche y descansar, tal como el Señor le había dicho a él que hicieran.
De pronto alguien lanzó un grito de alarma y señalaba hacia el lugar por donde acababan de venir. ¡En medio de una distante polvareda avanzaban hombres y carros a caballo! ¡Eran los egipcios!
En Egipto, el Faraón y sus consejeros se enfurecieron al darse cuenta de que ya no iban a poder contar con la mano de obra de los hebreos.
—¿Qué hemos hecho? —dijeron—. ¡Hagamos que vuelvan!
De modo que Faraón alistó a su ejército para la guerra.
Cuando los hebreos vieron que los carros egipcios se acercaban, comprendieron que habían quedado atrapados entre el Mar Rojo y los egipcios que venían tras ellos.
Aterrorizados, clamaron a Dios y se quejaron a Moisés.
—¿No había sepulcros en Egipto que nos tuviste que sacar a morir en el desierto? ¡Mejor nos habría sido quedarnos a servir a los egipcios que morir en el desierto!
—¡No teman! —exclamó Moisés ante el pueblo—. Permanezcan firmes y vean la salvación que el Señor nos mostrará hoy, porque a los egipcios que han visto nunca más los volverán ver. El Señor peleará por ustedes y ustedes estarán tranquilos.
Mientras Moisés hablaba, la columna de nube se desplazó misteriosamente en dirección a los egipcios, formando una barrera entre ellos y los hebreos. Al caer la noche, la nube inundó de densas tinieblas las filas egipcias, al tiempo que extendía un reconfortante resplandor sobre el campamento de Israel. Las huestes de Faraón no pudieron acercarse durante toda la noche.
Moisés, a solas, se arrodilló para orar a Dios y el Señor le dijo:
—¡Di a los hijos de Israel que se pongan en marcha!
Pero, ¿en marcha hacia dónde? ¡El único lugar hacia adelante era a través del Mar Rojo!
Y extendió Moisés su mano sobre el mar e hizo Dios que el mar se retirase por recio viento oriental toda aquella noche y las aguas quedaron divididas y formando un muro de agua a la derecha y otro a la izquierda, y el fondo del mar que había entre un lado y otro se convirtió en tierra seca.
—¡Adelante! —gritó Moisés.
—¡Adelante! —gritaron los jefes de Israel, pasando la orden—. ¡Adelante, todos adelante!
¡Dios no los había defraudado! Se les había presentado una salida y pronto Jemima y su familia caminaban por aquel milagroso lecho marino seco junto con miles de personas acompañadas de bueyes, vacas, asnos, cabras y ovejas, avanzando tan rápido como se lo permitían sus piernas.
Mientras los israelitas se abrían paso por el mar, los carros y hombres a caballo de Faraón fueron tras ellos también en tierra seca por el mar. Pero Dios sembró la confusión entre las huestes de Faraón trabando y quitando las ruedas de sus carros y entorpeciendo su marcha, tanto así que los egipcios exclamaron:
—¡Huyamos de delante de Israel, porque el Señor pelea por ellos!
Entonces Dios le dijo a Moisés:
—Extiende tu mano sobre el mar para que las aguas cubran a los egipcios, a sus carros y a su caballería.
Moisés obedeció y el mar volvió a su nivel, abalanzándose sobre el Faraón y su ejército. ¡No hubo un solo sobreviviente!
Cuando Israel vio el grandioso poder que Dios había desplegado, la gente temió a Dios y confió en Él y en Su siervo Moisés.
Luego Moisés y los israelitas cantaron la siguiente canción al Señor:
Dios había intervenido para luchar por Sus hijos y logró para ellos una victoria extraordinaria.
Imagínense qué habría pasado si Moisés, el líder ungido de Dios, se hubiera dado por vencido cuando su pueblo empezó a murmurar en contra suya y a acusarlo falsamente.
¿Qué habría sucedido si, en lugar de extender su vara sobre el mar, obedeciendo el mandamiento de Dios, hubiese elegido pegar la vuelta haciéndose eco de los deseos del momento de su pueblo y del temor que les inspiraba el ejército enemigo? La historia habría sido muy distinta y las consecuencias desastrosas.
No obstante, Moisés depositó su confianza en Dios y Dios no lo defraudó.
Un verdadero hombre de Dios sabe cuáles son sus creencias y actúa en conformidad con ellas, digan lo que digan los demás. Lo único que le importa es lo que tiene que hacer y no lo que pensará la gente. Es imposible detener al hombre que tiene fe.
Para más información sobre este fascinante personaje bíblico, vean «Héroes de la Biblia: Moisés».
Notas a pie de página:
1 Éxodo 15:1-3, 9-10
Adaptado por R. A. Watterson de Dichos y Hechos © 1987. Diseño: Roy Evans.Una producción del Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2021