0-5 amistad Archivos
Cuentos del abuelito: Tesoros del mar: Amistad en Navidad
Era Nochebuena. Tristán y Chantal estaban preparando tarjetas de Navidad para entregar a sus familiares y amigos.
—Tristán, necesito el lápiz azul —dijo su amiga.
—Yo también —contestó el niño.
—Pero no lo estás usando.
—Lo voy a usar.
La pequeña extendió la mano y tomó el lápiz.
—¡Devuélvemelo! —exigió Tristán enojado.
—Lo estoy usando —respondió Chantal—. Te lo doy cuando termine.
—¡Dámelo ahora!
Tristán le arrebató el lápiz a Chantal; pero como en ese momento ella estaba coloreando, sin querer hizo una raya en la tarjeta de su amiga.
—¡Mira lo que hiciste! —protestó ella echándose a llorar.
—¿Qué pasa? —preguntó el abuelo Diego.
—¡Tristán me ha arruinado la tarjeta! —exclamó la niña.
—Fue culpa de ella —replicó Tristán—. No hubiera debido quitarme el lápiz.
—Tengo una idea —dijo el anciano—. ¿Qué les parece si les cuento un incidente similar que ocurrió entre Augusto y Guido? Tal vez les sirva para entenderse mejor.
—Colguemos aquí estos adornos —propuso Gobi.
Él y don Ramón sostenían cada uno un extremo de un alga colorida.
—Camila, ¿cómo se ve? —pregunto el viejo pez globo.
—Está bien —contestó ella tristona.
—No te gusta, ¿eh? —le dijo Gobi preocupado.
—Ya he dicho que está bien —respondió ella.
—¿Te duele la cola? —le preguntó don Ramón.
—En realidad no... a menos que la mueva —explicó la sirena.
—Entonces, ¿qué te pasa?
Camila suspiró.
—Me gustaría no tener que estar en la cama. Quiero ayudar a poner adornos, quiero divertirme. Pero no puedo... por culpa de mi cola. ¡Qué rabia!
Camila se había lastimado dos días antes jugando en el banco de coral. Un pedazo grande de coral se le había caído en la cola y le había hecho una herida. La Navidad era una fiesta muy importante para ella, y tener que guardar cama con la cola lastimada no le parecía nada divertido. Sus amigos habían ido a animarla; pero aún estaba un poco alicaída.
De pronto se oyó un estruendo en el patio, seguido de gritos de enojo.
—¿Qué pasa? —preguntó Camila.
—Son Augusto y Guido —dijo Gobi.
—Parece que no se llevan muy bien —explicó don Ramón—. Enseguida vuelvo.
Guido y Augusto habían estado juntando conchas, trozos de coral y algas coloridas para decorar la habitación de Camila. El caballito de mar estaba impaciente por mostrarle a la sirena lo que habían encontrado. El cangrejo, por su parte, se sentía cada vez más irritado con su amigo.
—¡Mira lo que encontré! —anunció Augusto al acercarse a la casa de Camila.
Pero cuando se adelantó para enseñárselo, Guido le agarró la cola y lo derribó. Todo lo que llevaba se desparramó por el suelo.
—¡¡GUIDO!! —gritó Augusto—. ¡Mira lo que has hecho!
—¡Lo tienes bien merecido!
—¿Por qué me agarraste? —le preguntó Augusto muy enfadado.
—Estoy harto de oírte presumir —contestó Guido—. ¡Recuerda que esas cosas las reunimos juntos, no tú solo! Te has pasado toda la mañana hablando de lo que tú juntaste para Camila, sin tener en cuenta que también hay cosas que yo encontré.
—¡Mentira! —replicó el caballito de mar.
—¡Es la pura verdad! —insistió el cangrejo.
Entonces comenzaron a pelearse y a darse empujones.
—¡Guido! ¡Augusto! ¡Basta ya! —dijo firmemente don Ramón.
Augusto soltó a su amigo, pero siguió con mala cara. Guido cruzó sus pinzas y emitió un gruñido.
—Parece que hoy no se entienden bien —observó el pez globo.
—Es culpa de Guido —declaró Augusto.
—¡Mentira! —espetó Guido.
—No les pregunté de quién era la culpa —aclaró don Ramón—. De nada sirve discutir sobre lo que uno u otro ha hecho mal. Debemos resolver este conflicto sin pelear ni reñir. Pero para ello, los dos tienen que escucharse. ¿De acuerdo?
Ambos asintieron con la cabeza.
—Guido, ¿por qué no explicas tú primero qué fue lo que te molestó? —propuso don Ramón—. ¿Qué ocurrió?
—Augusto se ha pasado la mañana entera —comenzó a explicar el cangrejo— hablando de lo que iba a conseguir para Camila y diciendo que él iba a encontrar corales mucho más bonitos que yo. Al principio no me importó. Pero cada vez que yo estaba a punto de recoger algo, aparecía él y lo agarraba primero. Le pedí que no lo hiciera, pero no me hizo caso.
»Sé que no hubiera debido perder la calma —prosiguió diciendo—, pero es que estaba tan fastidiado que ya no sabía qué hacer».
—Ya veo —musitó el pez globo.
Luego se dirigió al caballito de mar.
—¿Te diste cuenta de que estabas haciendo que Guido se sintiera mal?
Augusto lo negó con la cabeza.
—Yo solo quería hacer algo lindo para Camila —explicó—. No era mi intención enojar a Guido... aunque por lo visto eso hice.
—¡Magnífico, entonces! —exclamó don Ramón.
Augusto y Guido lo miraron extrañados.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el cangrejo.
—Bueno —expuso don Ramón—, ahora que los dos ya saben por qué el otro estaba enfadado, les resultará más fácil hacer las paces.
El caballito de mar suspiró.
—Guido, siento haberte molestado. No me di cuenta de que lo que hacía te fastidiaba tanto; de lo contrario, no lo habría hecho.
—Yo siento haberme enojado tanto contigo —reconoció Guido—. Perdóname, por favor.
—Por supuesto —contestó Augusto.
Los dos amigos le agradecieron al pez globo su intervención.
—Bueno, no hagamos esperar más a Camila —sugirió éste.
—¡Están de vuelta! —exclamó alegre la sirena.
—Guido y yo hemos encontrado un montón de adornos bonitos —anunció Augusto.
Echaron encima de la cama los corales, las conchas y las algas coloridas, y los cinco se pusieron a estudiar cada objeto para decidir en qué lugar de la habitación de Camila lo colocarían.
—Muchísimas gracias —dijo ella—. Tengo unos amigos maravillosos. A raíz de mi accidente, pensé que esta Navidad sería aburridísima. Sin embargo, gracias a ustedes lo estoy pasando estupendamente.
—Tú siempre nos has echado una mano cuando las cosas no nos iban muy bien —explicó Augusto.
—Feliz Navidad, Camila —le deseó el cangrejo—. Y Feliz Navidad a todos ustedes, mis amigos.
—No hubiera debido ser tan egoísta —reconoció Tristán—. En realidad no me hacía falta el lápiz en ese momento. Podía habértelo dejado.
—Tampoco estuvo bien que yo te lo quitara —admitió Chantal—. Habría podido pintar con otro hasta que tú terminaras. Lo siento.
—¿Se dan cuenta? —dijo el abuelo Diego—. Es posible encontrar una solución sin necesidad de enojarse y pelearse.
—¿Ahora podemos terminar las tarjetas? —preguntó su nieto.
—Por supuesto. La verdad es que están saliendo preciosas. A todos les encantarán.
Moraleja: Los problemas no se resuelven discutiendo y peleando, y de esa manera sólo nos enfadamos más unos con otros. Con amabilidad se obtienen mejores resultados.
Texto: Katiuscia Giusti. Ilustración: Agnes Lemaire. Color: Doug Calder. Diseño: Roy Evans.Publicado en Rincón de las maravillas. © Aurora Production AG, Suiza, 2008. Todos los derechos reservados.
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Cuentos del abuelito: Cuadrilla y Cía.: Competir sin discutir—Pasatiempos
Pancarta misteriosa
Pinta de azul los globos en los que figure una de estas letras: p, l, m, h, q, y, v, o, d, u, g, j
Para averiguar lo que dice la pancarta, escribe ahora en los espacios las letras de los globos que hayan quedado en blanco, en orden.
Pinta de acuerdo con el código
Busca el dibujo idéntico
En cada línea, marca con un círculo el dibujo que es idéntico al del recuadro de la izquierda.
Creación e ilustración: Agnes Lemaire. Diseño: Roy Evans.Publicado en Rincón de las maravillas. © Aurora Production, 2008. Utilizado con permiso.
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Cuentos del abuelito: Cuadrilla y Cía.: Competir sin discutir
El desayuno estaba servido. A Tristán le encantó el huevo frito con tostadas y el vaso de jugo fresco de naranja. Aquel era un gran día. En efecto, una vez al mes Roberto, el guarda forestal, se llevaba de excursión a un bosque cercano a los niños y profesores del colegio de Tristán. Ahí les hablaba del bosque y de los animales que vivían en él y les enseñaba técnicas de supervivencia.
—¿Estás listo para la excursión? —le preguntó su abuelo al sentarse a su lado a desayunar.
Tristán asintió con la cabeza.
—Hoy don Roberto nos va a hablar de los peces del río. Tal vez hasta nos enseñe a pescar.
—Eso sería divertido —dijo el anciano—. ¿Qué más les enseña?
—A veces nos divide en equipos y hacemos juegos sobre cosas que hemos aprendido con él. No me gustan esos juegos, porque normalmente me toca un equipo malo y perdemos.
—Entiendo que eso te fastidie; pero lo que hay que hacer es trabajar en equipo y ayudarse unos a otros.
—¿Cómo? —preguntó el niño.
—Mejor te lo explico con un cuento mientras vamos al colegio.
La carrera benéfica de Cuadrilla y Cía. era una carrera de relevos que se realizaba todos los años a fin de reunir fondos para una obra social de la empresa. Todos los vehículos para la construcción participaban en ella.
Cantidad de gente de la ciudad iba a verla. El capataz siempre se esmeraba para que el acontecimiento fuera emocionante y lo más entretenido posible para todos. Había diversos espectáculos y mucha comida y bebida. Pero lo más destacado era siempre la carrera de postas.
Los vehículos se pasaban la semana antes poniendo a punto sus motores y arreglando cualquier desperfecto. El último día les hacían un buen lavado y les llenaban el depósito de combustible.
Había cuatro equipos, cada uno de tres vehículos.
—Distinguido público, buenas tardes —dijo el capataz.
La multitud hizo silencio.
—La carrera comenzará en media hora —prosiguió el capataz—. Antes de que empiece quiero presentarles a los cuatro equipos que van a competir hoy.
La muchedumbre aclamó.
—El equipo A —continuó el capataz— está compuesto por Lanzador y Mezclador de Hormigón y Pepe Volquete.
La gente volvió a ovacionar.
—El equipo B, por Pinta Asfalto, Rodillo Aplanador y Camión Grúa.
El público aplaudió.
—El equipo C, por Triturador, Perforador y Carmen Pluma.
Se escucharon más aplausos.
—Y por último, el equipo D está formado por Demoledor, Mini y Cavi.
Una vez más el público hizo una ovación.
—La gente aclamó más al equipo A que al nuestro —se lamentó Carmen—. Vamos a perder.
—No digas eso —la regañó Perforador un poco molesto—. Simplemente esfuérzate y haz tu parte.
—Bueno, ¿qué quieres que haga si no soy tan rápida como tú? —repuso ella.
—Carmen, deja de quejarte y anda a calentar tu motor —le soltó Triturador bruscamente.
Carmen se alejó dolida.
Mientras tanto, Lanzador, Mezclador y Pepe se habían reunido a un costado y tramaban en voz baja lo que iban a hacer para lograr la victoria.
—Si se te pone alguien delante, dale un empujón —recomendó Mezclador—. Nosotros somos fuertes, ¡y podemos ganar!
—Sí —corearon Pepe y Lanzador, y se pusieron a cantar una y otra vez—: ¡Vamos a ganar!
—¿Cómo me veo? —preguntó Pinta pavoneándose delante de Camión Grúa y Rodillo.
—¿Qué más da? —contestó Camión Grúa—. Esto en una carrera. Poco importa tu aspecto. Solo tienes que ir lo más rápido posible y tratar de ganar.
—¡A mí sí me importa! —exclamó Pinta, y se fue hecha una furia.
Demoledor, Mini y Cavi también se estaban preparando.
—Corran todo lo que puedan —dijo Demoledor a sus compañeras de equipo—. Da igual quién gane, con tal de que lo pasemos bien, ¿verdad?
—Sí —respondieron ellas.
—Creo que no voy a conseguir ir muy rápido —observó Mini.
—No te preocupes —respondió Cavi—. A veces te he visto andar bastante deprisa. Tienes ruedas buenas, aunque sean chicas. De todos modos, lo más importante es que lo pasemos bien.
El equipo D estaba listo, y con ganas de empezar la carrera; pero a los demás no les iba igual de bien. Carmen lloraba, Mezclador y Perforador discutían sobre quién iba a ganar y Rodillo estaba enojado con Camión Grúa por haber disgustado a Pinta.
—¿Qué pasa? —exclamó el capataz—. La carrera comienza en diez minutos, y están todos peleándose. Demoledor, ¿podrías resolver estos conflictos?
—Por supuesto, señor.
—Gracias. Me alegro de poder contar contigo.
Acto seguido, el capataz se marchó para asegurarse de que todo lo demás estuviera listo para la competición.
—No sé si quiero participar hoy en la carrera —dijo Camión Grúa—, y menos en el mismo equipo que Pinta.
Enseguida se armó un alboroto y se pusieron a discutir sobre diferentes cuestiones y problemas.
—¡Cálmense todos! —intervino Demoledor—. La carrera empieza en cinco minutos, y la gente lleva toda la tarde esperando este momento. Recuerden que todos tenemos el mismo objetivo. El dinero que recaudemos este año nos permitirá construir un nuevo patio de recreo para el colegio. Es absurdo que nos peleemos. Tenemos que trabajar en equipo, unidos. Da igual quién gane. La cosa es pasarlo bien.
—Tienes razón —admitió Triturador—. Yo quiero hacer la carrera, y estoy contento con mi equipo. Aunque no ganemos, nos podemos divertir.
Los demás vehículos también estuvieron de acuerdo, y se pidieron disculpas unos a otros.
—Cuadrilla y Cía., a sus puestos —anunció el capataz por los altoparlantes en ese momento—. La carrera va a comenzar.
Los cuatro equipos se colocaron en la línea de partida, atentos a la señal del capataz.
—A sus marcas... listos... ¡YA!
Los cuatro primeros vehículos salieron disparados.
El público ovacionaba. Los vehículos que estaban esperando su turno animaban a su compañero de equipo que estaba corriendo. El capataz también aplaudía.
En la vuelta final, los últimos competidores de cada equipo —Mini, Rodillo, Triturador y Lanzador— recorrieron el circuito a toda velocidad.
—¡Rápido! ¡Rápido! —alentaba el público.
La meta ya estaba a la vista. Los gritos de la muchedumbre fueron en aumento.
—¡Vamos! —le vociferaba Demoledor a Mini.
Ésta aceleró y cruzó la meta en primer lugar. Los otros tres llegaron justo después.
—Han estado magníficos —exclamó el capataz.
Todos los asistentes aplaudían.
—Fue muy divertido —dijo Camión Grúa—. Me alegro de haber hecho la carrera. Aunque nuestro equipo no ganara. Aun así lo pasé bien.
Todos asintieron.
—Esto merece una celebración —anunció el capataz—. Ha sido la mejor carrera de todas. Gracias por su ayuda y participación.
Aquella noche, a la hora de la cena, Tristán les contó alegremente a sus padres y a su abuelo las aventuras que había vivido aquel día.
—Éramos tres equipos: los Salmones, los Tepemechines y los Pinchudos. A don Roberto, el guarda forestal, se le ocurrió ponernos nombres de peces. Yo estaba en el equipo de los Pinchudos.
—Parece que se divirtieron un montón —dijo su abuelo.
—Sí. Yo les conté a algunos amigos el cuento de esta mañana —comentó Tristán—. Les gustó mucho. Mi equipo estaba muy unido, y aprendimos cantidad de cosas sobre los peces y los ríos. También hicimos varios juegos. Mi equipo no ganó todas las veces, pero algunas sí. Lo pasamos muy bien.
Moraleja: Si aprendes a trabajar en equipo con los demás, verás que puede ser muy divertido.
Texto: Katiuscia Giusti. Ilustración: Agnes Lemaire. Color: Doug Calder. Diseño: Roy Evans.Publicado en Rincón de las maravillas. © Aurora Production AG, Suiza, 2008. Todos los derechos reservados.
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Cuentos del abuelito: Cuadrilla y Cía.: Todo lodo—Pasatiempos
¿Cuántos hay?
¿Cuántos camiones hay en esta página?
Laberinto
¿Quieres ayudar a Carmen Pluma a recorrer el laberinto?
Siluetas
Busca y marca con un círculo la silueta de Pepe Volquete.
Creación e ilustración: Agnes Lemaire. Diseño: Roy Evans.Publicado en Rincón de las maravillas. © Aurora Production, 2008. Utilizado con permiso.
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Cuentos del abuelito: Cuadrilla y Cía.: Una pelea fea
El abuelo Diego iba silbando por la calle. Se dirigía al colegio para recoger a Tristán. Al acercarse a la entrada, escuchó en el patio de recreo a dos niños que gritaban y discutían.
—¡Vaya! —se dijo—, si parece la voz de Tristán. Voy a ver qué sucede.
Entró de prisa al patio, donde vio a Tristán y Damián riñendo en una de las torres de juegos.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Los dos chicos estaban tan enfrascados en su disputa que ni oyeron al abuelo, y continuaron con su desacuerdo.
—¡Chicos! Basta de...
Pero antes de que terminara la frase, Damián empujó a Tristán. Éste se encontraba en el borde del puente que comunicaba las torres y perdió el equilibrio.
—¡Agárrate a la baranda! —le gritó el abuelo, que llegó justo a tiempo para sujetarlo y evitar que se cayera.
—¡Lo siento! —exclamó Damián preocupado—. No quería tirarte.
Tristán bajó calladamente de la torre.
El abuelo llevó a los niños a un banco que había en un extremo del patio.
—Veamos, ¿cuál de los dos me quiere contar lo que estaba pasando? —preguntó.
Damián se echó a llorar.
—Lo siento —dijo.
Tristán también se puso a sollozar.
—Sé que están arrepentidos de lo que hicieron —explicó el abuelo—. ¡Ojalá con esto se den cuenta de que peleando y discutiendo no se resuelve nada! Tristán estuvo a punto de sufrir un accidente. Si se hubiera caído habría sido bien feo.
—Gracias por salvarme, abuelito —susurró Tristán.
—Suerte que llegué a tiempo. Bueno, se me ocurre algo para que se les quede grabada esta lección.
—¿Un cuento? —preguntó Damián entusiasmado.
—Sí, un cuento que trata de un incidente similar a este de hoy.
Una gran excavadora y un camión volquete se dirigían con gran estruendo a un terreno lleno de desniveles. Se les había asignado la tarea de allanarlo para construir un parque infantil.
Pepe Volquete —como lo llamaban sus amigos— se abría camino de mala gana entre las elevaciones del terreno. No le hacía ninguna gracia pasarse un largo día trabajando al sol, llevando una carga tras otra. En cambio a Cavi, la excavadora, le gustaba trabajar en parques. Ya se imaginaba a los niños disfrutando del parque una vez que estuviera terminado.
—Estamos listos —dijo Cavi alegremente—. Empecemos por la izquierda.
—De acuerdo —refunfuñó Pepe mientras reculaba para colocarse donde Cavi pudiera llenarlo de tierra.
—Ahí va una buena cantidad —anunció Cavi alzando su pala llena de tierra y volcándola sobre Pepe.
—Creo que eso es todo lo que aguanto —resopló Pepe—. Voy a descargar.
—Pero tu caja está medio vacía —observó Cavi.
—Para mí es suficiente.
Dicho esto, el volquete arrancó ruidosamente para ir a descargar la tierra en las cercanías del futuro parque infantil. Pero como no había cerrado bien la parte de atrás de la caja, cada vez que pasaba por un bache y pegaba un salto, la tierra se caía. Así que fue dejando una estela de montículos.
Cuando regresó, Cavi no estaba nada contenta.
—Pepe, me vas a hacer trabajar el doble —le dijo—. ¡Voy a tener que ir después a recoger toda esa tierra otra vez!
—Yo creo que fue culpa tuya porque no me cargaste bien.
—¡Claro que no! —protestó ella enojada.
—Mira —continuó Pepe—, hasta ahora he seguido todas tus instrucciones, pero ya me estoy cansando de hacerte caso. Yo también tengo mis ideas de cómo se puede hacer el trabajo.
—¿En serio? —preguntó Cavi—. Y ¿cómo no me dijiste nada?
—Es que... —balbuceó el volquete—, no tenía ganas.
—De todas formas, yo soy la única de los dos con experiencia en parques infantiles, así que sé mejor cómo se hace —gritó la excavadora.
—No es cierto. Es solo que te crees mejor que yo.
—Tal vez lo soy.
—¡De ninguna manera! —le contestó Pepe enfadado.
Mientras discutían, Cavi había seguido cargando la caja del volquete. En cierto momento, levantó su pala mecánica llena de tierra para descargarla sobre Pepe; pero éste, como estaba enojado, arrancó en el preciso momento en que la excavadora soltaba la tierra. Toda la palada se fue al suelo.
Pepe se desternilló.
—No puedo creer que hayas hecho eso —le dijo Cavi.
—Es que me pareció que la tierra se vería más bonita ahí que en mi caja. Y ¿sabes qué? Creo que la que tengo en la caja estaría mejor allá.
Diciendo eso, Pepe retrocedió hasta el lugar de donde la excavadora había retirado cuidadosamente la tierra, basculó y dejó caer su carga.
—¡No aguanto más! ¡Estoy harta de ti! —exclamó Cavi bajando su pala y avanzando furiosa hacia Pepe, que aún estaba descargando tierra y riéndose.
La excavadora trató de recoger la tierra y volver a echarla en la caja del volquete; pero como ésta estaba inclinada, no podía. Cavi estaba que echaba chispas. Retrocedió y se lanzó sobre Pepe: colocó su pala debajo de la caja del volquete y la comenzó a levantar.
Pepe dejó de reírse cuando vio que se inclinaba hacia delante.
—¡Para! ¡Para! —gritó—. Vas a volcarme.
—¡Basta ya de tonterías! —exclamó el capataz—. Cavi, ¡baja a Pepe! ¿No les encargué que nivelaran el terreno y sacaran la tierra sobrante? —les preguntó.
—Sí —respondieron ambos en voz baja.
—Pues ¿cómo es que no lo están haciendo?
—Es que cada uno lo quiere hacer a su manera —explicó el volquete.
—Miren, si no se ponen de acuerdo, el trabajo no avanzará, y les tomará más tiempo. ¿Es eso lo que quieren?
—No —respondieron los dos.
—Les voy a pedir que conversen y resuelvan juntos cómo van a hacerlo. ¿Está bien?
—Sí, jefe.
Cavi y Pepe se quedaron unos minutos hablando. Una vez decidido el plan de acción, pusieron manos a la obra y trabajaron en armonía, contentos, hasta terminar.
Cuando ya el sol se ponía, el capataz pasó a ver cómo les iban las cosas.
—¡Estoy impresionado! —exclamó—. No me imaginaba que terminarían tan pronto. Y hacía tiempo que no veía un trabajo tan bien hecho. Me alegro de que lograran ponerse de acuerdo.
—Nosotros también —dijo Cavi.
—Los espero mañana por la mañana —añadió el capataz—. Aún quedan cosas que hacer, y un buen equipo como son ustedes me puede ser muy útil.
—Cuente con nosotros —le aseguró Pepe.
—Me gustó el cuento —dijo Tristán—. Damián y yo hubiéramos debido ponernos de acuerdo sin pelear.
—Efectivamente —confirmó el abuelo Diego—. Riñendo y discutiendo no se resuelve nada, mientras que hablando uno se da cuenta de que no es tan difícil llegar a un acuerdo.
—¡Conque aquí estabas, Damián! Te andaba buscando.
Era su mamá.
—El abuelo Diego nos contó un cuento —le explicó su hijo.
—¡Cuánto me alegro! —dijo ella—. Gracias, don Diego. Damián, ¿me lo cuentas a mí de camino a casa?
—Bueno. Chao, Tristán. Chao, abuelo Diego —se despidió Damián saludándolos con la mano—. Nos vemos mañana en clase.
—Jugaremos a lo que tú quieras —le prometió Tristán mientras se alejaba.
—Estuvo muy bien que le dijeras eso, Tristán —observó el abuelo cuando Damián ya se había ido—. ¿Vamos a casa?
—Sí.
Moraleja: Haz un esfuerzo por resolver amorosamente los desacuerdos que tengas con los demás. Conversando con ellos puedes limar asperezas y encontrar soluciones.
Texto: Katiuscia Giusti. Ilustración: Agnes Lemaire. Color: Doug Calder. Diseño: Roy Evans.Publicado en Rincón de las maravillas. © Aurora Production AG, Suiza, 2008. Todos los derechos reservados.
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Cuentos del abuelito: Chiquisaurios: Modales señoriales
Era la hora de la cena. Tenedor y cuchara en mano, Tristán había hecho una montañita con su puré de papas. A continuación tomó dos arvejas y las situó encima.
—A sus marcas, listos... ¡ya! —exclamó, y las dejó caer rodando por la ladera de la montañita para ver cuál llegaba antes abajo.
—Tristán, te advierto por última vez —dijo su madre—. No es de buenos modales jugar con la comida.
En efecto, Tristán llevaba un buen rato en que no hacía más que eso. Todos habían terminado y se habían levantado de la mesa. Alrededor de su plato había comida que se le había derramado o que él había tirado. Tenía las manos sucias y pegajosas.
En ese momento apareció su abuelo.
—¡Vaya, vaya! Tristán, si casi es hora de que te acuestes. ¿Cómo es que todavía estás comiendo?
—Me está costando cenar, abuelito —respondió el niño—. ¡Comer toma tanto tiempo!
—Desde luego toma mucho cuando te pones a jugar con la comida. Cuando uno tiene buenos modales y no juguetea con la comida, no tarda tanto. Tristán, ¿conoces el cuento de Modales señoriales?
—No —contestó su nieto.
—Creo que es el cuento ideal para hoy —dijo el anciano pensativo—. Pero primero vas a tener que terminarte la comida.
El pequeño se sentó bien derecho, retiró los codos de la mesa y se llevó a la boca una buena cucharada de puré de papas y arvejas.
—¡Muy bien! —exclamó su abuelo—. Con cucharadas así, vas a terminar enseguida. Veamos... Modales señoriales.
A Viviana le costaba mucho estarse quieta durante las comidas y portarse bien. Por mucho que su madre insistía en que no se moviera tanto y comiera como es debido, ella se olvidaba: se revolvía en la silla, se apoyaba en los codos, masticaba con la boca abierta.
Se levantaba de la mesa sin pedir permiso y, cuando el menú no le gustaba mucho, se demoraba una eternidad en comer.
Prácticamente en cada comida se manchaba la ropa y dejaba la mesa y el suelo hechos un desastre. Su madre le recordaba las reglas de urbanidad, y Viviana le decía que quería comportarse; pero cuando llegaba la siguiente comida ya se le había olvidado lo que le había dicho su mamá.
Una noche, antes de la cena, su mamá anunció que tenía algo especial para ella y le entregó un sobre.
Viviana lo abrió y sacó una invitación escrita con letra muy bella:
Los condes de Modales
—Mamá, ¿quiénes son los condes de Modales? —preguntó Viviana.
—Unos amigos nuestros —dijo su madre— a quienes conocerás en el banquete. Será una recepción por todo lo alto exclusivamente para personas que tengan excelentes modales en la mesa.
—Entonces quizá no es para mí —suspiró Viviana.
—¡Puedes verlo como una magnífica oportunidad de aprender a tener buenos modales! Tienes dos semanas para prepararte.
Con eso se animó y juntas hicieron una lista de los aspectos en que debía mejorar.
Viviana estaba tan deseosa de causar buena impresión con su cortesía y su buena educación que se esforzó mucho en cada comida. Pronto comenzó a disfrutar más de las comidas en familia. Cuando llegó el día del banquete, estaba lista.
—Buenas noches, doña Viviana —dijo el mayordomo al recibirla en la puerta de la mansión—. Es un placer tenerla con nosotros.
—El placer es mío —contestó Viviana.
Al entrar en la sala, miró a su alrededor y vio a muchos de sus amigos. Se fijó en Dina y Pompita en el otro extremo y estaba a punto de llamarlas cuando pensó: «¡Uy, no debería hacerlo! Mamá me enseñó que es de mala educación gritar en sitios así».
Se acercó a sus amigos, y todos contaron que habían recibido una invitación y habían procurado acostumbrarse a tener buenos modales.
—¿Saben quiénes son los condes de Modales? —preguntó Conrado.
—Mi mamá dice que son unos amigos —respondió Viviana.
Nadie parecía saber nada más de los condes, pero estaban ansiosos por conocerlos.
De pronto sonó una campanilla, y el mayordomo anunció que se iba a dar inicio a la cena. Pasaron al comedor, donde se encontraron con una mesa muy larga espléndidamente servida. Cada sitio de la mesa había sido dispuesto con esmero; en cada uno el plato, la servilleta y los cubiertos eran de un mismo color, pero distinto de los demás. Junto a cada plato había una tarjeta con un nombre.
Viviana vio la tarjeta con su nombre y se disponía a sentarse cuando se fijó en otro sitio donde el plato, la servilleta y los cubiertos eran de su color favorito.
—¡Quiero sentarme ahí! —exclamó Viviana con tono de exigencia.
—Pero este es mi sitio —replicó Dina—. Mira mi nombre.
Viviana tomó la tarjeta que decía Dina y la cambió por la suya.
—No te pongas pesada, Viviana. Este es el sitio que han preparado para mí. El tuyo es ése.
Pero Viviana estaba resuelta a sentarse en el sitio de Dina. Justo cuando su amiga se iba a sentar, le retiró la silla, y Dina se dio un golpazo contra el suelo.
—¡Ay! —gritó.
Se hizo silencio en el comedor. Todo el mundo clavó la vista en Viviana.
«¡Caramba! Todos me están mirando», pensó.
Entonces le empezó a pesar lo que había hecho.
—Lo siento, Dina —se disculpó—. Estamos aquí porque hemos aprendido a ser amables y bien educadas. Lo que acabo de hacer fue muy feo.
—Está bien —respondió su amiga—, te perdono.
En ese momento los condes de Modales ingresaron al comedor y se sentaron a la cabecera de la mesa.
—¡Bienvenidos, amigos! —anunció el conde—. Nos alegramos de que hayan venido. Este banquete es en reconocimiento a sus esfuerzos por tener buenos modales.
—La cortesía y la buena educación tienen mucha importancia —añadió la condesa—. Es un gusto para nosotros disfrutar con ustedes de esta velada.
Se dio entonces inicio a la cena. Todos demostraron los mejores modales de su vida.
—¿No te suena de algo la cara de los condes? —le preguntó Yago a Viviana—. Yo diría que él se parece mucho a don Aniceto.
Viviana fijó los ojos en ellos. El conde le devolvió la mirada y le guiñó un ojo. Efectivamente eran don Aniceto y su esposa.
A la mañana siguiente, don Aniceto entró al salón de clases silbando su canción favorita.
—Buenos días, señor conde —corearon alegremente los alumnos.
—¡Ajá, veo que descubrieron el secreto! —comentó don Aniceto riéndose—. ¿La pasaron bien anoche?
—¡Sí! —respondieron los alumnos.
—Don Aniceto, ¿es verdad que es usted un conde? —preguntó Viviana.
—En realidad no —reconoció el profesor—; pero como sabía que todos se habían esforzado mucho por mejorar sus modales, quería darles un premio. Así que con la ayuda de sus padres y de mi esposa planeé el banquete de anoche.
—¡Fue una idea estupenda, don Aniceto! —lo felicitó Dina—. ¡Muchísimas gracias!
—¡Qué divertido! —dijo Tristán al terminar el cuento—. Tal vez nosotros también podríamos preparar una cena como si fuera en una mansión señorial e invitar a todos mis amigos.
—¡Genial! —exclamó su abuelo.
Moraleja: Tener buenos modales es una forma de hacer felices a los demás, de manifestar amor y respeto.
Texto: Katiuscia Giusti. Ilustración: Agnes Lemaire. Color: Doug Calder. Diseño: Roy Evans.Publicado en Rincón de las maravillas. © Aurora Production AG, Suiza, 2008. Todos los derechos reservados.
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