Era la hora de la cena. Tenedor y cuchara en mano, Tristán había hecho una montañita con su puré de papas. A continuación tomó dos arvejas y las situó encima.
—A sus marcas, listos... ¡ya! —exclamó, y las dejó caer rodando por la ladera de la montañita para ver cuál llegaba antes abajo.
—Tristán, te advierto por última vez —dijo su madre—. No es de buenos modales jugar con la comida.
En efecto, Tristán llevaba un buen rato en que no hacía más que eso. Todos habían terminado y se habían levantado de la mesa. Alrededor de su plato había comida que se le había derramado o que él había tirado. Tenía las manos sucias y pegajosas.
En ese momento apareció su abuelo.
—¡Vaya, vaya! Tristán, si casi es hora de que te acuestes. ¿Cómo es que todavía estás comiendo?
—Me está costando cenar, abuelito —respondió el niño—. ¡Comer toma tanto tiempo!
—Desde luego toma mucho cuando te pones a jugar con la comida. Cuando uno tiene buenos modales y no juguetea con la comida, no tarda tanto. Tristán, ¿conoces el cuento de Modales señoriales?
—No —contestó su nieto.
—Creo que es el cuento ideal para hoy —dijo el anciano pensativo—. Pero primero vas a tener que terminarte la comida.
El pequeño se sentó bien derecho, retiró los codos de la mesa y se llevó a la boca una buena cucharada de puré de papas y arvejas.
—¡Muy bien! —exclamó su abuelo—. Con cucharadas así, vas a terminar enseguida. Veamos... Modales señoriales.
A Viviana le costaba mucho estarse quieta durante las comidas y portarse bien. Por mucho que su madre insistía en que no se moviera tanto y comiera como es debido, ella se olvidaba: se revolvía en la silla, se apoyaba en los codos, masticaba con la boca abierta.
Se levantaba de la mesa sin pedir permiso y, cuando el menú no le gustaba mucho, se demoraba una eternidad en comer.
Prácticamente en cada comida se manchaba la ropa y dejaba la mesa y el suelo hechos un desastre. Su madre le recordaba las reglas de urbanidad, y Viviana le decía que quería comportarse; pero cuando llegaba la siguiente comida ya se le había olvidado lo que le había dicho su mamá.
Una noche, antes de la cena, su mamá anunció que tenía algo especial para ella y le entregó un sobre.
Viviana lo abrió y sacó una invitación escrita con letra muy bella:
—Mamá, ¿quiénes son los condes de Modales? —preguntó Viviana.
—Unos amigos nuestros —dijo su madre— a quienes conocerás en el banquete. Será una recepción por todo lo alto exclusivamente para personas que tengan excelentes modales en la mesa.
—Entonces quizá no es para mí —suspiró Viviana.
—¡Puedes verlo como una magnífica oportunidad de aprender a tener buenos modales! Tienes dos semanas para prepararte.
Con eso se animó y juntas hicieron una lista de los aspectos en que debía mejorar.
Viviana estaba tan deseosa de causar buena impresión con su cortesía y su buena educación que se esforzó mucho en cada comida. Pronto comenzó a disfrutar más de las comidas en familia. Cuando llegó el día del banquete, estaba lista.
—Buenas noches, doña Viviana —dijo el mayordomo al recibirla en la puerta de la mansión—. Es un placer tenerla con nosotros.
—El placer es mío —contestó Viviana.
Al entrar en la sala, miró a su alrededor y vio a muchos de sus amigos. Se fijó en Dina y Pompita en el otro extremo y estaba a punto de llamarlas cuando pensó: «¡Uy, no debería hacerlo! Mamá me enseñó que es de mala educación gritar en sitios así».
Se acercó a sus amigos, y todos contaron que habían recibido una invitación y habían procurado acostumbrarse a tener buenos modales.
—¿Saben quiénes son los condes de Modales? —preguntó Conrado.
—Mi mamá dice que son unos amigos —respondió Viviana.
Nadie parecía saber nada más de los condes, pero estaban ansiosos por conocerlos.
De pronto sonó una campanilla, y el mayordomo anunció que se iba a dar inicio a la cena. Pasaron al comedor, donde se encontraron con una mesa muy larga espléndidamente servida. Cada sitio de la mesa había sido dispuesto con esmero; en cada uno el plato, la servilleta y los cubiertos eran de un mismo color, pero distinto de los demás. Junto a cada plato había una tarjeta con un nombre.
Viviana vio la tarjeta con su nombre y se disponía a sentarse cuando se fijó en otro sitio donde el plato, la servilleta y los cubiertos eran de su color favorito.
—¡Quiero sentarme ahí! —exclamó Viviana con tono de exigencia.
—Pero este es mi sitio —replicó Dina—. Mira mi nombre.
Viviana tomó la tarjeta que decía Dina y la cambió por la suya.
—No te pongas pesada, Viviana. Este es el sitio que han preparado para mí. El tuyo es ése.
Pero Viviana estaba resuelta a sentarse en el sitio de Dina. Justo cuando su amiga se iba a sentar, le retiró la silla, y Dina se dio un golpazo contra el suelo.
—¡Ay! —gritó.
Se hizo silencio en el comedor. Todo el mundo clavó la vista en Viviana.
«¡Caramba! Todos me están mirando», pensó.
Entonces le empezó a pesar lo que había hecho.
—Lo siento, Dina —se disculpó—. Estamos aquí porque hemos aprendido a ser amables y bien educadas. Lo que acabo de hacer fue muy feo.
—Está bien —respondió su amiga—, te perdono.
En ese momento los condes de Modales ingresaron al comedor y se sentaron a la cabecera de la mesa.
—¡Bienvenidos, amigos! —anunció el conde—. Nos alegramos de que hayan venido. Este banquete es en reconocimiento a sus esfuerzos por tener buenos modales.
—La cortesía y la buena educación tienen mucha importancia —añadió la condesa—. Es un gusto para nosotros disfrutar con ustedes de esta velada.
Se dio entonces inicio a la cena. Todos demostraron los mejores modales de su vida.
—¿No te suena de algo la cara de los condes? —le preguntó Yago a Viviana—. Yo diría que él se parece mucho a don Aniceto.
Viviana fijó los ojos en ellos. El conde le devolvió la mirada y le guiñó un ojo. Efectivamente eran don Aniceto y su esposa.
A la mañana siguiente, don Aniceto entró al salón de clases silbando su canción favorita.
—Buenos días, señor conde —corearon alegremente los alumnos.
—¡Ajá, veo que descubrieron el secreto! —comentó don Aniceto riéndose—. ¿La pasaron bien anoche?
—¡Sí! —respondieron los alumnos.
—Don Aniceto, ¿es verdad que es usted un conde? —preguntó Viviana.
—En realidad no —reconoció el profesor—; pero como sabía que todos se habían esforzado mucho por mejorar sus modales, quería darles un premio. Así que con la ayuda de sus padres y de mi esposa planeé el banquete de anoche.
—¡Fue una idea estupenda, don Aniceto! —lo felicitó Dina—. ¡Muchísimas gracias!
—¡Qué divertido! —dijo Tristán al terminar el cuento—. Tal vez nosotros también podríamos preparar una cena como si fuera en una mansión señorial e invitar a todos mis amigos.
—¡Genial! —exclamó su abuelo.
Moraleja: Tener buenos modales es una forma de hacer felices a los demás, de manifestar amor y respeto.
Texto: Katiuscia Giusti. Ilustración: Agnes Lemaire. Color: Doug Calder. Diseño: Roy Evans.Publicado en Rincón de las maravillas. © Aurora Production AG, Suiza, 2008. Todos los derechos reservados.