Era Nochebuena. Tristán y Chantal estaban preparando tarjetas de Navidad para entregar a sus familiares y amigos.
—Tristán, necesito el lápiz azul —dijo su amiga.
—Yo también —contestó el niño.
—Pero no lo estás usando.
—Lo voy a usar.
La pequeña extendió la mano y tomó el lápiz.
—¡Devuélvemelo! —exigió Tristán enojado.
—Lo estoy usando —respondió Chantal—. Te lo doy cuando termine.
—¡Dámelo ahora!
Tristán le arrebató el lápiz a Chantal; pero como en ese momento ella estaba coloreando, sin querer hizo una raya en la tarjeta de su amiga.
—¡Mira lo que hiciste! —protestó ella echándose a llorar.
—¿Qué pasa? —preguntó el abuelo Diego.
—¡Tristán me ha arruinado la tarjeta! —exclamó la niña.
—Fue culpa de ella —replicó Tristán—. No hubiera debido quitarme el lápiz.
—Tengo una idea —dijo el anciano—. ¿Qué les parece si les cuento un incidente similar que ocurrió entre Augusto y Guido? Tal vez les sirva para entenderse mejor.
—Colguemos aquí estos adornos —propuso Gobi.
Él y don Ramón sostenían cada uno un extremo de un alga colorida.
—Camila, ¿cómo se ve? —pregunto el viejo pez globo.
—Está bien —contestó ella tristona.
—No te gusta, ¿eh? —le dijo Gobi preocupado.
—Ya he dicho que está bien —respondió ella.
—¿Te duele la cola? —le preguntó don Ramón.
—En realidad no... a menos que la mueva —explicó la sirena.
—Entonces, ¿qué te pasa?
Camila suspiró.
—Me gustaría no tener que estar en la cama. Quiero ayudar a poner adornos, quiero divertirme. Pero no puedo... por culpa de mi cola. ¡Qué rabia!
Camila se había lastimado dos días antes jugando en el banco de coral. Un pedazo grande de coral se le había caído en la cola y le había hecho una herida. La Navidad era una fiesta muy importante para ella, y tener que guardar cama con la cola lastimada no le parecía nada divertido. Sus amigos habían ido a animarla; pero aún estaba un poco alicaída.
De pronto se oyó un estruendo en el patio, seguido de gritos de enojo.
—¿Qué pasa? —preguntó Camila.
—Son Augusto y Guido —dijo Gobi.
—Parece que no se llevan muy bien —explicó don Ramón—. Enseguida vuelvo.
Guido y Augusto habían estado juntando conchas, trozos de coral y algas coloridas para decorar la habitación de Camila. El caballito de mar estaba impaciente por mostrarle a la sirena lo que habían encontrado. El cangrejo, por su parte, se sentía cada vez más irritado con su amigo.
—¡Mira lo que encontré! —anunció Augusto al acercarse a la casa de Camila.
Pero cuando se adelantó para enseñárselo, Guido le agarró la cola y lo derribó. Todo lo que llevaba se desparramó por el suelo.
—¡¡GUIDO!! —gritó Augusto—. ¡Mira lo que has hecho!
—¡Lo tienes bien merecido!
—¿Por qué me agarraste? —le preguntó Augusto muy enfadado.
—Estoy harto de oírte presumir —contestó Guido—. ¡Recuerda que esas cosas las reunimos juntos, no tú solo! Te has pasado toda la mañana hablando de lo que tú juntaste para Camila, sin tener en cuenta que también hay cosas que yo encontré.
—¡Mentira! —replicó el caballito de mar.
—¡Es la pura verdad! —insistió el cangrejo.
Entonces comenzaron a pelearse y a darse empujones.
—¡Guido! ¡Augusto! ¡Basta ya! —dijo firmemente don Ramón.
Augusto soltó a su amigo, pero siguió con mala cara. Guido cruzó sus pinzas y emitió un gruñido.
—Parece que hoy no se entienden bien —observó el pez globo.
—Es culpa de Guido —declaró Augusto.
—¡Mentira! —espetó Guido.
—No les pregunté de quién era la culpa —aclaró don Ramón—. De nada sirve discutir sobre lo que uno u otro ha hecho mal. Debemos resolver este conflicto sin pelear ni reñir. Pero para ello, los dos tienen que escucharse. ¿De acuerdo?
Ambos asintieron con la cabeza.
—Guido, ¿por qué no explicas tú primero qué fue lo que te molestó? —propuso don Ramón—. ¿Qué ocurrió?
—Augusto se ha pasado la mañana entera —comenzó a explicar el cangrejo— hablando de lo que iba a conseguir para Camila y diciendo que él iba a encontrar corales mucho más bonitos que yo. Al principio no me importó. Pero cada vez que yo estaba a punto de recoger algo, aparecía él y lo agarraba primero. Le pedí que no lo hiciera, pero no me hizo caso.
»Sé que no hubiera debido perder la calma —prosiguió diciendo—, pero es que estaba tan fastidiado que ya no sabía qué hacer».
—Ya veo —musitó el pez globo.
Luego se dirigió al caballito de mar.
—¿Te diste cuenta de que estabas haciendo que Guido se sintiera mal?
Augusto lo negó con la cabeza.
—Yo solo quería hacer algo lindo para Camila —explicó—. No era mi intención enojar a Guido... aunque por lo visto eso hice.
—¡Magnífico, entonces! —exclamó don Ramón.
Augusto y Guido lo miraron extrañados.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el cangrejo.
—Bueno —expuso don Ramón—, ahora que los dos ya saben por qué el otro estaba enfadado, les resultará más fácil hacer las paces.
El caballito de mar suspiró.
—Guido, siento haberte molestado. No me di cuenta de que lo que hacía te fastidiaba tanto; de lo contrario, no lo habría hecho.
—Yo siento haberme enojado tanto contigo —reconoció Guido—. Perdóname, por favor.
—Por supuesto —contestó Augusto.
Los dos amigos le agradecieron al pez globo su intervención.
—Bueno, no hagamos esperar más a Camila —sugirió éste.
—¡Están de vuelta! —exclamó alegre la sirena.
—Guido y yo hemos encontrado un montón de adornos bonitos —anunció Augusto.
Echaron encima de la cama los corales, las conchas y las algas coloridas, y los cinco se pusieron a estudiar cada objeto para decidir en qué lugar de la habitación de Camila lo colocarían.
—Muchísimas gracias —dijo ella—. Tengo unos amigos maravillosos. A raíz de mi accidente, pensé que esta Navidad sería aburridísima. Sin embargo, gracias a ustedes lo estoy pasando estupendamente.
—Tú siempre nos has echado una mano cuando las cosas no nos iban muy bien —explicó Augusto.
—Feliz Navidad, Camila —le deseó el cangrejo—. Y Feliz Navidad a todos ustedes, mis amigos.
—No hubiera debido ser tan egoísta —reconoció Tristán—. En realidad no me hacía falta el lápiz en ese momento. Podía habértelo dejado.
—Tampoco estuvo bien que yo te lo quitara —admitió Chantal—. Habría podido pintar con otro hasta que tú terminaras. Lo siento.
—¿Se dan cuenta? —dijo el abuelo Diego—. Es posible encontrar una solución sin necesidad de enojarse y pelearse.
—¿Ahora podemos terminar las tarjetas? —preguntó su nieto.
—Por supuesto. La verdad es que están saliendo preciosas. A todos les encantarán.
Moraleja: Los problemas no se resuelven discutiendo y peleando, y de esa manera sólo nos enfadamos más unos con otros. Con amabilidad se obtienen mejores resultados.
Texto: Katiuscia Giusti. Ilustración: Agnes Lemaire. Color: Doug Calder. Diseño: Roy Evans.Publicado en Rincón de las maravillas. © Aurora Production AG, Suiza, 2008. Todos los derechos reservados.