El abuelo Diego iba silbando por la calle. Se dirigía al colegio para recoger a Tristán. Al acercarse a la entrada, escuchó en el patio de recreo a dos niños que gritaban y discutían.
—¡Vaya! —se dijo—, si parece la voz de Tristán. Voy a ver qué sucede.
Entró de prisa al patio, donde vio a Tristán y Damián riñendo en una de las torres de juegos.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Los dos chicos estaban tan enfrascados en su disputa que ni oyeron al abuelo, y continuaron con su desacuerdo.
—¡Chicos! Basta de...
Pero antes de que terminara la frase, Damián empujó a Tristán. Éste se encontraba en el borde del puente que comunicaba las torres y perdió el equilibrio.
—¡Agárrate a la baranda! —le gritó el abuelo, que llegó justo a tiempo para sujetarlo y evitar que se cayera.
—¡Lo siento! —exclamó Damián preocupado—. No quería tirarte.
Tristán bajó calladamente de la torre.
El abuelo llevó a los niños a un banco que había en un extremo del patio.
—Veamos, ¿cuál de los dos me quiere contar lo que estaba pasando? —preguntó.
Damián se echó a llorar.
—Lo siento —dijo.
Tristán también se puso a sollozar.
—Sé que están arrepentidos de lo que hicieron —explicó el abuelo—. ¡Ojalá con esto se den cuenta de que peleando y discutiendo no se resuelve nada! Tristán estuvo a punto de sufrir un accidente. Si se hubiera caído habría sido bien feo.
—Gracias por salvarme, abuelito —susurró Tristán.
—Suerte que llegué a tiempo. Bueno, se me ocurre algo para que se les quede grabada esta lección.
—¿Un cuento? —preguntó Damián entusiasmado.
—Sí, un cuento que trata de un incidente similar a este de hoy.
Una gran excavadora y un camión volquete se dirigían con gran estruendo a un terreno lleno de desniveles. Se les había asignado la tarea de allanarlo para construir un parque infantil.
Pepe Volquete —como lo llamaban sus amigos— se abría camino de mala gana entre las elevaciones del terreno. No le hacía ninguna gracia pasarse un largo día trabajando al sol, llevando una carga tras otra. En cambio a Cavi, la excavadora, le gustaba trabajar en parques. Ya se imaginaba a los niños disfrutando del parque una vez que estuviera terminado.
—Estamos listos —dijo Cavi alegremente—. Empecemos por la izquierda.
—De acuerdo —refunfuñó Pepe mientras reculaba para colocarse donde Cavi pudiera llenarlo de tierra.
—Ahí va una buena cantidad —anunció Cavi alzando su pala llena de tierra y volcándola sobre Pepe.
—Creo que eso es todo lo que aguanto —resopló Pepe—. Voy a descargar.
—Pero tu caja está medio vacía —observó Cavi.
—Para mí es suficiente.
Dicho esto, el volquete arrancó ruidosamente para ir a descargar la tierra en las cercanías del futuro parque infantil. Pero como no había cerrado bien la parte de atrás de la caja, cada vez que pasaba por un bache y pegaba un salto, la tierra se caía. Así que fue dejando una estela de montículos.
Cuando regresó, Cavi no estaba nada contenta.
—Pepe, me vas a hacer trabajar el doble —le dijo—. ¡Voy a tener que ir después a recoger toda esa tierra otra vez!
—Yo creo que fue culpa tuya porque no me cargaste bien.
—¡Claro que no! —protestó ella enojada.
—Mira —continuó Pepe—, hasta ahora he seguido todas tus instrucciones, pero ya me estoy cansando de hacerte caso. Yo también tengo mis ideas de cómo se puede hacer el trabajo.
—¿En serio? —preguntó Cavi—. Y ¿cómo no me dijiste nada?
—Es que... —balbuceó el volquete—, no tenía ganas.
—De todas formas, yo soy la única de los dos con experiencia en parques infantiles, así que sé mejor cómo se hace —gritó la excavadora.
—No es cierto. Es solo que te crees mejor que yo.
—Tal vez lo soy.
—¡De ninguna manera! —le contestó Pepe enfadado.
Mientras discutían, Cavi había seguido cargando la caja del volquete. En cierto momento, levantó su pala mecánica llena de tierra para descargarla sobre Pepe; pero éste, como estaba enojado, arrancó en el preciso momento en que la excavadora soltaba la tierra. Toda la palada se fue al suelo.
Pepe se desternilló.
—No puedo creer que hayas hecho eso —le dijo Cavi.
—Es que me pareció que la tierra se vería más bonita ahí que en mi caja. Y ¿sabes qué? Creo que la que tengo en la caja estaría mejor allá.
Diciendo eso, Pepe retrocedió hasta el lugar de donde la excavadora había retirado cuidadosamente la tierra, basculó y dejó caer su carga.
—¡No aguanto más! ¡Estoy harta de ti! —exclamó Cavi bajando su pala y avanzando furiosa hacia Pepe, que aún estaba descargando tierra y riéndose.
La excavadora trató de recoger la tierra y volver a echarla en la caja del volquete; pero como ésta estaba inclinada, no podía. Cavi estaba que echaba chispas. Retrocedió y se lanzó sobre Pepe: colocó su pala debajo de la caja del volquete y la comenzó a levantar.
Pepe dejó de reírse cuando vio que se inclinaba hacia delante.
—¡Para! ¡Para! —gritó—. Vas a volcarme.
—¡Basta ya de tonterías! —exclamó el capataz—. Cavi, ¡baja a Pepe! ¿No les encargué que nivelaran el terreno y sacaran la tierra sobrante? —les preguntó.
—Sí —respondieron ambos en voz baja.
—Pues ¿cómo es que no lo están haciendo?
—Es que cada uno lo quiere hacer a su manera —explicó el volquete.
—Miren, si no se ponen de acuerdo, el trabajo no avanzará, y les tomará más tiempo. ¿Es eso lo que quieren?
—No —respondieron los dos.
—Les voy a pedir que conversen y resuelvan juntos cómo van a hacerlo. ¿Está bien?
—Sí, jefe.
Cavi y Pepe se quedaron unos minutos hablando. Una vez decidido el plan de acción, pusieron manos a la obra y trabajaron en armonía, contentos, hasta terminar.
Cuando ya el sol se ponía, el capataz pasó a ver cómo les iban las cosas.
—¡Estoy impresionado! —exclamó—. No me imaginaba que terminarían tan pronto. Y hacía tiempo que no veía un trabajo tan bien hecho. Me alegro de que lograran ponerse de acuerdo.
—Nosotros también —dijo Cavi.
—Los espero mañana por la mañana —añadió el capataz—. Aún quedan cosas que hacer, y un buen equipo como son ustedes me puede ser muy útil.
—Cuente con nosotros —le aseguró Pepe.
—Me gustó el cuento —dijo Tristán—. Damián y yo hubiéramos debido ponernos de acuerdo sin pelear.
—Efectivamente —confirmó el abuelo Diego—. Riñendo y discutiendo no se resuelve nada, mientras que hablando uno se da cuenta de que no es tan difícil llegar a un acuerdo.
—¡Conque aquí estabas, Damián! Te andaba buscando.
Era su mamá.
—El abuelo Diego nos contó un cuento —le explicó su hijo.
—¡Cuánto me alegro! —dijo ella—. Gracias, don Diego. Damián, ¿me lo cuentas a mí de camino a casa?
—Bueno. Chao, Tristán. Chao, abuelo Diego —se despidió Damián saludándolos con la mano—. Nos vemos mañana en clase.
—Jugaremos a lo que tú quieras —le prometió Tristán mientras se alejaba.
—Estuvo muy bien que le dijeras eso, Tristán —observó el abuelo cuando Damián ya se había ido—. ¿Vamos a casa?
—Sí.
Moraleja: Haz un esfuerzo por resolver amorosamente los desacuerdos que tengas con los demás. Conversando con ellos puedes limar asperezas y encontrar soluciones.
Texto: Katiuscia Giusti. Ilustración: Agnes Lemaire. Color: Doug Calder. Diseño: Roy Evans.Publicado en Rincón de las maravillas. © Aurora Production AG, Suiza, 2008. Todos los derechos reservados.