—Mmm... deliciosa —dijo el doceañero Conley McArdent con la boca llena—. Esta es la mejor galleta de mantequilla que he probado.
—No exageres —respondió Patsy, su hermana de catorce años.
—Lo digo en serio.
—¿Sí? Pero si solo fue un experimento, ya sabes, mezclar los ingredientes típicos: mantequilla, harina, azúcar... nada del otro mundo, excepto por la mantequilla, claro... Ballyrashane.
—Pero están tan buenas —dijo Conley, mientras intentaba servirse más. Patsy le detuvo la mano.
—Ya vas por la quinta. Solo hice cuatro para cada invitado.
—Ups...
—Bueno, Con, como eres un cliente satisfecho, adelante.
A Conley se le iluminó la cara.
—Hablando de clientes, estoy seguro de que podría venderlas.
—¿Qué? ¿Vender mis insignificantes galletas?
—Sí, ¿no te parece?
—Supongo... —musitó Patsy.
—¿Supones? ¡Yo estoy convencido! No estás viendo el talento que tienes.
Patsy se rió desdeñosamente.
—¿Talento? Largo de aquí, Conley McArdent. Tan solo disfruto cocinando; haciendo repostería, para ser precisa. No creo que hacer unas cuantas galletas genere mucha ganancia.
—No digas eso, Patsy. Siempre preparas unos postres increíbles. Y ambos sabemos que existen las galletas, ¡pero también las Galletas con «G» mayúscula!
—Sí... tienes razón. Pero claro, hay que tener en cuenta que tú siempre has sido muy dulcero.
—Pues entonces, eso me convierte en un experto, ¿no es así?
—Bueno... sí, supongo que sí. Sabes, cuando las horneaba, mamá me mencionó que hay mucha gente en la ciudad a la que le gusta comprar pasteles, postres y galletas caseras durante la época de Navidad, en especial estas galletas de mantequilla; es la tradición.
—Bueno, entonces hornea unas cuantas más y podemos salir a venderlas.
—¿«Podemos»?
—Claro. Si no, yo lo haré. Podríamos envolverlas. Hasta podría diseñar e imprimir una etiqueta. ¿Te suena bien La alacena de Patsy?
—Mmm, no sé, Con. Me parece que va a requerir demasiado tiempo y esfuerzo. Ya veremos. Pero reconozco que me estás entusiasmando con la idea.
Por la tarde, después de despedir a los amigos de sus padres, Conley entró de golpe en el dormitorio de Patsy, donde ella se encontraba trabajando con la computadora.
—¿No escuchaste a todos comentando sobre lo deliciosas que les parecieron las galletas?
—No. Quise terminar este proyecto antes del anochecer para poder disfrutar de las vacaciones. Pero mamá me dijo que fueron todo un éxito.
—Claro que sí. Yo les había comentado a todos lo buenas que estaban tus galletas, y no me creyeron hasta que las probaron. ¡Deberías haberles visto la cara! «¿Patsy las hizo?», decían.
—¿En serio?
—De verdad. Hasta Merrill dijo —y sabes que él es muy gourmet— que para que una joven logre hacer bien algo tan tradicional se requiere de un talento sobrenatural. Lo dijo con esas mismas palabras.
—Begorra —dijo Patsy—. Quiero decir... solo me dejé llevar por mi instinto... supongo. Después de todo, hacer galletas no es ninguna ciencia.
—Sigo creyendo que podemos venderlas, Patsy.
Patsy se dio por vencida.
—Supongo que sí —dijo.
—«Supongo, supongo» —dijo Conley, revoleando los ojos—. Nada de «supongo». Te podrá causar gracia, ¡pero estoy seguro de que un día La alacena de Patsy se convertirá en una marca irlandesa famosa, al menos en el condado de Leitrim! En fin, pienso que podremos vender muchas durante esta época.
—Sí, en realidad, mamá sugirió que llevemos algunas a Scrimp ´n´ Save —dijo Patsy con una sonrisita—. Ella conoce al gerente. Suelen hacer una exposición de pasteles y tartas caseras y otras cosas, y las ganancias se donan al Centro Irlandés de Síndrome de Down.
—¡Vaya, eso es genial! Creo que vale la pena intentarlo, ¿no te parece?
Patsy se encogió de hombros.
—Lograste entusiasmarme un poco más al respecto. Bien, hornearé una buena cantidad para Año Nuevo más tarde por la noche.
A la mañana siguiente, cargando una pesada mochila, Conley se dirigió al supermercado Scrimp ´n´ Save. Allí, cerca de las cajas registradoras, estaban en exposición cantidad de salchichas envueltas en hojaldre, tartas de frutas, bizcochos de avena, tartas de ruibarbo, manzana, grosella negra y uva crespa, y un surtido de tartaletas de mermelada. Se acercó a una empleada de la tienda y le preguntó:
—¿Se están vendiendo estas?
—Ni idea.
—¿Has probado alguna?
—No. Está bien promocionar esta iniciativa local, pero al ser yo misma repostera, en general opino que la mayoría de estas contribuciones deja mucho que desear.
Conley metió la mano en la mochila.
—Ten, prueba una de estas. Son absolutamente deliciosas.
—La alacena de Patsy —musitó la joven—. ¿Quién es Patsy?
—Mi hermana. Ella las hizo.
—Noto cierta parcialidad, ¿tú crees? —dijo la empleada con una sonrisa.
—B-bueno, las ganancias irán al Centro Irlandés de Síndrome de Down.
—Una gran causa. ¿Pero eso hace que sepan mejor?
La chica le dio un mordisco y Conley la observaba intrigado. Los ojos de ella se abrieron como platos.
—Mmm... deliciosa —dijo—. Se derriten en la boca. Y se nota que usó la mejor mantequilla.
—Así es. Eso mismo dijo ella.
—¿De dónde sacó la receta?
—La inventó ella —replicó Conley lleno de orgullo—. Lo mezcló todo y ya.
—Increíble. Oye, te diré lo que podemos hacer... ¿cómo te llamas?
—McArdent. Conley McArdent.
—Edna McKeen. Mira, Conley, para empezar, podríamos sacar algunas de estas contribuciones sospechosas para hacer espacio y colocar las galletas de tu hermana delante de todo.
—Perfecto. Tengo un montón aquí.
—Intentemos con un par de docenas primero, ¿te parece? Empezaré por colocar unos trocitos en una bandeja para que los clientes las prueben. Y ahora, me comeré otra más para estar bien segura.
Luego de agradecerle a Edna, Conley salió del supermercado y se dirigió a prisa a la oficina de correo, donde hizo la cola para enviar algunas postales.
—¿Qué estás comiendo, hijo? —preguntó el señor que esperaba detrás de él. Su cara, sus manos y todo el resto parecían un tanto sucios, pero tenía una mirada muy tierna—. Parece que estás disfrutándolo mucho.
—Es una de las galletas que hace mi hermana.
—Ah, ¿están buenas?
—Deliciosas. Tome, pruebe una.
—Mis manos están un poco sucias.
—Está bien; las galletas están envueltas.
—La alacena de Patsy —dijo el señor, fijándose en la etiqueta. Le quitó el envoltorio, le dio un mordisco y se le iluminó la cara—. Mmm... deliciosa. ¿Están a la venta?
Conley asintió.
—Veinticinco centavos cada una. Cinco por un euro. Las ganancias irán al Centro Irlandés del Síndrome de Down.
—Mi hermano tiene una hija con síndrome de Down —dijo el hombre mientras metía su mano en el bolsillo—. Magnífico. Comenzaré por llevarme veinte. Mira, es la hora del almuerzo y los muchachos del taller seguro que querrán comprar. Te dejarán esa mochila vacía en un suspiro.
Conley envió sus postales y esperó a que el hombre pagara su cuenta; luego lo siguió al otro lado de la calzada hacia un taller de reparaciones de autos.
—No me presenté —dijo el hombre—. Mi nombre es Brendan Brogan.
—Conley McArdent.
—Y este es mi equipo —dijo Brendan, mientras le iba presentando alegremente a una media docena de trabajadores vestidos con mamelucos (monos, overol) todos manchados de grasa, que estaban sentados sobre neumáticos, sobre un capó o reclinados sobre unas planchas de hierro mientras comían sus viandas.
—Él es el jefe de este pobre grupo de trabajadores —dijo uno en broma mientras Brendan les presentaba a Conley.
—¿Qué llevas ahí, Conley? —preguntó otro—. ¡Parece que llevaras tu casa a cuestas!
—Lleva galletas hechas por su hermana —dijo Brendan.
—¿Las vendes?
—Sí, yo le acabo de comprar veinte. Van de maravilla con un buen café. Y lo bueno es que las ganancias van a una buena causa... el CISD.
Con su mochila vacía, la billetera llena y una gran sonrisa, Conley volvía a su casa cuando de pronto alguien lo llamó desde la acera de enfrente. Allí estaba Edna McKeen parada frente a Scrimp ´n´ Save. Conley corrió hacia ella.
—Oye, me llevo una docena más de... —dijo, cuando de pronto su pecosa cara se desilusionó—. Parece que tu mochila está vacía.
—Así es —dijo Conley—. ¿Por qué, ya vendiste las que te dejé?
—Casi. Con solo darlas a probar a algunos clientes que pasaban, ¡empezaron a venderse como pan caliente! Hasta me hicieron algunos encargos; por lo menos unos cincuenta. Un cliente hasta volvió para preguntar si vendíamos otros productos de La alacena de Patsy.
—Grandioso. Se lo diré a mi hermana de inmediato.
—Y dile que se ponga a hornear más —dijo Edna con un guiño—. Ya llega la Navidad, y nosotros, gansos, queremos engordar, ¡y La alacena de Patsy y el CISD necesitarán de toda la ayuda posible!
—Gracias, Edna —dijo Conley mientras se iba corriendo—. ¡Feliz Navidad!
—¡Lo mismo para ti!
—¡Mami... mami! ¿Qué pasó con las galletas que me quedé horneando hasta altas horas de la noche? ¡Ya casi no quedan!
La mamá de Patsy se encogió de hombros.
—Lo único que sé es que Conley se llevó muchas a su dormitorio antes de irse esta mañana.
—¿Por qué? ¿Tenía hambre?
—No veo por qué, ¡se sirvió un desayuno tradicional irlandés de considerable tamaño! Estuvo ocupado allá arriba con la impresora por bastante tiempo.
Patsy subió de prisa y regresó a la cocina un par de minutos después.
—Parece que voy a tener que hornear unas cuantas más —dijo, mientras se ponía su abrigo—. Me iré de una corrida hasta Scrimp ´n´ Save para conseguir más mantequilla Ballyrashane antes de que cierren.
—Bueno, me alegra mucho tu iniciativa.
—¿Iniciativa, mami?
—Sí. Ver que te pones en movimiento y que estás motivada como tu hermano.
Patsy suspiró. Ya había escuchado suficientes charlas sobre la automotivación —no muy sutiles que digamos— durante los desayunos, supuestamente para su bien.
—¿Por qué Conley tiene lo que yo no tengo, aunque me esfuerce mucho?
La mamá de Patsy se volvió a encoger de hombros.
—Algunas cosas les resultan natural a algunas personas y a otras no. A esas «otras» hay que enseñarles.
Patsy estaba a punto de salir de la cocina desesperanzada, cuando de pronto se detuvo y sonrió.
—Hablando de motivación, ¿sabes qué tiene Con que yo podría tener?
La mamá de Patsy volvió a encoger los hombros.
—No lo sé. Pero la cosa es, querida, que creo que tú subestimas tu propio valor.
—¿Cómo cuál?
—La cocina... la repostería, por ejemplo. ¿Recuerdas esas increíbles salchichas envueltas en hojaldre que preparaste con esa masa tan aireada para el cumpleaños de tu papá?
—Pffff. Bueno, hornear unos cuantos bizcochos no es nada por lo que ponerse orgullosa.
—Darte cuenta del talento que tienes no es ser orgullosa si le das la gloria a nuestro buen Señor. De no ser así, sería falsa humildad, que para mí es el tipo más pestilente de egolatría.
Patsy asintió.
—Tienes razón, mamá... supongo.
—Pero, dime —dijo la mamá de Patsy mientras le tomaba la mano a su hija—. ¿Qué es exactamente lo que Conley tiene que tú podrías tener?
—Bueno, ¿sabes lo que tú y papá siempre nos recuerdan en Navidad?
—¿Qué cosa?
—La Navidad se trata de los demás, ¿no es así? No de uno mismo.
—Es cierto, querida, pero no sé a dónde quieres llegar.
—Te lo diré luego, mamá. Nos vemos.
Cuando Patsy hacía las compras en Scrimp ´n´ Save, Edna McKeen justo atendía en la caja.
—Viendo que estás comprando la mejor mantequilla irlandesa, me imagino que vas a hornear algo —comentó Edna.
—Así es.
—¿Has probado estas? —dijo Edna, mientras le mostraba la bandeja con trozos de galletas.
—No, la verdad que no.
—La mejor receta. Lleva esa misma mantequilla. Prueba una.
Patsy la probó, y quedó asombrada.
—Bastante buenas, deliciosas, de hecho. Hace que quiera tirar la toalla en cuanto a hornear.
—A mí me pasa lo mismo —dijo Edna.
—¿Quién las hizo?
Edna le mostró el envoltorio de una de las galletas, y Patsy quedó boquiabierta.
—¿E-estas son en realidad las que yo hice?
—¿Sí? ¿Tú eres Patsy?
Patsy asintió y se le llenaron los ojos de lágrimas mientras observaba la muy bien lograda etiqueta.
—¿No lo sabías?
Patsy negó con la cabeza.
—Entonces debes agradecerle a tu hermano —dijo Edna—. Tal como le dije, se están vendiendo como pan caliente, ¡así que debes seguir horneando! Aquí tienes tu cambio, Patsy, y te deseo unas felices vacaciones de Navidad.
—F-feliz Navidad —replicó Patsy distante, y se retiró del supermercado.
En honor a la libre participación de la gente del condado en diversos proyectos caritativos, incluso aquellos que donaron sus productos culinarios, se encendieron todas las luces en el supermercado Scrimp ´n´ Save unos días más tarde en Año Nuevo. Patsy, con el micrófono y las notas en la mano, sonrió nerviosamente hacia las cámaras mientras la gente se detenía a mirarla.
—Queremos decirle, Miss McArdent —dijo un reportero local—, que considerando su juventud, su compañía de pastelería contribuyó sustancialmente a la colecta para el Centro Irlandés de Síndrome de Down. ¿A qué le atribuye esto?
—Debo contarles que horneé una deliciosa tanda de galletas de mantequilla, así como otros pasteles y cosas ricas —respondió Patsy con una gran sonrisa mientras le hacía señas a Conley para que se acercara.
—¡Desde luego que sí! —afirmó una señora del público—. Ya hice otro pedido de cada cosa.
—Gracias. Pero para ser honesta, el mérito del éxito de La alacena de Patsy le corresponde a mi hermano, Conley —aquí presente—, y a su entusiasmo. Como le dije a mi mamá el otro día, más importante que ser un automotivador —lo cual es, y mucho—, si no fuera porque también motiva a otras personas, ¡yo no habría llegado más lejos de las cuatro paredes de la cocina de una casa en la calle Donahue!
—Y es mi esperanza y oración, por la gracia del buen Señor —agregó Patsy luego de hacer una pausa hasta que el público terminase de reír y aplaudir—, que yo misma, no siendo automotivada, pueda al menos motivar a otros tal como lo hace él. Toma, Conley, di algo.
Conley, sonrojado, tomó el micrófono.
—Mil gracias, hermanita —dijo, y se dirigió al público—: Debo decir que Patsy no solo contribuyó con los fondos, sino que dedicó casi todas sus preciadas vacaciones a hornear. Dicho esto, estamos orgullosos y felices de haber contribuido al Centro Irlandés de Síndrome de Down, del cual nuestros padres son miembros. Desde aquí les deseamos un ¡feliz Año Nuevo! Ah, y les recuerdo que pueden adquirir más cosas de La alacena de Patsy en la sección de panadería.
Texto: Gilbert Fenton. Ilustración: Jeremy. Diseño: Roy EvansPublicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2018