—¡Elena! ¡Elena!
Esa soy yo, Elena, y quien me llama es mi mamá. Salté de la cama al escuchar su voz, porque eso significaba que me había quedado dormida. Algunas de las tareas, como ordeñar las vacas y alimentar a las gallinas, no era algo que uno pudiera hacer cuando tuviera ganas.
Moví la cabeza y miré con reservas el sol que tan repentinamente se había posado sobre mí y, mientras me restregaba la cara, mi mente zumbaba y sumaba como una máquina tratando de ver si podía encajar todas mis tareas antes que se despertaran mis hermanos.
Bueno, lo logré. Mi madre siempre decía que yo me las arreglaba bien, y eso me enorgullecía.
Cuando escuché que mi madre exclamó: «¡A comer!», yo me estaba levantando del banquito donde ordeñaba a las vacas y estirándome los dedos. Puse el banquito en su lugar y me fui del establo llevando conmigo el balde de leche.
Nuestra casa estaba construida sobre una extensión de terreno de unas doce hectáreas cerca del río Roanoke, y en los días despejados podía ver las montañas Blue Ridge. Me encantaba el olor de los pinos y del pasto en el verano. Aspiré profundamente el aire de la mañana mientras caminaba en dirección a nuestra casa sólidamente construida. En lo único que pensaba en ese momento era en el desayuno.
Mientras desayunábamos, papá me deseó un feliz cumpleaños, lo cual fue seguido del mismo deseo por parte del resto de la familia. La comida estuvo suculenta y todos quedamos satisfechos. Papá dijo que mamá llevaba a cabo a diario el milagro de los panes y los peces, porque no sabía de qué otro modo ella podía estirar tan poca comida y hacer que fuera tan rica.
Estiré la mano rápidamente a un costado y me encontré con unos ávidos deditos dirigiéndose hacia mi plato. Mi hermanito Troy, al ser sorprendido, se sintió muy culpable, sin embargo, en sus ojos había un brillo como de algo más y, cuando el resto de los niños rompió en sonrisitas, supe que Héctor había tomado algo de mi plato mientras yo estaba ocupada con Troy.
—Vamos, ¿qué está pasando aquí? —exclamó papá, y los siete nos aquietamos. Héctor me devolvió una rodaja de pan con un guiño.
—Feliz cumpleaños, Elena —dijo mamá con una voz que sonaba a tensa.
Aunque era mi cumpleaños, yo no esperaba regalos ni nada especial.
Le di un gran abrazo y le dije:
—No tienes que preocuparte por no conseguirme algo, los regalos son para los niños —y le di la sonrisa más grande que pude.
No estaba mintiendo, yo me había prácticamente convencido de que no había necesidad de regalos una vez que una chica cumplía doce años, sobre todo porque éramos muy pobres.
—Tu mandíbula por poco se pone cuadrada —me dijo mi madre con un brillo en sus ojos.
Era un chiste acerca de cómo la forma de mi cara cambiaba cuando me quedaba pensativa.
Ese día hice un mandado a la ciudad. Creo que mamá me pidió que fuera porque sabía que me gustaba la ciudad y significaría un cambio en mi rutina de las otras tareas que tenían que hacerse en la casa.
Me puse a pensar bastante en el viaje de más de cuatro kilómetros hasta el pueblo.
Una familia que trabaja tan duro como la nuestra, pensé, no debería ser tan pobre. ¿Es justo eso acaso? Debe de haber algo que yo pueda hacer para que cuando Héctor cumpla doce años, al menos pueda recibir algún tipo de regalo. Debe de haber alguna forma…
Pensé en nuestras ropas gastadas con numerosos parches, en la reparación que le hacía falta al techo. A los zapatos de Troy y Héctor se les había gastado la suela y había algunos libros de poesía que me gustaría mucho tener.
Llegué al pueblo y compré las cosas que necesitaba mamá, y luego me puse a pasear un poco para ponerme al día con los últimos sucesos del lugar. Hoy, mientras hacía una pausa en la herrería de Kearny, escuché de unas personas que habían llegado de Inglaterra y se habían instalado en la mansión que acababan de terminar la semana pasada. Es increíble de lo que una se puede enterar quedándose parada y quieta.
—Parece que la señora Whitfield es viuda y vino con un hermano —dijo el señor Kearny.
Yo no había visto la mansión y me quedaba algo de tiempo antes que me fuera a necesitar mamá para ayudarla con la cena, así que decidí ir a ver aquella nueva y regia casa.
Me quedé por lo menos cinco minutos mirándola con la boca abierta. ¡El lugar era más que regio! ¡Era grandioso! La puerta principal estaba adornada por dos columnas de mármol blanco y unos rosales que seguramente fueron traídos desde Inglaterra formaban el cerco que rodeaba la casa. Las ventanas del primer y segundo piso eran arqueadas y grandes y las paredes estaban cálidamente construidas con ladrillos rojos.
No me di cuenta de que poco a poco me estaba acercando a la entrada hasta que un carruaje se detuvo a mi lado. Salté hacia atrás de la sorpresa mientras observaba el elegante carruaje y a la delicada dama, vestida de negro, que había descendido del mismo.
Ella me vio y arrugó ligeramente la frente, como si nunca hubiera visto a una jovencita tan de cerca.
—Cariño —dijo—, ¿hay algo que pueda hacer por ti?
Debía de tener unos cincuenta y tantos años, y sus ojos eran tristes, de color café. Hablaba con voz suave y un evidente acento británico. La miré a ella y el carruaje, la casa, y antes de perder el valor dije:
—Señora, yo estaba mirando su casa. Me da la impresión de que una casa tan grande va a necesitar ayuda para que siga luciendo impecable, y yo puedo limpiar de todo. Puedo ayudar a cocinar y hacer mandados. Hasta puedo hacer algo de jardinería. Sé atender un corral… si es que usted va a tener gallinas o algo así. Yo le podría ser de gran ayuda, señora.
Entonces respiré profundamente, ya que mientras hablaba no había pausado para respirar por temor a no poder terminar.
Ella me estudió de arriba abajo y presionó los labios. No se veía enojada; era más como si estuviese pensando mucho en algo.
—¿Cómo te llamas?
—Elena Southey, señora.
—Ven mañana a las dos de la tarde —me dijo—. Podemos hablar del asunto entonces.
Me hizo una venia y entró en la casa.
Elena, me dije a mí misma, creo que sorprendiste a esa señora tanto como a ti misma.
Me di la vuelta y descubrí que, con mis esperanzas y temores entremezclados, tenía tanto en mente de regreso a casa como cuando venía en dirección al pueblo.
Por eso es que no noté a Terrance hasta que se deslizó por mi espalda. Terrance tiene buen carácter, es tranquilo y sencillo… pero también se trata de un sapo y no creo que le gustara estar dentro de mi vestido más de lo que a mí me gustaba tenerlo allí. Me agarré desesperadamente de la espalda hasta que Aggie, mi hermano, quien había colocado al sapo allí, me ayudó a sacarlo.
Aggie puso cara de inocente, cual cordero degollado. Al principio yo estaba demasiado furiosa como para hablar, pero por dentro se me estaban juntando las palabras y enseguida brotaron de mí.
—¡Así no debería actuar un hermano mayor!
—¡Mira quién lo ha ido a decir!
No supe qué contestarle.
—¿Por qué, por qué…?
Sacó un caramelo masticable y me lo dio para prolongar mi silencio.
—Esto no significa que no siga enojada contigo —le dije, tomando el caramelo con una mano y haciéndole un puño en su cara con la otra.
—¿Ah, no? —preguntó, mirando con la boca tan abierta que ambos nos echamos a reír y no paramos hasta llegar a la casa.
El llegar a casa me trajo a la mente lo que el incidente con Terrance me había hecho olvidar por completo. Me fui derecha a mi madre y le conté todo acerca de la cita que tenía al día siguiente a las dos de la tarde.
—¡Válgame Dios! —Exclamó de asombro mi madre—. ¡Debo decir que tienes muchas agallas para hacer algo así!
Mi madre estaba sorprendida, pero noté que también estaba un tanto orgullosa de mí.
Hasta Aggie me miraba como si nunca me hubiera visto.
Después de la cena, mamá y papá hablaron acerca de mi trabajo en la gran casa, y para mi deleite se decidió que al menos yo iría para ver si la señora Whitfield podía valerse de mis servicios. A Aggie se le dijo que me acompañara, ante lo cual se le vio tan complacido y tan taimado como un zorro dentro de un gallinero. Hasta el hecho de que papá le dijera que devolviera a Terrance al río pareció no afectar su aparente buena voluntad.
Al día siguiente yo estaba tan nerviosa que casi lamentaba que se me hubiera ocurrido hablar con la señora Whitfield. Que Dios bendiga a Aggie, quien permaneció a mi lado tomándome el pelo hasta que me olvidé de mis nervios. Hizo de payaso todo el camino hasta la puerta de la casa, y antes que pudiera recordar que estaba más asustada que gallina en cueva de zorros, se abrió la puerta y un mayordomo nos condujo a una sala.
Cuando la señora Whitfield entró en la sala sonreía ligeramente y se veía menos seria que el día anterior. Se sentó y tomamos té.
—¿Tienes una familia numerosa?
—Sí, señora. Somos nueve, incluyendo a mi papá y a mi mamá.
—¡Vaya! —exclamó ella. Luego de un rato preguntó—: ¿A qué se dedica tu papá?
—Él trabaja en un aserradero y tenemos una granja.
—¿Eres la mayor de tus hermanos?
—Aggie es el mayor. Tiene quince años.
Volteé para mirar a Aggie y me di cuenta que cualquier miedo que hubiera tenido yo se había pasado a él. Tenía la espalda más tiesa que un palo y lucía como si no tuviera articulaciones.
—Después sigo yo —proseguí—. Luego vienen Troy y Héctor, y las mellizas Penélope y Hera, y Ulises es el menor.
Su rostro se transformó en la primera verdadera sonrisa que había visto de ella. La hizo parecer como la abuela perfecta.
—Veo que a su padre le gusta leer a Homero.
Yo no entendí lo que ella quiso decir.
Ella volvió a sonreír.
—He estado pensando en tu ofrecimiento y la verdad es que la ama de llaves necesita ayuda con la limpieza, la cocina y con los diversos mandados. Si tienes disponibilidad de diez de la mañana hasta las cinco de la tarde, de lunes a jueves, yo te puedo pagar un sueldo de… —y mencionó una cifra, la cual era muy generosa, tomando en cuenta que yo solo tenía doce años.
—¡Trato hecho, señora! —exclamé y le di la mano.
La señora Whitfield no parecía acostumbrada a dar la mano, pero tras un momento de vacilación, volvió a dar una sonrisa de abuela perfecta y me estrechó la mano con firmeza.
Se dio la vuelta hacia Aggie quién, aunque no parecía posible, se puso más tieso todavía que antes.
—Me hará falta ayuda en la caballeriza para los próximos meses hasta que llegue de Inglaterra el encargado de los caballos, ¿te gustaría ese trabajo?
—Ah… este, quiero decir, ¡sí! —exclamó Aggie.
Después de hablar un rato más, volvió a darnos la mano y nos fuimos a casa. Yo estaba en una nube y Aggie caminó como un soldadito de plomo durante la primera media hora.
Comenzamos a trabajar a la mañana siguiente. La señora Whitfield me dejó con la ama de llaves, la señorita Adela, quien llevaba trabajando con ella veinticinco años en Inglaterra y quería tanto a la señora Whitfield que cruzó el océano para ser su ama de llaves en su nueva casa.
La señorita Adela era alta y robusta, de cabello castaño claro, el cual llevaba recogido en un moño con un prendedor. Me miró de arriba abajo como si yo fuera un bicho en la pared, observando mi ropa ordenada y parchada. Yo me alegré de haberme lavado la cara y esmerado en limpiarme las uñas. Estaba segura de que las estaba mirando, y de alguna forma también se había dado cuenta de que me había lavado detrás de las orejas.
—Toma —me dijo—. Cuando vengas a trabajar, debes usar este mandil y esta gorra. Por favor, no traigas barro dentro de la casa. No dejes las marcas de los dedos en ventanas y espejos. No dejes entrar animales a la casa. Y no toques los paños y cortinas con las manos sucias.
Sentí que estaba montando en cólera, pero me percaté de que aquella ama de llaves no tenía forma de saber que yo no haría ninguna de esas cosas o más. En realidad, fue un poco gracioso.
—Uy, no, señora. Yo no haría nada de eso —le dije, y procuré parecer lo más seria posible.
Tomó una semana para que la señorita Adela decidiera que podía confiar en que yo no haría ninguna de las cosas horribles que había mencionado cuando recién empecé a trabajar en la gran casa. Hasta entonces había tenido una expresión de agobio y siempre estaba encima de mí. Los trabajos que tuve aquella primera semana fueron muy sencillos: lavar los platos, barrer la zona de las chimeneas, traer la leña y desyerbar. No vi mucho a la señora Whitfield, pero cuando la veía, ella sonreía y me preguntaba cómo estaba.
Durante la segunda semana, ocurrió un milagro. Yo había terminado de desyerbar en el jardín y estaba entrando en la casa cuando vi a la señorita Adela corriendo hacia mí, y yo sabía que me iba a decir que no entrara a la casa con barro en los zapatos. Con toda la calma del mundo me limpié los zapatos con un limpiabarros de madera ubicado allí con ese propósito y contuve la respiración. La señorita Adela se detuvo, y las comisuras de su boca esbozaron una sonrisa. Se fue y dio la vuelta por la esquina de la casa. Después de eso nunca más me anduvo vigilando de esa manera.
Si bien no lo dijo abiertamente, por su forma de reaccionar supe que confiaba en mí.
Para entonces ya conocía a todos los que trabajaban en la casa. Estaba el mayordomo, el señor Jennings, y Rosa, la cocinera, y había unos dos o tres hombres que trabajaban de vez en cuando, a los que la señora Whitfield llamaba lacayos. Yo no sé por qué razón los llamaba de ese modo, ya que parecían ser lo que nosotros llamamos hombre orquesta. Aunque lacayo suena diferente, ¿no?
En la segunda semana también conocí al hermano de la señora Whitfield. Yo estaba caminando por una elevada fila de tomates y por una aún más alta fila de choclos cuando por poco me tropiezo con la figura de un hombre que yacía boca abajo. Contuve un grito.
Cuando recobré el aliento, exclamé:
—¿Señor? ¿Caballero? ¿Se encuentra bien?
El hombre se volvió hacia mí y se acomodó con los codos.
—¿Qué? ¿Bien? Sí, perfectamente bien, muchas gracias —y se puso de pie lentamente.
Era muy parecido a la señora Whitfield. Sus ojos, no obstante, tenían un brillo pícaro.
—Te he visto por la casa, pero no nos han presentado formalmente —dijo el hombre—. Me llamo Harris Featherington. Espantoso, ¿verdad?
—Es bastante largo —admití.
—Y, ¿cuál es tu nombre, cariño?
—Elena Southey, señor.
—Qué nombre tan acertado y bonito. Tengo una petición —dijo él—. No es conveniente que me llamen Featherington. En vez de eso, ¿me podrías llamar señor Harris o incluso tío Harry?
—Sí, señor Harris, por supuesto.
—Estupendo. Espléndido —exclamó él y me hizo una venia muy amigable y regresó rápido a la casa.
Mientras yo continuaba desyerbando, no podía entender por qué el señor Harris estaba tirado en el suelo. Al regresar a la casa, le conté a la señorita Adela lo que había visto y le pregunté qué sería lo que él estaba haciendo.
—¿Dices que estaba tirado en el suelo? —dijo chasqueando la lengua—. Va a estropear su ropa y a mí me va a costar sacar las manchas.
—Pero, ¿qué estaba haciendo? —insistí yo.
—Una vez le pregunté eso mismo —me dijo—, pero no entendí una palabra de la respuesta que me dio. Pregúntale la próxima vez que lo veas tirado en el jardín o en la parte trasera de la casa. También le puedes decir, de parte mía, que su ropa está llena de huecos y manchas.
El ama de llaves respiró por la nariz y continuó con su trabajo.
El mes siguiente hubo mucho ajetreo ya que algunos amigos de la señora Whitfield, quienes también se habían venido a vivir de Inglaterra, se detuvieron para una visita. Esto significó preparar más comida, lavar más platos y ropa, y limpiar un poco menos el polvo.
La señorita Adela y yo nos hicimos amigas durante esa época. Como había tanto que hacer, ella y la señora Whitfield comenzaron a darme más trabajos: comprar cosas en el almacén, sacarle brillo a la platería y limpiar los dormitorios del segundo piso. El ama de llaves al poco tiempo empezó a llamarme Elena en vez de señorita Southey, y me pidió que la llamara simplemente Adela.
Fue a principios de septiembre cuando volví a encontrar al señor Harris en el suelo, esta vez cerca de la parcela de fresas o frutillas.
—Disculpe, señor Harris, pero, ¿qué está haciendo?
—Ah, buenos días, señorita Southey. Me estoy deleitando en el fascinante mundo de la mirmecología.
El ama de llaves tenía razón: no entendí ni jota de lo que dijo.
—¿Qué es mir-mirme…? Bueno, señor, ¿qué es?
—Esperaba que lo preguntaras. La mirmecología es el estudio de las hormigas, cariño. Una persona que estudia las hormigas se conoce como mirmecólogo.
—Ya veo —dije cautelosamente.
El señor Harris volvió al suelo y ajustó una lupa sobre un pequeño montículo de tierra. Continuó hablando mientras observaba intensamente a través del lente.
—Verás, estoy tratando de determinar si esta es una colonia completamente nueva de hormigas o si este hueco es solamente la puerta trasera del otro hueco entre el maíz y los tomates. Por ese motivo necesito una muestra. ¡Señorita Southey!
—¿Sí, señor? —respondí.
—¿Sería tan amable de sostener este vaso así? ¡Ahí está! ¡Excelente!
Hizo un rápido movimiento con un tubo de vidrio y capturó una pequeña hormiga negra. Le puso un corcho y se dirigió a mí.
—Señorita Southey, muchísimas gracias por su ayuda —sacó un pañuelo y se secó la frente.
En los dos meses siguientes ayudé al señor Harris con varios experimentos similares, y para mediados de noviembre sabíamos todo acerca de la ocupada colonia de hormigas que vivía debajo de la parcela del jardín. Aprendí que el rey Salomón de la Biblia también había estudiado las hormigas, y que había escrito algunas de sus observaciones en el libro de Proverbios. Ya podía pronunciar mirmecología sin tartamudear y podía explicar los misterios de la vida de las hormigas dejando satisfecha a Adela.
Igualmente andaba bien ocupada con mis otras obligaciones, ya que recibimos a otro grupo de visitas de Inglaterra que tenían pensado quedarse hasta el Año Nuevo.
Aunque mi trabajo en la gran casa marchaba bien, la situación en mi casa continuaba siendo difícil. En el aserradero no había mucho trabajo, de modo que papá no tenía un trabajo regular. También cayó una helada antes de tiempo que arruinó una gran parte de nuestra producción de fines de otoño. Aunque Aggie y yo trabajábamos, no se nos pagaba tanto como a los adultos, y al llegar el año a su fin, parecía que a duras penas íbamos a arreglárnoslas. Pero yo no quería sobrevivir siempre con las justas. Estaba bastante desanimada. Parecía una lástima que justo cuando Aggie y yo conseguimos trabajo, el de papá menguó. Yo esperaba una celebración navideña realmente buena, con todo: regalos para todo el mundo y hasta un poco de dinero para gastar. Tragué un suspiro y continué con mi trabajo.
Cuando me iba, nuestra casa olía de maravilla el último día de trabajo antes de la Navidad. Mamá había hecho que Troya y Héctor ayudaran a cortar manzanas en tajadas para parte de los pasteles. El año anterior intentaron probar todo lo que le echaban a la masa para las galletas y descubrieron que ni el polvo de hornear ni la harina tienen buen sabor hasta que se mezclan con todo lo demás. Los niños más pequeños jugaban afuera en la nieve.
—Mamá, nos vemos en la noche —le dije mientras Aggie y yo nos íbamos.
Mamá sonrió y se despidió con la mano llena de harina.
—Se ve tan cansada —le dije a Aggie mientras marchábamos pesadamente por la nieve.
Aggie asintió con seriedad. Él también lo había notado.
Aquel día en la mansión limpié los salones y las habitaciones del segundo piso. Fue el último poco de limpieza antes de tomar unas vacaciones de una semana. La señora Whitfield insistió en que me tomara unas vacaciones pagadas como el resto del personal, por lo cual yo estaba muy agradecida.
Había una esquina en la sala de estar de la señora Whitfield que no se había limpiado en un tiempo. Tenía un pequeño escritorio y un estante en miniatura con tres o cuatro libritos de bolsillo. Desempolvé cuidadosamente el lugar y pasé un trapo por las superficies, cuando noté que había algo entre dos de los libritos. Las cubiertas no encajaban como debían. Saqué los libritos y cinco billetes de diez dólares cayeron al suelo. ¡Eran cincuenta dólares!
Yo no pretendo hacerme la santa, tampoco me avergüenza decir que el dinero se veía sumamente tentador. Lo primero que me vino a la mente fue, ese dinero nos podría ayudar para pasar el invierno. Pensé que si había estado durante meses en ese lugar y nadie lo había notado, nadie lo notaría si lo tomaba.
Claro que yo sabía que estaba mal tomar cosas ajenas, pero en esos momentos me sentía sumamente resentida contra todos los ricos que no tenían que sacar mugre para tener suficiente dinero para comprar un regalo de Navidad. Yo le podría decir a mamá que la señora Whitfield me había dado una bonificación por Navidad y ella jamás sospecharía que yo le estaba mintiendo.
De pronto sentí vergüenza y comprendí que mamá confiaba en mí y que esa era la razón por la que no sospecharía nada. La señora Whitfield, el señor Harris y Adela también confiaban en mí. Si tomaba el dinero estaría echando por tierra toda esa confianza, incluso si nadie nunca se enteraba. Agarré firmemente el dinero y bajé corriendo por las escaleras al lugar donde la señora Whitfield tenía pensado celebrar su propia Navidad.
—Señora Whitfield, encontré esto arriba entre unos libros —le dije a toda prisa al tiempo que depositaba rápidamente el dinero en sus manos.
Luego dije algo entre dientes acerca de sacarle el polvo a los muebles y me fui corriendo antes que ella tuviera ocasión de darme las gracias. En realidad no tenía ganas de que me agradeciera.
Estuve a un pelo de convertirme en una ladrona.
Aquella tarde, Aggie y yo fuimos a que la señora Whitfield nos diera nuestro sueldo del mes. El señor Harris también estaba presente.
—Muchas gracias a los dos por toda su ayuda —nos dijo la señora Whitfield, mientras nos entregaba nuestros sobres con el pago respectivo.
—También les tenemos unos regalos de Navidad —dijo ella, con una hermosa sonrisa.
El señor Harris dio un paso al frente y me entregó una delicada cadena de plata con una piedra transparente de color marrón que colgaba de la cadena.
—Se la conoce como ámbar, la savia de árbol fosilizada. Si observas, verás que dentro hay una hormiga.
—¡Uy, gracias! —exclamé—. ¡Es la cosa más hermosa del mundo!
El señor Harris le dio a Aggie algo en una bolsa de papel.
—Ábrela afuera —le dijo con un guiño y una sonrisa de chico que me recordó a mi hermanito Héctor.
Caminando de regreso a casa me di cuenta que estaba muy feliz por no haber tomado el dinero. De haberlo hecho, probablemente me habría dado un ataque de histeria cuando nos dieron a Aggie y a mí los regalos, sabiendo que les había robado. Pero eso no cambiaba el hecho de que no teníamos suficiente dinero para comprar regalos para los niños más pequeños. Ese pensamiento todavía me causaba tristeza.
Un gran grito de sorpresa me sacó de mis pensamientos y me di la vuelta para ver que a Aggie se le había caído el regalo al suelo. La bolsa estaba abierta y de ella había salido volando, ¿adivinen qué? ¡Dos sapos de goma! Eran tan grandes y reales que hicieron que la piel de mi espalda se me pusiera de gallina de solo acordarme. Los dos nos quedamos mirando por un momento y luego nos matamos de risa. Nos sentamos en la nieve y nos reímos hasta que nos salían lágrimas de los ojos. Aggie recogió los dos sapos y dijo en una voz temblorosa pero solemne:
—A este lo llamaré Terrance Segundo y a este Featherington Segundo.
Estuvimos de acuerdo en que aquellos eran excelentes nombres. Pusimos a Terrance y a Featherington de vuelta en su bolsa. Hablamos de lo que él podía hacer con los dos sapos hasta llegar a casa.
La luz del hogar, el aroma a comida y las carcajadas que venían del desván donde dormían Troya y Héctor me hizo sentir una gran calidez. Les di un gran abrazo a mamá y a papá y les dije:
—¡Ay, qué bueno es estar en casa! ¡Es el mejor hogar del mundo!
Mamá sonrió y Aggie y yo le entregamos a ella nuestra paga del mes.
Estábamos lo más cerca de la chimenea que podíamos, calentándonos la punta de la nariz y las palmas de las manos cuando escuché que mamá daba un grito ahogado como si alguien la hubiera dejado sin respiración.
Nos dimos la vuelta y ella miraba boquiabierta mi sobre con los cinco billetes de diez dólares, además de mi salario habitual.
—¿De dónde salió esto? —preguntó mamá.
Yo misma no podía creerlo. Había una nota junto al dinero con la buena letra de la señora Whitfield.
—Debo decir que este es el más sorprendente regalo de Navidad que haya visto —dijo mamá una vez que hubo recuperado el aliento.
Los ojos de Aggie brillaban.
—Solo espera a ver el regalo de Navidad que me dio el Señor Harris.
Texto: Yoko Matsuoka. Ilustración: Tiago. Diseño: Roy EvansPublicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2021