Los lados del sendero estaban cubiertos por un manto de nieve. En el centro, sin embargo, la blancura se quebraba convirtiéndose en revoltijos marrones de espuma con las pisadas de cientos de pies presurosos. Era Nochebuena. La gente corría de aquí para allá cargada de paquetes. Se oían risas, y unos a otros se llamaban a voces mientras se abrían camino entre el gentío.
Por encima del camino, los largos brazos de las ramas de un viejo arce se extendían hacia el cielo. El árbol se zarandeaba y gemía mientras los fuertes vientos le doblaban las ramas hacia el suelo. Algo más allá, se oyó una risa altanera, y un hermoso abeto se extendió y se acicaló las gruesas ramas verdes, dejando caer una fina y reluciente lluvia de nieve.
—Creo —dijo el abeto con voz petulante— que deberías esforzarte más por estar quieto. Ya estás bastante feo habiendo perdido tantas hojas. Si te sigues moviendo, no tardarás en quedar pelado.
—Ya lo sé —repuso el viejo arce—. Todo se ha ataviado con sus mejores galas para celebrar el nacimiento de Jesús. Desde aquí veo los adornos que resplandecen en cada esquina. Y ayer unos hombres se acercaron y colocaron unas luces de lo más brillantes y bonitas en todos los árboles del camino; excepto en mí, claro.
El arce dejó escapar un suspiro, y un copo de nieve derretido en forma de lágrima descendió por su nudoso tronco.
—¡Por supuesto! ¿Acaso esperabas que te pusieran luces para hacer más evidente tu fealdad? —dijo el abeto con una sonrisita burlona.
—Creo que tienes razón —repuso el viejo arce con tristeza—. Ojalá encontrara un sitio donde esconderme hasta que pasen los festejos, pero aquí llamo la atención, soy lo único feo entre tanta belleza. Ojalá me talaran —dijo lamentándose.
—Mira, yo no te deseo ningún mal —expresó el abeto—, pero eres un adefesio. Quizás nos vendría mejor a todos que te cortaran.
Una vez más, el abeto extendió sus bellas y gruesas ramas.
—Deberías guardar esas tres hojas que te quedan —añadió—. Así no quedarás pelado del todo.
—No sabes cómo me esfuerzo —repuso gimiendo el viejo arce—. Cada otoño me digo: Este año no perderé ninguna hoja, sea cual sea la causa, pero siempre viene alguien que por lo visto las necesita más que yo.
El arce suspiró una vez más.
—Te dije que no le dieras tantas a ese niño sucio que vende periódicos —dijo el abeto—. Y hasta bajaste un poco las ramas para que las alcanzara. No me digas que no te avisé.
—Desde luego —respondió el arce—. Pero mira lo contento que se puso con ellas. Le oí decir que arrancaría algunas para su madre inválida.
—Bah, todos tenían buenas intenciones —dijo el abeto con tono burlón—. ¡Como aquella muchacha que pintó hojas para su fiesta! ¡Hojas tuyas!
—Se llevó muchas, ¿verdad? —preguntó el viejo arce esbozando una sonrisa.
Justo en ese momento sopló por el sendero un viento frío, y un gorrioncillo cayó a los pies del viejo arce, temblando hasta tal punto de frío que no podía levantar las alas. El viejo árbol lo observó compasivo, y desprendió sus últimas tres hojas. Las doradas hojas revolotearon hasta el suelo y cayeron suavemente sobre el pajarillo que tiritaba. El calor de las hojas le brindó abrigo.
—¡Lo hiciste! —chilló el abeto—. ¡Ya regalaste todas tus hojas! Por tu culpa, ¡esta Navidad nuestro camino será lo más feo de la ciudad!
El viejo arce se quedó callado y extendió las ramas a fin de recoger tantos copos de nieve como pudiera para que no cayeran sobre el pajarillo. El joven abeto se volvió hacia el otro lado con ira.
Entonces observó a un pintor sentado en silencio a unos metros del sendero, ocupado con sus largos pinceles y el lienzo. Su indumentaria estaba vieja y raída, y tenía en el rostro expresión de tristeza. Pensaba en su familia y en la Navidad vacía y sin risas que pasaría, pues en los últimos meses no había vendido un solo cuadro.
Pero el joven árbol no reparaba en ello. Por el contrario, volviéndose hacia el viejo arce, dijo con voz arrogante:
—Por lo menos aparta de mí lo más que puedas esas ramas peladas. Me están pintando y tu fealdad va a estropear el fondo.
—Lo intentaré —repuso el viejo arce, levantando las ramas al máximo. Cuando el pintor recogió el caballete y se marchó, era casi de noche. El joven abeto estaba cansado y exasperado de tanto acicalarse y posar.
La mañana del día de Navidad, el abeto se despertó tarde y mientras sacudía orgulloso sus magníficas ramas para quitarse la nieve, se quedó sorprendido al observar un enorme gentío que rodeaba al viejo arce expresando vivamente admiración mientras tomaba distancia y miraba hacia arriba. Hasta los transeúntes que pasaban apresurados por el camino no podían menos que detenerse por un momento a mirar.
—¿Qué será? —se preguntó el orgulloso abeto, alzando también la vista para ver si la punta del viejo arce se habría quebrado durante la noche.
En ese preciso momento, el viento arrancó de las manos un diario a un chiquillo vendedor de periódicos que observaba cautivado la escena, y fue a caer exactamente ante el joven abeto. Este lanzó una exclamación de sorpresa al ver que, en la primera plana, había una foto del pintor mostrando un cuadro de un inmenso árbol blanco cuyas ramas desprovistas de hojas y cargadas de nieve se extendían hacia el cielo, y a sus pies un diminuto pajarillo estaba prácticamente cubierto por tres hojas doradas. El pie de la foto rezaba: «Lo más bello es darlo todo».
El joven abeto bajó la cabeza en silencio ante la imponente belleza del humilde arce.
Autor anónimo. Ilustraciones: Y. M. Diseño: Stefan MerourPublicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2014