En una ciudad rusa vivía un zapatero llamado Martín Avdyeitch. Su hogar estaba situado en un sótano, era un cuartito que tenía una ventana que accedía a la calle. Este zapatero solía observar a la gente que circulaba por la acera y, a pesar de que solo alcanzaba a verles los pies, podía reconocerlos por sus botas. Llevaba varias décadas viviendo en el mismo lugar, tenía muchos conocidos y eran escasos los pares de botas que no habían pasado, al menos una vez, por sus manos. Algunas requirieron medias suelas, unas precisaban parches, otras darles unos puntos, y de vez en cuando a varias tuvo que ponerles una nueva parte superior. De ahí que soliera reconocer su trabajo cuando las observaba desde su ventana.
Martín siempre tenía mucho trabajo pues era un buen trabajador, empleaba materiales de calidad, cobraba precios justos y cumplía su palabra. Solo aceptaba los encargos si podía cumplirlos a tiempo; en caso contrario, no engañaba al cliente y le informaba por adelantado que tardaría un poco más. Todo el mundo conocía a Martín Avdeyitch, y nunca le faltaba trabajo.
Siempre había sido un buen hombre, pero a medida que pasaban los años, comenzó a preocuparse más por su alma y quiso conocer mejor a Dios. Su esposa había fallecido y quedó solo para criar a su hijito de tres años. Cuando Kapitoshka creció, empezó a ayudar a su padre, y habría sido una dicha para él si no lo hubiera abatido una mala enfermedad por la que falleció una semana después. Tras enterrar a su hijo, Martín cayó presa de una profunda desesperación que le hizo quejarse a Dios y en más de una ocasión suplicar la muerte. Le reprochaba al Creador que se llevara a su querido y único hijo en lugar de a él, que ya estaba entrado en años.
En una ocasión un anciano acudió desde Troïtsa a ver a Martín. Mientras conversaban, el zapatero comenzó a quejarse y a contarle sus penas.
—No deseo seguir viviendo —dijo—. Desearía estar muerto. Es lo único que le pido a Dios. Soy un hombre sin esperanza alguna.
—No está bien lo que dices, Martín —repuso el anciano—. No debes juzgar los actos divinos. Estás desesperado porque vives buscando tu propia felicidad.
—¿Y qué otra cosa voy a buscar? —respondió Martín.
—Debemos vivir para Dios, Martín. Él te dio la vida y debes vivir por amor a Él. Cuando comiences a hacerlo, nada te turbará y todo se volverá más sencillo.
Martín guardó silencio por unos instantes, luego repuso:
—Pero, ¿cómo puedo vivir para Dios?
—Cristo nos enseñó cómo hacerlo —replicó el anciano—. ¿Sabes leer? Compra un Nuevo Testamento y léelo, así aprenderás cómo vivir para Dios. Ahí lo explica todo.
Esas palabras encendieron una chispa en el alma de Martín, y aquel mismo día compró un Nuevo Testamento de letra grande y comenzó a leerlo.
Al principio, pensaba leer solo los días festivos; pero cuando comenzó a hacerlo, le trajo tal gozo a su alma que lo leía a diario. En ocasiones se encontraba tan ensimismado en su lectura que se acababa el queroseno de la lámpara y aun así no podía soltar el libro. Cuanto más leía, más claro veía lo que Dios esperaba de él y cómo debemos vivir para el Señor. Su corazón se iluminaba cada vez más. Antes, cuando se iba a dormir, solía suspirar y quejarse pensando en su querido Kapitoshka; pero ahora lo único que se escapaba de sus labios era decir:
—¡Gloria a Dios! ¡Gloria a ti, Señor! Hágase Tu voluntad.
A partir de entonces, su vida dio un vuelco total. Por las mañanas se sentaba a trabajar, terminaba su tarea asignada y a continuación descolgaba la lamparilla de su gancho en la pared, sacaba su libro de la estantería y se ponía a leer. Cuanto más leía, mejor lo comprendía, y más palabras brillantes y felices albergaban en su corazón.
Una noche estuvo leyendo hasta muy tarde. Se trataba del capítulo sexto del Evangelio de Lucas.
«Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite la capa, ni aún la túnica le niegues. A cualquiera que te pida, dale; y al que tome lo que es tuyo, no pidas que te lo devuelva. Y como queréis que hagan los hombres con vosotros, así también haced vosotros con ellos.»1
Continuó leyendo hasta llegar a los versículos donde Jesús dijo: «¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que Yo digo? Todo aquel que viene a Mí, y oye Mis palabras y las hace, os indicaré a quién es semejante. Semejante es al hombre que al edificar una casa, cavó y ahondó y puso el fundamento sobre la roca; y cuando vino una inundación, el río dio con ímpetu contra aquella casa, pero no la pudo mover, porque estaba fundada sobre la roca. Mas el que oyó y no hizo, semejante es al hombre que edificó su casa sobre tierra, sin fundamento; contra la cual el río dio con ímpetu, y luego cayó, y fue grande la ruina de aquella casa.»2
Mientras Martín leía esas palabras, el gozo embargó su alma. Colocó sus anteojos sobre el libro y apoyando los codos sobre la mesa, se quedó pensativo. Comenzó a medir su vida con el listón de dichas palabras y se preguntó a sí mismo:
—¿Mi casa está construida sobre la roca o sobre la arena? Si es sobre la roca, estará bien. ¡Señor, ayúdame!
Aquellas palabras resonaron en su mente. Quería irse a dormir, pero estaba reacio a soltar el libro, así que comenzó a leer a partir del capítulo séptimo: leyó sobre el centurión, sobre el hijo de la viuda, sobre la respuesta que recibieron los discípulos de Juan, y por fin llegó al lugar donde habla del rico fariseo que invitó a Jesús a comer con él; y de cómo la mujer pecadora ungió Sus pies y los lavó con sus lágrimas y el Señor la perdonó. Martín llegó al versículo cuarenta y cuatro y comenzó a leer:
«Y vuelto a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? Entré en tu casa, y no me diste agua para Mis pies; mas ésta ha regado Mis pies con lágrimas, y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste beso; mas ésta, desde que entré, no ha cesado de besar Mis pies. No ungiste Mi cabeza con aceite; mas ésta ha ungido con perfume Mis pies.»3
Martín terminó de leer esos versículos y meditó.
No me diste agua para Mis pies, no me diste beso. No ungiste Mi cabeza con aceite.
De nuevo, colocó sus anteojos sobre el libro y se quedó pensativo.
Parece que ese fariseo era un hombre parecido a mí. Aparentemente, solo he estado pensando en mí mismo: cómo tener mi té, estar cómodo y calentito, pero nunca he pensado en mi invitado.
Pensaba en sí mismo, pero nunca se preocupó lo más mínimo por su invitado. ¿Y quién era ese invitado?
El Señor mismo —supuso—. Si Él hubiera acudido a mí, ¿habría hecho lo mismo?
Martín recostó la cabeza en los brazos y sin darse cuenta se quedó dormido.
—Martín —escuchó una voz que le llamaba.
Se despertó y preguntó:
—¿Quién está ahí?
Se dio la vuelta y miró hacia la puerta. Pero no había nadie.
De nuevo le venció el sueño y dio una cabezada. De repente, escuchó claramente:
—¡Martín! ¡Ah, Martín! Mira mañana por la ventana. Voy para allá.
Martín se despertó y levantándose de la silla, se restregó los ojos. No sabía si aquellas palabras formaban parte de un sueño o si las había escuchado de verdad. Apagó la lamparilla y se fue a dormir.
A la mañana siguiente, se levantó al amanecer, elevó una plegaria y encendió la estufa de la cocina. Colocó el shchi4 y el kasha5, echó agua en el samovar6 y, poniéndose el delantal, se sentó a trabajar junto a la ventana.
Mientras trabajaba, siguió meditando en todo lo sucedido la noche anterior. Por momentos pensaba que fue un sueño y, en otros, que de verdad escuchó una voz.
Sentado junto a la ventana, pasó más tiempo mirando hacia la calle que trabajando. Cuando pasaba alguien con unas botas que no conocía, se agachaba para observar no solo sus pies, sino también su rostro.
El dvornik7 pasó cerca con sus nuevas botas de fieltro, luego pasó el aguador. A continuación se acercó a la ventana un viejo soldado de la época del Zar Nicolás portando un viejo par de botas con cordones y una pala en la mano. Martín lo reconoció por sus botas de fieltro. Se llamaba Stepanuitch y era el ayudante del dvronik. El hombre comenzó a quitar la nieve con la pala justo enfrente de la ventana de Martín. Éste le echó un vistazo y continuó con su labor.
—¡Puaj! Debo estar volviéndome loco a la vejez —dijo, y se rió—. Stepanuitch está quitando la nieve y supongo que Cristo viene a verme. Se me aflojó un tornillo, qué viejo chiflado soy.
Martín dio una docena de puntadas y sintió el impulso de volver a mirar por la ventana. Al hacerlo vio que Stepanuitch había apoyado su pala contra la pared y estaba descansando y calentándose. Era un hombre mayor y enfermo; evidentemente no poseía las fuerzas suficientes para quitar la nieve.
—Le ofreceré una taza de té —pensó Martín.
Soltando la lezna, se levantó de la silla. Colocó el samovar sobre la mesa y sirvió una taza de té. Tocó con los nudillos en el vidrio de la ventana y Stepanuitch se acercó. Martín le hizo señas para que entrara y fue a abrirle la puerta.
—Pasa y caliéntate un poco —le dijo—, debes estar helado.
—Que Dios te lo pague —contestó Stepanuitch—, me duelen los huesos.
Stepanuitch entró a la casa y se sacudió la nieve, pero siguió tambaleándose mientras trataba de limpiarse los pies para no manchar el suelo.
—No hace falta que te limpies los pies —dijo Martín—, ya lo limpiaré, estoy acostumbrado. Entra y siéntate. Toma, bebe una taza de té.
Martín alzó dos tazas y le sirvió una a su invitado mientras colocaba la suya en un platillo y comenzaba a soplar el líquido para enfriarlo.
Stepanuitch terminó de beberse el té, puso la taza boca abajo, colocó el terrón de azúcar medio mordido encima y le dio las gracias. Pero era evidente que deseaba beber un poco más.
—Toma un poco más —dijo Martín mientras llenaba su taza y la de su invitado.
Martín siguió bebiendo su té, aunque de vez en cuando echaba un vistazo a la calle.
—¿Estás esperando a alguien? —le preguntó su invitado.
—¿Que si espero a alguien? Me da hasta vergüenza decir a quién espero. En realidad sí y no. Pero unas palabras han encendido un fuego en mi corazón. No sé si solo fue un sueño o algo más. Ayer estuve leyendo el Evangelio sobre Cristo, de cómo sufrió, de cómo caminó por este mundo. Me imagino que habrás oído la historia.
—Así es —replicó Stepanuitch.
—Pues bien, estaba leyendo cómo caminó por este mundo, cómo se acercó al fariseo y éste no le trató con hospitalidad. Me dije a mí mismo que si, por ejemplo, Él o cualquier otra persona viniera a visitarme, ni siquiera sabría cómo atenderlo. Mientras meditaba al respecto, me quedé dormido, y escuché que alguien pronunciaba mi nombre. Aquella voz, como si fuera un susurro, dijo: «Estate atento; porque vendré mañana». Eso ocurrió dos veces. ¡Bien! ¿Puedes creer que se me ocurriera semejante pensamiento? Me regañé a mí mismo, aun así sigo a la espera.
Stepanuitch sacudió la cabeza y no dijo nada. Terminó de beberse la taza de té y la dejó a un lado, pero Martín la tomó y la volvió a llenar una vez más.
—Bebe un poco más, es bueno para tu salud. Ves, estuve pensando que, cuando Cristo anduvo por este mundo, Él no desdeñaba a nadie y se codeaba con la gente más humilde. Él siempre acudía a las personas más sencillas. Eligió a la mayoría de Sus discípulos entre pecadores como nosotros, entre los obreros. Dijo que cualquiera que se enaltece a sí mismo, será humillado, y el que se humilla será enaltecido. Dijo: me llamáis Señor y Yo os he lavado los pies. Que el que quiera ser el primero, debe ser siervo de todos. Y que bienaventurados son los pobres, los humildes, los amables, los generosos.
Stepanuitch se olvidó del té. Como anciano que era, era propenso a las lágrimas, y a medida que escuchaba, éstas comenzaron a rodarle por las mejillas.
—Vamos, toma más té —dijo Martín, pero Stepanuitch se santiguó y le dio las gracias, a continuación, colocó la taza boca abajo y se puso de pie.
—Gracias, Martín Avyeitch, por tratarme con amabilidad y satisfacer mi alma y mi cuerpo.
—De nada —contestó Martín—. Vuelve pronto, siempre me alegra ver a un amigo.
Stepanuitch se marchó y Martín se sirvió el resto del té y se lo bebió. Guardó los platos y se sentó de nuevo junto a la ventana para coser un remiendo. Continuó dando puntadas mientras miraba por la ventana. Estaba esperando a Cristo, y no dejaba de pensar en Él y Sus obras, mientras su mente se mantenía ocupada con Sus diversos sermones.
Dos soldados pasaron junto a la ventana. Uno vestía unas botas que le proporcionó el gobierno, y el otro unas botas confeccionadas por Martín. Luego, pasó el dueño de la casa de al lado llevando unos relucientes botines, a continuación el panadero cargando una cesta. Ahora, una mujer con medias de lana y unos rústicos bashmarks8 pasó junto a la ventana y se detuvo cerca del marco de la misma.
Martín vio que era forastera. Llevaba unas prendas delgadas y andrajosas, y un niño en brazos. Se paró junto a la pared dándole la espalda al viento en un intento de abrigar al niño, pero no tenía nada con qué hacerlo. Desde el otro lado de la ventana, Martín podía escuchar el llanto del pequeño, pero la mujer no lograba calmarlo.
Martín fue hasta la puerta, subió los escalones y gritó:
—Buena mujer. ¡Oiga! ¡Buena mujer!
La mujer se dio la vuelta.
—¿Por qué estás en medio del frío con el niño? —le preguntó—. Entra en mi casa donde podrás calentarte y sentirte mejor. Ven, por aquí.
Atónita, la mujer bajó los escalones y entró en el cuarto.
—Siéntate aquí, buena mujer, cerca de la estufa para que te calientes y alimentes al pequeño.
—No tengo leche para él. Y no he comido nada desde la mañana —contestó la mujer.
Martín colocó una toalla sobre la mesa, a continuación puso encima pan y un plato de shchi.
—Come, buena mujer, y yo cuidaré al chiquitín.
La mujer se santiguó y empezó a comer, mientras Martín se sentaba en la cama cerca del bebé. El pequeño seguía llorando, y en un intento de hacerle callar, Martín agitó su dedo delante de la boca del bebé. El chiquitín miró su dedo y dejó de llorar. Martín lo retiró, pues tenía el dedo negro y manchado de betún. El pequeño comenzó a sonreír y Martín se alegró. Mientras la mujer comía, le fue contando su historia a Martín.
—Soy la esposa de un soldado —dijo—. Hace siete meses que enviaron a mi esposo al frente y no he tenido noticia alguna. Yo trabajaba como cocinera pero cuando el bebé nació nadie quiso contratarme. Llevo tres meses sin un lugar. He gastado todos mis ahorros. Quería trabajar, pero nadie me aceptó. Dijeron que estaba demasiado delgada. Vengo de visitar a la esposa de un comerciante, donde vive una joven que conozco, y prometieron alojarnos. Pensé que era el final. Pero ella me dijo que vuelva la semana próxima, y vive muy lejos de aquí. Me sentía agotada y la caminata también ha dejado rendido a mi hijito. Afortunadamente, nuestra casera ha tenido misericordia de nosotros por amor a Cristo y nos ha dado un cuarto, si no, no sé cómo me las arreglaría para salir adelante.
Martín exhaló un suspiro.
—¿No tienes ropa más abrigada? —le preguntó.
—Ayer empeñé mi último chal por una moneda de veinte copeks.
La mujer tomó en brazos al niño y Martín fue a la parte trasera de la habitación, rebuscó hasta encontrar un viejo abrigo.
—No es gran cosa —afirmó—. Pero al menos te servirá de algo.
La mujer cogió el abrigo y se le saltaron las lágrimas.
—¡Que Dios te bendiga, padrecito! —exclamó la mujer—. Dios debe haberme enviado junto a tu ventana. Mi chitiquín se habría muerto de frío. Cuando salí, el clima estaba más cálido, pero ahora se ha puesto muy frío. Y Él, el Batyushka, te hizo mirar por la ventana y compadecerte de mí, una pobre desgraciada.
Martín esbozó una sonrisa.
—¡Así es, fue obra Suya! He estado mirando por la ventana por alguna sabia razón.
Luego Martín le contó su sueño a la esposa del soldado, y que había escuchado una voz. Habló de que el Señor le había prometido que vendría y lo visitaría ese día.
—Todo es posible —dijo la mujer. Luego, se levantó, envolvió al pequeño en su abrigo y mientras abandonaba la habitación, le dio las gracias de nuevo a Martín.
—Por amor a Cristo, acepta esto —dijo Martín entregándole una moneda de veinte copeks—, desempeña tu chal.
La mujer se santiguó. Martín hizo lo mismo y la acompañó hasta la puerta.
Tras irse la mujer, Martín comió un poco de shchi, lavó los platos y volvió a su tarea. Aún se acordaba de la ventana, y cuando oscureció miró afuera para ver quién pasaba. Transitaron algunos conocidos y forasteros, pero no vio nada fuera de lo común.
De pronto, junto a la ventana se detuvo una anciana que vendía manzanas. Evidentemente las había vendido casi todas, pues apenas le quedaban algunas en la cesta. En el hombro cargaba un saco lleno de astillas de madera que había ido recogiendo, y se dirigía a su hogar. El saco era bastante pesado, así que lo puso sobre la acera. De pronto se dio cuenta de que un muchacho con un gorro raído trataba de robarle una manzana del cesto. El chico estaba a punto de escaparse corriendo cuando la anciana lo agarró por la manga de la camisa. Él forcejeó para huir; pero la anciana lo asió con ambas manos, le quitó el gorro de un manotazo y lo agarró del cabello.
Martín dejó caer la lezna al suelo, saltó hasta la puerta y corrió a la calle. La anciana amenazaba al chiquillo, que daba gritos, diciéndole que lo llevaría a la policía, y él trataba de defenderse.
—No me la llevé —dijo—. ¿Por qué me pegas? ¡Suéltame!
Martín intentó separarlos y dijo:
—Suéltalo, babushka, por el amor de Dios, perdónalo.
—Le perdonaré para que no lo olvide hasta que crezca la retama. Voy a entregar a este pilluelo a la policía.
—Suéltalo, babushka —le suplicó Martín—, nunca más volverá a hacerlo. Por el amor de Dios, deja que se vaya.
La anciana soltó al muchacho y él comenzó a correr, pero Martín lo detuvo.
—Pídele a babushka que te perdone —le dijo—, y no vuelvas a hacerlo. Te vi agarrar la manzana.
El chico rompió a llorar y le rogó que lo perdonara.
—¿Ves? ¡Ya está! Esta manzana es para ti.
Martín cogió una manzana del cesto.
—Yo te la pago, babushka —le dijo a la anciana mientras le entregaba la fruta al chico.
—Así solo arruinarás a esos inútiles —exclamó la anciana—, al chico habría que darle su merecido para que no se le olvide por toda una semana.
—Ay, babushka, babushka —dijo Martín—, eso está acorde a nuestra forma humana de juzgar, pero no es como lo haría Dios. Si el chico recibe unos azotes por una manzana, ¿qué merecemos nosotros por nuestros pecados?
La mujer guardó silencio, y ella y el muchacho prestaron atención mientras Martín les contaba la parábola del rey que perdonó a su deudor todas sus deudas, y cómo luego éste comenzó a estrangular a otro que le debía algo a él.
—Dios nos ordena que perdonemos —afirmó Martín—, de otro modo tampoco seremos perdonados. Y todos necesitamos el perdón, sobre todo los desconsiderados.
La anciana sacudió la cabeza y suspiró.
—Así es, pero el problema es que estos chicos son unos malcriados.
—Entonces, nosotros que somos mayores debemos enseñarles —aseveró Martín.
—Eso es justo lo que yo digo —reafirmó la mujer—. Yo misma he tenido siete, y solo me queda una hija.
A continuación, la anciana comenzó a hablar de dónde vivía con su hija, y de los nietos que tenía.
—Ves —dijo—, apenas tengo fuerzas y aun así tengo que trabajar. Me dan lástima los jóvenes, mis nietos, pero son buenos chicos.
La anciana se emocionó bastante y señalando al muchacho repuso:
—Claro que es solo una travesura. Que vaya con Dios.
Cuando estaba a punto de alzar el saco para ponérselo en el hombro, el chico le dijo:
—Babushka, deja que yo lo lleve, me coge de camino.
La anciana asintió con la cabeza, le colocó al chico el saco a la espalda y caminaron juntos calle abajo. La mujer hasta se olvidó de cobrarle el dinero de la manzana a Martín. Éste se quedó mirándolos mientras se alejaban. De vuelta a su cuarto, recogió del suelo la lezna y se puso manos a la obra de nuevo.
Poco después fue cayendo la noche, estaba oscuro y ya no veía coser. Observó al farolero que pasaba encendiendo las farolas de la calle.
—Debe ser hora de encender una luz —musitó mientras preparaba su lamparilla, la colgaba de la pared y comenzaba a trabajar de nuevo. Había terminado una bota, le dio la vuelta, la miró y se dijo a sí mismo—: Bien hecho, buen trabajo.
Guardó sus herramientas, barrió los recortes del cuero y limpió todo de polvo y paja. Acto seguido colocó la lámpara sobre la mesa y tomó los Evangelios que mantenía sobre la estantería. Trató de abrir el libro por la página donde terminó de leer el día anterior, y que había señalado con un trocito de cuero, pero sin querer lo abrió por otra página distinta. En ese instante, Martín recordó su sueño de la noche anterior, y le pareció que alguien pasaba detrás suyo. Se dio la vuelta y le pareció que en un rincón oscuro se encontraban varias personas. No sabía de quiénes se trataba.
Escuchó un susurro:
—Martín, ay, Martín. ¿No me reconociste?
—¿A quién? —preguntó él.
—A Mí. Era Yo —y Stepanuitch salió de la penumbra. En su rostro se dibujó una sonrisa, y luego se desvaneció como si fuera neblina.
—Y era Yo —exclamó una voz. Y la mujer con el pequeño en brazos salió de la penumbra. Sonrió y el niño se rió, y ambos también se desvanecieron.
—Y Yo también —continuó diciendo la voz. Y dieron un paso al frente la anciana y el chico con la manzana. Ambos le dedicaron una sonrisa y se desvanecieron.
El corazón de Martín se llenó de gozo. Se santiguó y se colocó sus anteojos. Empezó a leer por donde había abierto el libro. En la parte superior de la página, rezaba así:
«Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis»9.
Y en la parte inferior de la hoja, leyó:
«En cuanto lo hicisteis a uno de estos Mis hermanos más pequeños, a Mí lo hicisteis»10.
Y así, Martín Avdyeitch comprendió que su sueño se había cumplido. Que en verdad el Salvador lo había llamado aquel día y que realmente lo había acogido en su casa.
Notas a pie de página:
1 Lucas 6:29-31.
2 Lucas 6:46-49.
3 Lucas 7:44-46.
4 Sopa de repollo.
5 Gachas.
6 Recipiente de metal que se utiliza para calentar y hervir agua en Rusia.
7 Conserje.
8 Zapatos de cuero suave que llegan al tobillo.
9 Mateo 25:35.
10 Mateo 25:40.
Adaptación del relato de León Tolstoi Donde hay amor, ahí está Dios. Ilustración: Jeremy. Diseño: Roy Evans.
Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2021