Compasión es comprender y preocuparse por la persona que atraviesa apuros o ha cometido un error.1
Madeleine McNally, una chica de quince años, había cometido un error. Bueno, fue más que un error, fue un disparate enorme, vergonzoso, y se metió en grandes problemas. En realidad, al tomar en cuenta la reacción de sus amigos, compañeros y supervisores, fue como si hubiera cometido un delito que se castiga con la pena de muerte.2
No era… mi amiga, ni nada parecido.
Compasión es condolerse con el que pasa dificultades, aunque no lo conozcamos.
Ni siquiera era la clase de chica con la que me juntaría, ni yo era una chica que encajaría con sus amigos, que eran muchos, debido a su atractivo físico y naturaleza directa, relajada y temeraria. Ahora bien, esas características le causaron problemas, lo que hizo que la repudiaran quienes ella creía que eran sus amigos. Supongo que se lo merecía, de verdad, pero recordé algunos puntos de una clase de buenas cualidades que estudié en casa: «La compasión puesta en práctica».
Muchas veces, una persona que está afligida o tiene problemas se siente muy sola. La soledad puede empeorar la situación. En esos casos, esa persona puede empezar a creer que nadie la entiende ni se interesa por ella.
—Siempre lo supe… —decían algunos a la hora del almuerzo.
Vera Jennings, la mejor amiga de Madeleine, que por lo general me ignoraba, hasta se sentó a comer conmigo y me preguntó si me había enterado. Respondí que algo escuché, pero nada específico.
—Mira, Christina —Vera bajó la voz, lo cual solo aumentó el interés morboso de quienes la rodeaban— no me gusta contar chismes, pero parece que…
No me agradó prestar atención, pero los detalles discutibles eran también tentadoramente picantes, y el consiguiente susurro y gestos que nos acompañaron desde el comedor hasta el salón de clases después del almuerzo, se convirtieron poco a poco en un silencio incómodo una vez que entró Madeleine McNally. El rubor de su rostro contradecía su intento de parecer despreocupada. Llegó a su pupitre, donde acostumbraba rodearse de admiradores hasta que llegaba el profesor.
Ahora bien, por lo visto era terrible enfrentar a los que fueron sus admiradores y que ahora literalmente le daban la espalda y contenían risitas. Imaginé que sería casi tan insoportable como tener que enfrentar a sus padres una vez que llegara a su casa esa tarde, sabiendo que habían recibido un informe del director del colegio.
No era que los padres de Madeleine le hubieran inculcado muchos principios éticos; casi no estaban en casa. Sin embargo, al ser acaudalados y figurar mucho en sociedad se pondrían furiosos, pues para ese fin de semana los miembros del club de caballeros —y en particular la asociación de damas irlandesas— estarían bien informados de la falta que cometió Madeleine.
No sé por qué, pero durante la clase de la tarde, me volví para ver a Madeleine varias veces. Tal vez sentía curiosidad y quise saber por qué alguien como ella haría algo como lo que aparentemente hizo, y hasta me pregunté si yo haría lo mismo.
Con aire de suficiencia llegué a la conclusión de que no lo haría. Seré franca, no podía identificarme con eso. Sin embargo, seguí mirándola furtivamente hasta que ella lo notó y en una ocasión respondió con una mirada glacial. Volví a prestar atención a la clase y, como ella, traté de concentrarme en la pizarra y en el monólogo del Dr. Brennan.
Manifestar compasión le dice a una persona que no está sola. Hace que uno se convierta en amigo, cuando alguien necesita uno.
Después de unos minutos, me aventuré a mirar de nuevo a Madeleine McNally. Su mirada se encontró con la mía, y me armé de valor para sonreírle manifestándole aceptación, aunque ella fruncía el ceño. Esta vez se le llenaron los ojos de lágrimas y se puso de pie.
—B… baño… —masculló y se dirigió a la puerta.
—Profesor, la señorita McNally no levantó la mano para pedir permiso —una de las chicas dijo de repente.
—Está bien —respondió el Dr. Brennan en voz baja—, probablemente le hará bien tener un rato de reflexión en este momento.
Quince minutos después, Madeleine volvió con un rostro decidido, pero que reflejaba dolor en los ojos rojos.
Sin la compasión, el mundo es un lugar frío y solitario.
Al poco rato, terminó la clase de la tarde y recogimos los bolígrafos, los libros, las computadoras y los bolsos. Nos dirigíamos poco a poco a la puerta y miré hacia atrás. Madeleine seguía sentada. El Dr. Brennan tenía un brillo en los ojos que daba a entender que sabía qué pasaba, mientras metía sus papeles en un desgastado maletín de cuero.
—¿No se va todavía, señorita McNally?
—No, profesor. Si le parece bien.
—Tómese su tiempo. Me voy a tomar una taza de té, pero regresaré a cerrar en… mmmhhh… media hora, más o menos.
Todos estamos relacionados por medio de la compasión. Las épocas difíciles se soportan mucho mejor, si hay quienes nos comprenden y se interesan por nosotros.
Oré en silencio a fin de encontrar la clave para comprenderla. Volví al salón de clases y, vacilante, llegué a donde estaba Madeleine.
—¿No te importa si me siento?
Madeleine se encogió de hombros y miró hacia adelante. Pese a que tuve ganas de irme, me senté en el pupitre próximo al de ella. Me preguntó qué quería.
La compasión es atender al prójimo de corazón y desear ayudarlo, aunque todo lo que uno pueda hacer sea escucharlo y decirle una palabra amable.
—Tal vez, hablar —dije sin formalidades—. O escuchar. O solo sentarnos juntas en silencio, si quieres. ¡O me puedo ir! Como quieras.
—Así que ahora que estoy avergonzada, ¿quieres acercarte?
—No es así. Solo quise ser… este… una amiga.
Madeleine se rió antes de comentar:
—Qué raro.
—¿Por qué es raro?
—Bueno, cuando yo era importante, parecía que te mantenías alejada.
—¿De veras?
—Sí. Pensé que tenías celos.
Solté una risita y con vergüenza reconocí que tal vez había algo de verdad en esa observación. Madeleine continuó estoicamente:
—Así que ahora que soy menos importante te resulta más fácil, y parece que ahora somos iguales, ¿cierto?
Tuve la tentación de encogerme ante ese escepticismo mordaz. De nuevo, oré en silencio para lograr entender.
—Claro que no. Lo que pasa es que no podía identificarme con ser popular ni con el grupo con el que te juntas… creo.
—Corrijo: con el que me juntaba. Hasta aquí llegó la filosofía de «quien quiere la flor quiere las hojitas de alrededor». Ahora que han visto mis hojitas, me odian. ¿Qué piensas de… mis hojitas?
—Todos cometemos errores —respondí—. Y en nuestro corazón hay muchas cosas más repulsivas por las que debemos ser perdonados, si es que llegaran a conocerse.
Madeleine se rió.
—¿Perdonados? ¿Por quién?
—Dios.
—¡Jum! ¿Cuáles cosas repulsivas, por ejemplo?
—Ah… envidia, odio, orgullo, santurronería. Cosas así…
—Los siete pecados capitales3, ¿verdad?
Supongo que sí.
Madeleine se rió y su rostro se suavizó.
—Bueno, ¿adivina qué? Te he observado para ver cuál es tu reacción a lo que hice. No lo vas a creer, pero significa mucho para mí. No sé por qué, pues hay chismes acerca de que tu familia es religiosa y… ya sabes cómo es eso.
—Chismes… repetí con un quejido.
—Sí, ¡dímelo a mí! ¡Bienvenida al club! De todos modos, quería conocerte, pero también mantuve las distancias, no porque me sentía mejor que tú. ¿Quieres saber por qué?
—¿Por lo que pensarían los demás?
Madeleine gruñó:
—No hago caso de lo que piensen los demás. Nunca lo he hecho. ¿Será que por eso me volví popular?
Seguidamente, añadió, bajando la voz:
—No… te evité porque sabía que presumirías de ser mi amiga… algo así. Me sentía a gusto contigo, pero también algo me molestaba de ti. ¿No te parece raro? ¡Mira! ¿Quién lo iba a creer? ¡Hace falta tocar fondo para ver la realidad!
—Dios, para levantar, derriba —me atreví a recalcar.
—De verdad crees en Dios… ¿cierto?
Asentí.
—Mmmhhh… es obvio. ¿Oras mucho?
—Hablo con Jesús —expliqué—. Es más que solo pedirle cosas.
—Yo también lo hago —dijo Madeleine—. Le hablo como a un amigo… o alguien más cercano. Luego pienso: «Debería estar en la iglesia» y me acobardo y me callo. ¿Vas a la iglesia?
—Una vez fui en Navidad cuando era niña. Cantamos allí.
Madeleine tomó su bolso y se puso de pie.
—Mira… este… Cristina… es viernes y por lo general voy con mis… eeehhh… amigas a comer pizza. Parece que ahora solo somos nosotras dos. ¿Quieres venir? Además, no tengo prisa para ir a casa y ver a mis padres.
Algunas de esas amigas —Vera Jennings era una de ellas— sin duda se preguntaban de qué hablábamos, pues se quedaron frente a las puertas del colegio Cristo Rey de enseñanza media para señoritas, mientras Madeleine y yo caminábamos del brazo y con una sonrisa.
—¡Está bien, Vera! —exclamó Madeleine señalando hacia arriba, al símbolo del colegio—. Él me ha perdonado.
—¿Quién?
—¡El Rey, ni más ni menos! Y si se lo pides, también te perdonará a ti.
Vera se veía confundida ante esa declaración de Madeleine. Le dije que en otro momento se lo explicaría.
Tengo el placer de informarles que a partir de esa tarde, Madeleine y yo nos volvimos amigas inseparables.
¡Ah! Supongo que al leer este relato han tenido mucha curiosidad por saber cuál fue la falta que cometió Madeleine. Bueno, me arriesgo a parecer descortés, pero debo decir que ese no es asunto suyo.
¡Felicitaciones! Te conduces con compasión cuando notas que alguien está dolido o necesita un amigo.
1 Las frases que se citan en este relato son fragmentos de The Family Virtues Guide (1997), Linda Kavelin Popov, Dr. Dan Popov y John Kavelin, Editorial Plume.
2 Pena de muerte: Sanción penal que ordena que se prive de la vida al delincuente.
3 Siete pecados capitales: En la Edad Media eran conocidos como pecados que conducían a la condenación eterna. Esos pecados son: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza.
Escrito por Gilbert Fentan. Ilustraciones: Jeremy. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2021