Adaptación de Josué 3, 4, 5 y 6
Ver la primera parte del relato de Josué en «Un nuevo dirigente, y al servicio secreto de Dios».
Josué, animado por las noticias que trajeron de Jericó sus dos fieles exploradores, decidió que había llegado el momento de actuar. A la mañana siguiente, temprano, todo Israel recorrió el último trecho que le quedaba hasta alcanzar la ribera del Jordán, donde armaron sus carpas por última vez en el desierto. ¡La siguiente parada sería ya en la Tierra Prometida!
Al tercer día, Josué mandó a sus oficiales que recorrieran el campamento de más de un millón de israelitas dando las siguientes instrucciones: «Cuando vean a los sacerdotes que llevan el Arca a cuestas, pónganse en camino y síganla. Así sabrán por dónde tienen que ir, dado que nunca han pasado por ahí. Pero mantengan una distancia de un kilómetro entre el Arca y ustedes; no se acerquen a ella.»
«Límpiense delante de Dios», dijo Josué entonces al pueblo, «porque el Señor hará mañana maravillas entre ustedes».
Aquella noche el pueblo pidió a Dios fe y fortaleza. Pues aún no sabían cómo cruzarían aquel gran río —que estaba crecido— para llegar a Canaán. Era la época de la siega, y todos los años, por esos meses, el Jordán se desbordaba y llegaba a tener un ancho de más de un kilómetro y medio.
Al día siguiente, Josué les dijo a los sacerdotes que tomaran el Arca y pasaran delante del pueblo.
Dios alentó a Josué diciéndole: «Este día comenzaré a engrandecerte delante de todo Israel para que sepan que como estuve con Moisés, así estaré contigo. Mandarás a los sacerdotes que llevan el Arca que entren hasta el borde de las aguas del Jordán y se paren allí en el río.»
Josué, pues, clamó al pueblo diciendo: «Acérquense y escuchen las Palabras del Señor. En esto conocerán que el Dios viviente está en medio de ustedes, y que Él echará sin falta delante de ustedes a todos los pueblos de Canaán que viven en la tierra que ustedes heredarán. He aquí, el Arca del Pacto del Señor de toda la Tierra pasará delante de ustedes en medio del Jordán. Y cuando las plantas de los pies de los sacerdotes que llevan el Arca toquen el río Jordán, las aguas que vienen de arriba se detendrán formando una muralla de agua.»
En la distancia, el pueblo observó y esperó expectante mientras los sacerdotes se acercaban al río. El agua seguía fluyendo tumultuosamente sin cambio alguno, pero los sacerdotes siguieron avanzando hasta que sintieron correr las aguas por entre sus pies.
En ese momento, las aguas se volvieron atrás y empezaron a correr hacia arriba, al revés del sentido normal de la corriente. Varios kilómetros río arriba, el agua se comenzó a elevar cada vez más alto, como si la retuviera una presa invisible. Al mismo tiempo, el río seguía corriendo hacia abajo, desde donde se encontraban los sacerdotes hacia el Mar Muerto, con lo que el lecho del río se secó. Todo esto sucedió a la altura de la ciudad de Jericó.
Luego Josué ordenó a los sacerdotes que caminaran hasta el centro del lecho seco y se plantaran firmes. Y entonces se dispuso a cruzar el Jordán la multitud de hombres, mujeres y niños, con sus rebaños de ovejas y vacas, junto con las carretas tiradas por animales de carga en las que llevaban sus tiendas y provisiones.
Pasaron en medio de un silencio solo cortado por los chirridos de las ruedas de las carretas y los balidos y mugidos de los animales. Un millón de personas invadieron el lecho seco del río en franco desafío a todas las leyes de la naturaleza. Sin embargo, se sentían insignificantes por sí mismas y empequeñecidas ante el poder de su gran Dios que, en un instante, había frenado la fuerza de un río impetuoso con el fin de llevar a cabo Su objetivo.
Al cabo de muchas horas, estando ya todo el pueblo a salvo al otro lado, Dios le mandó a Josué que mandara a doce hombres —uno de cada tribu— que se llegaran al centro del Jordán, donde se encontraban aún los que llevaban el Arca a cuestas. Cada uno debía volver con una piedra del lecho del río, para edificar con todas ellas un monumento en la orilla.
Josué habló al pueblo diciendo: «Esto será para el futuro, para que cuando sus hijos les pregunten para qué es, les puedan decir: “Para recordarnos que el Jordán detuvo su caudal cuando pasó el Arca del Señor”.»
Una vez terminada la operación, Josué ordenó a los sacerdotes que salieran del lecho del río, y en cuanto todos pusieron pie al otro lado del río, las aguas del Jordán volvieron a su lugar y siguieron corriendo al nivel normal de crecida como antes.
Mientras tanto, el ambiente en Jericó era de efervescencia. Desde lo alto de los muros de la ciudad, los habitantes habían estado observando los movimientos de los hebreos a partir del día en que atravesaron milagrosamente el río Jordán. Ya había llegado a oídos del rey de Jericó el relato de las valientes hazañas de Josué y los hebreos en el desierto. Inclusive tenía conocimiento de cómo su Dios había dividido las aguas del Mar Rojo a su salida de Egipto, y de la victoria que habían obtenido contra los dos reyes de los amorreos al este del río Jordán.
Así pues, el rey —que esperaba un ataque de un momento a otro— ordenó a sus hombres que atrancaran los portones de la ciudad. A nadie se le permitía entrar ni salir. Los centinelas emplazados en la muralla debían dar parte de cualquier movimiento que observaran en el campamento de los israelitas. Todos los hombres en condiciones de combatir estaban armados y listos para la batalla.
Esa madrugada, llegaron al rey noticias urgentes de que los hebreos se estaban movilizando. Inmediatamente sonó la alarma por todos los sectores de la ciudad y los guerreros de Jericó tomaron posiciones a lo largo de los muros.
Mientras tanto, en el campamento, Josué dio las instrucciones del Señor a los sacerdotes. «Llevad el Arca de la Alianza del Señor y que siete sacerdotes vayan con trompetas delante de ella», dijo y luego mandó al pueblo, diciendo: «Poneos en marcha y dad una vuelta a la ciudad, y los que están armados pasarán delante del Arca del Señor, y la retaguardia los seguirá.»
Para entonces, los muros de Jericó se hallaban repletos de hombres y mujeres que habían salido a presenciar la procesión más extraña que habían visto jamás. Era algo completamente diferente de lo que se habían imaginado los espectadores. Los hebreos no los estaban atacando; no hacían más que marchar silenciosamente alrededor de la ciudad juntamente con sus sacerdotes, que tocaban incesantemente sus trompetas. (Josué había mandado a la gente que no gritara ni saliera palabra de su boca, hasta el día en que él les dijera que gritaran. Entonces debían gritar a todo pulmón.)
Los habitantes de Jericó tuvieron reacciones diversas ante el extraño espectáculo que se les presentó no solo el primer día, sino también durante los seis días siguientes, una vez cada día. Desde lo alto de la muralla, algunos se burlaban de las payasadas de sus presuntos «conquistadores»; otros sentían desasosiego.
El séptimo día, en lugar de dispersarse tras completar la marcha, los hebreos siguieron caminando alrededor de la ciudad. Se oía el sonido de las siete bocinas de cuerno de carnero junto con el constante pisoteo de miles de personas. Y cuando dieron la séptima vuelta a la ciudad y los siete sacerdotes tocaron sus trompetas por última vez, Josué dio la orden: «Gritad, porque el Señor os ha entregado la ciudad».
En ese mismo instante, el ambiente se saturó con el poderoso grito que dieron todos los soldados que integraban las filas. Y con gran estrépito, las murallas de Jericó se empezaron a desmoronar hasta no quedar nada de ellas. Solo la casa de Rahab quedó en pie.
Tal como se les había ordenado, los hombres de Josué penetraron rápidamente en la ciudad, y no perdonaron la vida a nadie, salvo a Rahab y la familia de su padre, porque ella había escondido a los mensajeros que Josué había enviado a explorar Jericó.
Dios estaba con Josué, y su nombre se divulgó por toda la tierra.
Para saber más de este fascinante personaje de la Biblia ver «Héroes de la Biblia: Josué».
Adaptación de Dichos y Hechos © 1987. Diseño: Roy Evans.Una producción de Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022