La Navidad ya estaba haciendo su aparición en las figuritas de Santa Claus elaboradas en papel rojo y verde que los comerciantes pegaban en los escaparates de sus tiendas. Mientras me subía al auto con mis hermanos, le devolví la sonrisa a aquellos abuelos de papel regordetes y risueños. Nos aguardaban las compras navideñas. Algo que llevábamos esperando mucho tiempo. Conforme papá salía de la autopista, mi mente era un torbellino pensando en todo lo que planeaba comprar: un aromático perfume para mamá, el llamativo reloj para mi hermano mayor, una preciosa muñeca para mi hermanita… etc., etc. Me sentía emocionadísima y apenas podía esperar a llegar al centro comercial. Pero nunca llegamos.
A mitad de camino, sufrimos un accidente. Aunque resultamos ilesos, la joven que estrelló su motocicleta contra la parte trasera de nuestro auto sufrió heridas leves y la trasladaron de urgencia a un hospital cercano. El espíritu navideño se disipó en medio de todo el barullo de llamadas telefónicas, visitas al hospital y a la comisaría de policía, y con todo el papeleo y documentación que se extendió de días hasta convertirse en varias semanas.
Para cuando todo quedó resuelto, sentía como si el accidente se hubiera llevado lo mejor de mi Navidad, dejándome tan solo unas cuantas «migajas» que saborear antes que llegara el Año Nuevo. Aún así, decidí que iba a disfrutar esas migajas al máximo, y llena de entusiasmo ayudé a mi madre a preparar la cena de Nochebuena. También participaron mi padre y mis hermanos y hermanas, y mientras cocinábamos, nos reímos, charlamos y entonamos villancicos. Lo único que empañaba mi entusiasmo es que Evelyn, mi hermana mayor, estaba indispuesta y descansaba en su habitación, pero nos aseguraba que se sentiría mejor por la noche. Por fin, ¡sentía que estábamos en Navidad! Pero, de nuevo, las cosas no salieron como esperaba.
Por la noche, todos nos sobresaltamos al escuchar a Evelyn vomitar en el baño. La encontramos agachada, con un dolor atroz en la parte baja del vientre. Papá rápidamente la llevó al hospital más cercano. Mientras observaba cómo las luces del auto se desvanecían en la oscuridad de la noche me embargaron una mezcla de susto, desaliento y temor. La emoción del espíritu navideño se disipó como el sol cuando se oculta tras el horizonte. La cena navideña quedó a medio cocinar sobre la cocina. Toda la alegría y felicidad que había anticipado tan ansiosamente habían desaparecido de nuevo, y traté de hallar una razón para ello. ¿Por qué sucedió todo esto? Me pregunté. ¿Por qué en este preciso instante? ¿Por qué a ella?
Mamá nos reunió a todos los que quedamos en casa y oramos fervientemente pidiéndole a Dios que cuidara de Evelyn. Cerca de la media noche, papá llamó por teléfono para explicarnos que habían operado a Evelyn de urgencia para extirparle un quiste gangrenoso reventado y que estaba fuera de peligro. ¡Estaba a salvo! En la penumbra de la sala, nos abrazos todos; a través de nuestros ojos llorosos y nuestras sonrisas de alivio vimos centellear las luces del árbol de Navidad. Cuando me dejé caer agotada en la cama, todo pensamiento sobre mi Navidad arruinada se disipó ante la preocupación por el bienestar de Evelyn y mis súplicas fervientes para que pronto se recuperara.
Sin embargo, a la mañana siguiente me embargó una pesada nube negra de desaliento y frustración. Me deslicé de la cama y bajé al salón, que a esas horas se hallaba en completo silencio, y me senté junto a la ventana observando las luces que brillaban en las oscuras calles aledañas. Con todo el estrés de las semanas anteriores más el pánico de la noche anterior, nos habíamos olvidado de los calcetines y regalos navideños. Me quejé diciendo: Supongo que este año no tendré ningún regalo. Pensé en mi hermana despertándose en la cama de hospital e imaginé el dolor y el susto que estaría experimentando.
¡Vaya Navidad más terrible! —pensé deprimida mientras recogía un adorno navideño que se había caído del árbol.
Y mientras permanecía allí sentada dándole vueltas en la mano al brillante paquetito, tuve nuevos pensamientos. Comprendí, poco a poco, que en realidad había recibido muchos obsequios navideños, aunque no fueran precisamente del tipo que esperaba. Ahora apreciaba mucho más a mi familia, sentía empatía por las personas que sufren accidentes de tráfico, estaba agradecida de que fuera solo un percance leve, estaba muy contenta de que la operación de mi hermana hubiera sido un éxito… y etc., etc.
Pensé en lo fabuloso que sería cuando viera de nuevo a mi hermana, y que la apreciaría mucho más tras este grave incidente. También sabía que, a partir de ahora, estaría muy agradecida cada vez que mamá volviera del mercado sana y salva, y de regresar bien cada tarde en el autobús escolar, de que papá regresara cada noche del trabajo sin contratiempos. Jamás volvería a tomar por garantizado un recorrido normal en auto.
Mi corazón se llenó de júbilo, y comencé a sonreír mientras una ola de calmada alegría reemplazaba mi tristeza y melancolía. Recé para que el próximo año me esforzara más por expresar cariño y aprecio a cada miembro de mi familia sin importar los desacuerdos o pequeños roces que surgieran. Decidí que en lugar de regalar perfumes, relojes o muñecas, procuraría darles obsequios de amabilidad, paciencia, interés y comprensión. También decidí apreciar más mi vida y cuidarme mejor, pues los acontecimientos de esta Navidad me mostraron que la vida y la salud son tesoros demasiado frágiles y preciosos para malgastarlos o darlos por garantizados.
Mientras observaba el dorado amanecer propagarse por el cielo, pensé en la primera Navidad. Quizás José y María tenían grandes esperanzas y planes maravillosos sobre cómo honrar a su primogénito con la mejor habitación y comodidades cuando naciera. Cómo el decreto de César hubo interrumpido sus planes. Cuán frustrados se sentirían al ser rechazados por un posadero tras otro. ¡Qué tristes y cansados al ver aquel sucio y apestoso establo! Todos sus planes se fueron al traste, igual que mi Navidad perfecta. Quizás al sentirse tan exhaustos y frustrados, no se dieron cuenta de que su recién nacido iba a salvar a la humanidad y cambiar el curso de la historia. Pero aquella noche, envuelto en harapos y recostado en un tosco pesebre rodeado de animales malolientes, Dios le entregó al mundo el mejor regalo de todos.
Texto: Elsa S., adaptado. Publicado por primera vez en Solo una cosa. Ilustración: Yoko Matsuoka. Diseño: Stefan Merour.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2016