Rincón de las maravillas
El secreto de Benjamín
martes, diciembre 25, 2018

El sol salió suavemente sobre el montañoso horizonte; vertía sus dorados rayos sobre el tranquilo Mar de Galilea, el cual resplandecía a poca distancia. Benjamín abrió sus soñolientos ojos justo en el momento en que un rayo de sol pasaba por un hueco de la contraventana de su cuarto. Retiró las frazadas, se dirigió hacia la ventana. Parpadeó ante la brillantez de la luz al abrir la ventana.

Echó una mirada al pueblo, el cual se veía hacia abajo. Los techos planos de las casas se veían desde la parte de arriba de la colina hasta el camino principal del pueblo. Una compañía de soldados romanos marchaba por delante de la sinagoga rumbo a la plaza principal. Hoy era día de mercado. Hacia el mediodía la calle principal estaría repleta de gente: comerciantes de lejanos países venían a vender sus mercancías; viajeros que estaban de paso hacia Jerusalén contaban historias de lugares distantes en los que habían estado; luego estaba la gente del lugar que vendía sus frutas y verduras y, por supuesto, los pescadores que en la orilla remendaban sus redes y narraban sus aventuras en el mar.

—¡Benjamín, cariño! ¿Ya estás listo? —llamó una voz desde la cocina—. Era Keren, la madre de Benjamín.

—¡Sí, mamá!

El aroma de pan recién horneado flotaba por la casita. Benjamín apresuradamente se puso el resto de la ropa y se sentó a desayunar.

Al igual que la mayoría de los habitantes de Capernaum, Benjamín y su familia vivían en una casa sencilla. La parte principal consistía de una sección superior y otra inferior. En la parte de abajo había una pequeña cocina. Allí preparaban todas sus comidas. Había recipientes con aceite, harina y agua, así como algunas ollas más pequeñas en las que había dátiles, aceitunas e higos. Allí había una puerta la cual conducía a la parte de atrás de la casa. Justo afuera de la puerta estaba la escalera que llevaba al techo.

El cuarto de Benjamín quedaba junto a la parte superior de la casa. En la parte de arriba estaba la sala y el comedor. Allí estaba la mesa familiar alrededor de la cual se reunían para las comidas y en ocasiones especiales. Cuando llegó Benjamín, su madre estaba poniendo la canasta llena de pan recién salido del horno.

—Tu padre va a llegar con la leche en cualquier momento.

Benjamín tenía diez años y con frecuencia ayudaba a Juan, su padre, con las ovejas y las cabras. Juan era pastor de profesión al igual que su hermano Elí, el tío de Benjamín. De grande, Benjamín quería ser pastor como su padre.

Después del desayuno y una oración de agradecimiento a Dios por cuidar sus rebaños y proveer para sus necesidades, Benjamín se apresuraba a limpiar y ordenar la mesa. Estaba ansioso por ir al mercado con su madre, pero antes que nada había que hacer las tareas de la casa.

Limpió las migas de la mesa. Luego barrió las migas del suelo y las fue barriendo por los cuatro escalones que llevaban a la planta baja. Los perros pastores que habían venido con su padre y estaban echados en el suelo cerca de la chimenea, se levantaron y comenzaron a lamer las migas que Benjamín bajó cuando barría.

Juan tuvo que volver a atender a las ovejas. Susurró algo al oído de Keren. Ella asintió con la cabeza.

— Benjamín, ¿te gustaría venir esta noche y ayudarme a cuidar a las ovejas? Podemos llevar algo de pan con mantequilla y queso para la cena, hacer una fogata ¡y me puedes ayudar a vigilar por si aparece algún chacal!

—¿En serio, papá? ¿Puedo ir? ¿En verdad puedo ir?

—¡Claro, hijo! ¡Mamá dijo que está bien!

—¡Uy, qué bueno! ¡Gracias, mami!

—Asegúrate de tomar una buena siesta hoy —le advirtió Keren—, ¡para que estés despierto y alerta cuando tengas que vigilar a las ovejas esta noche!

—¡Claro que sí, mamá!

Esta iba a ser la primera vez que se iba a unir al grupo que cuidaba a las ovejas. La mayoría de los pastores trabajaban juntos y todos se turnaban para vigilar a los rebaños durante la noche. Esa noche era el turno de su papá y de su tío Elí.

—¡Santiago también va a ir con el tío Elí esta noche! —exclamó el padre de Benjamín mientras salía por la puerta.

—¿Santiago también va a ir? ¡Qué divertido!

Santiago y Benjamín eran primos y grandes amigos. Benjamín deseaba que el día pasara rápido.

*

Pronto terminó todas sus tareas y se dirigió con su madre al mercado. Pasaba mucha gente y muchas personas vendían toda clase de frutas, verduras, y demás. Había dátiles, aceitunas, higos, uvas, barriles de vino, pescado, panes, lana y pieles.

Sin embargo, la parte preferida de Benjamín en el mercado era la que estaba cerca de la plaza principal, lugar donde se detenían los comerciantes viajeros. Si bien su madre nunca compraba nada en esa parte del mercado, aun así era divertido ver todas las cosas tan interesantes que aquellos comerciantes llevaban cargadas en sus camellos, carretas y burros.

A veces traían extraños o coloridos animales que Benjamín nunca había visto. Otros mercaderes vendían magníficos mantos, velos y tocados para el cabello con incrustaciones de coloridas gemas o grandes hebillas y cinturones decorados con diamantes. Y otros más vendían pequeñas estatuas de dioses, diosas y emperadores romanos.

Mientras Benjamín miraba a su alrededor, vio grupos de soldados romanos que estaban de pie, asegurándose de que todo estaba en orden. Benjamín había visto algunas veces al centurión que estaba a cargo de aquellos soldados; venía al mercado con cierta frecuencia y era fácil de reconocer por su casco con plumas. Parecía ser un buen hombre y los romanos en ese pueblo eran por lo general bastante serviciales con el pueblo.

No siempre había sido de esa manera. Sin embargo, todo eso cambió el día en que un hombre llamado Jesús llegó al pueblo. La gente decía que era un profeta y que venía de un pueblo llamado Nazaret. Había sanado a muchas personas y hecho toda clase de milagros.

Un día el centurión fue a verlo y Jesús sanó a uno de sus sirvientes que estaba enfermo. Desde entonces aquel centurión se transformó. Se volvió más amable. Ahora era más alegre y servicial con la gente, al igual que sus soldados.

Benjamín y su madre pasaron por la oficina de impuestos, donde había un grupo de soldados romanos. Benjamín escuchó que decían la palabra «Jesús» y se acercó para oír lo que decían.

—¿Recuerdas la cara de Leví cuando este Jesús se acercó al despacho de impuestos?

—Sí, me acuerdo. No lo podía creer. Ese perfecto extraño se le acercó, quien dicho sea de paso no tenía suficiente dinero ni para comprarse un par de sandalias decentes, y le dijo: «¡Sígueme!» ¡Y Leví se levantó y se fue con Él!

—Ja. Pobre tipo. ¿A qué se dedicará ahora? ¿Crees que todavía andará con ese tal Jesús? Se dice que ha hecho toda suerte de milagros. ¡Recuerda que hasta el propio centurión dijo que había sanado a su sirviente!

—Todavía se aparece por aquí de vez en cuando.

—Sí, pero como siempre lo rodea tanta gente nunca he tenido la oportunidad de verlo de cerca.

—Ah. Ahí estabas, cariño.

Benjamín se dio vuelta y vio a su mamá.

—Ya tengo lo que necesitamos, vámonos a casa.

*

Benjamín se despertó cuando la tarde estaba avanzada. Se había quedado dormido y soñó que esa noche cuidaba a las ovejas de su padre.

Cuando el sol todavía estaba alto en el cielo, Benjamín salió en busca de su amigo Santiago. Con frecuencia jugaban juntos en las tardes, salían a correr por las bellas colinas, caminaban por los caminos del pueblo que pasaban por las casas que adornaban el sereno paisaje. Luego se detenían para observar a los pastores en la cima de la colina y veían cómo los perros ovejeros hábilmente mantenían al rebaño junto. Ayudaban a darle de comer grano a las ovejas u ordeñaban a las cabras. Se divertían mucho al observar cómo jugaban los corderos entre ellos, corrían, saltaban y se trepaban encima de las rocas que estaban desperdigadas en las verdes laderas de la colina, y luego descendían.

Mientras jugaban con los corderos, Benjamín y Santiago hablaban de cuidar a las ovejas esa noche al lado de sus padres. Se imaginaban que alejaban a los animales salvajes con antorchas de fuego sacadas de la fogata.

—Cuidado con esos palos —les dijo el tío Elí.

Los chicos habían recogido unos palos que se imaginaban que eran antorchas y los movían frenéticamente de un lado a otro, fingiendo que espantaban a los chacales.

—Estamos espantando a los chacales —dijeron los dos niños.

—Está bien, pero no acerquen los palos a las ovejas o las van a lastimar.

—¡Sí, señor! —exclamaron los muchachos mientras subían la colina, jugando a que perseguían a los feroces chacales.

Más tarde ese día mientras el sol se ponía en el horizonte y las barcas pesqueras del lago regresaban al muelle, Benjamín y su padre, y Santiago y el tío Elí, se sentaron a comer.

El padre de Benjamín oró:

—Dios, te damos gracias por la manera en que nos has protegido este día. Gracias porque ningún mal ha venido a nuestra familia y porque nuevamente has provisto para todas nuestras necesidades. Bendice los alimentos que vamos a comer y santifícalos de acuerdo a Tus promesas. Amén.

—Amén.

El tío Elí y Santiago estaban a la mesa con ellos ya que esa noche todos iban a ir a cuidar a las ovejas. Era divertido que fueran a cenar con ellos, ya que el tío Elí y Juan siempre hablaban de las aventuras que habían tenido cuidando de las ovejas.

Pronto llegó la hora de partir. Benjamín y Santiago se prepararon con diligencia para la tarea de cuidar a las ovejas esa noche. Se vistieron abrigadamente poniéndose ropa adicional sobre sus mantos y se ajustaron a los cinturones sus mejores palos. También llevaron un poco de soga para juntar por el camino leña para el fuego.

Los perros ovejeros los seguían de cerca mordiendo los atados de palos que les colgaban a los chicos por atrás, los cuales iban creciendo conforme subían por la colina. Cuando llegaron donde estaban los rebaños, los chicos estaban jadeantes luego de recoger toda la leña que encontraron por el camino. Ya estaba oscureciendo y las primeras estrellas aparecieron por la parte baja del firmamento.

Benjamín y Santiago con orgullo echaron los atados de leña cerca de la pila de rocas donde los pastores iban a encender la fogata.

—Eso nos mantendrá calentitos y alejará a los chacales esta noche —les dijo el papá de Benjamín felicitándolos.

El tío Elí encendió una pequeña fogata con la antorcha con la que subió la colina. Los chicos, junto con Juan y Elí, caminaron entre los rebaños de ovejas para asegurarse de que no faltaba ninguna y luego regresaron a la fogata.

—Chicos, debemos mantenernos despiertos y alertas. Los perros ovejeros vigilan los extremos del rebaño, asegurándose de que todo está seguro y que las ovejas sigan juntas. Nos turnaremos durante la noche, así que si están cansados, pueden descansar un poco.

Todas las ovejas estaban juntas y comenzaban a dormir, seguras al amparo de los vigilantes perros ovejeros y el ojo atento de los pastores. El sonido de grillos llenaba el ambiente, mientras que una ocasional brisa hacía susurrar los árboles.

Benjamín y Santiago estaban acostados mirando las estrellas, las cuales se volvieron más brillantes ahora que estaba más oscuro.

—Papá, cuéntanos la historia de la estrella.

—Sí, cuéntanos la historia de la estrella mágica —añadió Santiago.

—¡Está bien! —asintió Juan.

Ya les había contado aquella historia a los chicos en varias oportunidades, pues era una de sus favoritas.

—Una noche —comenzó diciendo el papá de Benjamín—, cuando el tío Elí y yo teníamos la edad de ustedes, por aquel tiempo vivíamos en Belén, estábamos cuidando ovejas con nuestros padres. Era una noche igual de tranquila y silenciosa que esta.

—El cielo estaba despejado y las estrellas resplandecían como diamantes en el firmamento. Sin embargo, muy pronto notamos que toda la ladera estaba en silencio. Ninguna de las ovejas hacía ruido, no había viento. Ni siquiera los grillos chirriaban. Nos preguntamos qué estaría pasando. Miramos hacia donde estaban los perros ovejeros. Permanecían tranquilos en un extremo del rebaño; no obstante, miraban hacia el cielo.

—Miramos hacia arriba para ver qué observaban. Entonces nosotros también lo vimos. Era una estrella brillante. Jamás habíamos visto una estrella tan clara y hermosa. Era casi como… bueno… ¡como una estrella mágica! Era muy brillante. Nos quedamos mirándola durante largo rato. Era extraño, porque tanto al tío Elí como a mí, nos parecía como si la estrella estuviera cantando.

Los chicos escuchaban atentamente. Si bien habían oído esa historia varias veces, aquella noche, mientras estaban acostados bajo las estrellas, les parecía que el relato cobraba vida. Al mirar las estrellas, era casi como si lo estuvieran presenciando. De pronto, una estrella fugaz iluminó el cielo y luego desapareció. Se escucharon unos ladridos más, unas cuantas ovejas que se movían, y luego todo quedó en silencio de nuevo.

Juan prosiguió:

—No mucho tiempo después, unos viajeros muy poco comunes pasaron por Capernaum. Había toda una caravana de camellos, carretas y personas que venían de un lejano país del oriente, un país del que nunca habíamos oído hablar. En la caravana había algunos reyes. Bueno, en realidad, dijeron que no eran reyes, sino magos. Vestían ropajes finos.

—Acamparon aquí varios días para conseguir provisiones. El tío Elí y yo íbamos a menudo a su campamento para ver qué sucedía. Aquellos hombres hablaban mucho de las estrellas y en particular de aquella estrella brillante. Decían algo así como que era una señal que indicaba que un rey había nacido en alguna parte.

Benjamín y Santiago escuchaban maravillados mientras contemplaban las relucientes estrellas en lo alto. De las brasas saltaron algunas suaves llamas. La fogata había disminuido bastante en intensidad, de modo que Santiago le echó un poco más de leña para reavivar el fuego y luego se volvió a recostar en el suave pasto.

—Una vez que el tío Elí y yo hablamos con uno de aquellos hombres. Le contamos que la estrella nos cantó la primera vez que la vimos. Nos escuchó atentamente y comenzó a hablar más del significado de aquella estrella. Nos dijo que era excepcional y que significaba que había nacido un rey. Nos comentó que habían ido allí a encontrar a dicho rey, porque hacia allá los guiaba la estrella. Una vez que hallaran al rey regresarían y le contarían a la gente quién era él. También nos comentó que ese rey iba a ser un rey muy especial, cuyo reino duraría para siempre y que él iba a traer paz a la tierra.

—Naturalmente, todos estábamos entusiasmados. Una vez que se fueron aquellos reyes, por días la gente se preguntaba quién podía ser ese rey especial. Algunos pensaban que tal vez podía tratarse del Mesías que nos libraría de los romanos.

El padre de Benjamín se quedó callado. Los muchachos conocían el resto de la historia. Habían oído que Herodes mandó matar a todos los niños menores de dos años que había en Belén y en todos sus alrededores. Aquellos reyes, además, nunca regresaron como habían dicho que harían. Al poco tiempo la estrella desapareció y la gente dejó de hablar de aquel rey.

Mientras Benjamín se quedaba dormido, anhelaba averiguar quién era aquel misterioso rey. Tal vez algún día se presentaría y diría: «¡Soy el rey que nació en Belén!», y entonces todos lo sabrían…

*

Benjamín se despertó por la mañana temprano. El sol brillaba sobre las colinas y un corderito jugaba cerca de unas rocas justo donde Benjamín estaba durmiendo. «¡Uy, ya es de día!», pensó Benjamín mientras entrecerraba los ojos por la luz del sol.

—Hola, hijo. ¿Qué tal dormiste? —le preguntó su padre.

—Tuve un sueño hermoso —respondió Benjamín—. Era acerca de esa estrella mágica. ¡Soñé que la veía y que la podía oír cantar y luego hasta se puso a bailar en el cielo!

—Me alegro que hayas descansado —dijo su padre con una sonrisa—. Ven, vamos a ordeñar las cabras y luego le llevas un poco de leche a tu madre.

Al poco rato Benjamín ya había llenado de leche un balde de buen tamaño y se fue por el sendero que llevaba a su casa.

—¡Ya llegué, mami! —dijo Benjamín al entrar a la casa con el balde de leche.

—Gracias, cariño —dijo Keren tomando el pesado balde.

Benjamín sonrió, complacido con el trabajo que había hecho y le dio un buen mordisco a un pan fresco que había en la mesa.

—Prepararé algo de desayuno para que le lleves a tu papá.

—¡Está bien! —asintió Benjamín, mientras terminaba de comer el bocado de pan y tomaba una taza de leche.

—¿Cómo la pasaron anoche? —le preguntó Keren a Benjamín.

—Lo pasamos tan bien. Santiago y yo llevamos la leña hasta la cima de la colina. Luego hicimos una gran fogata. Papá y el tío Elí nos contaron historias mientras vigilábamos a las ovejas.

—¿Y las ovejas estuvieron a salvo toda la noche?

—¡Sí, las vigilamos muy bien!

—Estupendo. Me alegro —le dijo Keren mientras le ponía unos pedazos de queso casero en el pan.

—Mamá, ¿crees que ese profeta llamado Jesús, que puede hacer tantos milagros, pudiera ser el rey del que hablaban aquellos visitantes que papá conoció de niño?

Ella hizo una pausa por un momento.

—Parece ser un profeta muy particular, fuera de lo común.

Keren recordó la vez en que fue a oírlo hablar. Él había subido a una de las muchas colinas que rodean Capernaum. Lo seguía tanta gente que Keren decidió ir a ver qué clase de persona era ese tal Jesús. La gente se sentó. Jesús comenzó a contarles historias y a hablarles de que el reino de los cielos estaba cerca.

Toda la gente se había quedado hasta bastante tarde. Cuando algunos comenzaron a irse para buscar comida, Jesús les indicó a todos que se volvieran a sentar. Jamás se imaginó lo que iba a suceder después, pero de pronto la gente comenzó a pasarse un montón de panes y peces. Nadie sabía de dónde había salido toda esa comida y de un modo tan rápido. Más tarde, supo que un muchacho le había entregado a Jesús cinco panes y dos peces, pero eso no explicaba de dónde había salido la gran cantidad de panes y peces que alcanzó para toda la multitud. Luego, Keren no se podía quedar más tiempo y al poco rato se fue de regreso a casa, aún desconcertada por todo lo que había sucedido.

Tal vez sí sea el Mesías, recuerda haber pensado.

Keren le pasó a Benjamín el paquete con pan que había preparado y él salió a toda prisa ansioso por llegar donde estaba Juan, su padre, con las ovejas.

—¡Toma, papá! Mamá te manda pan y queso para el desayuno.

—Ah, gracias, hijo. Llegaste justo a tiempo. Parece que falta una de las ovejas y en estos momentos no puedo dejar el rebaño solo. ¿Te gustaría ver si la puedes encontrar? No debería estar muy lejos. Regresa si no la encuentras, y pondremos las ovejas en el redil y nos vamos a buscarla.

—¡Sí, papá! —le contestó Benjamín, feliz de que le hubieran encargado la tarea de buscar a la oveja perdida. Disfrutaba caminando por aquellas colinas, con árboles que daban sombra sobre el pasto y los arbustos. Le gustaba sentir en el rostro la calidez del sol y ver su reflejo en las distantes aguas del mar de Galilea, por donde pequeñas embarcaciones iban y venían.

Benjamín caminó, y vio a un grupo de hombres sentados en unas rocas a un lado del camino.

—¡Muchacho!

Volvió a mirar para ver cuál de ellos lo había llamado.

—¡Sí, tú, muchacho!

Benjamín volvió a oír que lo llamaban. Al mismo tiempo, un hombre se ponía de pie y le hacía señas para que se acercara.

El hombre tenía un aire de autoridad, pero poseía la mirada más tierna que Benjamín había visto en su vida. Benjamín se acercó al hombre, y se detuvo frente a Él.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el hombre.

—Benjamín, soy el hijo de Juan, el pastor.

—¿Y cuántos años tienes, Benjamín?

—Tengo diez años.

—¿También eres pastor, como tu papá?

—Sí, también soy pastor. Y estoy buscando a uno de nuestros corderitos que se ha alejado del rebaño.

Luego, el hombre se dio vuelta para mirar a Sus amigos, que habían observado atentamente ese intercambio de palabras, y les dijo:

—El que recibe en Mi nombre a un niño como este, me recibe a Mí; y el que me recibe a Mí, no me recibe a Mí, sino al que me envió; porque el que es más pequeño entre vosotros, ése es el más grande1.

Benjamín no podía dejar de mirar al hombre a los ojos. ¿Será…?

—¿Te gustaría escuchar una historia?

—¡Claro! Me encantan las historias.

El hombre le hizo señas a Benjamín para que se acercara, y le preparó un lugar cómodo donde sentarse. Luego le habló a Benjamín de un establo, una estrella y unos reyes que vinieron de lejanas tierras para darle regalos cuando Él tenía dos años. Le contó cómo Él y Su familia habían huido a Egipto, y que luego regresaron a Nazaret después que murió Herodes.

—¿E-eres el M-mesías del que profetizaron? —susurró Benjamín con los ojos abiertos como platos.

—Mi reino no es de este mundo.2 Mi reino está en el corazón de personas excepcionales como tú.

Benjamín no entendió del todo lo que eso quería decir. Pero eso no tenía importancia. Había encontrado al rey; ¡el Mesías por fin había llegado!

—Ahora será mejor que regreses con tu padre —le dijo Jesús amablemente—, el corderito que se había perdido ya volvió sano y salvo con su madre.

Benjamín no entendía cómo sabía eso el hombre, pero sin poder explicárselo, creyó que era cierto. Sabía que ya no era necesario seguir buscando al corderito. Volvió corriendo al lugar donde su padre cuidaba a las ovejas.

—Ah, ahí estás —exclamó su padre—. Todo está bien, el corderito volvió solo. Ya no hay que seguir buscando.

—Lo sé —asintió Benjamín—. Lo sé…


Notas a pie de página:

1 Lucas 9:48

2 Juan 18:36

Texto: Cody. Ilustraciones: Mike T. K. Diseño: Roy Evans.
Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2018
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Etiquetas: relatos para niños, jesús, navidad