Rincón de las maravillas
«Al final lo tendrá por hijo»
viernes, abril 2, 2021
1 Proverbios 29:21

El pequeño Marcellus Gallus, de 11 años de edad, correteaba por los polvorientos jardines de la villa de sus padres. Empuñaba una espada de madera y combatía a sus enemigos imaginarios, montando un corcel imaginario.

—Atáquenme, si se atreven —gritó desafiando a la horda de combatientes. Soltando la espada, cayó al suelo y rodó aferrándose a una supuesta herida en el hombro.

—Creéis haberme derrotado, mis enemigos —volvió a gritar, sacando un puñal de madera de entre los pliegues de su toga. En ese momento una sombra pasó sobre él, y el pequeño entrecerró los ojos al levantar la mirada y ver la silueta de Joram, un joven esclavo judío de 12 años de edad. Llevaba un martillo, clavos y varias tablas de madera, y se dirigía al cerco que rodeaba los establos. Al pasar junto a Marcellus le dirigió una sonrisa, y este se puso rápidamente de pie.

—¿Cuáles son tus deberes hoy? —preguntó Marcellus.

—Reparar las vallas que sufrieron daños en la tormenta de anoche —respondió Joram—. ¿Y tú?

Marcellus se encogió de hombros.

—Nada. Solo jugaba.

—Me gustaría jugar contigo —le dijo Joram—. ¿Te diviertes jugando sólo?

—No mucho. Cuando termines tus tareas, ¿quieres jugar conmigo?

—¿Haciendo qué?

—Combatiendo a los Galos.

Joram sonrió y asintió.

—Pero tendrá que ser por la tarde.

Los caballos relinchaban en el prado cercano y se escuchaba el martilleo en la madera, mientras Marcellus volvía a su mundo imaginario. Al cabo de un rato, galopó hasta la reja para escapar del acoso de sus enemigos.

«Puedo saltarlo», pensó, estirando los brazos. «No se ve tan alto.»

*

Al escuchar el grito, Joram dejó el martillo en el suelo y corrió al lugar de donde provenía. Allí, Marcellus se aferraba a una mano. La sangre se le escurría entre los dedos y goteaba al suelo.

—¿No estabas arreglando esto? —gritó al ver a Joram.

Joram asintió disculpándose.

—¿Y por qué no me dijiste que la punta de los clavos asomaba?

—Lo lamento. Iba a martillar las puntas al terminar de fijar las tablas en su lugar. Déjame ir a…

—Ni te molestes. Y espera a que mi padre se entere de todo esto. Te mandará azotar.

—Pero sólo estaba haciendo mi trabajo —se defendió Joram—. Lo siento mucho.

—No me importa. Y nunca jugarás conmigo.

En ese momento se acercó una mujer de rostro amable y con el cabello gris arreglado en trenzas. Llevaba una toga de color azafrán.

—Te escuché gritar, Marcellus. ¿Qué pasó?

—Iba a saltar la reja, pero este esclavo judío dejó un enorme clavo asomando por la madera y…

—Es un corte profundo —comentó la mujer al inspeccionar la herida.

—Es culpa suya, madre —se quejó Marcellus.

—Eso no importa ahora. Es urgente llevarte al médico.

—¿Pero no lo vas a castigar?

—¿A quién?

—Al esclavo.

La mujer miró la figura triste y desamparada del niño, que agachaba la cabeza.

—Joram, termina de arreglar el cerco y completa las demás tareas del día —le dijo tranquilamente—. Luego espera en los cuartos de esclavos hasta la hora de la cena.

—Sí, señora Domitilla. Lo lamento mucho. Ruego su perdón y el de Marcellus.

—Tienes mi perdón. Y estoy segura que tienes el de mi hijo.

—Claro que no —replicó Marcellus mientras su madre lo alejaba—. Nunca lo tendrá.

*

El tribuno Clemens Gallus atravesó el umbral de su villa. Mientras caminaba se quitó el casco emplumado y se limpió la frente. Su esposa lo recibió con un beso y le ayudó a quitarse la pesada capa color rojo que colgaba de sus hombros.

—¿Tuviste un día agotador, querido?

Clemens sonrió mientras asentía con cara de cansancio.

—Muy agotador, Domitilla. Estuve al mando de una tropa que intentaba apaciguar los reclamos de una multitud. El pueblo demanda menos impuestos.

—Afortunadamente no tuve que usar la fuerza —añadió desabrochándose la espada—. Me gustaría poder solucionar sus agravios, pero…

—Hablando de agravios, ¿qué pasó aquí? —preguntó al ver el semblante alicaído de Marcellus. El niño se encontraba sentado junto a la ventana con la mano envuelta en vendajes.

—Ha sido un accidente —explicó Domitilla.

—Madre, no fue un accidente —aclaró Marcellus—. El esclavo judío que compraste…

—Se llama Joram —le interrumpió la madre.

El chico continuó.

—Pues, padre, el esclavo dejó la punta de un clavo asomando por la reja que supuestamente estaba arreglando. Intenté saltar la reja y el clavo se me enterró en la mano. Fue culpa suya.

—No fue su intención —lo disculpó Domitilla— y lo lamenta mucho.

—No me importa. De no ser por él, esto nunca habría ocurrido. El médico dice que jamás podré utilizar la mano como antes. Nunca podré sostener una espada o una lanza.

—¿Que qué? —gritó Clemens—. ¿Es cierto eso?

—El clavo rompió un tendón —asintió Domitilla—. No tiene cura.

—¡El bellaco será azotado! —rugió Clemens, golpeándose el pecho.

—Espera, cariño. Joram sólo hacía su trabajo.

—¡Sólo hacía su trabajo!

Clemens se detuvo. Su rostro enrojecido de pronto palideció. Caminó de un lado a otro por la habitación, y finalmente abandonó el cuarto. Al cabo de unos minutos volvió a entrar, y con calma se arrodilló en el suelo junto a su hijo.

—Lo lamento —susurró—. Perdona que perdiera los estribos. Esa conducta se opone diametralmente a la ley del Reino de los Cielos, al que ahora sirvo.

—¿Qué quieres decir, padre? Castigarlo sería hacer justicia. Es la divina justicia romana.

—Hijo, ¿recuerdas cuando te conté del tiempo que estuve estacionado como soldado en el país de Judea?

Marcellus asintió.

—¿Cuando combatiste a los rebeldes en las montañas?

—Así es. Cierto día me asignaron la desagradable tarea de clavar a tres hombres en la cruz.

—¿Eran malos?

—Dos eran ladrones. El otro, un nazareno… bueno… él era…

Clemens se detuvo. Sus labios temblaban.

—Cariño, no tienes que contar el relato si no deseas hacerlo —dijo Domitilla.

—Debo hacerlo —respondió Clemens—. Estaba enterrando los clavos en la mano de aquel hombre. Y aunque padecía una terrible tortura, en ese momento me dirigió una mirada llena de comprensión. Luego, cuando levantamos su cruz, gritó con total claridad: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Hasta este momento, no he vuelto a presenciar semejante reacción ante un caso de brutalidad injustificable.

—¿Cómo que injustificable, padre? ¿No era un hombre malo?

—Que yo supiera, no había cometido ningún crimen. Es más, se decía que sólo había hecho el bien. Algunos incluso decían que él, un judío, había curado al siervo de un centurión. Aunque seguramente había sido inscrito en burla, la placa que describe los crímenes del malhechor y que se emplaza sobre la cabeza del condenado decía algo en tres idiomas sobre que él era de Nazaret y rey de los judíos.

—No obstante, yo me limité a hacer mi trabajo. Asumí que el hombre había recibido esa sentencia por un buen motivo. De modo que llevé a cabo la desagradable tarea y me senté a un lado con los demás soldados, donde nos emborrachamos y jugamos a los dados.

—Pero, ¿qué paso?

—En el momento que murió, el cielo se oscureció durante tres horas. Se presagiaba una desgracia. El centurión a cargo estaba llorando y se veía muy afectado por lo sucedido. En un momento se levantó y gritó que ese hombre era justo. Que era el Hijo de Dios. Años después, me confidenció que habíamos crucificado al mismísimo fundador de la fe cristiana, que por entonces empezaba a difundirse por el imperio.

—¿O sea que la base de dicha fe es un muerto?

—Hijo, Él no permaneció muerto. Tres días después que… yo lo crucificara, volvió a la vida. Muchos lo vieron y fueron testigos, incluyendo a sus amigos más cercanos y quienes lo amaban.

—Pero tú nunca lo volviste a ver con vida, ¿no es así, padre?

—No. Pero quienes daban testimonio de Su resurrección no tenían motivos para mentir. Resultado de sus testimonios fue que yo clamé a Él y me habló al corazón. Me aseguró haberme perdonado.

Clemens hablaba en susurros.

—Agradecería que no divulgaras a nadie esta información, pero tu madre hace poco ha conocido a algunos de Sus seguidores.

—¿Habla en serio, madre? ¿Cristianos?

Domitilla asintió y se acomodó en una butaca de madera cerca de la ventana.

—Pero son malos —exclamó Marcellus—. Todos dicen que en secreto hacen cosas malas.

—No son malos, Marcellus. Valoramos mucho su compañía. Los he estado visitando en secreto, y debo admitir que nunca he conocido gente tan maravillosa, incluso entre mis propios amigos y familiares —Domitilla hizo una pausa y se rió entre dientes.

—A diferencia de mis chismosos amigos, ellos sólo pronuncian buenas palabras acerca de quienes se encuentran ausentes. Dado el riesgo que les supone reunirse, incluso en la seguridad de las catacumbas, nos hemos ofrecido a resguardar a Joram. Sus padres murieron en la arena.

—¿Se los comieron los leones?

Domitilla miró por la ventana y asintió.

—¿Y Joram sabe que eres responsable de… ejecutar al fundador de su religión? —preguntó Marcellus a su padre.

—Se lo he contado. Y él también me ha perdonado. Me contó que el perdón es la ley que enseñaba Jesús.

Marcellus se quedó callado. Al igual que su madre, miró la puesta de sol por la ventana, mientras meditaba en lo que acababa de oír.

Al cabo de poco musitó:

—Por eso es que Joram nunca habla de sus padres.

En el cuarto reinaba un profundo silencio. Una joven esclava se apresuró a poner sobre la mesa una olla con caldo de ternero, pan y varios platos.

—Padre, ¿el hombre que tuviste que… este… era realmente el Hijo de Dios?

—Lo fue y lo sigue siendo —respondió Clemens—. Al caer en la cuenta, me invadió el remordimiento. Pero entonces recordé Sus palabras en la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Mi corazón me asegura que tanto Él como Su Padre me han perdonado. De modo que si el mismísimo Hijo de Dios puede pedir a Su Padre el perdón de sus ejecutores, ¿cómo no puedes tú, mi único hijo, solicitar el perdón de tu padre para un joven esclavo que ha cometido un error realizando su trabajo?

*

Aquella noche a Marcellus le costó conciliar el sueño. Además del intenso dolor en la mano, lo atribulaban sus pensamientos. Se preguntaba cuál sería su reacción hacia quienes enterraron clavos en las manos y pies de su dios. Aún más, ¿cuál habría sido su reacción si sus padres fueran lanzados a los leones bajo el silencioso consentimiento de la misma gente cuya hospitalidad Joram ahora gozaba, aunque reducido al estado de servidumbre?

¿Qué habría hecho él?

Imaginaba que él, a diferencia de Joram, despotricaría contra todo lo que fuera romano, desempeñaría sus labores con obvio resentimiento, y se negaría a fraternizar con uno de sus niños ricos.

Joram había hecho todo lo contrario: desde el momento que llegó a la casa de Gallus, había tratado a Marcellus con respeto y cortesía, teniendo en cuenta lo ocioso e inmaduro que era el niño romano.

Antes de quedar dormido, llegó a la conclusión de que si alguien necesitaba pedir perdón era él, su familia y su pueblo, los romanos.

*

A la mañana siguiente, Marcellus, aunque se notaba cansado y no parecía haber pasado buena noche, se sentía alegre y feliz con la profundidad de sus cavilaciones nocturnas. Apenas despertó se dirigió a los aposentos de los sirvientes. Un par de jóvenes esclavas ordeñaban las cabras, y al verlo pasar se susurraron algo y ahogaron unas risitas. Marcellus se sonrojó al verlas y se arregló la toga. Sintió la tentación de darse la vuelta y salir corriendo.

—V-Vengo por el esclavo judío. Joram.

—Se ha escapado —respondió una de las esclavas.

—¿Cómo? ¿Estás segura?

—Sí. Su cama está vacía y se ha llevado sus posesiones.

—Debe haber huido durante la noche —comentó la otra joven—. No me gustaría estar en su situación. Cuando lo atrapen, lo azotarán y lo más probable es que lo marquen a fuego. No es fácil para un esclavo pasar desapercibido, y menos con el brazalete de esclavitud. Además, se paga muy bien la captura de esclavos renegados.

Sorprendido, Marcellus volvió a la villa. Le preocupaba pensar que con el paso del día su intención de amistarse con Joram se desvanecería. Entró al atrio frontal, donde su madre era atendida por una esclava, que le ayudaba a peinarse el cabello. Su padre se ponía la armadura y ordenaba a varios esclavos las tareas del día. Desde la cocina provenía el delicioso aroma de pan recién horneado, pero Marcellus tenía semejante nudo en el estómago que apenas sentía hambre.

Domitilla comentó sobre su triste semblante, pero Marcellus esperó hasta que su padre saliera para contarle lo ocurrido.

—¿Joram… se ha ido? —susurró su madre después de ordenar salir a su esclava.

—Sí. ¿Padre pondrá una recompensa por su captura?

—Lo más probable es que sí.

—¿Si lo encuentran lo hará azotar?

—Creo que sí. Se verá obligado a ponerlo como ejemplo para los demás esclavos. De lo contrario, se rebelarían.

Marcellus sacudió la cabeza y miró al suelo. Lágrimas asomaban a sus ojos.

—Pero —siguió su madre— cualquier castigo es mejor que caer en manos de personas inmorales y sin escrúpulos, que no lo devolverían a cambio de una recompensa.

Un esclavo los interrumpió para anunciar unos visitantes que solicitaban la presencia urgente de la señora Domitilla. Se excusó y dejó a su hijo a solas en el atrio. Marcellus se acercó a la cortina, donde escuchaba voces apagadas.

—Lo reconocimos de inmediato. Así es, señora.

—No llegó muy lejos. Es más, se dirigía en esta dirección. Nos echó un cuento chino sobre como él, siendo cristiano, se arrepintió de haber decidido escapar y volvía para entregarse.

—En pocas palabras, lo capturamos.

—¿Qué desean a cambio? —preguntó la dueña de casa.

—Considerando que su esposo ofrecería una buena suma por su rescate, lo que pedimos no es mucho.

—¿Por qué no esperan a que ponga el precio?

—«Pájaro en mano», señora. Y podríamos ayudarle a capturar a muchos otros como él.

—¿Qué quieren decir?

—Conocemos el escondite de otros cristianos.

—Ya veo. Díganme, ¿cuánto piden?

—Apenas 50 quinarios de plata.

—Les pagaré —respondió Domitilla— al recibir a mi criado. ¿Cuándo será eso?

—En menos de una hora, mi señora.

En el momento acordado, Marcellus paseaba expectante en el jardín de enfrente de la casa.

—¿Y qué te trae a ti aquí? —preguntó su madre mientras descendía las escaleras de la villa.

—Escuché lo que hablaban, madre. Han capturado a…

Los esclavos anunciaron y abrieron las puertas a dos hombres a caballo. Uno llevaba a Joram con una cuerda atada a sus muñecas. El otro era uno de los negociadores de esa mañana. Bajó del caballo y saludó a Domitilla, que le ordenó soltar a Joram.

—Refréscate con el agua de la fuente —le indicó al muchacho.

Joram dio las gracias y lo hizo de inmediato, tomando agua y lavándose el rostro. Pero al ver a Marcellus, se dio la vuelta.

—T-tu m-mano —tartamudeo, aún de espaldas a Marcellus—. ¿Cómo está?

—Este… bien. Me tuvo despierto anoche, pero está bien.

—M-me alegra. Anoche oré por ti.

—¿Lo hiciste? ¿Oraste a los dioses?

—A Dios. A Su hijo, más específicamente.

—¿Al hombre a quien mi padre… al Nazareno?

Joram se dio la vuelta.

—Sí, a Jesús.

Marcellus tragó saliva antes de continuar.

—Era de Judea, ¿no es así?

—Poco importa —susurró Joram—. También podría haber sido de Etiopía.

—¿Por qué te escapaste? —preguntó Marcellus—. Sabías que era peligroso.

—Ayer por la tarde escuché a tu padre gritar que me iba a azotar. Me dio mucho miedo.

—Pero haciendo lo que hiciste te expones a sufrir el mismo castigo, e incluso peor.

Joram asintió.

—Es cierto. Pero creo que el dolor de no obtener tu perdón y el de tu familia, a quienes he aprendido a amar, hubiera sido aún peor. Por eso cuando me iba decidí… bueno, no importa.

—¿Entregarte?

—Sí, pero nadie me cree.

—Joram, puedes estar seguro que… —empezó Marcellus.

—La transacción está arreglada —interrumpió Domitilla mientras se acercaba a los dos chicos. Se veía muy triste—. Lo siento Joram, pero debo llevarte a la celda.

*

Muy temprano la mañana siguiente, los integrantes de la familia Gallus, junto a más de 150 esclavos, se reunieron para presenciar el castigo de Joram. La gravedad de la ocasión imponía un silencio absoluto, interrumpido únicamente por los sollozos de Domitilla, algunas esclavas y Marcellus.

—¿No podemos perdonarlo, padre? —suplicó Marcellus—. Pero si estaba a punto de volver.

—Lo lamento, hijo. Desearía poder tomar otra alternativa. Si el chico hubiera logrado escapar, yo habría hecho la vista gorda. No obstante, como indicó tu madre, su suerte habría sido mucho peor de caer en manos de esos perros.

Joram salió de la celda acompañado por un soldado. Se dirigieron lentamente y de forma grave a un polvoriento cercado, donde se erigía un ensangrentado poste de madera, del que colgaban un par de esposas. Allí los esperaba un corpulento guardia de rostro adusto, armado con un flagelo.

—¡Espera!

El soldado estaba a punto de cerrar las esposas alrededor de las muñecas de Joram, pero se detuvo al escuchar el lastimero grito.

—Marcellus, ¿qué significa esto? —gritó Clemens al ver a su hijo entrar al cercado.

—Soy yo el que debiera recibir el castigo.

—¿Qué?

—Padre, de no ser por mí, él no estaría a punto de recibir los azotes.

—¡Hijo, no! —sollozó Domitilla—. ¡No puedes ser su chivo expiatorio!

—Lo siento, madre, pero debo hacerlo.

—¡Te lo prohíbo! —rugió Clemens.

Joram se soltó de la mano del guardia y corrió hacia Marcellus.

—¡No lo hagas! —gritó—. ¡No puedo permitirlo!

—Debes hacerlo —respondió calmadamente Marcellus.

Joram intentó golpearlo, pero Marcellus lo esquivó con agilidad.

—No te interpongas en mi castigo, Marcellus. No podría perdonármelo si lo hicieras.

—¿Por qué?

—Eres romano. Para ustedes, la guerra es sinónimo de valor. Por mi culpa nunca podrás blandir espada ni lanza.

—Pero Joram, que alguien más recibiera el castigo en tu lugar demostraría tu valía.

—Detenlo, Clemens —susurró Domitilla—. Aunque sea a la fuerza.

Su marido negó con la cabeza. No podía hacer nada.

—Joram, por favor —insistió Marcellus—. Ahora que nunca podré empuñar espada ni lanza, a lo mejor pueda probar mi valía de esta manera.

Joram arrastraba su sandalia por la arena. Pero al escucharlo, levantó la cabeza. Sus ojos brillaban.

—Estoy seguro que tiene remedio —dijo con emoción en la voz.

—¿Qué quieres decir?

—Dame tu mano.

—¿Cómo?

—¡Dame tu mano!

Marcellus obedeció no muy convencido. Para su sorpresa, el joven judío se aferró a ella y cerró los ojos.

—Señor Jesús de Nazaret —oró en alto para que todos lo oyeran—, invoco Tu poder de sanación para restaurar la mano de Marcellus. Haz que vuelva a ser normal, tal como hiciste por el hombre que tenía la mano atrofiada, y que describe Marcos, Tu discípulo, en sus escritos.

Marcellus dio un respingo. Sintió que un poder invadía su mano, y la retiró rápidamente de la de Joram.

—Retírate los vendajes —ordenó con calma. Marcellus pidió al guardia que le diera su daga.

Con ojos como platos, Marcellus sintió sus dedos moverse con normalidad y empuñar la daga. Al darse cuenta de lo ocurrido, la levantó en alto, sacudiendo la cabeza y derramando lágrimas de felicidad. Sus padres estaban atónitos.

—¡Padre! —gritó—. ¡Puedo volver a empuñar un arma!

Los testigos estallaron en ovaciones y aplausos, pero Joram volvió tranquilamente al poste de madera, donde extendió las manos al verdugo. Éste, al parecer indiferente al milagro que acababa de presenciar, continuaba preparando el flagelo para llevar a cabo su cometido. Al escuchar los gritos de protesta de Marcellus y algunos de los esclavos más entusiasmados, dirigió la mirada a Clemens, esperando la señal.

El tribuno levantó la mano y sacudió la cabeza.

—¿Quién entre ustedes condenaría los actos de nobleza y valentía que acabamos de presenciar y que realzan las verdaderas tradiciones de Roma? Que dé un paso al frente. En palabras del Rey de Joram y el Hijo de Dios que ha curado la mano de mi hijo: «Que lance la primera piedra».

Tras breves momentos de silenciosa expectación, el soldado levantó las manos y se alejó del chico. El ejecutor también bajó la cabeza, soltó el látigo y dio varios pasos atrás. La multitud vitoreaba. Domitilla y las esclavas lloraban —ahora de alegría— y Clemens ordenó iniciar los preparativos para una fiesta esa noche.

*

—¡Proclamo ante todos que desde esta noche Joram es un hombre libre —anunció Clemens, levantando una copa rebosante de vino—. Se le quitará el brazalete de inmediato.

Joram se encontraba de pie a su lado, engalanado en una toga de bordado exquisito, cortesía de sus amos. Al escuchar el anuncio, bajó la cabeza en agradecimiento, y se dirigió a los huéspedes.

—Aprecio el honor que me hace mi amo. No obstante, deseo renunciar a mi libertad a fin de continuar sirviendo en la noble casa de Clemens y Domitilla Gallus, quienes me han prodigado tantos cuidados, incluso me han tratado como a un hijo.

Clemens sonrió. Apoyando una mano en el hombro de Joram, continuó:

—Precisamente. Pero mi esposa y yo hemos decidido prodigar esos cuidados de forma oficial.

—No le entiendo, señor.

—Mañana redactaré los papeles de la adopción.

Joram se quedó de una pieza. Con la boca abierta, observó anonadado a la muchedumbre que vitoreaba, mientras Domitilla y Marcellus se acercaban a abrazarlo.

—Así que el proverbio es cierto —musitó finalmente mientras se limpiaba los ojos y esbozaba una gran sonrisa—. «El que con cuidado cría a su siervo desde su niñez; a la postre lo tendrá por hijo» (Proverbios 29:21).

—Sabias palabras —comentó Clemens—. ¿Quién las escribió?

—¡Uno de los más sabios de mi pueblo —respondió Joram.

FIN
Autor: Gilbert Fentan. Ilustraciones: Jeremy. Diseño: Roy Evans.
Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2021
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Etiquetas: relatos para niños, perdón, compasión, pascua de resurrección/semana santa