Otra versión de una leyenda
—¡Bienvenido a casa, hermano! —exclamó Jamshid—. Hemos esperado con ansias volver a verte.
—Lo mismo digo —replicó el sultán.
El sultán alzó la mirada y observó que la corte entera había salido a darle la bienvenida. En la parte superior de las puertas de entrada y de las murallas había damas vestidas en finos vestidos de seda de todo color que habían venido para darle la bienvenida. Apuestos nobles lo aclamaban. Pétalos de rosa caían sobre la procesión y el aroma que imperaba en el ambiente era muy agradable.
El sultán fue llevado enseguida a darse un perfumado baño, luego del cual le esperaba un buen masaje, junto con una ligera comida que consistía de frutas y algunos manjares. Luego de refrescarse y comer, el sultán mandó llamar a Abbanes, el jefe de los visires, quien vino enseguida junto al hermano del sultán.
—Abbanes —comenzó diciendo el sultán—, en mis viajes a lejanos países he visto unos castillos magníficos y superan con creces toda construcción que haya podido imaginar. Aquellas construcciones inspiran el respeto de su pueblo y temor en sus enemigos. Me gustaría edificar semejante monumento para que sea conocido en el mundo entero durante generaciones. Quiero que la gente se detenga y se maraville ante tan majestuosa creación.
Abbanes levantó ligeramente la cabeza y habló respetuosamente:
—Señor, si me permite, su palacio ya es fabuloso en riqueza y gloria. Su esplendor ha maravillado la vista de numerosos visitantes. Ha…
El sultán alzó la mano pidiendo silencio y le dijo:
—Ahora debe ser más majestuoso. Voy a hacer que mi palacio sea el más fabuloso de todos. Debe ser más grandioso que ninguna otra construcción en el mundo para almacenar mis grandes riquezas, porque incluso ahora he obtenido uno de los diamantes más preciosos del mundo. ¿No debería, por tanto, estar guardado en el más suntuoso de los palacios? Te insto a que me ayudes a construir un palacio semejante.
—Su majestad, sus deseos son órdenes para mí —respondió Abbanes—. Buscaré un hombre capaz de realizar una construcción de semejante majestuosidad.
A la mañana siguiente, Abbanes comenzó su búsqueda de un hombre que tuviera el talento para edificar el palacio soñado por el sultán. Consultó con todos los mejores constructores del reino pero ninguno era lo bastante excepcional como para cumplir con las grandes expectativas del sultán.
Entonces un día, mientras viajaba por un pueblo vecino, vio una casa magnífica. De inmediato quiso conocer el nombre del constructor. Tal vez aquel podría ser el hombre que buscaba.
La casa tenía elegantes cúpulas y pilares hechos de alabastro y piedras semipreciosas. Si bien el sol brillaba con fuerza, las fuentes de agua del exuberante jardín que rodeaba la casa refrescaban el ambiente.
Una pareja de ancianos vestidos en finos ropajes abrieron el portón de la casa.
—¿De quién es esta casa? —preguntó Abbanes.
—Es nuestra —respondió el hombre.
—Tengo algunas preguntas para hacerle sobre su magnífica casa.
—Por supuesto, señor. Pasen, por favor.
Al entrar, Abbanes se quedó aún más maravillado del interior. Nunca había visto algo semejante a los mosaicos de esmalte y espejos o la fina tapicería que engalanaba las paredes y los pisos. El techo se ondulaba en hermosos arcos. En cierto lugar una pequeña catarata fluía serenamente dentro de una laguna con peces y perfumada por lirios de agua. El visir y sus hombres se sentaron y enseguida les sirvieron una comida de cordero asado.
Abbanes preguntó:
—¿Quién construyó esta casa tan espléndida?
—Su nombre es Mahesdas. Ya se retiró. En la actualidad está dedicado a la oración y a la tarea de ayudar a sus semejantes.
—¡Qué bien! Le ofreceré un cargo desde donde pueda ayudar a su sultán. ¿Dónde puedo hallar a ese hombre? —preguntó Abbanes.
—Es fácil encontrarlo. Vive en la cima de aquella colina —dijo señalando por la ventana a una sencilla casa arriba de un cerro.
El visir se despidió. Luego se dirigió con su séquito a la humilde morada de adobe donde vivía Mahesdas. Haciendo a un lado la cortina que impedía la entrada del calor y el polvo, halló a Mahesdas leyendo un gran libro ilustrado.
Al ver a las visitas, Mahesdas puso el libro a un lado y los saludó. Lucía barba y cabello largo que se estaba volviendo blanco, lo cual contrastaba con su elegante, si bien sencilla, ropa de color azul.
Abbanes no perdió tiempo y explicó el motivo de su visita.
Tras escuchar a Abbanes hablar del intento por mejorar el diseño y embellecer el palacio del sultán, Mahesdas permaneció algunos minutos en silencio. Luego respondió pensativamente:
—Es cierto que soy un arquitecto y constructor muy hábil y que podría diseñar y construir un palacio semejante, pero hay algo que debo decirle…
—Dígame, ¿de qué se trata?
—Soy seguidor de Cristo. Se lo digo porque lo que edifique tal vez no sea de su agrado. Como siervo de Cristo solo hago Su voluntad.
—¿Me está diciendo que no tiene la destreza suficiente para hacer el trabajo?
—No, no me refiero a eso.
—¿Me está diciendo que se niega a obedecer la orden de su sultán? ¡Porque de ser así, semejante falta de respeto sería recompensada con la muerte!
—No, no es eso lo que quiero decir.
—Entonces, ¿qué quiere decir?
—Me refiero a que es posible que edifique algo que no sea de su agrado.
—Si usted es capaz de construir algo semejante a la casa que vi o a los palacios que he oído que usted ha construido, estoy seguro que no quedaremos desilusionados.
—Tal vez sí y tal vez no —contestó Mahesdas. Sin embargo, al darse cuenta de que no tenía alternativa, decidió ir y añadió—: Haré lo mejor que pueda por mi soberano.
Tras reunir sus pocas pertenencias, Mahesdas montó el camello que le llevó al palacio del sultán. Allí, el sultán informó a Mahesdas cuáles eran sus deseos. Mahesdas tomó nota cuidadosamente e hizo dibujos de todo lo que quería el sultán.
En las siguientes semanas Jamshid observó con atención a Mahesdas y comprobó que era un hombre honrado. En una ocasión, Jamshid dejó una bolsa de monedas de oro sobre la mesa y se fue a dormir. Lo hizo a propósito para ver qué haría Mahesdas. Jamshid no fue defraudado, pues a la mañana siguiente, apenas encontró las monedas, Mahesdas se las devolvió al sultán.
Posteriormente, el sultán se tuvo que ir a atender un asunto muy importante, sin saber cuánto tiempo estaría ausente. El sultán citó a Mahesdas y a Abbanes en el salón.
—Mahesdas, te he confiado la tarea de terminar lo que te he asignado. Esto es un decreto que pone a tu disposición mi depósito de oro y piedras preciosas para que embellezcas mi palacio.
Mahesdas tomó el rollo y se inclinó.
Al poco tiempo de partir el sultán estalló la guerra en la región y resultó muy difícil enviar o recibir mensajes desde el palacio. El sultán tenía curiosidad por saber cómo progresaba su palacio que iba a eclipsar a cualquier otro que se hubiera construido, pero sus mensajes no llegaban a destino. Ladrones atacaron a algunos de los mensajeros. Inundaciones y otros desastres naturales detuvieron a otros mensajeros, mientras que la guerra impedía que otros tantos llevaran los mensajes del sultán.
Al cabo de casi dos años, el sultán estuvo en condiciones de regresar a casa. Cada día que pasaba su corazón se iba llenando de expectativa. El sultán pensó: «¡A estas alturas mi palacio debe ser una maravilla! Aunque todavía no esté terminado, debe ser algo digno de maravillarse al verlo».
El sultán presintió que algo no estaba bien al ver que su hermano no lo había ido a recibir. Al poco tiempo se enteró del motivo: Jamshid estaba enfermo. Tenía una fiebre que no se curaba.
Pero aquello fue solo el comienzo de su tristeza. La pena del sultán se convirtió en consternación y pronto en ira, al enterarse de que no se había hecho el más mínimo avance en su grandioso proyecto de construcción. No se había colocado una sola piedra ni se había tallado una sola viga. ¡No quedaba un centavo del tesoro que había dejado a cargo de Mahesdas para la construcción del palacio! Mahesdas había regalado hasta la última moneda de cobre a los enfermos, a los pobres, a los hambrientos y afligidos. Uno de los muchos proyectos que tuvo a su cargo fue el de construir pozos para los pueblos cercanos que no tenían agua.
Abbanes fue arrestado aquel mismo día por haber escogido a Mahesdas como constructor. En cuanto a Mahesdas, fue atado de pies y manos y arrastrado hasta el juzgado del sultán, donde fue echado a los pies del poderoso gobernante.
—¿Así es como lleva a cabo mis órdenes y me paga por confiar en usted? —le preguntó el sultán.
—¿Acaso no le dije a su visir que lo que construyera tal vez no sería de su agrado?
—¡Usted no ha construido nada! —gritó el sultán.
—Pero sí he cumplido las órdenes de mi sultán. Déjeme explicarle… —dijo Mahesdas.
Antes que pudiera explicarle, el sultán llamó a sus guardias:
—Echen a este villano al calabozo y que espere ahí el castigo.
Sucedió que por entonces empeoró el estado de Jamshid y entró en coma. El sultán se entristeció, pues quería mucho a su hermano. Se encerró en la habitación de Jamshid y no comía ni bebía ni hablaba con nadie.
Al cuarto día, mientras el sultán estaba sentado llorando a su hermano, Jamshid de pronto se sentó.
—¡Jamshid! ¡Estás bien! —exclamó el sultán gozoso, mientras besaba y abrazaba a su hermano.
Al comienzo Jamshid solo atinó a decir:
—¡He visto cosas extrañas!
—¿Qué cosas extrañas? Cuéntame.
—Te lo contaré, pero primero haz que Mahesdas venga a mi lado. Deseo hablar con él.
—He encerrado a ese ladrón en la mazmorra más profunda. No volverá a ver a nadie más excepto en el día de su ejecución. Prometió construirme un palacio, ¡pero en vez de eso regaló mis riquezas a los pobres!
—Te ruego, hermano, no le hagas daño. Es un amigo de Dios y los ángeles de Dios le sirven.
—¿Qué tontería es ésta? ¿Qué te ha dicho? Aún te estás recuperando de tu enfermedad. Necesitas descansar.
—Hermano, si me quieres, te suplico que lo pongas en libertad. Me alegro de haberme despertado desde las puertas de la muerte para rogar por su vida, pues muy grande sería tu pecado si levantaras la mano contra él.
—¿Y por qué tienes tanto interés en ese hombre? ¿Acaso te ha hechizado?
—Cuando estaba en un profundo sueño, vinieron unos ángeles y me llevaron al paraíso. Allí me mostraron un palacio maravilloso, mejor que cualquiera que haya visto mortal alguno. Me acerqué al palacio a través de un amplio camino de cristal bordeado de palmeras datileras. En el centro había una laguna centelleante y en ella flotaban flores de loto de muchos colores y grandes pájaros de color blanco.
»Sus elevadas murallas se alzaban cual agradable bruma de una terraza cubierta de preciosos azulejos. Aquellas paredes eran más deslumbrantes que el alabastro, eran más puras que la nieve que hay en las cimas de las montañas cuando las ilumina la primera luz del amanecer. Y había muchas ventanas; algunas eran grandes y estaban abiertas a la indescriptible luz del cielo, y otras ventanas estaban cubiertas por enredaderas de flores de todo tipo. En los pisos había plata incrustada que reflejaba todo como en un espejo; las paredes eran de oro trabajado por artesanos de una habilidad superior a la de los mortales. Por todas partes había gemas que relucían con un brillo indescriptible, radiante y al mismo tiempo tenue; y unas fuentes fluían tranquilamente mientras la música deleitaba el oído.
»Lo que debes saber, hermano mío, es esto… que los ángeles que me mostraron aquellas maravillas, me dijeron: “Este es el palacio que Mahesdas construyó para tu hermano, el sultán. Él no es digno de habitar en este palacio, por tanto le será quitado y dado a otro más digno que él”. Entonces me desperté y vi que me abrazabas.»
—Lo dejaré en libertad —dijo el sultán con voz resuelta.
—Vayamos juntos —dijo Jamshid con regocijo.
Luego de hablar, el sultán y Jamshid caminaron hacia la prisión, dejaron en libertad a Mahesdas y a Abbanes y les dieron ropajes suntuosos.
Entonces el sultán dijo humildemente:
—Mahesdas, te pido que me perdones.
—Por supuesto, mi sultán.
Jamshid le contó a Mahesdas el sueño. Mahesdas le contestó:
—Jesús dijo que en la casa de Su Padre hay muchas mansiones1, e incluso ahora mismo está preparando un lugar para nosotros. Aquellos que tienen fe y demuestran amor por sus semejantes ayudan a construirlas. Sultán, esas son las verdaderas riquezas que nunca desaparecerán.
El sultán contestó con humildad:
—Ya verás que seré digno de habitar esa mansión. Mahesdas, ¿me construirías otra mansión igual en el cielo para mi hermano? Quiero que esté al lado de la mía.
Mahesdas sonrió. Respondió mientras hacía una venia:
—Mi deber es únicamente hacer lo que mi rey me ordene.
El sultán cumplió su palabra. Con la ayuda de Mahesdas y Jamshid veló por su pueblo como un padre que cuida de sus hijos. Amado por su pueblo, fue conocido como el sultán de la bondad y la benevolencia y uno que ayudaba a todos los necesitados.
No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón2.
Notas a pie de página:
1 Juan 14:2
2 Mateo 6:19-21
Texto: Curtis Peter Van Gorder. Ilustración: Sandra Reign. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2018.