Rincón de las maravillas
Una fría noche invernal
viernes, diciembre 13, 2019

Muy por encima de la sombría neblina de Londres, el viento helado del norte sacudía las nubes colmadas de humedad formando esos encantadores copos que llamamos nieve.

Junto con su manto nevado, el viento del norte transportaba una voluminosa silueta que montada sobre un trineo, silbando convulsivamente a una docena de renos que hacían cabriolas como si estuvieran llevando a su amo a través de los claros invernales de Laponia en lugar de entre las nubes del firmamento.

—Jo, jo, jo —exclamó y se retorció con un ataque de tos. Yo, su fiel compañero y siervo elfo, le di unas palmaditas en la espalda hasta que recobró el aliento.

—Ya está. Gracias, Rodolfo —dijo respirando con dificultad. Me alegro de haberme esforzado por aprender finlandés en la Escuela Intergaláctica de Elfos, porque aunque ya de por sí resultaba difícil comprender a Nicolás, su finlandés era mucho más comprensible que su inglés.

—¡Gracias a Dios que rara vez tenemos que emplear estos cuerpos terrenales! —Dijo jadeando y me miró un tanto nervioso—. ¡Tú, Rodolfo, luces esbelto, ágil, bastante élfico, señor! Tu disfraz te calza como un guante. ¿Qué opinas?

—¡Me alegra que, en líneas generales, lo haya logrado! —le respondí. Me encantaba el tamaño diminuto y la agilidad de que hacía gala mi traje.

—En líneas generales... ¡en líneas generales! Entonces, ¿de qué trataba en líneas generales mi atuendo? ¿Una marmota de peluche gigante que se cayó en un tanque de tinta roja? ¡Me siento como un hombre embutido dentro de varios salvavidas! Rodolfo, ¿es posible que los seres humanos lleguen a inflarse hasta alcanzar semejante tamaño?

—Me temo que esa es la triste realidad. Pero, ¿ya hemos llegado a nuestro destino?

Me asomé a un costado de nuestro trineo para mirar hacia abajo, a la tierra. A nuestros pies, la ciudad parecía como un firmamento desordenado y lleno de estrellas engastado en una gris neblina.

—Londres, señor —le recordé respetuosamente, mientras seguía quejándose del confuso y gelatinoso traje que le había traído esta época navideña.

—Exacto —contestó, concentrándose de nuevo en la tarea que nos esperaba.

Sacó un enorme rollo y con ceño fruncido observó la hoja con ojos entornados. Al final, farfullando se sacudió los anteojos que colgaban sobre su nariz.

—¡Y pensar que la humanidad emplea estos cachivaches para leer!

A continuación, relajó sus espesas cejas canosas y escudriñó el rollo.

—¡Ajá! Elsa White, calle Cankers Ore, número cinco, segundo piso. Es una buena chica, ayuda a sus papás cuidando del bebé, quita dos veces al día la nieve que cubre el camino de su casa, etcétera, etcétera. Pide para Navidad una máquina de coser para confeccionar unas camisas más bonitas a su papá. ¡Caramba! ¡Qué caso tan excepcional! ¿Verdad, Rodolfo?

—Así es —contesté—. Es el polo opuesto a todas las pistolas y espadas que siempre nos piden en las cartas que nos escriben.

—Sí... ya llegamos.

Aterrizamos en un tejado estrecho y grisáceo que cubría todo un bloque de edificios de apartamentos. Abajo, en las sucias calles no se escuchaba ni un solo carruaje ni el trote de un caballo mientras yo mandaba callar a los renos y los ataba a una cañería. Nicolás observó con cara pesimista el tamaño de la chimenea.

—Échame una mano, Rodolfo.

Le ayudé a llegar hasta el saliente de la chimenea.

—Recuerde, señor, hablar en inglés. No saben una jota de finlandés.

Nicolás asintió con la cabeza, y jadeando y gruñendo comenzó a descender por la chimenea. Le seguí en silencio.

—¡Por Dios! —fue la exclamación que provocó nuestra repentina aparición en el hogar.

Ayudé a Nicolás a ponerse de pie mientras observábamos cautelosamente el amenazante atizador de hierro oxidado.

—Ni un paso más o llamaré a la policía —gritó alguien con voz temblorosa.

Nicolás vociferaba en finlandés que éramos amigos, pero fracasó en apaciguar al atizador de hierro, que comenzó a amenazar la enorme cintura de mi compañero con estocadas  y empujones.

—Háblale en inglés —le grité—, y Nicolás tan pronto como se puso a una distancia prudencial del atizador, comenzó a hablar.

—¿Vez ahora, bue´zeñó? ¿Envidiaz mi gordura porque tú no tienez? Te la regalaría zi pudiera, pero sería una láztima derramarla por el zuelo.

Para entonces, mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad que reinaba en la habitación, y vi el tipo de persona al que habíamos importunado. Era de mediana edad y si tuviera que describirlo con una sola palabra diría que era enjuto. Tenía las manos y los brazos, así como las piernas y el rostro huesudos, y su expresión era tan solemne y severa como una tumba.

Se veía que no estaba acostumbrado a gozar de compañía humana. Y llegué a la conclusión de que si Nicolás resultaba un personaje asombroso, el hecho de que además fuera acompañado de un elfo, constituía demasiada novedad de golpe. Me volví invisible y dejé que el experimentado Nicolás se encargara de dar las explicaciones oportunas. Sabía que él gozaba de una personalidad tan encantadora que la mayoría de la gente lo recibía con los brazos abiertos tras conocerlo por unos minutos.

Mientras tanto, Nicolás procuraba tranquilizar al hombre.

—Perdóname zi te he azuztado. Zoy Zan Nicolás (o Zanta Clauz) y traigo buenaz noticias y alegría navideña.

—¿San Nicolás? —Se burló el hombre—. ¿El verdadero San Nicolás? ¡Bah! ¡Pamplinas!

—¿Filipinas? No, no, querido amigo. Vengo desde Finlandia. Pero, vez, te apagué el fuego y ezta habitación está como el hielo. Te daré un buen fuego.

Dio unas palmadas y en el hogar se prendió la lumbre, iluminando la desnuda estancia.

La habitación estaba únicamente amueblada por un largo y estrecho somier, un desvencijado lavabo de madera, una silla y una tosca mesa tallada en un rincón. Me pregunté qué desventura debía sufrir este hombre; y evidentemente, Nicolás se preguntaba lo mismo.

—No, no —dijo chasqueando la lengua—. Esto no es bueno. ¡Vez, esta silla ez como un esqueleto! ¡No, no, esto no es bueno!

—Bien —dijo el hombre con frialdad—, si pones reparos a mi hogar, sugiero que lo abandones para que así no te ofenda la vista de los muebles, ni tu presencia me ofenda a mí.

Nicolás parecía terriblemente ofendido, y guardó silencio, mientras el hombre continuaba con su perorata.

—Mira esa hoguera —dijo—, la ración de toda una semana invertida en un calor inútil. Si continuamos a este ritmo, no me sorprendería ver cómo se derriten las capas de hielo.

—Pero, un poco de alegría navideña...

—¡Bah, pamplinas!

—Ya te he dicho, que no vengo de Filipinas sino de Sodankyla.

—¡Fuera con eso de Felices Navidades!

—La Navidad está dentro, fuera, ¡por todas partes! —exclamó el jovial Nicolás y terminó con un ahogado «Jo, jo, jo». Le di unas palmadas en la espalda.

—Graciaz, Rodolfo —dijo.

Le eché un vistazo al esquelético hombre de pie en la habitación, y lo comprendí todo.

—¿Te conozco? —le pregunté—.Tu acento me resulta familiar. ¿No serás por casualidad, un Scrooge?

Para que me pudiera escuchar tuve que volverme visible, pero el hombre parecía pensar que todo se trataba de un extraño sueño del que pronto despertaría. Creo que en esos momentos ni aunque se le hubieran aparecido los espíritus de la Navidad habrían logrado asustarlo.

—Lo soy —contestó alzando su barbilla puntiaguda—, soy Gareth Scrooge.

—¡Ajá! —exclamé, me tenía harto con sus comentarios disparatados sobre un día tan sagrado—. ¡Lo sabía! Puedo oler la miseria a un kilómetro. Vaya, Nicolás —me volví hacia la voluminosa figura ataviada de rojo que estaba a mi lado—, parece que hemos aterrizado en la chimenea del primo, por parte de padre, de Ebenezer. Parece que en esta familia son de los que pelan la pulga, es decir, de lo más tacaña que haya.

—Bueno, bueno, bueno —dijo Nicolás fingiendo una voz asustada—, hemos puesto el dedo en la llaga.

—No tienen que hablar de mí como si fuera algún tipo de fenómeno de circo —chilló Scrooge.

—Zolo piensa... —continuó Nicolás como si no hubiera oído al hombre —zer tan tacaño que ni siquiera dizfruta de una buena lumbre en la chimenea.

—¿Te atreves a insultarme en mi propia casa? —espetó Scrooge, con un aspecto demasiado mortífero para un anciano.

—¡Aléjate, enorme monstruosidad roja! ¡Y tú... aberración de orejas puntiagudas! —Vociferó Scrooge como si recitara un encantamiento mientras agitaba un brazo en el aire.

Eso fue lo que colmó el vaso.

—¿Con que ezas tenemos? —rugió Nicolás—. No me iré hasta que aprendaz algo del espíritu navideño.

Debo aclarar que cuando Nicolás se enojaba era tan terrible y espantoso como cualquier fantasma que yo haya conocido. Scrooge se puso a temblar. Luego, Nicolás recuperó su compostura y dijo en un tono más suave.

—Mira, no quiero hazerte daño, pero ez mejor que hagaz una mejor gala del espíritu navideño.

Dicho eso, Nicolás agarró al Sr. Scrooge por el brazo y atravesaron la pared hasta llegar a la calle donde soplaba el viento helado.

—Tranquilo, Nicolás —le dije—. No hagas nada demasiado radical.

Claus simplemente soltó una carcajada con su jovialidad habitual que provocó que todo su cuerpo se sacudiera. Parecía que estuviera hecho de gelatina; y mientras sostenía a Scrooge por el brazo, éste también resultó zarandeado, solo que como una frágil valla azotada por el viento.

—¿Vaz a disfrutar de la Navidad? —Le preguntó Nicolás—, porque —prosiguió— ez el mayor regalo que ze le ha dado a la humanidad. Mira abajo, Scrooge, a la gente.

Y Scrooge miró hacia el suelo y quedó boquiabierto: muchas de aquellas calles bulliciosas contenían una potente luz dorada en su interior que se irradiaba formando brillantes rayos luminosos. La maravilla y belleza de dicho resplandor alcanzaron incluso el corazón de piedra de Scrooge.

—¿Qué significa esa luz? —preguntó.

—Eza es la luz de la vida y del amor que perdura para siempre. Eze es el regalo de Navidad. Fíjate, eze mendigo lo pozee y también eza niña, pero aquel hombre acaudalado, no. ¿Por qué? Porque ze trata de un regalo. Y tú también lo pozees.

—¡Yo nunca he recibido dicho presente! —replicó Scrooge.

—Ah, el dezpiste de la humanidad —afirmó Nicolás—, ven y te lo moztraré.

Volamos a través de las calles, Nicolás profería diatribas cada vez que pasábamos junto a dibujos o figuras de Santa Claus en los escaparates de las tiendas o en las aceras.

Por fin, llegamos hasta una pequeña iglesia que tenía las ventanas iluminadas. Entramos y escuchamos el sermón navideño dirigido a los niños y niñas que se encontraban reunidos alrededor de un belén.

—¡Ja! ¿Dicez que no tienez el regalo? Entonces, dime ¿Quién ez eze? —dijo Nicolás señalando a un muchachito extremadamente delgado que, en un apartado rincón, oraba con la cabeza inclinada.

—Scrooge —dije con una sonrisa—, pareces en paz con Dios y con los hombres.

—Obzerva, obzerva —añadió Nicolás.

Al concluir la oración, la sala se llenó de una luz que emanaba cada uno de los niños, desplegándose y abriéndose como los pétalos de una flor e irradiando su resplandor hasta el último rincón.

Scrooge miró y por unos instantes me pareció que su semblante adquiría una expresión más tierna... pero no duró más que un segundo. Sacudió la cabeza y soltó un poco convincente.

—¡Pamplinas!

Luego, como queriendo apartar la atención de su persona, se volvió hacia Nicolás y le exigió:

—¿Qué significa todo esto? Demolieron esta iglesia hace años, si lo sabré yo.

—Sí —le contesté (porque durante el primer año que asistí a la Escuela Intergaláctica para Elfos había investigado sobre la familia Scrooge)—, claro que lo sabes. Su demolición se debió a que, hace diez años, construiste una fila de apartamentos aquí. En mi vida he visto unas casuchas más espantosas.

Scrooge parecía incómodo y se molestó.

—No creo que sea asunto tuyo.

Estaba a punto de contestarle cuando Nicolás me detuvo.

—Rodolfo, cállate —dijo, y cuando empleaba dicho tono, yo siempre le obedecía.

Observamos cómo los niños se levantaban y se reunían alrededor del árbol de Navidad para recibir sus regalos, y a continuación salían de la iglesia para dirigirse a sus hogares. Todavía los rodeaba el halo de luz que, a su paso, iluminaba la blanca nieve y las sucias callejuelas.

Cuando partió el último niño, Nicolás agarró de nuevo el brazo de Scrooge.

—Ven y te moztraré máz detallez de la alegría navideña.

Salimos volando sobre los tejados y las calles hasta llegar a lo alto del Big Ben que estaba a punto de dar las ocho de la mañana. De pie en el saliente se encontraba un anciano delgado vestido con un traje marrón y gris que alzó la mirada cuando aterrizamos junto a él. Se saludaron de forma muy singular, si lo hubiera escuchado algún periodista se habría convertido en toda una famosa oratoria.

El saludo entre el anciano corpulento y el anciano delgado que se encontraba arriba del Big Ben transcurrió así:

—Hola, Nicolás.

—Hola, también, Nicolás.

—Un día espléndido, ¿verdad?

—Sí. Un día extraordinario.

Scrooge y yo nos mantuvimos a cierta distancia. Luego, me incliné hacia él y, señalando al anciano delgado, le dije:

—Ese es Nicolás —Scrooge me miró con incredulidad—. El verdadero —añadí—, el original, el primero. Nunca pesó más de setenta y cinco kilos.

Los dos Nicolás continuaron con su conversación.

—Hoy te veo en forma.

—Me veo rechoncho.

—Sí. Es una lástima que sigan haciendo hincapié en tu gordura en todos esos dibujos y anuncios. Dentro de unos años hasta se te olvidará que podías pasar a través de las chimeneas.

—Hola, Rodolfo. ¿Quién es ese que te acompaña?

—Un amigo que precisa de la alegría navideña —repuse.

—Se nota —el Nicolás flaco esbozó una sonrisa—. ¿Qué puedo hacer por ti?

El Nicolás gordinflón tenía un aspecto un poco avergonzado, y sacó un rollo.

—Me temo que he perdido mi lista de personas a quienes alegrar en Navidad. En lugar de ezo, tengo una lista de peticiones a Santa Claus de cozaz que ze pueden conseguir en un centro comercial. Una pistola, una muñeca cara, la modelo monztruo, etcétera, etcétera. La única petición decente ez la de una niña que desea una máquina de cozer para confeccionar prendaz para zuz papáz.

—Entonces, toma mi lista —dijo el Nicolás delgado—, sin importar las circunstancias, debemos repartir la alegría navideña. Y, por favor, añade a esta lista la niña que pidió una máquina de coser.

Tras muchas muestras de agradecimiento, el Nicolás rollizo aceptó la nueva lista que le entregaba el Nicolás delgado, y salimos volando a toda velocidad hacia el apartamento de Scrooge.

Posándonos en el techo, enganché los renos al trineo y les di un alegre silbido mientras Nicolás metía apretujado a Scrooge entre él y yo.

—¡La primera parada, entregar el ozito de peluche en la chimenea! —gritó Nicolás, y en un instante llegamos a una juguetería.

Nicolás tomó del brazo a Scrooge y, a través del vidrio del escaparate, entraron flotando a la tienda que se encontraba profusamente iluminada.

Nicolás recorrió una por una las estanterías y se detuvo ante una que estaba repleta de peluches y muñecas. Tomó un osito, metió la mano en su bolsa y sacó un fino polvillo dorado que esparció sobre el peluche. Luego, con una sonrisa lo devolvió a la estantería.

—Ahora, fíjate... comienza la magia —le dijo a Scrooge.

Scrooge observaba con expectación mientras el dependiente de la tienda cerraba el comercio. Barrió el suelo y bajó la persiana, y mientras daba un último vistazo a la tienda, se detuvo ante la estantería donde se encontraba el oso de peluche. Mientras lo miraba, comenzó a restregarse la barbilla y el oso comenzó a brillar y a despedir pequeños rayos de luz hacia él. Entonces, se restregó la barbilla más velozmente y metió el peluche dentro de un saco que estaba repleto de otros juguetes.

Mientras seguíamos al dependiente hacia la calle, Nicolás se restregó las manos y agarró del brazo a Scrooge.

El dependiente se detuvo en la puerta de una iglesia de donde salía una tenue luz.

—Vez, ezte lugar también eztá lleno con la luz de la Navidad.

Entramos a la capilla y observamos a las personas que leían el relato del más precioso Regalo que jamás se haya hecho. Luego, se intercambiaron presentes, ningún objeto caro, sino pequeños detalles que provenían del corazón pues exhalaban la luz de la Navidad.

—Feliz Navidad, muchacho —dijo el dependiente a un niñito que sabíamos que era el agraciado de nuestra lista.

El niño quedó encantado con el peluche.

—¡Gracias, señor! ¡Dios le bendiga! —exclamó.

Parecía que aumentaba el resplandor de la habitación. Se concluyó la reunión con una oración y el niño recibió el Regalo más precioso de todos, y otra flor se abrió rebosante de luz y gozo.

—Eze niño —comentó Nicolás mientras salíamos flotando nuevamente hacia el cielo— no ze va a quedar con el ozito.

—¿Por qué no? —preguntó Scrooge.

—Zi zoy ezperto en mi oficio, y así ez, ze lo dará a zu hermanito como regalo de Navidad.

Scrooge quedó consternado.

—Pero —preguntó— entonces, ¿por qué no le dimos dos ositos?

—¿Y quitarle la oportunidad de zer de mayor bendición? ¡No, nunca! Zu amor y bendiciones ze multiplicarán con cada penzamiento y acto de bondad. ¿No ez una magia maravilloza?

Scrooge asintió con la cabeza lentamente.

En el reloj sonaron las doce de la noche y Nicolás dio un brinco.

—¡Dioz mío! ¡Mira la hora que ez!

Scrooge parecía asustado.

—¡Vaya! Digo, ¡no tienes que irte aún!

—Ez una pena, pero cuando tratamos con mortales en ezte mundo terrenal, eztamos limitadoz por el tiempo —contestó.

—Pero, ¿qué pasa con el resto de la lista? ¿Qué va a pasar con la niña que vive en el apartamento junto al mío? ¡No te puedes ir! Digo, no está bien. No es correcto.

—¡Dame esa lista! —gritó mientras se la arrebataba de la mano a Nicolás—. Si tú no cumples sus deseos, yo lo haré. ¡Llévame a casa ahora mismo!... Eh... por favor.

—Muy bien —gruñó Nicolás haciéndome un guiño.

De nuevo nos apretujamos en el trineo y salimos pitando hacia su apartamento. Mientras yo aguardaba afuera con el trineo, pues en eso consistía mi labor, Nicolás y Scrooge entraron a través de la ventana.

No podía escuchar lo que acontecía dentro de la casa, pero la luz fue en aumento hasta volverse más y más brillante; y cuando Nicolás salió con dificultad de la estrecha chimenea, todo el viejo edificio irradiaba calidez y felicidad. Los sonidos de «¡Hip, hip, hurra!» y de «Les deseo a todos una Feliz Navidad y un próspero Año Nuevo!», resonaban por la chimenea.

Nicolás y yo nos sonreíamos mutuamente.

—Misión cumplida, volvamos a casa.

Mientras nos desvanecíamos en la noche invernal, nos despojamos de nuestros disfraces y extendimos nuestras alas. El reno se transformó en un querubín y yo me volví hacia el ser que había actuado de Nicolás.

—Bueno, Gabriel, esto fue muy poco ortodoxo, pero funcionó.

Gabriel sonrió.

—¡Alabado sea Dios! El Cielo en pleno está entonando alabanzas por este maravilloso momento. ¡Vamos, Rafael, cantemos algo también!

Por consiguiente, entonamos juntos el himno «Jubilosos adoradle».

Todas Tus obras con gozo te rodean, Cielo y Tierra reflejan Tu bondad,
estrellas y ángeles te cantan, eres el centro de alabanza sin final.
Campo y bosque, valle y montaña, prado florido, centelleante mar,
el pajarillo cantor y la fuente rebosante nos llaman a gozar de Tu beldad.
Eres dador y perdonador, bendición eterna, bendito seas por siempre jamás,
fuente inagotable del gozo de vivir, océano profundo de sosiego y felicidad.
Henry J. van Dyke (1907)
Fin
Texto e ilustración: Yoko Matsuoka. Diseño: Roy Evans.
Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2019
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Etiquetas: navidad, generosidad