Rincón de las maravillas
Aventura bíblica: El hombre que hizo realidad un sueño
viernes, enero 14, 2022

Adaptación del libro de Nehemías

Ver «En defensa de los pobres», otro relato de la vida de Nehemías.

En el siglo V a. de C., yo, Nehemías, servía al rey Artajerjes de Persia en un puesto de honor como copero real encargado de llenar su copa con vino y bebidas seguras, que no estuvieran envenenadas. Fue en la época en que el pueblo de Dios había sido llevado cautivo por culpa de sus pecados y por rebelarse contra el Señor.

Soy de origen judío y al enterarme de que Hanani y otros hombres de Judá habían llegado de Jerusalén, que dista más de mil kilómetros, de inmediato pedí que los trajeran al palacio real de Susa. Estaba ansioso por tener noticias de mi pueblo.

Les pregunté acerca de la vida en Jerusalén, y Hanani me hizo un triste recuento de los pesares y el sufrimiento de quienes habían regresado de su cautiverio. El otrora gran muro de la ciudad aún se hallaba en ruinas y los portales habían sido consumidos por el fuego, pero nadie había hecho nada por reconstruirlos.

Al oír esto, lloré y ayuné durante varios días, orando fervientemente. Sabía bien que aquellos males le habían sobrevenido a Israel debido a sus pecados. Le confesé al Señor que yo y mi pueblo, y la casa de mi padre, habíamos pecado.

Mis labios elevaron una plegaria: «Señor, hace muchos años Tú nos advertiste por medio de Tu siervo Moisés que si nos volvíamos una nación rebelde, Tú nos dispersarías por los pueblos y seríamos llevados cautivos por nuestros enemigos, y que éstos nos tratarían cruelmente. Esto se ha cumplido. Pero Tú también dijiste que si nos arrepentíamos y nos volvíamos a Ti y éramos obedientes otra vez, Tú nos darías Tu bendición y nos traerías de vuelta a nuestra tierra.»1

Un profundo anhelo ardía en mi corazón; el de ir a Jerusalén y ayudar a mi pueblo, pero ¿de qué manera obtendría un siervo del rey permiso para ir? Mientras oraba, pensé que sin duda Dios podía obrar un milagro.

—¡Te ruego, oh Señor —oré— que tengas misericordia de mí delante del rey Artajerjes y me des su favor!

Durante los meses que siguieron, se me hizo cada vez más difícil ocultar mi desazón. Un día, mientras servía vino al rey (la reina estaba sentada junto a él), éste se dio cuenta de la tristeza que reflejaba mi semblante, ya que siempre en su presencia me mostraba alegre y contento.

—No estás enfermo —comentó—, ¿a qué viene tanta tristeza?

—Oh, rey —le respondí—, ¿cómo no he de estar triste sabiendo que la ciudad donde se hallan los sepulcros de mis padres se encuentra en ruinas y mi pueblo sufre grandes tribulaciones?

—Pues entonces, ¿en qué puedo ayudarte? —preguntó el rey.

Aproveché la ocasión para pedirle al rey que me enviara a Jerusalén para reconstruir el muro. El rey consideró mi petición durante un momento. Yo le había servido con diligencia y lealtad y el rey Artajerjes deseaba ser bondadoso conmigo.

—¿Cuándo regresarás? —inquirió. Yo propuse una fecha y el rey accedió.

Además de darme cartas de recomendación, Artajerjes me nombró gobernador de Judá, y autorizó al guarda del bosque real que estaba cerca de Jerusalén para que me diera la madera que necesitaba para la construcción. El rey también me asignó una escolta militar para el largo y peligroso viaje.

Al llegar a Jerusalén, inspeccioné el muro en la oscuridad de la noche, ya que había muchos enemigos que se oponían a que las defensas de la ciudad fuesen fortificadas. Por tanto, no di a conocer mis intenciones a nadie hasta no haber trazado un buen plan.

Cuando llegó el momento adecuado, reuní a las autoridades, a los sacerdotes y los nobles de la ciudad y les declaré que la mano de Dios estaba conmigo para reconstruir Jerusalén, y les hice saber que había recibo el apoyo del rey.

—¡Levantémonos y edifiquemos! —gritaron todos.

Mi fe y mis ideales avivaron una nueva llama de esperanza en el corazón de todos los que me escuchaban. Antes de mi llegada estaban desalentados y carecían de dirección. Ahora se habían unido para trabajar juntos y con alegría por una meta común.

Sin embargo, no todo era un camino de rosas. Israel tenía muchos enemigos. Sanbalat el horonita y Tobías el amonita se enojaron al oír que alguien quería restablecer los muros de Jerusalén. Al poco tiempo lanzaron una despiadada campaña de difamación para desacreditar mi autoridad, acusándome de que al fortificar las defensas de Jerusalén, me rebelaba contra el rey.

Pero no me dejé intimidar. Todo lo contrario, les respondí que Dios nos prosperaría y que nosotros, Sus siervos, íbamos a reconstruir Jerusalén, y que ellos no tenían parte en ello ni derecho a interferir.

Organicé de inmediato los grupos de trabajadores, asignándole a cada familia la reconstrucción de una porción del muro. Confiaba en que alcanzarían el éxito. El pueblo también tuvo ánimo para trabajar, y al ver mis enemigos que el muro se levantaba día a día, se enfurecieron e intensificaron sus ataques verbales. Se paraban junto a la obra en construcción y se burlaban constantemente de los obreros y de mí.

—¿Qué están haciendo? —gritaron—. ¿Acaso creen que llegarán a terminar ese enorme muro? ¡Su construcción es tan endeble que si subiere una zorra por ella, se desplomaría!

Pero cuanto más nos insultaban, con mayor fervor oraba yo, y más me fortalecía Dios para continuar. Finalmente, al ver Sanbalat y Tobías que el muro estaba casi terminado, decidieron detener el trabajo infiltrándose secretamente en la ciudad y eliminando a los obreros uno a uno. De esa forma conseguirían amedrentarlos y desmoralizarlos.

Pero al oír rumores de sus intenciones, en vez de acobardarme, armé a los obreros con espadas, arcos y lanzas, y puse un guardia durante las veinticuatro horas del día.

—No tengan miedo de ellos —les grité—. ¡Acuérdense del Señor su Dios! ¡Luchen por sus hermanos, por sus hijos y por sus hijas, por sus mujeres y por sus casas!

A partir de entonces, los obreros trabajaban con sus espadas al cinto, y los que acarreaban materiales de construcción trabajaban con una mano y con la otra empuñaban sus armas. Estábamos tan alerta que hasta dormíamos vestidos por si se presentaba algún problema durante la noche.

Cuando les informaron a Sanbalat y Tobías que el muro y las puertas estaban ya casi listos, me mandaron un enviado especial diciendo:

—Ven y reunámonos en alguna de las aldeas en el campo de Ono.

Yo sabía que aquella invitación a una supuesta conferencia de paz era una trampa para hacerme daño.

—Hago una gran obra y no puedo ir —respondí—. ¿Por qué ha de cesar la obra para que yo vaya a ustedes?

El enemigo envió cuatro mensajes más, pero al ver que aún me negaba a reunirme con ellos, me mandaron una carta abierta en la que me decían que sabían de «buena fuente» que mis intenciones eran las de sublevarme contra el rey Artajerjes, y que por eso había fortificado Jerusalén. Me amenazaron con informar al rey de mis «intenciones subversivas» si me negaba a negociar con ellos.

Ciertos miembros desleales de la nobleza de Judá actuaban como espías para Tobías y le informaban de todos mis movimientos, y al mismo tiempo con astucia trataban de convencerme de la supuesta bondad de Tobías. De esa forma esperaban poder desalentarme y confundirme. Sin embargo, mantuve los ojos puestos en el Señor y en mi trabajo.

—Señor —oré—, tratan de amedrentarnos pensando que estamos debilitados por el trabajo constante. Señor, fortalece ahora mis manos.

Era cierto que la gente se había cansado de trabajar bajo la continua andanada de falsedades difundidas por el enemigo, pero mi fe permaneció inquebrantable y perseveré. La clave fue que no me apoyé en mi propia fortaleza, sino que acudí al Señor para que me otorgara Su sabiduría y fortaleza, y Dios me bendijo grandemente por ello.

Al poco tiempo, lo que aparentemente era una tarea imposible quedó concluido. ¡El muro fue reconstruido en apenas cincuenta y dos días! Al montarse y cerrarse las enormes puertas de madera y hierro, la ciudad se llenó de júbilo. La misma gente que antes de mi llegada estaba desalentada y sin esperanza, ¡ahora cantaba gozosa por las calles celebrando el término de la obra!

«Al enterarse de esto, todas las naciones vecinas —escribí más tarde— tuvieron temor y perdieron la confianza en sí mismos porque sabían que habíamos hecho aquella obra con la ayuda de nuestro Dios.»

Debido a nuestra fe y obediencia, Dios derramó Su Espíritu sobre nosotros en un reavivamiento espiritual impresionante. Todo el pueblo se reunió a escuchar a los sacerdotes que enseñaban la Palabra del Señor.

Durante siete días el pueblo dedicó las mañanas a escuchar la Palabra de Dios, y confesaban sus pecados y limpiaban sus corazones delante del Señor. Todos alababan a Dios y mostraban su gratitud porque a pesar de todos sus errores y pecados el Señor los había bendecido grandemente.

Al empezar a comprender lo que el Señor había deseado para todos ellos, y cuánto los amaba a pesar de sus pecados, todos empezaron a lamentarse de los errores del pasado. Pero hablando delante de la congregación, les di ánimo.

—¡No se lamenten ni lloren! —dije—. Vayan y coman y beban vino dulce, y envíen porciones a los pobres que no tienen nada. Este día es sagrado al Señor. ¡No se entristezcan, porque el gozo del Señor es vuestra fuerza!2


Notas a pie de página:

1 Deuteronomio 4:27-31, 12:5

2 V. Nehemías 8:10

Ver «Héroes de la Biblia: Nehemías» para aprender más sobre este fascinante personaje de la Biblia.
Adaptación de Dichos y Hechos © 1987. Diseño: Roy Evans.
Producido por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022
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Etiquetas: audio, relatos de la biblia para niños, valor, vidas admirables, aventuras bíblicas, fe