Dramatización de Mateo 26, Lucas 22 y Hechos 2
Uno de los más pintorescos protagonistas de la Biblia es Simón, hijo de Jonás, conocido hoy en día como el Apóstol Pedro. Un pescador tosco, siempre rebosante de energía y dinamismo.
Durante sus años de apostolado bajo la dirección y enseñanza personal de Cristo, Pedro se conducía con muy poca maña y habilidad. No parecía tener pelos en la lengua; era sin lugar a dudas el más franco de los doce apóstoles. Por lo general la confianza en sí mismo constituía un estorbo y le hacía fallar y equivocarse.
Sin embargo, después de tres años enteros de seguir a Jesús, Pedro experimentó una asombrosa transformación y de esto precisamente trata nuestro relato. Se inicia en los momentos finales del ministerio de Jesús aquí en la tierra, durante Última Cena, que celebró con Sus discípulos escasas horas antes de Su arresto y crucifixión.
Sabiendo que en breve sufriría la muerte por los pecados del mundo, Jesús miró a Sus discípulos y dijo:
—Todos ustedes se escandalizarán de Mí esta noche; porque escrito está: «Heriré al Pastor, y las ovejas del rebaño serán dispersadas.»1
Al oír esto, y sobrestimándose a sí mismo, Pedro proclamó resueltamente:
—Aunque todos te abandonen, ¡yo no lo haré!
—Te aseguro que antes que el gallo cante, me negarás tres veces2 —le respondió Jesús serenamente.
Pedro insistió:
—Señor, yo estoy dispuesto a acompañarte hasta la cárcel y hasta la muerte.3
Sin embargo, esa misma noche, mientras Jesús se encontraba con Sus discípulos en el Huerto de Getsemaní, una patrulla de guardias del templo enviada por los sumos sacerdotes y ancianos se presentó en el lugar. Los acompañaba una muchedumbre que llevaba espadas, garrotes y antorchas. Aprehendieron a Jesús, pero todos Sus discípulos, presos del temor, huyeron.
Cuando los guardias se llevaron a Jesús al palacio del sumo sacerdote, Pedro, tratando de armarse de valor, lo siguió de lejos. Al llegar al palacio, Pedro se detuvo al lado de la puerta con la esperanza de observar a distancia el desarrollo del proceso. Una mujer en el palacio se percató de la presencia de aquella figura sumamente turbada, y mirándole sospechosamente, le preguntó:
—¿No eres tú uno de los discípulos de este hombre?
—¡No! ¡No lo soy! —respondió Pedro, y se acercó a otras personas que estaban calentándose junto a una lumbre que habían encendido los guardias.
—También éste estaba con Jesús el nazareno —declaró otra mujer a un grupo de hombres allí reunidos—, ¡este es uno de ellos!
Pedro, sin embargo, les juró:
—¡No conozco a ese hombre!
De pronto, un hombre que había estado presente durante la captura de Jesús, señaló a Pedro, interrogándole en voz alta:
—¿Acaso no te vi yo con Él en el Huerto de Getsemaní?
Otros de los presentes también se unieron a las alegaciones, diciendo:
—¡Sin duda alguna, tú eres uno de ellos! ¡Por tu acento se nota que eres galileo!
En respuesta, Pedro empezó a maldecir y renegar, insistiendo en que no sabía de qué hablaban y que no tenía nada que ver con el hombre.4
Nada más terminada su negación, el gallo comenzó a cantar. Jesús, mientras Sus captores lo llevaban a otra parte del palacio, se dio la vuelta y miró a Pedro, que enseguida recordó las palabras de su Maestro: «Antes que cante el gallo, me negarás tres veces.»
Dándose cuenta de lo que había hecho, Pedro se dirigió a la puerta dando traspiés, corrió a ciegas hasta ocultarse en la noche y, en un callejón desierto al pie de los muros de Jerusalén, se dejó caer al suelo y lloró amargamente.5
Afortunadamente, nuestro relato no termina en una derrota. Tres días después de Su juicio y crucifixión, ¡Jesús resucitó victoriosamente de entre los muertos! Entretanto Sus discípulos se hallaban apiñados en un pequeño cuarto, ocultos. Jesús conocía su escondite, claro, y se les apareció, y durante los cuarenta días posteriores, los visitó con regularidad y anduvo con ellos, levantándoles el ánimo y explicándoles lo que quería que hicieran una vez que Él se marchase. En el día cuarenta, momentos antes de ascender al Cielo, dijo a Sus discípulos que retornasen a Jerusalén:
—Aguarden la promesa del Padre, hasta que sean investidos de poder desde lo alto. Porque recibirán poder cuando haya venido sobre ustedes el Espíritu Santo, y me serán testigos.6
Los apóstoles regresaron a Jerusalén y, en compañía de más de 120 condiscípulos, así como de sus mujeres y sus hijos, esperaron y oraron juntos en un aposento alto para obedecer el último mandato que les dio Jesús antes de Su ascensión.
Al cabo de diez días un estruendo como de un viento recio que soplaba llenó la casa y se les aparecieron muchas lenguas de fuego que se colocaron sobre sus cabezas. Entonces fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, por obra del Espíritu.7
Eso era lo que habían estado aguardando, la fuerza sobrenatural de Dios que los facultara para continuar con la obra de Jesús ahora que Él ya no estaba con ellos. Pedro —cuyo corazón y vida habían sido transformados por el Espíritu Santo— habría de encabezar a los discípulos en una de las aventuras de testificación más fenomenales registradas en el Nuevo Testamento.
Por aquellos días, habían venido a Jerusalén visitantes de muchos otros países para la gran festividad anual judía de la cosecha. Cuando Pedro y aquellos 120 discípulos llenos del Espíritu Santo pusieron pie en las calles de la ciudad, todos empezaron a hablar en los idiomas de las multitudes que ese día visitaban Jerusalén, pese a que no habían aprendido a hablar esas lenguas. Los discípulos dieron testimonio a la gente de las maravillosas nuevas del amor de Dios manifestado en Jesús y Su mensaje de salvación.
Acto seguido, Pedro, de un salto, se colocó en los peldaños de una casa cercana, levantó los brazos y alzó la voz para hacer callar a la enorme multitud. Les habló con tal autoridad que un tremendo grupo de 3.000 personas no solo se salvó, sino que también se comprometió ese día a seguir a Dios como discípulos.
Pedro era otro hombre. Imagínense un individuo que pocas semanas atrás se había acobardado de tal manera tras el arresto de Jesús que le había negado tres veces, y que ahora se encontraba ante miles de personas, en la mismísima ciudad donde se había crucificado a Cristo, proclamando sin temor alguno el mensaje divino. ¿A qué obedeció aquella transformación? A la fuerza y poder del Espíritu Santo. En efecto, tal como el Señor les había prometido, recibieron poder cuando vino sobre ellos el Espíritu Santo.
Pedro había pasado por una dura prueba cuando negó a Jesús, pero no había tiempo para remordimientos. Se hallaban en medio mismo de una explosión de testificación y conquista de almas para el reino de Dios, y el Señor se estaba valiendo de él de formas que Pedro jamás había creído posibles. En otro tiempo había sido tan impulsivo… parecía que siempre decía lo que no había que decir. En cambio, ahora «fortalecía a sus hermanos», tal como Jesús había orado.8
Los discípulos estaban que no cabían de contentos de ver a Dios obrar tantísimos milagros a través de ellos. A pesar de que todos habían abandonado a Jesús en su hora de mayor desespero, sabían que Jesús los seguía amando, y la intensa fe que ahora experimentaban superaba aún a la que tenían cuando Jesús caminaba junto a ellos.
Sin embargo, ya no parecía que Jesús se hubiera marchado. Al contrario, se sentían más unidos a Él que nunca. Recordaban las palabras que Él les había dicho: «Es preciso que Yo me vaya; porque si no me voy, el Consolador, el Espíritu Santo, no vendrá a ustedes. En este momento el Espíritu está con ustedes, pero luego estará dentro de ustedes. Y el que en Mí cree, las obras que Yo hago, él las hará también; y aún mayores hará, porque Yo voy al Padre.»9
Poco después de aquel día en que se consiguieron 3.000 nuevos conversos, Pedro y Juan ante una sorprendida multitud sanaron instantáneamente a un hombre que era cojo de nacimiento. Cuando Pedro se dirigió a la gente, otros 5.000 se incorporaron a las filas de los apóstoles, con lo que sumaban ya más de 8.000 hombres, y eso sin contar mujeres y niños. No cabe duda de que aquellas eran las «obras mayores» de las que Jesús les había hablado. ¿Cómo era posible? Jesús ya no simplemente estaba con ellos, sino que Su poder, enseñanzas y sabiduría estaba dentro de ellos por intermedio del Espíritu Santo.
En los siguientes días, Pedro y Juan tuvieron que hacer frente a una oleada de persecución promovida por los mismos dirigentes religiosos que habían crucificado a su Salvador, pero esta vez no hubo miedo, cobardía ni negación. Pedro compareció ante los concilios testimoniando con tanto valor y autoridad del Espíritu que la Biblia dice: «Viendo el denuedo de Pedro y de Juan, y sabiendo que eran hombres sin cultura y del vulgo, se maravillaban y se daban cuenta de que habían estado con Jesús.»10
¿Por qué se maravilló la gente? Porque vieron en ellos el mismo poder que poseía Jesús cuando anduvo por la tierra.
1 Mateo 26:31; Zacarías 13:7
2 Mateo 26:31–35
3 Lucas 22:33
4 Marcos 14:70-71
5 Lucas 22:59-62
6 Lucas 24:49 y Hechos 1:8
7 Hechos 2:2-4
8 Lucas 22:32
9 Juan 14:12,16,17; 16:7
10 Hechos 4:13
Adaptación de Tesoros C. 1987. Leído por Jeremy. Ilustrado por Yoko y Y.M. Diseñado por Roy Evans.Públicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022