Rincón de las maravillas
Aventura bíblica: El rabino que vio la luz
viernes, septiembre 2, 2022

Dramatización de Hechos 5-9

—¡Que Dios los maldiga! —exclamó Caifás, el sumo sacerdote. La cámara del Sanedrín, Corte Suprema de todo el judaísmo, resonaba con las maldiciones hacia los cristianos—. Está ocurriendo precisamente lo que nos temíamos. Su doctrina se propaga rápidamente por Jerusalén. Lo que es aún peor, tengo la sensación de que es culpa mía.

Su anciano suegro, Anás, se acarició su larga barba blanca.

—Vamos, hijo —objetó con suavidad—, ni nosotros ni ninguno de los ancianos del Concilio teníamos la menor idea de que esta secta de herejes continuaría difundiéndose después que persuadiéramos a los romanos para que ejecutaran a su blasfemo líder, Jesús de Nazaret.

—Sí, sí, ya sé. Pero la semana pasada tuvimos una magnífica oportunidad de librarnos de dos de sus principales cabecillas, Pedro y Juan. Los habíamos detenido y el Concilio había acordado matarlos.

—¿Y por qué no lo hicieron?

—El rabí Gamaliel convenció al Concilio de lo contrario, argumentando que debíamos ponerlos en libertad. Nos aseguró de que si su empresa o su obra es de simples hombres, se desvanecerá. Mas si es de Dios, no podremos detenerlos, y bien podríamos estar luchando contra Dios.1

—Yo respeto a Gamaliel. Es uno de nuestros más brillantes abogados y doctores de la ley —respondió Anás—. Pero salta a la vista que su consejo estuvo equivocado. El Concilio cometió un grave error al dejar sueltos a esos herejes.

—Cabe añadir que los azotamos —explicó Caifás— y los amenazamos con un castigo más severo si seguían predicando en el nombre de Jesús.

—¿Pero de qué sirvió aquello? —interpuso Anás—. Su popularidad y sus números se multiplican todos los días. Incluso circulan rumores de que algunos de nuestros sacerdotes, en secreto, están convirtiéndose en seguidores de esa secta. Debemos actuar, Caifás. Debemos actuar enseguida. De lo contrario, toda Jerusalén proclamará Mesías al nazareno muerto.

—Estoy de acuerdo. Las amenazas, palizas y encarcelamientos no han dado ningún resultado. Debemos mostrarles que hablamos en serio. Al fin y al cabo, el propio Moisés nos ordenó apedrear a los blasfemos y a los falsos profetas… Pero como bien sabes, los romanos nos han prohibido llevar a cabo ejecuciones por nuestra cuenta.

—Por supuesto, lo sé —atajó Anás—. Pero la situación se ha tornado tan grave que si no nos tomamos la justicia por nuestra mano y actuamos de inmediato, posiblemente nunca lleguemos a detener a esa secta. Sin embargo, a fin de evitar conflictos con los romanos, en caso de que se enteren que hemos ejecutado a esos herejes, ¿podríamos quizás valernos de algunos de nuestros hermanos que no están directamente vinculados con el Sanedrín?

El rostro de Caifás se iluminó con una sonrisa.

—Es una excelente idea. Y creo que tengo al hombre ideal para tal misión: rabí Saulo. Es un joven fariseo muy celoso, procedente de Tarso, y uno de los principales dirigentes de la Sinagoga de los Libertos, congregación sumamente devota de Jerusalén. Se compone de judíos procedentes de Grecia y Asia. No cabe duda que él haría cualquier cosa por promover la causa de nuestra religión.

—He escuchado hablar de él —comentó Anás—. Su padre también fue un fariseo consagrado.

Saulo fue citado inmediatamente a las cámaras de los sacerdotes, situadas en el recinto del Templo. Aceptó con gusto la misión de capturar a destacados dirigentes cristianos, y de encargarse de que los cristianos fueran silenciados. Saulo coincidió en que dicha medida serviría de elemento de disuasión para los cristianos de Jerusalén. Si todo iba bien, pronto pondría fin a sus actividades.

Luego de seleccionar una banda de judíos devotos de la sinagoga, Saulo y sus hombres se dirigieron al mercado central de la ciudad, donde los cristianos predicaban con frecuencia. Allí descubrieron a un discípulo llamado Esteban, que abiertamente daba testimonio de Jesús a la multitud.

Empezaron a debatir con Esteban, pero no podían resistir a la sabiduría y el espíritu con que hablaba. Se vieron forzados a sobornar a falsos testigos, los cuales dijeron:

—Nosotros le hemos oído proferir palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios.

Ello enojó mucho a quienes escuchaban lo que se decía. Tomaron a Esteban y lo llevaron ante el Concilio.

—Este hombre no deja de blasfemar contra nuestro Santo Templo y contra las Leyes de Moisés —proclamaron los falsos testigos—. Le hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá nuestro santo lugar y cambiará las costumbres que nos dio Moisés.

Caifás le preguntó a Esteban si aquellas acusaciones eran ciertas. Esteban respondió con un fogoso relato detallado de la historia del pueblo judío, desde Abraham, Isaac y Jacob, hasta Moisés, los profetas y los reyes, demostrando cómo había tratado Dios a Israel a lo largo de los siglos, preparándolos para el Mesías.

Esteban terminó su relato con las siguientes palabras:

—¡Tercos, duros de corazón y torpes de oídos! Ustedes son iguales que sus antepasados: ¡Siempre resisten al Espíritu Santo! ¿A cuál de los profetas no persiguieron sus antepasados? Ellos mataron a los que de antemano anunciaron la venida del Justo, y ahora a éste lo han traicionado y asesinado ustedes, que recibieron la ley y no la han obedecido.2

El Concilio, así como la turba de rabí Saulo que había capturado a Esteban, fue incapaz de aceptar esa hiriente reprensión. Resolvieron que aquel hereje debía ser apedreado en el acto.

Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, miró al cielo y vio la gloria de Dios.

—He aquí —gritó—, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre en pie, a la diestra del Padre.3

Al oír esas palabras, el Concilio y la turba se taparon los oídos y arremetieron contra Esteban. Luego lo sacaron de la ciudad y lo apedrearon.

Si bien Saulo había consentido plenamente en la muerte de Esteban, se mantuvo al margen de la muchedumbre. Mientras se preparaban para arrojar las piedras, pusieron sus ropas y mantos a los pies de Saulo.

No obstante, el Sanedrín descubrió con consternación que la muerte de Esteban no contuvo ni aminoró las actividades de los cristianos. Todo lo contrario. Continuaron creciendo y divulgando su mensaje más que nunca. No solo el Concilio estaba furioso, sino que el propio rabí Saulo también se obsesionó con el exterminio de los seguidores de Jesús. La persecución de los cristianos se tornó tan violenta que la mayoría abandonó la ciudad de Jerusalén.

Pero Saulo, no contento con haber hecho huir de la capital a la mayoría, continuó respirando amenazas de muerte contra los discípulos. Inclusive fue a ver al sumo sacerdote y le pidió cartas oficiales para las sinagogas de Damasco, en Siria, autorizándole a traer preso a cualquier cristiano que hallase allí.

*

Años más tarde, Saulo confesó en sus escritos: «Yo hice muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret. Encerré en cárceles a muchos de los santos, habiendo recibido poderes para ello de los principales sacerdotes. ¡Y cuando los mataban, yo alzaba mi voz contra ellos y daba mi voto! Los castigaba en todas las sinagogas, los forzaba a blasfemar, y loco de furor contra ellos, los perseguí hasta en las ciudades extrañas».4

Cierto día, mientras Saulo y su escolta de guardias del Templo viajaban a caballo por el polvoriento camino que conducía a Damasco, algo completamente inesperado y extraordinario le sobrevino. Al llegar cerca de la ciudad, lo rodeó un poderoso haz de luz que venía del Cielo. Cayendo de su caballo, oyó una voz que le decía:

—Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?

Pese a que Saulo había estudiado las Escrituras y sabía que con frecuencia Dios hablaba y llamaba a Sus mensajeros y profetas de formas sobrenaturales, probablemente nunca soñó que algún día fuera a sucederle a él algo así.

Pasmado y aterrado, debió preguntarse el significado de la luz cegadora y de la voz. Si en efecto se trataba de la voz de Dios, ¿cómo es que le había dicho: ¿Por qué me persigues? Ciertamente Dios sabía que se hallaba en una misión sagrada para Él, en la persecución de Sus enemigos, los integrantes de una secta de herejes, seguidores de aquel agitador llamado Jesús de Nazaret.

Saulo se dirigió a la voz, preguntando audiblemente:

—¿Quién eres, Señor?

Entonces escuchó la respuesta que alteraría y transformaría radicalmente la vida de aquel joven fariseo. La voz contestó:

—Yo soy Jesús, a quien tú persigues.

Dios mío, Dios mío —se dijo Saulo para sí, mientras le daba vueltas la cabeza—. ¡Jesús! ¡Jesús es el Señor! ¡Jesús es el Mesías! ¡Dios mío! ¿Qué he hecho? ¡Apiádate de mí, Señor!

Temblando de temor se dirigió una vez más hacia la voz:

—Señor, ¿qué quieres que haga?

El Señor le indicó:

—Levántate y entra en la ciudad. Allí se te dirá lo que debes hacer.

Saulo se levantó, pero al abrir los ojos, no veía nada. Estaba ciego. Sus compañeros lo llevaron de la mano a Damasco, donde estuvo tres días sin ver.

El otrora eminente y orgulloso rabí Saulo había sido sacudido y derribado sobrenaturalmente de su grandeza por el mismísimo Jesucristo. Fue tal su sobresalto ante los impresionantes sucesos que no pudo probar bocado ni ingerir bebidas, sino que permaneció echado en cama, meditando, orando y esperando a que Dios le indicase qué hacer.

Al cabo de tres días, el Señor habló en Damasco a un discípulo llamado Ananías. Le dijo:

—Levántate y ve a la casa donde se encuentra Saulo de Tarso. Imponle las manos y ora para que recobre la vista.

—Pero Señor —respondió Ananías—, he oído de muchos los males que ha hecho ese hombre a Tus hijos en Jerusalén. Aún aquí tiene autoridad de los principales sacerdotes para capturar y prender a todos los que invocan Tu nombre.

—Obedéceme y ve —repitió el Señor—, porque él es un instrumento escogido para llevar Mi nombre ante muchos.

Así que Ananías fue, no sin cierta aprensión. Al entrar en el dormitorio donde yacía el rabino, lo saludó.

—Hermano Saulo —dijo.

Saulo quedó atónito. Había conocido a muchos cristianos, pero ninguno había llamado jamás hermano a su despiadado perseguidor.

Al ver el lastimero estado en que se hallaba el que fuera atormentador de sus hermanos, Ananías sintió compasión de él y le dijo:

—Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías, ¡me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo!

Entonces Ananías impuso las manos sobre los ojos de Saulo y oró, y los ojos se le sanaron en el acto y se levantó, tomó alimento y se repuso.

La Biblia dice que tras pasar unos pocos días en compañía de los discípulos de Damasco, Saulo, que había cambiado su nombre a Pablo, en seguida predicó en las sinagogas, asegurando que Jesús es el Hijo de Dios. Todos los que le oían quedaban atónitos y decían: «¿No es este el que asolaba en Jerusalén a los que invocaban el nombre de Jesús? ¿No había venido aquí a apresar a los cristianos?»

Pero Pablo cobraba cada día más fuerzas y confundía a los judíos que moraban en Damasco, ¡demostrado que Jesús sin lugar a dudas era el Mesías! ¡El apasionante ministerio del apóstol Pablo había iniciado!


Notas a pie de página:

1 Hechos 5:28–42

2 Hechos 7:51–53

3 Hechos 7:56

4 Hechos 26:9–11

Adaptación de Tesoros. © 1987. Ilustración: Yoko y Yasushi. Diseño: Roy Evans.
Producción de Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022.
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Etiquetas: aventuras bíblicas, relatos de la biblia para niños, vidas admirables, audio