Habían pasado más de trescientos años desde el último de los grandes profetas (israelitas) y muchos más desde que el reino de Israel había estado en el apogeo de su gloria. Siglos antes, los profetas habían profetizado acerca de la restauración de Israel y la venida del Mesías como rey de Israel. En ese momento de la historia, la tierra de Israel había sido conquistada y estaba bajo el gobierno del poderoso Imperio Romano. Ahora más que nunca el pueblo judío aguardaba a su libertador prometido, su Mesías, a quien Dios enviaría para salvarlos.
En el norte del que una vez había sido el reino de Israel, en la pequeña aldea de Nazaret, vivía una joven llamada María que estaba comprometida para casarse con un hombre llamado José.
Cierto día, mientras María estaba en su casa, algo magnífico ocurrió: la visitó un ángel de Dios.
—No temas —le dijo el ángel—. ¡He venido a traerte una noticia formidable! ¡Vas a tener un bebé!
—¿Pero cómo voy a tener un bebé? —preguntó María—. Todavía no me he casado.
La respuesta del ángel fue estupenda y sorprendente al mismo tiempo. «El Espíritu Santo y el poder de Dios te darán este bebé. El bebé será llamado el Hijo de Dios.»
María quedó encantada con lo que le había dicho el ángel. Había sido elegida para desempeñar un papel importante en uno de los eventos más grandes y esperados de la historia de la humanidad.
Pero el ángel aún no había terminado su mensaje. «Tu prima, Elisabet, pese a su avanzada edad, también tendrá un bebé. En efecto, esta mujer, de quien la gente decía que no podía tener hijos, ahora estaba embarazada de seis meses; porque nada hay imposible para Dios cuando Él quiere que algo suceda.»
María quería hablar con su prima Elisabet sobre la buena noticia, así que viajó a la región montañosa donde vivían Elisabet y su esposo Zacarías.
Antes de esto, Zacarías había estado sirviendo como sacerdote en el templo en Jerusalén, cuando el ángel se le apareció y le dijo que su esposa daría a luz a un niño. El ángel le dijo a Zacarías que le pusiera al niño por nombre Juan, y que el espíritu y el poder del antiguo profeta Elías estarían con Juan. El ángel le explicó que de mayor, Juan haría volver el corazón de la gente hacia Dios en preparación para la venida del Señor. Juan estaba destinado a ser un profeta que prepararía a la gente para la venida del Hijo de Dios.
Cuando María entró en casa de su prima, Elisabet fue llena del Espíritu Santo y salió a recibir a María diciendo: «¿Quién soy yo para que venga a visitarme la madre de mi Señor? ¡Pues tan pronto como oí tu saludo, mi hijo se estremeció de alegría en mi vientre!» Parecía que Elisabet sabía lo que le estaba sucediendo a María antes incluso de que María se lo dijera. Hasta el niño aún no nacido, Juan, estaba emocionado de estar en presencia de María y del bebé que llevaba en su interior.
Elisabet prosiguió diciendo: «Dichosa tú por haber creído que se cumplirán las cosas que el Señor te ha dicho».
Encantada y maravillada, María respondió con un salmo de alabanza que vino a su corazón:
Cuando José, que pronto iba a ser el esposo de María, se enteró de que María estaba embarazada, se preocupó. No es correcto que María esté embarazada antes de que nos casemos —pensó—. La gente la va a mirar mal.
José se preocupaba por María y no quería que fuera humillada, así que decidió cancelar la boda y enviar a María a vivir a otra parte.
Pero una noche, mientras José dormía, un ángel lo visitó y le dijo la verdad acerca del bebé que estaba en camino. Le dijo que no tuviera miedo de casarse con María, diciéndole: «El niño que hay en ella es del Espíritu Santo. Y dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a Su pueblo de sus pecados.» (El nombre Jesús significa salvador.)
Aquella fue una revelación asombrosa. A lo largo de la historia, desde el primer hombre y mujer creados por Dios, la gente ha pecado y sufrido las consecuencias de sus pecados. Ahora el ángel le acaba de decir a José que María estaba embarazada de quien salvaría a su pueblo de sus pecados. Cuando José despertó del sueño, hizo exactamente lo que el ángel le había dicho y llevó a María a su casa para que fuera su esposa.
Meses después, cuando el niño Jesús iba a nacer, el Imperio Romano, el cual por esa época gobernaba Israel, promulgó el decreto de que toda persona debía viajar a su ciudad natal para censarse. (Un censo era una manera en que el imperio contabilizaba a su pueblo, y registraba sus nombres y su lugar de origen. Esa información era útil para cuando el imperio recaudara impuestos del pueblo.)
La familia de José era de la aldea de Belén, así que para obedecer el decreto, él y María viajaron de Nazaret a Belén, que estaba a unos 125 kilómetros al sur de Nazaret. En aquellos tiempos la gente normalmente viajaba entre 30 y 50 kilómetros por día. Era importante viajar lenta y cuidadosamente, porque incluso una pequeña herida podía hacerse muy grave cuando se viajaba largas distancias a pie. La gente también tenía que asegurarse de terminar cada jornada acampando con otros compañeros de viaje o encontrar un lugar donde quedarse en alguna aldea. Esto era importante, porque quedarse en medio del camino después de oscurecer era muy peligroso a causa de los bandidos y los animales salvajes.
Cuando José y María llegaron a Belén, fueron a buscar un lugar donde hospedarse. Pero habían llegado tarde, y todas las casas estaban llenas con las muchas personas que habían viajado a Belén para el censo. María estaba a punto de dar a luz y necesitaban con urgencia un lugar donde pasar la noche.
Afortunadamente alguien pudo finalmente ayudarlos con un sitio donde quedarse. Era un lugar insólito: un establo donde guardaban a los animales.
Aquella noche, Jesús, el Hijo de Dios, que fue enviado para salvar al mundo, nació en un establo. José y María hicieron todo lo posible por mantener abrigado al bebé. Lo arroparon e hicieron una camita para Él en un pesebre. Un pesebre es un comedero de madera o de piedra que se utiliza para poner el heno o el agua de los animales.
El nacimiento de Jesús fue un acontecimiento muy singular en la historia. Y Dios se valió de algunos eventos extraordinarios para ayudar a la gente a reconocer a Jesús como el salvador.
La noche que Jesús nació en el establo en Belén, había pastores en los campos a las afueras de la ciudad, custodiando sus ovejas. De pronto, un ángel imponente se apareció a los pastores, deslumbrándolos grandemente.
—No teman —dijo el ángel—, ¡les traigo buenas noticias! Hoy ha nacido en Belén, su Salvador. Lo hallarán envuelto en pañales y acostado en un pesebre.
Entonces apareció una multitud de ángeles que rodeó al primero y entonaron alabanzas a Dios. «Gloria a Dios», cantaron. «Y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres».
Tanto amó Dios a la gente del mundo que envió a Su Hijo Jesús para traer la paz y bondad de Dios a la tierra.
Una vez que se fueron los ángeles, los pastores corrieron a Belén y encontraron a José, María y al niño Jesús en el establo donde se quedaban. Los pastores tuvieron la bendición de ser de los primeros en oír la importante noticia del nacimiento de Jesús y aprender lo que ello significaba. Luego de visitar a Jesús en el establo, viajaron por la provincia contando a la gente lo que habían visto y lo que los ángeles les habían dicho.
Cuando Jesús tenía unos cuantos días de nacido, José y María hicieron un viaje corto de Belén al templo en Jerusalén para dedicar el niño a Dios. El pueblo judío tenía la tradición de que el primer hijo que daba a luz una mujer era dedicado al servicio a Dios.
Aquel día había en el templo dos personas muy ancianas, un hombre llamado Simeón y una mujer llamada Ana, ambos profetas de Dios. Los antiguos profetas judíos habían escrito acerca del Mesías o salvador de Israel, que había de nacer en Belén. Simeón y Ana conocían esas profecías de memoria y habían aguardado toda su vida para ver su cumplimiento. El Espíritu Santo le había revelado a Simeón que no moriría sin antes ver, con sus propios ojos, el cumplimiento de las profecías acerca del Mesías.
Mientras José, María y el bebé Jesús estaban en el templo, el Espíritu Santo guió a Simeón al patio donde ellos estaban. Cuando Simeón vio al bebé, se emocionó mucho. Levantó al niño y dijo: «Señor, permíteme dejar este mundo en paz, porque mis ojos han visto la salvación que has preparado para llevar luz a todos los pueblos de la tierra y gloria a Israel».
La profetisa Ana se acercó mientras Simeón profetizaba y cuando entendió lo que estaba presenciando, comenzó a alabar a Dios. El esposo de Ana había muerto cuando ella aún era joven. Nunca se volvió a casar, sino que dedicó su vida al templo, ayunando, orando y adorando. Ana tenía ochenta y cuatro años, y pasó el resto de su vida contándole a todos los que aguardaban al Salvador prometido lo que había visto aquel día en el templo.
Hubo otros que se enteraron del nacimiento de Jesús de manera muy distinta. En un país al este de la tierra de Israel, reyes magos estudiaban las estrellas del cielo nocturno. En la antigüedad era importante el estudio de los astros para descifrar las señales que indicaba Dios. Cuando nació Jesús, esos hombres sabios divisaron una nueva estrella que había aparecido en el cielo. De acuerdo a sus estudios, eso indicaba el nacimiento de un rey. Se reunieron y partieron en busca del rey recién nacido, viajaron en la dirección en que habían visto la estrella.
El rey Herodes era un hombre a quien los romanos hicieron gobernante de Israel. Cuando los reyes magos siguieron la estrella hasta Israel, consideraron que convenía presentarse de manera oficial ante el rey de Israel para explicarle el motivo de su viaje y solicitar su ayuda.
El rey Herodes ordenó a sus sacerdotes que leyeran las antiguas profecías sobre el Mesías y averiguaran dónde nacería. Los sacerdotes indicaron que el Mesías nacería en Belén. De manera que Herodes pidió a los reyes magos que fueran a encontrar a Jesús y volvieran para relatarle lo que vieran. Aunque el rey Herodes fingía ser servicial, la verdad es que sentía temor de que Jesús creciera y se convirtiera en el nuevo rey. Herodes solo quería encontrar a Jesús para matarlo.
Los reyes magos continuaron su viaje, siempre siguiendo la estrella, hasta que su luz los llevó a una casa en Belén donde vivían José, María y Jesús. Cuando los reyes magos vieron a Jesús, se prostraron a adorarlo y le presentaron los costosos obsequios que le habían llevado. Eran la clase de regalos que se daban entre reyes. Los regalos eran oro, un bien muy preciado como dinero; incienso, empleado en las ceremonias del tempo y que produce una dulce fragancia; y mirra, una especie empleada en los funerales de los dignatarios.
Pero cuando los reyes magos se preparaban para partir, Dios les advirtió en sueños que no volvieran a ver al rey Herodes. Los reyes magos volvieron a casa por otro camino, sin decirle al rey dónde encontraron a Jesús.
Al cabo de poco, el rey Herodes se dio cuenta de que los reyes magos no volverían, y envió soldados a Belén para encontrar y matar a Jesús. Pero Dios también había advertido a José de ello, así que cuando los soldados de Herodes llegaron, José, María y Jesús ya habían escapado y viajaban en dirección a Egipto.
Más de un año después, mientras José, María y Jesús vivían en Egipto, un ángel volvió a visitar a José en sueños. El ángel le dijo a José que el rey Herodes había muerto y que era seguro volver a casa. José llevó consigo a María y Jesús —que ya era un jovencito— y regresaron a la ciudad de Nazaret, completando el viaje que José y María iniciaron años atrás.
Nota a pie de página:
1 Lucas 1:46-55
Texto: Peter Lynch. Todas las escrituras han sido parafraseadas de la versión Biblia de las Américas. Ilustración: Didier Martin.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2021