Carolina y Laura se reían mientras pasaban deprisa por el corredor. Afuera de la oficina del colegio chocaron con José, que llevaba un montón de carpetas y documentos. José tropezó un poco, los papeles volaron y se dispersaron a su alrededor.
—¡Eeeh! —gritó, cuando las chicas pasaban a toda prisa, dejándolo atrás.
—¡Lo siento! Vamos al cuarto de abastecimiento a recoger papel que necesitamos para algo que estamos haciendo —gritó Laura por encima del hombro—. Dieron vuelta a una esquina y desaparecieron, pero sus gritos de emoción seguían escuchándose por el corredor.
—¡Ay! ¿Qué hacemos? —preguntó Carolina mientras entraban a toda prisa al cuarto de abastecimiento—. La cartulina anaranjada está en el estante más alto y no llegamos a él.
—Vi al señor Martínez cuando pasamos por la oficina. Pidámosle ayuda —sugirió Laura, mientras salían apresuradamente del cuarto para volver a la oficina.
—¡Señor Martínez! —gritaron juntas a alguien que estaba de espaldas a ellas, sentado frente a su escritorio en la oficina—. ¡Señor Martínez!… Necesitamos que nos baje algo de un estante en el cuarto de abastecimiento. ¡Hola!
El señor Martínez se dio la vuelta, y se puso un dedo encima de los labios. Entonces las chicas vieron que hablaba por teléfono.
—No podemos alcanzar las hojas de cartulina anaranjada —insistió Carolina, sin hacer caso de la petición del señor Martínez—. ¿Nos las puede bajar?
En ese momento, la señorita Tania pasaba por allí, escuchó la última frase y ofreció amablemente:
—Yo lo haré.
—¡Qué bien! —exclamó Laura—. Venga. Le mostraré qué es lo que nos hace falta.
A la mañana siguiente, la señorita García, profesora de tercer grado, se retrasó. Los niños esperaron más de 20 minutos hasta que por fin llegó la profesora. No los saludó; tampoco se disculpó ni dio ninguna explicación por llegar tarde. Empezó de inmediato a dar la clase de historia: el Imperio romano.
—¿Quién me puede decir las diferencias entre la época de la antigua Roma y la actual? —preguntó en un momento de la clase.
Varios chicos levantaron la mano.
—¿Guillermo?
—Una diferencia es que la gente viajaba en… —empezó a decir Guillermo.
—En aquella época la gente tenía que caminar mucho más —interrumpió la señorita García.
Los niños se sorprendieron de que la señorita García interrumpiera de esa manera a Guillermo, como si él no hubiera estado hablando, y de que respondiera la pregunta por él. Y continuó haciéndolo durante toda la clase.
La clase terminaba, era la hora del recreo y los niños empezaron a caminar hacia la puerta para salir. De repente, la señorita García los empujó, haciéndolos a un lado; caminó en medio de los alumnos y salió, sin disculparse ni reconocer la presencia de ellos.
En el exterior del aula, Carolina hablaba con Marisa y Laura del parque de diversiones al que sus padres planeaban llevarlas ese fin de semana. Carolina explicaba algo de los juegos. De pronto, llegó la señorita García, interrumpió a Carolina, le dijo a Marisa que fuera de inmediato y le sacara una chaqueta del armario, y luego se fue.
Laura miró a Carolina y comentó:
—Nunca había visto a la señorita García comportarse de esa manera. ¿Y tú?
—No —contestó Carolina—. Es como si ni siquiera notara que estamos aquí.
Ese comportamiento extraño continuó en el almuerzo. En la mesa, la señorita García estiró la mano por encima de Guillermo para alcanzar el agua, y casi hizo que Guillermo se clavara el tenedor en la boca.
Más tarde, cuando Laura ponía sal a sus verduras, la señorita García le quitó el salero. La señorita García no se disculpó. En cambio, puso sal a su comida y siguió comiendo; masticaba y hacía ruido con la boca abierta, mientras mantenía los codos sobre la mesa. Farfullaba que tenía mucha hambre ¡mientras los niños veían sorprendidos cómo un trozo de lechuga se le caía de la boca al plato!
Casi todos los días, la señorita García daba a los niños 20 minutos para que leyeran en silencio un relato que les asignaba. Normalmente, en ese rato de silencio la señorita García estaba callada, mientras revisaba las clases que esa tarde daría a los alumnos. Sin embargo, ese día la señorita García empezó a revisar unas canciones que tenía en la computadora. Tocaba pequeñas partes de los temas, que todos podían oír. Empezaba a tocar una canción, y luego la cambiaba por otra. La mayoría de los alumnos no lograba concentrarse en la lectura, pero parecía que a la señorita García eso no la preocupaba.
Después de veinte minutos, la señorita García apagó la música, se sentó en su silla y levantó la vista. Miró a sus alumnos con una sonrisa.
—Guarden sus libros, voy a explicarles algo —dijo a los niños.
—En primer lugar, ¿notaron algo en mi comportamiento de hoy?
Hubo un silencio absoluto.
La señorita García sonrió antes de añadir:
—¿Les gustaría comentar algo acerca de lo que hice hoy?
De nuevo hubo silencio.
—¿Creen que fui cortés y educada en la forma en que me comporté con ustedes?
Aquellas palabras fueron lo que dio oportunidad a que varios niños hicieran comentarios.
—En realidad no —contestó José.
—Me interrumpió cuando trataba de responder su pregunta —recordó Guillermo.
—Estiró el brazo por encima de Guillermo y tomó la jarra, sin pedirle a él que se la pasara —dijo Marisa.
—No me pude concentrar en la lectura con la música que puso —comentó Alan.
—No nos explicó por qué llegó tarde esta mañana —dijo Carolina—. Y no se disculpó por interrumpir mi conversación con Marisa y Laura. Es más, ni siquiera pidió ayuda a Marisa, solo le dijo que le trajera de inmediato la chaqueta.
La señorita García escuchó, mientras los alumnos le hablaban de las muchas formas en que ella había sido desagradable, los había ofendido, molestado y tratado con descortesía.
—Hoy fui descortés con ustedes —dijo la señorita García—. Es más, ¿se les ocurre una palabra que resuma mi comportamiento?
—¿Maleducada? —aventuró Guillermo.
—Sí, así es. Hoy, experimentaron lo que se siente cuando alguien es maleducado con ustedes.
Marisa habló:
—Nunca pensé que los adultos actuaran así, sobre todo los profesores. Saben bien cómo comportarse.
—Tienes razón, Marisa —dijo la señorita García—. Deberíamos saberlo bien. Cuando crecíamos, nos deberían haber enseñado cómo comportarnos, y tenemos toda la vida para crear hábitos de cortesía y de consideración con los demás. Sin embargo, mi comportamiento no fue por descuido. Me comporté con descortesía a propósito. Quise que entendieran lo que se siente cuando alguien es descortés con ustedes.
—Ah, ya entiendo —dijo Laura—. Quiso que veamos cómo hacemos sentir a los demás a veces.
—Sí —respondió la señorita García—. Ustedes son niños estupendos, pero a veces son bastante desconsiderados y no se preocupan sobre cómo afectan a los demás.
—¿Cómo podemos ser más corteses y respetar más a los demás? —preguntó la señorita García—. Podemos escribir una lista en la pizarra que sea un recordatorio durante el próximo mes de las mejoras que debemos hacer. Y hablaremos de nuevo a fin de mes para ver cuánto hemos mejorado.
—Y si hemos progresado lo suficiente, ¿podemos planear cómo celebrarlo? —preguntó Guillermo.
—Claro —respondió la señorita García—. ¿Qué ideas tienen?
Varios niños levantaron la mano. Uno tras otro dieron sus ideas de cómo ser más corteses y cómo celebrar su progreso.
Autor desconocido. Ilustración: Catherine Lynch. Diseño: Roy Evans.Publicado por Rincón de las maravillas. © La Familia Internacional, 2022