—Abuelo —comentó David algo triste mientras se preparaba para acostarse—, ¡nadie quiere jugar conmigo!
—Y ¿por qué, David? —preguntó el abuelo.
—Es que cuando invito a un niño a jugar conmigo, siempre escoge los juguetes que yo quiero. Quiero jugar con otros niños, pero también quiero mis juguetes. ¿Por qué se los tengo que dejar?
El abuelo pensó por un momento.
—Creo que tengo un buen relato que te ayudará a resolver ese problema —respondió.
—Tráeme tu libro de relatos de la Biblia y te leeré uno antes que te metas en la cama.
David rápidamente buscó su libro y se sentó junto a su abuelo que comenzó a leer.
Había una vez un granjero adinerado a quien llamaremos Sr. Ricachón. Era dueño de una propiedad muy extensa. Cierto año hubo una gran cosecha, y sus trabajadores recogieron muchísimo grano.
El Sr. Ricachón vigilaba que sus empleados guardaran con cuidado en los graneros todos los sacos.
Mientras admiraba las pilas de sacos de grano, un vecino que pasaba le dijo:
—¡Cuánto grano ha recogido este año!
—Sí —contestó el Sr. Ricachón—. ¡Tengo tantas tierras para cultivar! ¡Qué afortunado soy! ¡Me he hecho rico!
Mientras se jactaba de sus riquezas, un pobre jornalero se acercó y le preguntó:
—Señor, como ha tenido una cosecha tan buena, ¿podría darnos unos sacos de grano para nuestras familias?
—¿Cómo? —exclamó el Sr. Ricachón—. ¡No! No puedo. Tengo que guardarlo todo para mí.
El pobre trabajador dirigió la vista a los graneros y luego volvió a mirar a Sr. Ricachón.
—Pero, pero... señor, todos esos sacos ni siquiera caben en sus graneros.
—Tonterías —repuso Sr. Ricachón—. Los meteremos todos dentro.
El hombre repuso:
—Estoy seguro de que si nos diera unos cuantos sacos ni siquiera los echaría en falta. Somos muy pobres, y hemos trabajado mucho.
—¡No, no y no! No puedo regalar nada de grano. Lo necesito todo.
Y con estas palabras, el Sr. Ricachón se alejó.
Más tarde, cuando los empleados terminaron de meter la cosecha en los graneros, el Sr. Ricachón se dio cuenta de que afuera habían quedado muchos sacos que no cabían en los graneros.
—¡Mira por dónde! —exclamó el Sr. Ricachón—. Aquel hombre tenía razón: no entra todo el grano. La cosecha ha sido tan abundante que no me cabe toda en los graneros. Ahora ¿qué hago?
El Sr. Ricachón comenzó a preocuparse: «¡A lo mejor tendré que regalar algunos sacos!» Pero luego se le ocurrió una idea.
«¡Ajá! Ya sé lo que haré. Construiré graneros más grandes para almacenar todos mis bienes, y así no tendré que regalar nada».
—¡Qué hombre tan egoísta! —comentó David—. Aunque tenía tantos sacos, no quiso compartirlos con los trabajadores, que eran muy pobres.
—¡Es verdad! —coincidió el abuelo—. Era muy egoísta. Pero aquella noche Dios le dijo al Sr. Ricachón: «¡Tonto! Esta noche morirás. ¿Qué será entonces de todo lo que has guardado?» Y tal y como Dios le había advertido, aquella noche murió mientras dormía y tuvo que dejar atrás todas sus riquezas.
—Dios se las quitó porque fue egoísta y tacaño —reseñó David.
—¡Exacto! —concordó el abuelo—. En lugar de compartir lo que tenía con los demás, decidió construir graneros mayores para guardar más para sí. No había nada de malo en que fuera rico y tuviera tantos graneros. Pero ¿sabes lo que hizo mal?
—Él no quiso compartir —dijo David—. Ni siquiera un poquito para ayudar a los necesitados.
—¡Exacto! —dijo el abuelo.
—Abuelito, yo tengo muchos juguetes —reconoció David—; pero nadie quiere jugar conmigo.
—Eres rico en juguetes. Tal vez Dios te ha dado tantos para que los compartas. Recuerda esto: «La felicidad está más en dar que en recibir». Y: «Dando siempre se sale ganando».
Al día siguiente, David vio a su amigo Tomás que pasaba por delante de su casa en bicicleta.
—¡Eh, Tomás! ¿Quieres entrar y jugar conmigo?
Su amigo lo miró sorprendido.
—Claro —respondió en tono alegre—. Le preguntaré a mi mamá.
Cuando Tomás llegó más tarde, David lo llevó a donde tenía su caja de juguetes.
—¿Por qué no escoges los automóviles que más te gusten y podemos construir carreteras y jugar juntos?
—¿Seguro? ¿Me dejas elegir primero los coches con los que quiero jugar? —le preguntó Tomás.
—¡Sí, vamos! —le aseguró David con una gran sonrisa.
—Bueno, a mí me gustaría jugar con el coche de policía y el de bomberos.
—¡De acuerdo! —contestó David, pese a que eran algunos de sus favoritos—. Yo tendré la ambulancia y la grúa. Hagamos algunas carreteras.
David sonreía de oreja a oreja mientras comenzaban a jugar. Estaba contento de jugar con un amigo.
Más tarde, la mamá de David fue para anunciar que la madre de Tomás lo estaba llamando para cenar.
—Te ayudaré a recoger los juguetes antes de irme —se ofreció Tomás.
—¡Gracias! —respondió David, y añadió—: Ven otra vez a jugar mañana por la tarde.
—¡Genial! Gracias, David. Me gustan los amigos como tú. Ha sido divertido. Mañana traeré mis bloques LEGO y mis coches. Así tendremos más cosas para jugar y hasta podemos comenzar a construir una ciudad con calles.
—¡Qué buena idea! —dijo David—. Tú también eres muy buen amigo, Tomás. ¡Hasta mañana!
Tomás se montó en la bici y se puso a pedalear hacia su casa.
En la cena, David les contó a sus padres:
—Hoy he comprendido lo que me explicó anoche el abuelo de que dando siempre se sale ganando. A mí no me gustaba dejarle mis juguetes a nadie, porque creía que para divertirme necesitaba tenerlos yo todos para jugar. Pero hoy me he dado cuenta de que al dejárselos a mi amigo, él disfrutó, y yo también, aunque no jugué con todos mis autitos.
—Estoy muy orgulloso de ti, hijo, porque has aprendido algo muy valioso y decidiste compartir lo que tienes con los demás —dijo su padre—. Tu abuelo tiene razón: dando siempre se sale ganando.
Texto: Simon Peter, adaptado por Danielle Adair y Devon T. Sommers. Ilustración: Didier Martin. Diseño: Stefan Merour.© Aurora Production AG, 2009. Todos los derechos reservados. Utilizado con permiso.