Era domingo por la tarde, y Tristán había invitado a su casa a sus amigos Damián, Tomás y Chantal.
—¿Cómo va? —preguntó el abuelo Diego cuando pasó delante de la habitación en la que estaban jugando.
—Muy bien —respondieron los cuatro niños al unísono sin dejar de jugar.
—Abuelo Diego —dijo de pronto Chantal—, ¿es verdad que Tristán es el niño más listo que usted conoce?
—¿Por qué dices eso? —preguntó el anciano.
—Él dice que usted se lo dijo —respondió ella.
—Abuelito, ¿recuerdas que una vez me pusieron unas tareas muy difíciles en el colegio —interrumpió Tristán—, pero igual las hice, y me dijiste que era muy inteligente? ¡Dijiste que era el niño más listo que conocías!
—Recuerdo haber dicho que eras muy inteligente —explicó el abuelo Diego acariciándose la barba—. Ahora bien, tanto como el niño más listo que conocía... mmm, no recuerdo haber dicho eso.
»A veces queremos mejorar nuestra imagen porque nos parece que así les caeremos muy bien a los demás. Pero a nuestros amigos les gustamos tal como somos.
»Había una vez una estrella de mar que creyó que tenía que ser excepcional para que sus amigos la quisieran».
—¡Cuéntanos esa historia, abuelo, por favor! —le rogaron los niños.
Tristán, Damián, Tomás y Chantal recogieron los juguetes y arreglaron la sala mientras el abuelo iba a buscar su libro de cuentos.
—¿Están todos listos? —preguntó el anciano.
—Casi —respondieron los cuatro buscando una posición cómoda.
—Mi mamá me enseñó esa poesía —dijo Augusto—. Cada noche, antes de dormirme, me la recitaba.
—Es muy linda —comentó su amiga Elvira, una estrella de mar.
Los dos amigos descansaban sobre una roca, escuchando el sonido de las olas que rompían contra el acantilado y observando el resplandor de las estrellas.
—¿Sabías que yo antes era una estrella del cielo? —se jactó Elvira.
—¿Lo que quieres decir es que te habría gustado ser una? —preguntó el caballito de mar.
—No, ¡yo era una estrella del cielo! —insistió Elvira.
—Y ¿qué pasó? ¡Tienes que contármelo!
—Mmm... bueno... —vaciló ella.
Su única intención había sido impresionar a su amigo. Pero ahora no sabía qué hacer, si inventarse una historia o reconocer la verdad.
«Si ahora le digo la verdad —pensó—, ya no le gustaré. Me verá como una fea estrella de mar sin ningún atractivo. Quizá ya no quiera ser mi amigo».
—¿Me lo vas a contar? —preguntó Augusto.
—Antes de conocerte —empezó Elvira—, yo era una estrella muy, muy lejana. No era una estrella normal. Tenía diversos colores. A veces despedía una luz blanca, pero podía cambiarla a azul, rojo, amarillo o verde.
—¡Vaya! ¡Debía de ser sensacional! —exclamó él—. ¿Qué pasó?
—Algunas estrellas me tenían celos porque no podían cambiar de color como yo. Así que se reunieron para ver una manera de deshacerse de mí.
—¡Qué horror! —soltó Augusto.
—Un día yo estaba brillando como de costumbre cuando esas estrellas decidieron echarme del cielo de una vez por todas. De repente, ¡plam!, me embistieron. Perdí el equilibrio y me vine abajo. ¡Fue escalofriante! Por fin, después de una caída larguísima, hice ¡plaf! en el agua y me hundí hasta el fondo del mar.
»Cuando recobré el sentido y me miré, descubrí que ya no era una estrella resplandeciente, capaz de emitir luz de diversos colores, sino una simple y pálida estrella de mar. Y eso he sido desde entonces».
—¡Qué triste! —comentó el caballito de mar—. Pero te aseguro que aunque ya no seas una estrella del cielo, yo nunca te he considerado aburrida o fea. Siempre me has gustado tal cual eres. De todos modos, siento lo que te pasó.
—No te preocupes —dijo Elvira—. Ya me estoy acostumbrando a ser una estrella de mar.
Aquella noche Elvira se acostó inquieta en su cama de coral.
«No hubiera debido contarle todo eso a Augusto —pensó—. No era verdad, pero él se lo creyó. ¿Qué pasará si se lo cuenta a alguien? ¿Qué voy a hacer?»
—Entonces las estrellas malas embistieron a la pobre Elvira y la hicieron caer desde lo alto —explicó Augusto a don Ramón y a Gobi—. Y cuando llegó al agua, ¡se había convertido en una estrella de mar! —terminó.
Gobi miró a don Ramón y meneó la cabeza.
—Según lo que me ha enseñado mi mamá, las estrellas de mar nacen siendo estrellas de mar. No es que antes fueran estrellas del cielo.
—Así es —confirmó don Ramón.
—Hablen ustedes mismos con ella —protestó el caballito de mar.
Así pues, los tres amigos se fueron a buscar a Elvira.
—Ahí estás —exclamó Augusto cuando la encontraron.
—Eh... hola —contestó Elvira.
—Augusto nos contó tu historia —explicó el viejo pez globo—, y nos quedamos pensando si sería verdad. Siempre nos han enseñado que las estrellas de mar son simples animales marinos como cualquier otro.
—Pues... yo... —balbuceó Elvira muy nerviosa.
—Tú me lo contaste —intervino el caballito de mar—. Diles que es cierto.
«¿Qué hago? —Se preguntaba Elvira presa del pánico—. ¿Reconozco que me lo inventé, o insisto en que es verdad? No hubiera debido contar esa patraña. Quizá nunca más van a creer nada de lo que diga».
Reflexionó un instante y resolvió que era mejor decir la verdad que embrollar más la historia.
—Augusto, te pido disculpas —comenzó diciendo.
—¿Cómo? —preguntó Augusto.
—Nunca he sido una estrella del cielo. Siempre he sido una estrella de mar. Me parece que no tengo ningún atractivo. No tengo colores muy vivos ni nado con gracia como los peces. Quería que vieras en mí algo fuera de lo corriente. Se me ocurrió que de esa forma te caería más simpática.
—Pero si ya me caes simpática —declaró el caballito de mar—. Eres mi amiga, y eso es lo único que me importa.
—¿De veras?
—Claro. ¿Qué más da de qué color seas o que no sepas nadar? Me gustas tal cual.
—Y a nosotros también nos gustas —agregó Gobi.
—Todos somos diferentes —explicó don Ramón—. Cada uno tiene sus particularidades que lo distinguen y le dan su carácter único.
—Es cierto —admitió Elvira—. Les pido perdón. Prometo que no volveré a inventar historias así. Me alegro mucho de tener amigos como ustedes.
—Y nosotros nos alegramos de que seas nuestra amiga —respondieron Gobi, don Ramón y Augusto.
Seguidamente, los cuatro amigos se alejaron del lugar, felices de tenerse unos a otros.
¡Ding, dong!
—Deben de ser sus padres que los vienen a buscar —el abuelo señaló cerrando el libro.
—Gracias por el cuento —dijo Damián.
—Siempre aprendo mucho con estas historias —añadió Tomás.
—Yo también —añadió Chantal.
—Pues me alegro mucho —dijo el anciano—. A mí me encanta leérselas. Y es cierto que enseñan muchas cosas.
—Recordaré este cuento —comentó Tristán—. ¡Qué bien que mis amigos me quieren tal como soy!
—Así es —le aseguró su abuelo acariciándole el cabello—. Bueno, será mejor que no hagamos esperar a sus padres. ¡Vuelvan pronto!
—¡Hasta la próxima! —se despidieron Damián, Chantal y Tomás.
Moraleja: Dios nos ha hecho a todos distintos. Cada uno tiene algo especial.
Texto: Katiuscia Giusti. Ilustración: Agnes Lemaire. Color: Doug Calder. Diseño: Roy Evans.Publicado en Rincón de las maravillas. © Aurora Production AG, Suiza, 2007. Reservados todos los derechos.