Los sollozos de Tristán se oían por toda la casa y el jardín.
—¿Qué te pasa, Tristán? —preguntó el abuelo Diego cuando encontró a su nieto con un raspón que se había hecho en la rodilla.
—Me duele, abuelito —dijo Tristán.
—¡Cuánto lo siento! Parece que los cordones de las zapatillas estaban sueltos —dijo el abuelo—. Seguro que te los pisaste.
—Se me olvidó amarrarlos —confesó el niño—. Estaba haciendo una carrera con un amigo para ver quién salía antes al jardín, y debe de ser que se me olvidó.
—A fin de cuentas, eso de ir tan rápido no te resultó, porque te lastimaste. Eso me recuerda lo que le pasó a Leonor.
—¿Leonor? —preguntó Tristán olvidándose de su rodilla lastimada.
—Sí. Leonor era una libélula que sufrió un accidente, como tú, y aprendió una buena lección.
—Cuéntame, abuelito —dijo el niño.
—Un día Leonor se encontró con sus amigas Antonia y Candela... —comenzó diciendo el abuelo.
—No se imaginan lo que me pasó —exclamó Leonor jadeando cuando llegó al lugar donde estaban sus amigas tumbadas al sol.
—Se te ve cansada —dijo Candela—. Habrás recorrido kilómetros volando.
—No tanto, pero he sufrido un accidente aterrador.
—Esta mañana fui a ver a unos amigos míos, unas libélulas que viven en la charca —comenzó diciendo Leonor—. Nos pusimos a jugar a hacer acrobacias. Primero nos elevábamos lo más que podíamos y luego nos lanzábamos en picada a toda velocidad. El juego consistía en llegar hasta la superficie del agua y cazar uno de los mosquitos que sobrevuelan la laguna, pero sin mojarnos.
«A mí no me iba muy bien —confesó—. Me elevaba bastante, pero como no era capaz de descender tan rápido como los demás, casi no atrapaba ningún mosquito. Me enojé y quise demostrar que yo era tan buena como las otras libélulas. No quería que nadie pensara que tenía miedo de caerme al agua.
»Así que no fui prudente y me elevé mucho y me lancé lo más rápido posible. Agarré tanta velocidad en el descenso que no logré girar y cazar el mosquito, sino que me estrellé estrepitosamente contra el agua —explicó—. El golpe fue tan fuerte que me mareé. Cuando traté de salir del agua, no pude».
—¡Uy, qué horror! —exclamó Candela.
—Seguro que pasaste mucho miedo —dijo Antonia—. Yo me habría asustado.
—Al principio no tenía miedo, pero me empecé a preocupar cuando me di cuenta de que no podía mover las alas. Las tenía empapadas, y me pesaban mucho. No las podía levantar. Estaba atrapada.
—¡Qué cosa! —exclamó Antonia.
—Y ¿qué pasó? —preguntó Candela.
—Mis amigos vinieron a echarme una mano, pero no lograron levantarme. Pensé que me iba a tener que quedar en el agua largo rato, con riesgo de ahogarme. Mis amigos fueron a pedir ayuda y cuando me quedé sola, me sentí totalmente indefensa.
—Y ¿qué hiciste? —le preguntó Antonia.
—Recordé lo que mi mamá siempre me dice: que cuando me encuentre en una situación difícil, haga una oración. Le pedí entonces a Dios que les mostrara a mis amigos un modo de ayudarme o que enviara a alguien a socorrerme. Le prometí que la próxima vez tendría más cuidado, y no me pondría tan competitiva.
—¿Y entonces? —la interrumpió Candela.
—Justo en ese momento se acercaron dos niños a la charca. Habían atrapado una rana en su jardín y la llevaban al agua para dejarla en libertad. Pedí socorro, pero no conseguí que me vieran ni oyeran. Volví a rezar, y entonces la niña me vio.
«“¡Ciro, Ciro! —gritó—. ¡Hay una libélula en el agua que parece que está en apuros!”
»Su hermano se dio la vuelta, me vio y me sacó con suavidad del agua.
»“Pobrecita”, dijo. “¡Qué bueno que la viste! —le dijo a su hermana Celia—; no sé cuánto más habría aguantado en el agua. Dejémosla sobre esta hoja para que se le sequen las alas al sol y pronto volverá a volar”».
—¡Suerte que llegaron esos niños justo cuando necesitabas ayuda! —reflexionó Candela.
—Me alegro mucho de que ahora estés bien —suspiró Antonia.
—Yo también —repuso Leonor—. De ahora en adelante tendré mucho más cuidado.
—¿Quieren que juguemos a algo? —preguntó Candela.
—¿Por qué no? —respondió Leonor.
—Tengamos mucho cuidado —dijo Antonia.
—Y no seamos demasiado competitivas —añadió Candela.
—Me alegro de que lo mío no fuera nada comparado con lo que le pasó a Leonor —comentó Tristán.
—Yo también me alegro —contestó su abuelo—. Es muy importante recordar que los accidentes suelen ocurrir por falta de cuidado. Es fácil cometer imprudencias, como en el caso de Leonor, si te pones competitivo al jugar con los demás y sólo piensas en ganar.
—Será mejor que me amarre los cordones antes de salir y seguir jugando —dijo Tristán.
—Antes que te vayas, hay algo más que debes recordar del cuento de Leonor. Adivina lo que es.
Tristán se quedó pensativo.
—¿La importancia de orar?
—¡Correcto! De ese modo Dios puede evitar que te lastimes.
Tristán y su abuelo agacharon la cabeza y le pidieron a Dios protección. Luego Tristán se puso de pie de un salto y se fue a jugar con su amigo.
En una hoja cercana, tres pequeños insectos que lo habían estado observando se sonrieron unos a otros.
Moraleja: Pide ayuda a Dios cuando te haga falta, y Él acudirá en tu auxilio.
Texto: Katiuscia Giusti. Ilustración: Agnes Lemaire. Color: Doug Calder. Diseño: Roy Evans.Publicado en Rincón de las maravillas. © Aurora Production AG, Suiza, 2007. Todos los derechos reservados.